Hace 10 años, a los 25, no había salido en una cita —ni siquiera había considerado la posibilidad de un romance— en más de tres años. Durante ese tiempo, había ejercido como monje hindú, meditando, estudiando las antiguas escrituras, viajando y trabajando por toda la India y Europa con mis compañeros monjes.
Los monjes son famosos por su celibato, pero el celibato no solo significa abstenerse de las relaciones sexuales. Significa que no interactúas con otras personas de un modo que pueda considerarse romántico. La palabra sánscrita para monje, brahmacharyi, significa “el uso correcto de la energía”.
No es que el romanticismo y la energía sexual estén mal. Pero mi práctica enseña que todos tenemos una cantidad limitada de energía, que puede dirigirse en múltiples direcciones o en una sola. Cuando la energía está dispersa, es difícil crear impulso o impacto.
Como monjes, nos entrenaron para dirigir nuestra energía hacia la comprensión de nuestra psique, a cómo vemos el mundo e interactuamos con él. Si no has desarrollado una comprensión profunda de tus motivaciones y obstáculos, es más difícil avanzar por la vida con paciencia y compasión.
Intentamos evitar cualquier cosa que nos distrajera de esta misión de autorrealización, ya fueran los videojuegos, salir de fiesta con los amigos o tener citas. Cuando regresé a Londres como monje, uno de mis antiguos amigos me dijo: “Solíamos ser compinches para salir. Pero tú ya no bebes. Ya no ligas con chicas. ¿Qué vamos a hacer ahora?”.
Convertirme en monje cambió profundamente mi orientación. Durante la universidad en Londres, había dedicado tanto tiempo a una relación a distancia con una novia que me perdí la mayoría de las clases. El celibato me permitió utilizar ese tiempo y ese espacio para comprenderme a mí mismo, y desarrollar la capacidad de aquietar mi mente.
Pensé que sería monje para siempre, pero decidí que ya no era el camino que debía seguir. Cuando dejé el ashram para siempre, llevaba tres años sin ver la tele, ver una película o escuchar música. No sabía quién había ganado la Copa del Mundo ni quién era el primer ministro de Inglaterra. Y, al parecer, no tenía ni idea de cómo impresionar a una mujer.
Había olvidado que ni siquiera debía intentar impresionar a una mujer. A los pocos meses de salir del ashram, ya estaba volviendo a las normas sociales del romanticismo, intentando causar la mejor primera impresión… y fracasando.
“¿Crees que tengan algo vegano en el menú?”, preguntó mi cita.
Estábamos en Locanda Locatelli, uno de los mejores restaurantes de Londres, pero como vegana, ella parecía más preocupada que entusiasmada.
“Son famosos por su pasta fresca”, dije, intentando parecer optimista, pero nos había apuntado a un menú degustación especial y no sabía cuántas opciones tendría.
“La pasta fresca suele llevar huevo, pero ya veremos”, dijo.
Radhi y yo habíamos organizado juntos, como voluntarios, un acto benéfico. Ella pensó que la gente debía animarse a asistir desde el momento en que salían de la estación de metro, así que organizamos que un artista callejero tocara el tambor con su bote de basura junto a la salida, al lado de un cartel de nuestro evento. Radhi había sido el alma de nuestro equipo y yo ya sabía que me caía bien. Una vez organizado el evento, empecé a planear la fecha, reservando el restaurante con un mes de antelación.
Tenía poco dinero —daba clases particulares a estudiantes universitarios— y la había llevado a ver Wicked antes de la cena. La noche me iba a costar casi una semana de salario, y quería que fuera perfecta.
Cuando nos acomodamos en los asientos de cuero, me estremecí; los veganos no suelen apreciar los asientos de cuero. Pero las luces eran tenues, el ambiente era precioso y yo aún esperaba oír lo impresionada que estaba.
“El servicio es increíble, ¿verdad?” Le dije. “Y esta pasta...”.
Sonrió amablemente, pero no estaba comiendo mucho.
Después de cenar, la llevé a casa y la dejé en la puerta de su departamento. Me dio las gracias y se despidió amistosamente, pero la velada había fracasado. Estaba claro que yo no tenía ni idea de lo que hacía.
Me había unido a los monjes porque quería encontrar mi propósito y servir a los demás. No dejé el monasterio porque rechazara algo de lo que había estudiado. Al contrario, me fui porque quería llevar al mundo lo que había aprendido.
Empezaba a hacerlo ahora que estaba de vuelta en Londres, impartiendo pequeños talleres sobre la intersección de la filosofía oriental y la vida moderna a cualquiera que se presentara. Pero aún no había descubierto cómo trasladar lo aprendido a mi búsqueda de pareja.
Los monjes nunca tratan de impresionar a nadie. Como monje, te esfuerzas por dominar tu ego y tu mente. Creemos que el amor es su propio rompecabezas, pero cuando exploras los oscuros senderos de tu propia mente, como los monjes están entrenados para hacer, desarrollas paciencia, comprensión y compasión hacia ti mismo, que luego puedes llevar a todas tus relaciones. Pasar por el proceso de aprender a amarte a ti mismo, algo para lo que también entrenan los monjes, te enseña a amar a los demás.
Lo del restaurante lujoso fue una maniobra de fanfarronería. Mi ego quería encantar a Radhi, quería que dijera: “Vaya, gracias por traerme aquí. ¿Cómo conseguiste esta reservación?”, en lugar de lo que realmente dijo: “Yo estaría perfectamente feliz de ir a una tienda de comestibles y comprar un poco de pan”.
Mi ego quería quedar bien y ganar su admiración, pero me distrajo de lo que realmente quería, que era conocer a Radhi y que ella me conociera a mí.
Antes de convertirme en monje, mis hábitos de citas no me llevaron a ninguna parte. Impulsado por mi inseguridad o mi necesidad de sentirme valorado, hacía cosas bonitas por las mujeres para que me validaran. Cuando me hice monje, dejé felizmente atrás esa dinámica, pero ahora, por costumbre, había vuelto a ella.
Mis maestros monjes nunca trataron de impresionarme y nunca quisieron que yo les impresionara a ellos. Cuando recordaba todo lo que había aprendido de ellos, a través de horas de clase, estudio e historias, un simple gesto destacaba como representativo de gran parte de la filosofía: la reverencia. Cuando veíamos a un monje superior, nos inclinábamos ante él. Mi maestro siempre me devolvía la reverencia.
Era mayor que yo, más sabio y más mundano, más compasivo y puro, y se inclinaba por respeto y conexión. Yo no tenía que hacer nada ni ser nadie para que él se inclinara ante mí. Nuestras reverencias decían que no importa quién seas, ni tu posición o procedencia, nunca eres mejor ni peor que nadie, y no intentas serlo.
Esa era la creencia subyacente que quería transmitir a Radhi, una creencia sobre la que esperaba construir nuestra relación. No estamos aquí para impresionarnos mutuamente. Estamos aquí para conectar. Para reconocernos y aceptarnos mutuamente. La reverencia fue la mayor lección que había aprendido sobre el amor.
Radhi me contaría más tarde que a su comunidad le preocupaba que saliera con un antiguo monje. A su abuela le preocupaba que la dejara y volviera al ashram. Sus amigos suponían que yo me oponía a ver la tele o ir al cine, y se imaginaban que lo único que podíamos hacer juntos era sentarnos a meditar.
Incluso a la propia Radhi le preocupaba que al pasar tiempo juntos me alejara de mi práctica espiritual. Pero el entrenamiento monacal es un entrenamiento de la mente. Ser monje puede haberme cerrado a ciertas cosas —no he vuelto a comer carne ni a beber alcohol, por ejemplo—, pero me abrió la mente a la comprensión y la aceptación.
Respeté que cada uno avanzara a su ritmo, a su tiempo. Mi camino no era correcto ni incorrecto; no era ni demasiado lento ni demasiado rápido. Aprendí a ver la esencia de un monje en todas las personas que conocía. Todo el mundo tiene una parte de sí mismo que es compasiva, amorosa y hermosa.
Vi esa esencia en Radhi desde el momento en que nos conocimos. No necesitaba ir a un ashram para adquirirla. Ella era más monje de lo que yo nunca sería, y no necesitábamos un restaurante lujoso para conectar. Para nuestra siguiente cita, la llevé a un circuito de cuerdas al aire libre, donde nos ayudamos mutuamente a columpiarnos de los árboles, escalar muros y caminar por estrechas vigas de equilibrio. Nos hacíamos reverencias, a nuestra manera.
Radhi y yo estamos juntos desde entonces. Llevé la lección de la reverencia y todo lo que aprendí de los monjes a nuestra relación, y ahora enseño esas lecciones a los demás. Los monjes, que no dicen nada sobre el amor romántico, me habían enseñado todo lo que necesitaba saber sobre ello.
Jay Shetty conduce el pódcast On Purpose y es autor del libro 8 Rules of Love, que se publicará a finales de enero.
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