Imagina que naces en Dinamarca y el destino ha querido que tu familia esté en el 10 % más pobre de sus habitantes. Aunque el país nórdico no es ni mucho menos de los peores sitios para nacer en el mundo, no cabe duda de que tampoco es sencillo formar parte del estrato más humilde. Tu intención, como es lógico, es salir de la pobreza a base de trabajo y también gracias al amplio sistema de bienestar danés. Lo más probable es que no lo consigas y mueras perteneciendo a ese mismo estrato. Eso mismo les ocurrirá a tus hijos, que en buena medida heredarán la falta de oportunidades que te tocó a ti a lo largo de la vida y desaparecerán del mundo sin haber disfrutado de una posición acomodada. Sin embargo, tus nietos es probable que estén cerca de la media del país. En aproximadamente sesenta años tu familia danesa habrá dejado atrás la pobreza para vivir en unas condiciones más o menos similares a las de la mayoría de la población del país.
Dos generaciones y más de medio siglo parece mucho tiempo, pero es el ascensor social más rápido que existe entre los países de la OCDE, las economías más avanzadas del planeta. En el resto de los países nórdicos serán tres generaciones (noventa años); en lugares como Canadá o España, cuatro generaciones; en Estados Unidos, cinco; en Francia, Alemania o Argentina, seis; mientras que en Colombia, el extremo opuesto, harán falta once generaciones (trescientos treinta años).
Es evidente que estas grandes disparidades encierran complejas explicaciones. La pobreza suele ser la consecuencia de multitud de cuestiones entrelazadas. Es complicado no ser pobre si tu país está constantemente arrasado por los conflictos armados, si la corrupción campa a sus anchas, si apenas tiene recursos que poder explotar o si permanece ajeno a las dinámicas internacionales, entre otras muchas variables. Sin embargo, para explicar todo esto a menudo se recurre a una llamativa simplificación: los pobres son pobres porque quieren. Según esta tesis, la pobreza y la riqueza son cuestiones de voluntad personal, un deseo sin ningún otro tipo de condicionante.
Compremos esta tesis por un segundo, aunque sea difícil entender las razones por las que una persona querría ser pobre. Supongamos que las personas que ya son ricas quieren seguir siendo ricas. Entonces ¿por qué en Estados Unidos desde hace cincuenta años existe una probabilidad del 60 % de que una nueva generación tenga menos ingresos que sus predecesores y una probabilidad superior al 50 % de que la riqueza de los hijos sea menor que la de los padres? Quizá existan factores más allá del simple deseo.
Esta lógica también es aplicable a otro mantra relativamente extendido según el cual los pobres son pobres porque no se esfuerzan. Se esfuercen o no, ¿por qué en muchos países, también desarrollados, lo más probable es que sigan siendo pobres al final de su vida? ¿Por qué en muchos países las personas más adineradas siguen siendo ricas al final de su vida, con independencia del empeño que pongan en ello? De nuevo, tal vez haya más factores aparte del esfuerzo personal. Los que tienen una influencia considerable en el desarrollo intergeneracional se pueden agrupar en dos niveles, más allá de que siempre existe un componente de imprevisibilidad que puede afectar (accidentes fortuitos, cuestiones genéticas como enfermedades, etc.).
El primero sería la simple y llana herencia, aunque no en un sentido estrictamente económico. Cada uno de nosotros tenemos, además de un sueldo y ciertos bienes, otros activos tales como un capital cultural (conocimientos) y un capital social (amistades, conocidos o distintos contactos personales o laborales). Todo suma a la hora de traspasar esa riqueza a la generación siguiente. Quizá tus descendientes no reciban propiedades inmobiliarias o acciones de bolsa, pero sí que pueden aprovecharse de una importante red de contactos que has desarrollado a lo largo de tu vida y que, de una forma u otra, les abre la puerta a distintas oportunidades educativas o laborales. Además, la tendencia natural a relacionarnos con personas de nuestro círculo cercano, que tendrán un perfil socioeconómico similar al nuestro, dificulta en algunos aspectos la movilidad social tanto en sentido ascendente como descendente. Quienes más activos heredan tienen muchos más recursos para poder mantenerse en el mismo estrato o incluso ascender, y quienes menos activos reciben de sus progenitores es más probable que se queden en el mismo punto o incluso que desciendan al tener muchas menos cartas que jugar.
Esta situación era lo que se venía produciendo hasta finales del siglo xix y principios del xx en la gran mayoría de los países occidentales: quienes más tenían (clases acomodadas o nobles) perpetuaban su estatus social y económico gracias a esa herencia. Para poner cierto freno a dicha retroalimentación, que solo creaba más desigualdad al acumular la riqueza en unas pocas manos y familias, se crearon los primeros impuestos sobre sucesiones, aunque no lograron reequilibrar la balanza. Esto solo se consiguió con el auge de los Estados del Bienestar.
Uno de los objetivos de los sistemas públicos de bienestar es, precisamente, corregir las ineficacias del modelo implantado hoy en día, y permitir que todo el mundo tenga las mismas oportunidades para adquirir una serie de mínimos activos que luego emplearán en la etapa adulta. Así, la educación pública garantiza que cualquier persona que lo desee o lo necesite tenga un mínimo capital cultural con el que luego manejarse con cierto margen para optar a distintos trabajos; la sanidad pública garantiza que una enfermedad no supone un desembolso importante para quien la padece, dejándolo sin recursos o con deudas (como a menudo ocurre en Estados Unidos), y las transferencias públicas (seguros de desempleo, jubilaciones, becas, etc.) hacen posible que una persona mantenga un mínimo nivel de vida y eso suponga, a su vez, un colchón de seguridad para la generación siguiente. Si alguien en una posición más o menos acomodada de pronto perdiese el trabajo y padeciese una enfermedad costosa, probablemente se quedaría en una situación de indigencia, y obligaría a sus hijos a partir desde ese punto en un futuro, no desde el que estaban. Así pues, ambos sistemas buscan a su manera impulsar hacia arriba y también evitar que caigan por debajo quienes ya han alcanzado ese nivel.
El resultado de estas políticas que distribuyen la riqueza está más que comprobado. El Índice de Gini mide la distribución de los ingresos en una sociedad. Un índice 100 significaría la desigualdad absoluta (una persona tiene todo y el resto, nada) y un índice 0 significaría que todas las personas ganan absolutamente lo mismo. Por los datos disponibles en Eurostat se puede comprobar que los ingresos antes de cualquier redistribución en todos los países de la Unión Europea se sitúan en una banda de entre 60 y 40 puntos; tras realizar transferencias (pensiones, ayudas, etc.), en la mayoría de los países cae por debajo de los 30 puntos.
Los países donde más se reduce la brecha son, precisamente, Suecia, Dinamarca o Finlandia, aquellos en los que se tarda menos generaciones en salir de la pobreza.
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