Los hechos establecidos por John Chilcot durante los siete años que ha durado la investigación son abrumadores. Es un auténtico acta de acusación que clama por algún tipo de satisfacción penal por las responsabilidades personales de Tony Blair. Fue una guerra ilegal e injusta, en la que se enmascaró un cambio de régimen bajo el disfraz de una guerra preventiva, ante la falsa amenaza de un ataque con unas armas de destrucción masiva inexistentes que podía producirse en 45 minutos.
El número de delitos probablemente sería largo, porque a las mentiras de la preparación de la guerra se añade la irresponsabilidad de quienes organizaron una caótica posguerra todavía más catastrófica. Si la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam Husein fueron ilegales y organizados con mentiras y manipulaciones, nada se hizo después que diera algo de legitimidad a la invasión y a la desaparición del déspota, como ha ocurrido tantas veces en la historia, en forma de beneficios para los iraquíes y de estabilidad en la región.
Al contrario, la destrucción de sus fuerzas armadas y de la estructura entera del Estado abrió las puertas al infierno de una guerra civil entre chiíes y suníes que en propiedad todavía no ha terminado y se ha convertido en el monstruo del Estado Islámico. Difícilmente sirve en este caso la doctrina del mal menor para defender los desastres ocasionados por esta guerra ante el mal mayor que todavía hoy Blair y Bush pretenden blandir con el espantajo de Sadam Husein.
Hay un delito que cuadraría perfectamente con lo que hicieron ambos en la guerra de Irak, con la ayuda diplomática y la complicidad política de Aznar. Es el crimen de agresión, surgido como figura jurídica en los juicios de Nuremberg contra el nazismo y reivindicado en el tratado de creación de la Corte Penal Internacional, el llamado Estatuto de Roma de 1998, como figura delictiva a incluir en el futuro a través de las enmiendas a dicho tratado, como así se hizo en la revisión de 2010. El problema es la no retroactividad de las leyes: cuando se cometió presuntamente el crimen, en 2003, todavía no estaba incluido en el Estatuto de Roma. Para colmo, los procedimientos de ratificación y de entrada en vigor solo convertirán en perseguible el crimen de agresión a partir de 2018.
La fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) no ha ocultado su incomodidad con el contraste entre la impunidad de los dirigentes occidentales cuando vulneran la Carta de Naciones Unidas y la exclusiva inculpación de ciudadanos africanos con los actuales instrumentos legales del tribunal. Los 39 inculpados hasta ahora son todos africanos. También son africanos los únicos jefes de Estado objeto de investigación o persecución legal, como el difunto líder libio Muamar el Gadafi o el actual presidente de Sudán del Norte, Omar Al-Bashir. Otro jefe de Estado africano, Hissène Habré, presidente de Chad entre 1982 y 1990, ha sido condenado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, violación, esclavitud forzada y múltiples homicidios y asesinatos, por una corte especial creada por Senegal por encargo de la Unión Africana, en un caso ejemplar que ha hecho prescindible en esta ocasión la actuación de la CPI.
No es el único contraste. Ha habido al menos dos investigaciones y centenares de denuncias por crímenes de guerra por la muerte de detenidos iraquíes bajo custodia británica, algunas ante tribunales británicos y otros ante la CPI, aunque solo el cabo Donald Payne ha sido condenado a un año de prisión. Sería una cruel ironía que el Informe Chilcot sirviera para perseguir soldados y jefes militares británicos y no diera lugar en cambio a indagación alguna sobre Tony Blair. De ahí que la fiscalía de la CPI haya aclarado muy sutilmente en una nota que “sugerir que la CPI haya descartado la investigación sobre el ex primer ministro por crímenes de guerra pero pueda perseguir a los soldados es una deformación de los hechos”.
Ni un solo jurista ha expresado hasta ahora su confianza en que Tony Blair, al igual que George Bush, se sienten algún día en el banquillo, ya sea de sus respectivos tribunales nacionales ya sea de la CPI, a pesar de que lo han pedido parlamentarios británicos como Jeremy Corbyn o Alex Salmond y el obispo sudafricano y premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu. En el caso del expresidente de Estados Unidos, porque el Senado de su país ni siquiera ha ratificado el tratado internacional que lo crea, a pesar de que su antecesor Bill Clinton lo firmó en Roma. George W. Bush boicoteó todo lo que pudo a la CPI y aprobó, incluso, un paquete legislativo para impedir que sus soldados y ciudadanos pudieran ser inculpados o perseguidos bajo la jurisdicción universal.
El Informe Chilcot tendrá una lectura fácil y demagógica: demuestra la impunidad del hombre blanco, del máximo responsable político frente a los soldaditos que obedecen órdenes, de los honorables mandatarios occidentales frente a los déspotas africanos y árabes. En el momento populista que atravesamos, las opiniones públicas exigen gestos ejemplarizantes y cabezas que rueden. Se da por descontado, en cambio algo que no lo está en absoluto en la gran mayoría de los países, como es que una comisión de investigación, por encargo del Gobierno, realice un ejercicio de transparencia de tanta trascendencia y llegue tan lejos en la documentación y determinación de responsabilidades políticas como ha hecho John Chilcot.
Una nueva paradoja del caso es que esto sucede en pleno Brexit, el movimiento soberanista que no solo pone en cuestión la dependencia de Reino Unido de la legislación y los tribunales de la UE sino incluso de la legislación internacional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. No es extraño ni anecdótico que Alex Salmond haya planteado la posibilidad de que Tony Blair sea juzgado algún día por crimen de agresión en los tribunales de esa Escocia que busca tras el Brexit su independencia y la adhesión a la Unión Europea.
Para el Parlamento británico el Informe Chilcot no es tan solo un ejercicio ejemplar de transparencia que demuestra el vigor de la democracia británica, sino también un estímulo para ratificar las enmiendas que introducen el crimen de agresión en el Estatuto de Roma y dificultar así que en el futuro alguien pueda repetir una actuación como la de Blair desde el número 10 de Downing Street. Aunque el caso Blair no llegue nunca a La Haya, donde tiene su sede la CPI, parece haber pocas dudas de la contribución a la justicia universal que ha hecho Reino Unido con la comisión Chilcot y su informe.
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/07/08/actualidad/1467987628_972382.html
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