_- No hay nada que celebrar. Esto aún no ha terminado, pero ya se intuye un final sucio, feo y, sobre todo, triste. A mí, al menos, me parece tristísimo que tras el fracaso del Estado, los padres de la Patria vayan a ser el Sabadell, CaixaBank y Gas Natural. Que las esteladas se desinflen bajo su presión a una velocidad inaudita, muy superior a la obtenida por la legalidad, la convivencia y el respeto a los discrepantes, no resulta menos desolador. Para describir la calidad de una clase política que oscila entre la astucia cazurra y las porras de unos, y la ingenuidad naif y la demagogia de otros, no es fácil encontrar adjetivos. Antes del 1 de octubre, me sobrecogía la soledad de tantos catalanes —los que se oponen a la independencia y no votan al PP— abandonados a su suerte en la más estricta intemperie. Ahora, millones de españoles compartimos esa sensación en cada pueblo y cada ciudad. Pero todo puede empeorar, porque no se puede jugar con las ilusiones y la esperanza de la gente yendo de farol, enseñar tres tristes doses, y decir Diego donde se decía digo. Tal vez, aparte de apuntalar en el poder a Rajoy, culpable principal de todo lo que ha pasado, esta intentona desarrolle el paradójico efecto de enterrar las expectativas electorales del independentismo catalán durante una buena temporada, pero ninguna paradoja logrará desactivarlo. Los radicales que no tienen nada que perder con la caída del Ibex 35 se radicalizarán todavía más, y no tienen mucho margen. Todavía no sabemos lo que puede llegar a ocurrir, pero si ocurre lo peor, la culpa será de muchos, un fracaso colectivo sin precedentes. Antes de que sea tarde, alguien debería asumir con coraje y con claridad la ineludible necesidad de refundar nuestra democracia.
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