viernes, 26 de febrero de 2016

Sílvia Pérez Cruz, una voz en libertad

Esta es la historia de una cantante y compositora con una voz en la que el jazz, las habaneras, el flamenco o la música popular conviven pacíficamente y arrastra una legión de seguidores que no para de crecer.


El primer resultado de la aventura es un disco corto e intenso. Y, como suele suceder con el arte difícil de categorizar de su autora, se describe mejor en negativo. No es exactamente la banda sonora de la película; las canciones, no narrativas, figuran en distinto orden que en el filme y de su escucha no se transparenta gran cosa de la trama. Tampoco es un álbum de canción protesta, la denuncia emana más de una partitura melancólica que del realismo de las letras en castellano, portugués e inglés.

Quería tratar problemas universales, no hablar solo de desahucios”, dice ella. Aunque de eso también haya, sobre todo en el corte que abre el disco, ‘No hay tanto pan’, en el que, con un guiño a los gallos rojos y negros del simpar Chicho Sánchez Ferlosio, Pérez Cruz canta sobre una “gran culpa que no es tuya ni mía”, sobre “discursos, banqueros y trileros”, “bolsos, confeti, cruceros y puteros” y aquellos que “te roban” y encima “te gritan”. Y también de lo “indecente” de un mundo de “gente sin casa y casa sin gente”.

“Cuando recibí esa llamada”, recordaba recientemente la cantante durante una tenue tarde del invierno mediterráneo en una conocida coctelería de Barcelona, “estaba obsesionada con Ada, con esa claridad de discurso y el aplomo con el que se dirigió al Congreso”. Y así fue como el primer sí (“hacer la banda sonora”) se convirtió en un salto sin red que incluía un papel protagonista. “Fueron meses de empeño de Cortés hasta lograr convencerme. Yo nunca había actuado antes, salvo en un taller a los 13 años en la escuela. Nunca he terminado de entender el arte de la interpretación. Se comparten cosas, hay emociones, hay incluso melodías. Pero no hay música”. Curiosamente, el punto de acceso lo halló, dice, en su total ausencia: “En el silencio que se hace justo antes y después de que se grita ‘acción’. Es muy concentrado, muy respetuoso. Es una experiencia colectiva, como cuando te subes a un escenario”.

Eduard Cortés (Barcelona, 1959), que la descubrió con el montaje El jardín de los cinco árboles, a partir de poemas de Salvador Espriu, siempre tuvo “claro” que tras la voz se escondía una actriz natural . “Si lográbamos poner toda la verdad que ella tiene cantando en la película, la cosa funcionaría. Además, resultó tremendamente inspiradora para todos durante el rodaje”. Más complicado fue levantar la financiación del proyecto. “Pese a que no es una película política ni nada panfletaria, supongo que la temática no era la más atractiva para las televisiones”, afirma Cortés. Al final, hubo que recurrir a una ronda de crowdfunding (217.000 euros) y los equipos técnico y artístico aportaron parte de su sueldo, que fiaron al resultado de taquilla (en el caso de la protagonista, el porcentaje ha rondado el 40%).

Es tentador pensar como el cineasta. Si algo hace destacar a Pérez Cruz es su asombrosa capacidad interpretativa, el modo en el que solo ella dice las canciones, propias y ajenas (en su mundo, las versiones, obedecen a la lógica de un armario; “es como con los trajes, hay que buscarlos, algunos te gustan pero no te sientan bien”). El verdadero poder de su voz se despliega en directo. Sus recitales, ante audiencias que crecen con cada concierto, acaban convertidos en rituales en los que no es raro ver a la gente, de todas edades y sexos, llorar. Es, si se permite el eslogan, el fenómeno Sílvia Pérez Cruz, una de las historias de éxito más inesperadas de los últimos tiempos en la música popular española.

¿O cómo, si no, se puede explicar que un álbum de versiones haya sido disco de oro en un país que hace tiempo dejó de pagar por la música grabada? Sucedió con granada (así, en minúscula, como la fruta y el explosivo), álbum firmado a medias con Raül Fernandez Miró, Refree, solicitado guitarrista y productor barcelonés. Juntos venían colaborando desde hacía una década, cuando ella, casi aún una adolescente, ya había cambiado su lugar de nacimiento, Palafrugell, bella localidad del Baix Empordà –cuyo “paisaje” y “mar de invierno” son lo que mejor la “definen”–, por la Barcelona del cambio de siglo.

Fernandez Miró (Barcelona, 1976) coprodujo también 11 de novembre (2012), álbum con el que la artista debutó en la multinacional Universal en una asociación que se ha demostrado fructífera para ambas partes. En el argot de la disquera, Pérez Cruz es la perfecta “artista de largo recorrido”, un unicornio blanco en los tiempos que corren. Y al firmar el contrato, recuerda ella, la preocupación fue asegurarse una “libertad” que, de momento, le respetan.

Aquel disco, una refrescante mezcla de música mediterránea, jazz, flamenco o bossa nova, sonaba en catalán, inglés, portugués y español, y marcó el inicio del viaje de su reputación más allá de las fronteras catalanas, donde ella ya llenaba teatros. El álbum estaba dedicado a la memoria de su padre, Castor Pérez (1955-2010), cantante y estudioso de las habaneras, género musical de gran arraigo en el rincón del mundo en el que la niña creció. “Dedicó su vida a eso”, recuerda. “Escribió libros, tenía un archivo en Cuba. Viajó 22 años a la isla en busca de canciones. Hay una melancolía muy poderosa en todo ello… Obviamente, me parecía un rollo cuando era pequeña, pero con la edad he aprendido a apreciar la estampa: dos hombres en una vieja taberna de madera cantando emocionados letras que se saben de toda la vida. Cuando es así, de verdad, me gusta. La postal no me interesa lo más mínimo. Algún día espero hacer un álbum de habaneras”.

Hija también de una cantante, Glòria Cruz, que aún vive en Palafrugell, Sílvia comenzó a estudiar música a los cuatro años. A “los 12 o 13” un profesor le dijo que su forma libre de entender la interpretación encontraría mejor acomodo en el jazz que en la clásica. Tocó el saxofón en orquestas y pasacalles y cantó en un coro. Llegó a los 18 años a Barcelona para estudiar en la recién creada Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC), con sede en el Auditori. “Allí di con mi propia voz. Al llegar, mi forma de cantar me sonó de pronto como de abuela, así que la tuve que deconstruir. Y eso fue muy bueno”.

El saxofonista Llibert Fortuny (Las Palmas, 1977) fue una de las primeras personas con las que trabó contacto en la gran ciudad. Él acababa de regresar de Estados Unidos y daba clases de su instrumento en un trastero del parking de la casa de sus padres. “Vino a preparar su ingreso en la ESMUC”, recuerda el saxofonista, que en los años siguientes protagonizaría una de las carreras más fulgurantes del reciente jazz español. “En cuanto la vi, tuve claro que era una artista excepcional. Tenía una manera de improvisar muy poco común. Curiosamente, entonces no quiso cantar, decía que le daba corte”.

En la escuela venció las reticencias. Escogió la voz como primer instrumento y el saxofón de segundo. Pronto se vio envuelta en la escena del jazz barcelonés, que vivía a principios de siglo el final de su efímera eclosión, un espejismo de clubes con programación sostenida, revistas especializadas y activos sellos discográficos que en los últimos años ha dejado paso a un panorama acosado por el elevado IVA cultural, la falta de interés de los grandes festivales por la cantera y el excesivo celo de las normativas urbanas contra el ruido.

En aquellos días –pero sobre todo en aquellas noches– era común verla subir a cantar en los más diversos contextos en locales del Raval y el Gótico. En una de esas ocasiones, Javier Colina (Pamplona, 1960), venerable contrabajista, la vio acompañar “a un grupo de folcloristas argentinos” al final de un concierto. “Me recomendaron que la escuchase para un proyecto de canciones que tenía entre manos”, recuerda Colina. “Me fascinó su voz y el carisma sobre el escenario y me enamoré al instante”. De aquel encuentro surgió En la imaginación (2011), disco firmado a medias.

Que la chica ha sido siempre de “flechazo” fácil lo sabe bien el periodista y compositor Luis Troquel. Cuando ella tenía 17 años, la escuchó cantar una nana mezclada entre el público de una obra de teatro amateur. “Desde entonces no he dejado de recomendarla”, explica. También a Fernandez Miró, que la escogió para una colaboración trasatlántica entre músicos catalanes y argentinos titulada Immigrasons. “Tenía 22 añitos”, recuerda ella. “Cuando me quise dar cuenta, estaba embarcada yo sola en una gira por Argentina y Brasil con unos músicos que no conocía”.

Entonces Pérez Cruz era parte de Las Migas, grupo de flamenco mestizo formado por cuatro alumnas del ESMUC de distinta procedencia (Sevilla, Palafrugell, Alemania y Francia) en cuyas filas militó hasta 2011. “En aquellos años estaba en muchos proyectos al mismo tiempo, todo era muy frenético y estimulante, hasta que de pronto, con 24, me quedé embarazada. Eso sí fue un cambio bestia. No lo esperaba. Nadie tenía hijos. Yo era la única y, además, la más joven. Tenías que buscar la manera de combinar un trabajo poco común y la maternidad”. “La pobre hacía unos malabarismos increíbles para llegar a todo”, recuerda Troquel. La hija, que hoy tiene ocho años, participa con unas amigas en los coros de ‘Ai, ai, ai’, una suerte de versión de un tema de Shakira incluida en Domus.

En el entorno de Pérez Cruz, un grupo compacto organizado en círculos concéntricos de confianza (“esto es un estilo de vida, no un negocio; para trabajar conmigo cuenta la humildad y la seguridad”), les gusta contemplar su carrera como un viaje “en constante progresión” con paradas bien definidas; este concierto, aquella portada de revista…, umbrales que la condujeron a otra dimensión. Uno de esos momentos estelares fue la concesión del Goya a la mejor canción original por el tema que compuso para la película Blancanieves. No fue tanto el premio como las circunstancias de su entrega. La actriz Adriana Ugarte, encargada de leer el veredicto, confundió al primero de los candidatos de la lista impresa en el tarjetón con el ganador, en uno de los episodios más surrealistas de tres décadas de premios de la Academia.

“Resultó una experiencia muy extraña y muy fuerte: la sensación de perder y al segundo siguiente el subidón de ganar. El discurso fue improvisado, empecé pidiendo perdón. Después me pasé toda la noche buscando a los pobres chicos que creyeron por un momento que lo habían logrado. Se ve que se fueron de la gala”. El resultado del sainete fue que un galardón que acostumbra a pasar desapercibido ocupó tiempo en los telediarios y acabó destacado en todos los periódicos en el anecdotario sobre la noche. “Me preguntaban si me molestaba ser conocida por eso. Me dio igual. Yo sé que se trata de ir paso a paso; a veces son dos escalones y a veces son tres. He tenido la suerte de tener tiempo para digerir el éxito; mi primer bolo cobrando lo hice con 14”.
 
En este enlace se pueden oir las canciones de su disco.

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