Matthew Kraft (St. Louis, Missouri, 41 años) comenzó a trabajar como profesor de secundaria en California poco después de graduarse en Relaciones Internacionales en Stanford. Fue en esa época, mientras desarrollaba un programa que el director de un instituto de Berkeley le había encargado para enganchar a adolescentes en riesgo de abandono escolar —“Fue un reto enorme y mis alumnos me enseñaron un montón”—, cuando decidió que quería contribuir a mejorar el sistema educativo en su conjunto. Hoy, doctorado en Análisis Cuantitativo de Política Educativa por la Universidad de Harvard, profesor asociado de Educación y Economía en la Universidad de Brown, con su experiencia al hombro como maestro de a pie y sindicalista, es uno de los investigadores de referencia sobre la profesión docente en Estados Unidos. También sobre los programas de tutorías individualizadas como los que está financiando el Gobierno de Joe Biden para recuperar las pérdidas de aprendizaje causadas durante la pandemia de covid. Kraft se ha tomado un año sabático en Brown para viajar a España como investigador visitante en la Universidad Carlos III y el Centro de Política Económica de la escuela de negocios Esade (EsadeEcPol), donde este jueves ofrecerá una de las conferencias del encuentro anual del think tank en Madrid.
Pregunta. ¿A qué se refiere cuando habla de tutorías?
Respuesta. Me refiero básicamente a instrucción individual. Hay un mercado privado enorme para este tipo de clases particulares. También en Estados Unidos. Es un mercado de unos 6.000 millones de dólares al año [algo más de 5.600 millones de euros]. Hay muchísima demanda. Y también mucha base científica que demuestra que su eficacia es enorme, mucho mayor que casi cualquier otra intervención que se haya medido en escuelas de primaria y de secundaria. Así que la idea es buscar la manera de ofrecerlo en la escuela pública, es decir, de dar a los alumnos más instrucción personalizada y de democratizar el acceso a este tipo de enseñanza. La idea es ofrecer clases dedicadas totalmente a esta instrucción individual o en grupos muy pequeños, nunca más de cuatro, porque si no se empieza a acercar demasiado a un aula, con sus dinámicas y sus necesidades.
P. Estamos hablando, entonces, de tutorías que se integrarían dentro del horario lectivo, no de refuerzos extraescolares después de las clases.
R. Eso es. Y es muy importante hacerlo de esa forma porque cuando se ofrecen fuera de la jornada escolar surgen bastantes barreras: unos alumnos tienen dificultades con el transporte si tienen que ir a otro centro, o tienen problemas de acceso a internet si tienen que utilizar algún recurso online… Además, se trata de un programa que creo que no solo puede ser un apoyo académico, sino socioemocional, por el hecho de que cada alumno pueda tener a alguien que le conozca, que le apoye y le ayude a atravesar su camino escolar.
P. Pero para eso harían falta muchos, muchos profesores.
R. Claro, sería un programa intensivo a nivel humano y, desde luego, si estamos pensando en aplicarlo en la escuela pública, deberíamos tener una oferta más allá de los profesores. Pero si, como yo propongo, queremos además que sea sostenible a largo plazo, tampoco podemos hacerlo solo a base de voluntarios [así se está haciendo en muchos de los programas que están poniendo en EE UU]. Por ejemplo, podrían ejercer como tutores universitarios en prácticas que estén cursando carreras de Educación, lo que les daría un montón de experiencia con los alumnos. También se podrían establecer programas de alumnos voluntarios de secundaria que trabajasen con alumnos de primaria, obviamente con formación y apoyo… Yo veo la figura de los tutores como un portfolio de posibles perfiles: universitarios en prácticas, alumnos de secundaria voluntarios, profesores jubilados, voluntarios de asociaciones, pero también, como un perfil específico dentro de la carrera docente. Porque no queremos tutores que cambien cada semana; la idea es establecer una relación personal que se mantenga a lo largo de un trimestre, de un curso entero. La base de esta intervención es esa relación.
P. ¿Sería entonces una especie de evolución y desarrollo del sistema de desdobles?
R. Algo así. Yo veo las tutorías como una versión avanzada de un sistema educativo. Creo que podemos complementar la enseñanza con grupos de instrucción más personalizada que ayuden a los alumnos a superar sus dificultades, pero también que alivie a los docentes de la carga continua de trabajar solo, aislado, con una clase de 30 alumnos.
P. Precisamente, usted ha estudiado en profundidad la situación de la profesión docente en EE UU. ¿Cómo la describiría?
R. Se ha producido un auge y una caída de la profesión docente a lo largo de cinco décadas y ahora mismo está en su nivel más bajo. Y no es algo que haya ocurrido de repente, después de la pandemia; la caída comenzó en torno a 2010 y las consecuencias se pueden ver, por ejemplo, en la disminución de interés en la carrera de las nuevas generaciones. Solo el 37% de los padres dicen que les gustaría que sus hijos fueran profesores, un 50% menos que hace 12 años. Pero eso es solo una parte del problema, el de los profesores del futuro. Los que ya están trabajando manifiestan unos niveles de satisfacción bajísimos y unos niveles altísimos de burn-out [el síndrome del profesor quemado]. Esto ha provocado un nivel creciente de rotación y abandono, que impide el desarrollo profesional de los profesores y perjudica el aprendizaje del alumnado.
P. Y ¿cómo se arregla eso? Porque supongo es una cuestión de dinero, pero no solo.
R. Cuando hablas con los docentes, enseguida te das cuenta de que nadie ha elegido esa profesión para hacerse rico, sino porque le encanta trabajar con los jóvenes y porque quiere cambiar el mundo y contribuir a su comunidad. Pero, al mismo tiempo, tienen que poder vivir dignamente. Y en Estados Unidos, en algunos Estados, a los profesores se les está expulsando de la clase media; se ven obligados a tener un segundo empleo simplemente para poder pagar un piso compartido. En EE UU tenemos que aumentar los sueldos de los docentes. Eso es así. Punto. Pero eso no va a cambiar el sistema. Debemos pagarles más, pero no a todos igual. La carrera docente es demasiado plana —una característica que desincentiva a muchos jóvenes— y creo que debemos asociar los sueldos a distintas etapas de la profesión, con profesores formadores, profesores que estén con un pie en la escuela y otro en la universidad, investigando, desarrollando currículos, apoyando a sus colegas… Hay puestos que sí tienen ciertos aumentos de sueldo, pero no conllevan ningún otro reconocimiento fuera del sistema…
P. En España ha habido intentos, desde hace más de tres décadas, por establecer una carrera docente de ese estilo, con unos escalones y una progresión que tenga que ver con los puestos, los perfiles, los méritos… Pero Administraciones y maestros nunca han logrado ponerse de acuerdo. ¿Cómo se conjugan las legítimas reclamaciones laborales con la necesidad de mejorar el sistema?
R. Creo que los propios profesores tienen la oportunidad de pilotar ellos mismos el desarrollo de su profesión y cambiarlo desde dentro. Pero, cuando no se les valora, no tienen más opción que centrarse en aumentos de sueldos iguales para todos, sin ninguna consideración a las características de cada puesto. Yo creo que a veces lo que pasa es que los administradores, los políticos ven que hay una necesidad de mejorar el sistema, pero no se toman la molestia de sentarse con los profesores para abrir un diálogo sobre la manera de avanzar con ellos, no en su contra. Entonces, las políticas se les caen encima. Pero si los docentes se pusieran a la cabeza de la mejora proponiendo un sistema de evaluación y acompañamiento, eso les daría argumentos para reclamar mejoras salariales e incentivos que consigan atraer y mantener a los mejores dentro de la profesión.
P. Entonces, ¿cree que es necesario evaluar a los profesores?
R. En cualquier profesión existe alguna forma de evaluación. Pero medir la calidad de un profesor, hacerlo bien, de una forma rigurosa, es costoso, porque necesitas muchos elementos de valoración. Idealmente, el director, los compañeros y alguien externo a la escuela les observarían trabajar en el aula y analizarían su práctica docente. Pero en Estados Unidos nos concentramos sobre todo en la idea de que hay malos profesores y, por tanto, hay que medir su desempeño para localizarlos y despedirles. Y no digo que esta sea la única razón de la pérdida de atractivo de la profesión, pero es una de ellas. Además, parece que hemos olvidado que es un trabajo muy difícil. Es un reto enorme convertirse en un profesor eficaz. Hay dos vías ideológicas para el proceso de rendición de cuentas: mejorar el profesorado despidiendo a los peores y reemplazándolos, o mejorando el trabajo de la gran mayoría, de los que no se les da tan bien y de los que ya son buenos, que pueden llegar a ser buenísimos. Obviamente, hay que garantizar unos mínimos, pero por eso mismo, en lugar de defender a todos con independencia de su desempeño, los sindicatos podrían ser los encargados de mantener ese nivel mínimo, promoviendo una cultura de mejora continua y con ello, además, pueden evitar las políticas de evaluación externa.
P. Ahora que se ha iniciado de nuevo un proceso para establecer una carrera docente en España. ¿Qué lecciones se pueden aprender del caso estadounidense?
R. Una lección clave es que la implantación de una política es lo más importante para lograr su éxito. Podemos escribir una ley preciosa, pero si la implantamos de una manera desequilibrada o meramente burocrática, no va a cambiar la forma de enseñar. Y si no cambiamos lo que los profesores están haciendo de verdad dentro del aula, las leyes no cambiarán nada. Y para tener éxito hay que involucrar a los profesores. No digo que, si están en contra de una ley, debamos pararla, lo que digo es que hay que tener en cuenta sus propuestas de cómo llevar a cabo las reformas. Otra idea es que las condiciones laborales no solo impactan en la atracción o no de nuevos docentes, sino en la efectividad y eficacia de los que ya están trabajando. Un profesor no es un robot, capaz de ofrecer la misma enseñanza en cualquier contexto. Obviamente, el salario es importante, pero hay bastantes posibilidades de mejorar las condiciones laborales por otras vías. Las infraestructuras, por ejemplo, son importantes y también el número de alumnos por aula, pero nuestras investigaciones han demostrado que lo que más valoran los profesores son cuestiones como el liderazgo del director, la cooperación y la confianza entre los compañeros, el tiempo para planear su currículo y reunirse en equipos o el apoyo de otros perfiles como psicólogos y trabajadores sociales.
P. En España también se ha hablado mucho de descentralización educativa y de autonomía de los centros. En su opinión, ¿cuáles son las bondades y los problemas de un sistema tan descentralizado como el estadounidense?
R. Por un lado, es bastante difícil lograr el mismo nivel de rigor en la consecución del currículo, debido a la independencia de las escuelas y su distancia con las políticas a nivel federal. Es realmente difícil generalizar políticas que han funcionado a nivel local. Pero, por otro lado, esa independencia permite a los mejores directores y profesores innovar y generar nuevas ideas; es increíble lo que pueden hacer cuando no tienen limitaciones y barreras. Sin embargo, de nuevo, un sistema tan descentralizado hace difícil replicar esas buenas prácticas.
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