_- Era invierno, pero el suave clima de la costa genovesa —que permitió el cultivo de cítricos en estas latitudes— llenaba de gente las terrazas de los bares del puerto. Helena Attlee encontró una mesita y, presa de una incipiente obsesión, pidió un campari con zumo de naranja. El camarero no entendía a la solitaria turista que hablaba un buen italiano ensuciado con acento inglés. Finalmente exclamó: “¡Ah, un garibaldi!”. . Cuando le trajo aquella bebida de colorr rojo, como las camisas de los 1.000 voluntarios que atravesaron Italia tras el líder revolucionario, todas las piezas del puzle que llevaban años desordenadas en su cabeza comenzaron a encajar. “Siempre lo presento como lo que me llevó a escribir esta historia. La realidad no es tan sencilla y todo sucede en círculos, pero es una buena metáfora del libro”, asegura la autora del delicioso El país donde florece el limonero (Acantilado).
Italia entera bailaba con los hielos en aquel brebaje cítrico, acertadamente bautizado con el nombre del unificador del país. La naranja sanguina que exprimió con las manos el barman procedía de las faldas del monte Etna, el gran volcán siciliano. Mientras Garibaldi trataba de anexionar aquellos bosques de naranjos de Catania al nuevo reino de Italia, en su otro extremo, en Lombardía, Gaspare Campari inventaba un licor cuyo ingrediente clave es el extracto de chinotto, un cítrico excepcionalmente ácido cuya historia se entrelaza con la de la región de Liguria. Como explícito remate de aquel caldo de sugestiones, media rodaja de naranja fresca.
En aquella terraza genovesa Attlee comprendió que los cítricos proporcionaban un hilo dorado con el que tejer la tumultuosa historia de Italia. La de estos frutos, igual que la del país mediterráneo, es una historia de polinizaciones cruzadas, invasiones, migraciones y vaivenes económicos. “Son las mismas fuerzas”, explica, y los ojos azules se le iluminan aún con pasión en la cafetería de una librería londinense. “Hay muchos ejemplos de cómo los cítricos han cambiado el curso de la historia de Italia y de todo el mundo. Lo maravilloso es que allá donde llegan proporcionan una increíble bendición, como una fiebre del oro. Y eso tiene consecuencias imprevisibles”.
Siguiendo el rastro cítrico se puede llegar, por ejemplo, al origen de la Mafia. En 1747 un médico de la Armada británica llamado James Lind emprendió el primer ensayo clínico con zumo de limón para tratar el escorbuto, que diezmaba las tripulaciones de los navíos, privadas de vitamina C en sus largas temporadas en la mar sin ingerir frutas ni verduras frescas. La Marina Real británica cargó sus navíos de zumo de limón para proteger a los marinos. Cuando Nelson conquistó Malta en 1798, el Almirantazgo confió a aquella isla y a Sicilia el suministro de limones.
Esto produjo un verdadero boom económico en la Conca d’Oro, la cuenca del oro que se extiende en la llanura entre los montes de Palermo y el mar. El negocio atrajo a bandidos, ladrones de ganado, abogados y políticos, que, unidos por la avaricia, crearon entre los huertos de limoneros la organización que pasaría a la historia como la Mafia. “Coincidió con un cambio de régimen, los Borbones se iban de la isla”, explica Attlee. “En esa maravillosa tierra siciliana nació ese sistema de intimidación.El paisaje ayudaba, con esas paredes altas que protegían del viento a los limoneros y permitían a los mafiosos ocultarse”.
Los cítricos italianos han engendrado criaturas más bellas y en lugares más insospechados. Como el agua de colonia, bautizada en honor a la ciudad alemana a la que emigró en su juventud el piamontés Giovanni Maria Farina, superdotada nariz de una antigua familia de aromatiseurs. En 1708 inventó el perfume cuya base era la bergamota, un cítrico de Calabria, producto de una polinización cruzada azarosa entre un limonero y un naranjo amargo. “Es desagradable de comer”, explica Attlee, “pero la piel tiene tantos aceites esenciales que si estrujas una esponja junto a la fruta y la liberas se llena de aroma”. El agua de colonia dominó el mercado de perfumes occidental durante 300 años, un éxito solo comparable al de la propia bergamota, que también aporta su aroma a uno de los tés más populares del mundo, la variedad Earl Grey.
Siguiendo el rastro de los cítricos, Attlee descubrió que en el Renacimiento italiano la naranja amarga era “como el kétchup”. Se le echaba a todos los platos, incluidos el pastel de tortuga, y las ubres de vaca rellenas de leche, con las que el cocinero Bartolomeo Scappi deleitaba al papa Pío V.
Los capítulos del libro están salpicados de estas y otras recetas, algunas tan apetitosas como la calamarata —pasta en forma de anillo gigante — con almejas y limón en juliana, frito en aceite de oliva, con ajo y perejil picado.
La de los cítricos es la tercera parada de una sucesión de pasiones en la vida de Attlee. Primero fue Italia, después sus jardines y, por último, estos frutos maravillosos. “Estudié italiano en la universidad e hice eso que hacen muchas niñas inglesas de clase media: ir a vivir a Florencia”, recuerda. “Por una de esas casualidades de la loca industria editorial de los ochenta”, asegura, acabó haciendo, con su marido fotógrafo, un libro de jardines italianos. Se convirtió inesperadamente en una experta en la materia y organizaba viajes para turistas ingleses por los jardines italianos. “Comía en buenos restaurantes, dormía en buenos hoteles y, a los pocos días, volvía a casa con mis hijos y con dinero en el bolsillo”, recuerda.
Con los años, su curiosidad se fue centrando en las macetas con cítricos que encontraba en aquellos jardines renacentistas. “Eran increíbles”, cuenta. “Tenían frutos de formas muy raras, había tipos diferentes de fruta en el mismo árbol. Descubrí que eran parte de colecciones de curiosidades, antecedentes de los museos. Algunos llevaban allí más de 300 años. Comprendí que había algo más en un limonero, que se trata de un objeto cultural”. Investigar sobre los cítricos, explica Attlee, “fue como escalar los muros de aquellos jardines y asomarme a un paisaje mucho mayor”.
https://elpais.com/cultura/2017/09/18/actualidad/1505733206_307781.html
Algunos inventos son como algunas canciones: sabemos lo importantes que son para nosotros aunque no sepamos muy bien a quién agradecérselos. Por lo pronto, demos las gracias a Giovanni Maria Farina, un piamontés que dividía a la gente entre “los que huelen bien y los que huelen mal”. No en vano, formaba parte de una familia de perfumistas ocupada durante generaciones en destilar alcohol y combinarlo con fragancias de frutas y flores. Emigrado a Alemania, en 1708, con 23 años, inventó un perfume basado en la bergamota, ese cítrico dignamente arrugado al que llamaban oro verde. En honor de su ciudad de adopción lo llamó Agua de Colonia. Ya conocen el resto de la historia. O se la huelen.
Cuatro décadas después, el escocés James Lind, médico del Salisbury, un buque de la armada real, realizó un experimento en busca de una cura para la enfermedad que diezmaba a los marinos del mundo entero: el escorbuto. Sidra, vinagre, vitriolo, agua de mar, un preparado farmacéutico y una mezcla de naranjas y limones fueron las dietas administradas a 12 pacientes, divididos en seis parejas. El efecto del último tratamiento fue extraordinario. Tanto que algunos historiadores le atribuyen parte de la hegemonía naval británica durante el siglo XIX por mucho que nadie supiera identificar el origen preciso del milagro. Fue el bioquímico húngaro Albert Szent-Györgyi el que en 1927 identificó la vitamina C como ingrediente antiescorbútico del zumo de limón. Diez años más tarde recibió el Nobel de Medicina. Mucho antes, eso sí, alguien había descubierto que la producción de cítricos sicilianos daba más beneficios que cualquier otra actividad agrícola en Europa. Así pues, se lanzó a controlar los cultivos y a especular con los precios. A ese alguien hoy lo llamamos Cosa Nostra.
Los de Farina, Lind y la Mafia son solo tres de los muchos episodios recogidos por Helena Attlee en El país donde florece el limonero, una “historia de Italia y sus cítricos” que Acantilado acaba de publicar traducida por María Belmonte. Mezcla de ensayo histórico, recetario y crónica de viajes, el libro de Attlee pertenece al mismo género que maravillas como Fast food, de Eric Schlosser (Grijalbo); Historia de la Biblia, de Karen Armstrong (Debate); El emperador de todos los males, de Siddhartha Mukherjeee (Taurus); Alambre de púas, de Reviel Netz (Clave Intelectual); o Mona Lisa, de Donald Sasoon (Crítica). Hasta que los abrimos, no supimos lo importantes que habían sido las hamburguesas, las enfermedades, los profetas, las alambradas, los ladrones o las naranjas para hacer que el mundo sea como lo conocemos.
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