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viernes, 17 de marzo de 2023

PROFESORADO. Matthew Kraft, investigador: “Si no cambiamos lo que los profesores hacen dentro del aula, las leyes no cambiarán nada”.

El profesor de la Universidad de Brown, uno de los referentes en el estudio de la carrera docente en EE UU, defiende las tutorías individuales y la necesidad de valorar y promover el desarrollo de los profesionales de la educación.

Matthew Kraft (St. Louis, Missouri, 41 años) comenzó a trabajar como profesor de secundaria en California poco después de graduarse en Relaciones Internacionales en Stanford. Fue en esa época, mientras desarrollaba un programa que el director de un instituto de Berkeley le había encargado para enganchar a adolescentes en riesgo de abandono escolar —“Fue un reto enorme y mis alumnos me enseñaron un montón”—, cuando decidió que quería contribuir a mejorar el sistema educativo en su conjunto. Hoy, doctorado en Análisis Cuantitativo de Política Educativa por la Universidad de Harvard, profesor asociado de Educación y Economía en la Universidad de Brown, con su experiencia al hombro como maestro de a pie y sindicalista, es uno de los investigadores de referencia sobre la profesión docente en Estados Unidos. También sobre los programas de tutorías individualizadas como los que está financiando el Gobierno de Joe Biden para recuperar las pérdidas de aprendizaje causadas durante la pandemia de covid. Kraft se ha tomado un año sabático en Brown para viajar a España como investigador visitante en la Universidad Carlos III y el Centro de Política Económica de la escuela de negocios Esade (EsadeEcPol), donde este jueves ofrecerá una de las conferencias del encuentro anual del think tank en Madrid.

Pregunta. ¿A qué se refiere cuando habla de tutorías?
Respuesta. Me refiero básicamente a instrucción individual. Hay un mercado privado enorme para este tipo de clases particulares. También en Estados Unidos. Es un mercado de unos 6.000 millones de dólares al año [algo más de 5.600 millones de euros]. Hay muchísima demanda. Y también mucha base científica que demuestra que su eficacia es enorme, mucho mayor que casi cualquier otra intervención que se haya medido en escuelas de primaria y de secundaria. Así que la idea es buscar la manera de ofrecerlo en la escuela pública, es decir, de dar a los alumnos más instrucción personalizada y de democratizar el acceso a este tipo de enseñanza. La idea es ofrecer clases dedicadas totalmente a esta instrucción individual o en grupos muy pequeños, nunca más de cuatro, porque si no se empieza a acercar demasiado a un aula, con sus dinámicas y sus necesidades.

P. Estamos hablando, entonces, de tutorías que se integrarían dentro del horario lectivo, no de refuerzos extraescolares después de las clases.
R. Eso es. Y es muy importante hacerlo de esa forma porque cuando se ofrecen fuera de la jornada escolar surgen bastantes barreras: unos alumnos tienen dificultades con el transporte si tienen que ir a otro centro, o tienen problemas de acceso a internet si tienen que utilizar algún recurso online… Además, se trata de un programa que creo que no solo puede ser un apoyo académico, sino socioemocional, por el hecho de que cada alumno pueda tener a alguien que le conozca, que le apoye y le ayude a atravesar su camino escolar.

P. Pero para eso harían falta muchos, muchos profesores.
R. Claro, sería un programa intensivo a nivel humano y, desde luego, si estamos pensando en aplicarlo en la escuela pública, deberíamos tener una oferta más allá de los profesores. Pero si, como yo propongo, queremos además que sea sostenible a largo plazo, tampoco podemos hacerlo solo a base de voluntarios [así se está haciendo en muchos de los programas que están poniendo en EE UU]. Por ejemplo, podrían ejercer como tutores universitarios en prácticas que estén cursando carreras de Educación, lo que les daría un montón de experiencia con los alumnos. También se podrían establecer programas de alumnos voluntarios de secundaria que trabajasen con alumnos de primaria, obviamente con formación y apoyo… Yo veo la figura de los tutores como un portfolio de posibles perfiles: universitarios en prácticas, alumnos de secundaria voluntarios, profesores jubilados, voluntarios de asociaciones, pero también, como un perfil específico dentro de la carrera docente. Porque no queremos tutores que cambien cada semana; la idea es establecer una relación personal que se mantenga a lo largo de un trimestre, de un curso entero. La base de esta intervención es esa relación.

P. ¿Sería entonces una especie de evolución y desarrollo del sistema de desdobles?
R. Algo así. Yo veo las tutorías como una versión avanzada de un sistema educativo. Creo que podemos complementar la enseñanza con grupos de instrucción más personalizada que ayuden a los alumnos a superar sus dificultades, pero también que alivie a los docentes de la carga continua de trabajar solo, aislado, con una clase de 30 alumnos.

P. Precisamente, usted ha estudiado en profundidad la situación de la profesión docente en EE UU. ¿Cómo la describiría?
R. Se ha producido un auge y una caída de la profesión docente a lo largo de cinco décadas y ahora mismo está en su nivel más bajo. Y no es algo que haya ocurrido de repente, después de la pandemia; la caída comenzó en torno a 2010 y las consecuencias se pueden ver, por ejemplo, en la disminución de interés en la carrera de las nuevas generaciones. Solo el 37% de los padres dicen que les gustaría que sus hijos fueran profesores, un 50% menos que hace 12 años. Pero eso es solo una parte del problema, el de los profesores del futuro. Los que ya están trabajando manifiestan unos niveles de satisfacción bajísimos y unos niveles altísimos de burn-out [el síndrome del profesor quemado]. Esto ha provocado un nivel creciente de rotación y abandono, que impide el desarrollo profesional de los profesores y perjudica el aprendizaje del alumnado.

P. Y ¿cómo se arregla eso? Porque supongo es una cuestión de dinero, pero no solo.
R. Cuando hablas con los docentes, enseguida te das cuenta de que nadie ha elegido esa profesión para hacerse rico, sino porque le encanta trabajar con los jóvenes y porque quiere cambiar el mundo y contribuir a su comunidad. Pero, al mismo tiempo, tienen que poder vivir dignamente. Y en Estados Unidos, en algunos Estados, a los profesores se les está expulsando de la clase media; se ven obligados a tener un segundo empleo simplemente para poder pagar un piso compartido. En EE UU tenemos que aumentar los sueldos de los docentes. Eso es así. Punto. Pero eso no va a cambiar el sistema. Debemos pagarles más, pero no a todos igual. La carrera docente es demasiado plana —una característica que desincentiva a muchos jóvenes— y creo que debemos asociar los sueldos a distintas etapas de la profesión, con profesores formadores, profesores que estén con un pie en la escuela y otro en la universidad, investigando, desarrollando currículos, apoyando a sus colegas… Hay puestos que sí tienen ciertos aumentos de sueldo, pero no conllevan ningún otro reconocimiento fuera del sistema…

P. En España ha habido intentos, desde hace más de tres décadas, por establecer una carrera docente de ese estilo, con unos escalones y una progresión que tenga que ver con los puestos, los perfiles, los méritos… Pero Administraciones y maestros nunca han logrado ponerse de acuerdo. ¿Cómo se conjugan las legítimas reclamaciones laborales con la necesidad de mejorar el sistema?
R. Creo que los propios profesores tienen la oportunidad de pilotar ellos mismos el desarrollo de su profesión y cambiarlo desde dentro. Pero, cuando no se les valora, no tienen más opción que centrarse en aumentos de sueldos iguales para todos, sin ninguna consideración a las características de cada puesto. Yo creo que a veces lo que pasa es que los administradores, los políticos ven que hay una necesidad de mejorar el sistema, pero no se toman la molestia de sentarse con los profesores para abrir un diálogo sobre la manera de avanzar con ellos, no en su contra. Entonces, las políticas se les caen encima. Pero si los docentes se pusieran a la cabeza de la mejora proponiendo un sistema de evaluación y acompañamiento, eso les daría argumentos para reclamar mejoras salariales e incentivos que consigan atraer y mantener a los mejores dentro de la profesión.

P. Entonces, ¿cree que es necesario evaluar a los profesores?
R. En cualquier profesión existe alguna forma de evaluación. Pero medir la calidad de un profesor, hacerlo bien, de una forma rigurosa, es costoso, porque necesitas muchos elementos de valoración. Idealmente, el director, los compañeros y alguien externo a la escuela les observarían trabajar en el aula y analizarían su práctica docente. Pero en Estados Unidos nos concentramos sobre todo en la idea de que hay malos profesores y, por tanto, hay que medir su desempeño para localizarlos y despedirles. Y no digo que esta sea la única razón de la pérdida de atractivo de la profesión, pero es una de ellas. Además, parece que hemos olvidado que es un trabajo muy difícil. Es un reto enorme convertirse en un profesor eficaz. Hay dos vías ideológicas para el proceso de rendición de cuentas: mejorar el profesorado despidiendo a los peores y reemplazándolos, o mejorando el trabajo de la gran mayoría, de los que no se les da tan bien y de los que ya son buenos, que pueden llegar a ser buenísimos. Obviamente, hay que garantizar unos mínimos, pero por eso mismo, en lugar de defender a todos con independencia de su desempeño, los sindicatos podrían ser los encargados de mantener ese nivel mínimo, promoviendo una cultura de mejora continua y con ello, además, pueden evitar las políticas de evaluación externa.

P. Ahora que se ha iniciado de nuevo un proceso para establecer una carrera docente en España. ¿Qué lecciones se pueden aprender del caso estadounidense?
R. Una lección clave es que la implantación de una política es lo más importante para lograr su éxito. Podemos escribir una ley preciosa, pero si la implantamos de una manera desequilibrada o meramente burocrática, no va a cambiar la forma de enseñar. Y si no cambiamos lo que los profesores están haciendo de verdad dentro del aula, las leyes no cambiarán nada. Y para tener éxito hay que involucrar a los profesores. No digo que, si están en contra de una ley, debamos pararla, lo que digo es que hay que tener en cuenta sus propuestas de cómo llevar a cabo las reformas. Otra idea es que las condiciones laborales no solo impactan en la atracción o no de nuevos docentes, sino en la efectividad y eficacia de los que ya están trabajando. Un profesor no es un robot, capaz de ofrecer la misma enseñanza en cualquier contexto. Obviamente, el salario es importante, pero hay bastantes posibilidades de mejorar las condiciones laborales por otras vías. Las infraestructuras, por ejemplo, son importantes y también el número de alumnos por aula, pero nuestras investigaciones han demostrado que lo que más valoran los profesores son cuestiones como el liderazgo del director, la cooperación y la confianza entre los compañeros, el tiempo para planear su currículo y reunirse en equipos o el apoyo de otros perfiles como psicólogos y trabajadores sociales.

P. En España también se ha hablado mucho de descentralización educativa y de autonomía de los centros. En su opinión, ¿cuáles son las bondades y los problemas de un sistema tan descentralizado como el estadounidense?
R. Por un lado, es bastante difícil lograr el mismo nivel de rigor en la consecución del currículo, debido a la independencia de las escuelas y su distancia con las políticas a nivel federal. Es realmente difícil generalizar políticas que han funcionado a nivel local. Pero, por otro lado, esa independencia permite a los mejores directores y profesores innovar y generar nuevas ideas; es increíble lo que pueden hacer cuando no tienen limitaciones y barreras. Sin embargo, de nuevo, un sistema tan descentralizado hace difícil replicar esas buenas prácticas.

martes, 25 de septiembre de 2018

Lehman Brothers: la caída hacia una de las peores crisis capitalista, que perdura

Claudio della Croce CLAE /
Rebelión


El colapso financiero provocado por el estallido de la burbuja hipotecaria en Estados Unidos causó una reacción en cadena que derrumbó a las principales economías del planeta y dejó a millones de personas sin trabajo. A pesar de que muchos países volvieron a crecer, todavía padecemos las consecuencias políticas de la gran recesión, pese a que en este decenio se ha producido la mayor intervención pública para salvar el capitalismo y la democracia occidental, tal y como los conocíamos Pocas veces como el 15 de septiembre de 2008 fue tan palpable la sensación de que el capitalismo global podía colapsar. Lehman Brothers, uno de los mayores bancos de inversión del planeta, se declaró en quiebra y precipitó al planeta a su peor crisis económica desde los años 1930. Fundado en 1850, había sobrevivido a todas las crisis y tenía activos por 680 mil millones de dólares. Por eso, es considerada la mayor bancarrota en la historia de EEUU.

Lehman había sellado su destino mucho antes, con su involucramiento en la burbuja de las hipotecas subprime. Cientos de miles de créditos fueron concedidos a personas que no estaban en condiciones de pagarlos, lo cual creó una montaña de deudas de pésima calidad. Sin embargo, eran agrupadas en bonos y comerciadas por los grandes bancos como inversiones de bajo riesgo , con la complicidad de las agencias calificadoras, que hicieron la vista gorda y lucraron con la jugada.

El estallido de la burbuja hizo quebrar a decenas de entidades menores en 2007, y estaba comprometiendo a todo el sistema financiero estadounidense. La quiebra de Lehman Brothers sorprendió al mundo, tras un fin de semana de intensas e infructuosas negociaciones. El banco dejó una deuda de 691 mil millones de dólares y a 25 mil empleados en la calle, en la mayor quiebra en la historia estadounidense. En Wall Street, el Dow Jones se hundió 500 puntos, su mayor caída desde los ataques contra las Torres Gemelas en 2001.

“El jueves [18 de septiembre], a las once de la mañana, la Reserva Federal (Fed) advirtió una enorme disminución de las cuentas del mercado monetario en EEUU, dinero por valor de 550.000 millones de dólares fue retirado en cuestión de una hora o dos. El Tesoro abrió su ventanilla para ayudar e inyectó unos 105.000 millones de dólares en el sistema, pero pronto se dio cuenta de que no podía detener la marea”, señaló el demócrata Paul Kanjorski, presidente del comité del mercado de capitales en el Congreso de EEUU.

“Estábamos teniendo una afluencia masiva electrónica en los bancos. Ellos decidieron suspender la operación, cerrar las cuentas monetarias y anunciar garantías de 250.000 dólares por cuenta, de manera que no se produjese más pánico. Si no lo hubieran hecho, estimaban que a las dos de esa tarde habrían sido retirados 5,5 billones de dólares del sistema de mercado monetario de EEUU, y esto habría desplomado la economía mundial. Habría sido el fin de nuestro sistema económico y de nuestro sistema político, tal como lo conocemos”, añadió.

Estas palabras son muy útiles para recordar el ambiente apocalíptico que se vivía hace ahora una década, después de que fracasasen todos los intentos de las autoridades estadounidenses de vendérselo a alguien. Cuando el secretario del Tesoro Henry Paulson intentó endosárselo al británico Barclays Bank, su colega de Reino Unido le respondió: “No queremos importar vuestro cáncer”.

Obviamente, los jefes de Lehman estaban al tanto de los riesgos excesivos que corrían para aumentar sus ganancias a corto plazo, pese a que desde 2005 los directivos conocían el riesgo de un derrumbe del mercado inmobiliario. De 2005 a 2007, en el corazón de la burbuja inmobiliaria que otorgaba créditos hipotecarios a compradores insolventes, Lehman compró muchos de esos préstamos, registró ganancias récord. Pero desde mediados de 2007 el banco comenzó a acumular pérdidas y el golpe de gracia llegó nueve meses después, el 16 de marzo de 2008, con la casi quiebra de otro banco de inversiones, Bear Stearns.

Al borde de la bancarrota por sus apuestas desastrosas, Bear Sterns fue comprado por JPMorgan, bajo la égida de la Reserva Federal, medida que socavó la confianza de los mercados, que comenzaron a apostar por la caída de Lehman. Las autoridades intentaron hallar un comprador para Lehman, y negociaron primero con un banco surcoreano y luego con Bank of America y Barclays.

La Reserva Federal presionó a JP Morgan y le prestó 30 mil millones de dólares para que adquiriera Bear Stearns pagando dos dólares por acción (cuando se habían cotizado en 133 un año antes). El objetivo era evitar la quiebra de otros bancos de inversión, como Merryll Lynch y Lehman Brothers, fuertemente comprometidos.

El rescate de Bear Stearns iba contra todo lo que preconiza el evangelio del neoliberalismo: en lugar de dejar que se aplicara la disciplina del mercado, la Reserva Federal intervino para mitigar los daños de la caída. Al final, el rescate no pudo detener la debacle. Seis meses después de la adquisición por JP Morgan, el banco Lehman Brothers también tuvo que declararse en quiebra, pero esta vez la Fed decidió que no habría rescate, provocando un terremoto en el sistema financiero mundial.

Estados Unidos acababa de nacionalizar una semana antes a los gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac, que garantizaban más de cinco mil millones de dólares de préstamos. Poco después, el Estado salvó a la compañía de seguros AIG, con 180 mil millones de dólares, antes de colocar a disposición de los bancos otros 700 mil millones de dólares en un polémico plan de recapitalización… y finalmente dejó caer a Lehman, mientras salvaba a Goldman Sachs.

Miles de compañías de los más variados rubros cerraron sus puertas y millones de personas quedaron desempleadas. Para evitar la explosión del sistema financiero, muchos países tuvieron que pagar millonarios rescates para salvar a los mismos bancos que habían sido responsables de la hecatombe.

Esta combinación de factores hizo que la crisis económica se convirtiera rápidamente en política. Al descontento generalizado de la población por la falta de trabajo y el fin del bienestar , se sumó la indignación con la clase dirigente: en lugar de apoyar a las personas comunes, se ayudó a los banqueros.

Washington movilizó billones de dólares para salvar a cada sector que generó la crisis, pero fuera de Wall Street el resto de EEUU sufrió penurias. Los suicidios se dispararon, mientras los deudores perdían sus casas en todo el país. Unos 10 millones de estadunidenses se quedaron sin trabajo. Después de 10 años y cientos de miles de millones en multas a bancos, el mayor legado de la crisis es que nadie fue juzgado o enviado a la cárcel, denunció Phil Angelides, quien presidió una comisión que investigó la crisis de 2008.

La recesión desencadenada por los bancos que se beneficiaron de inversiones impagables que llevaron a la caída del sistema financiero trajo como consecuencia una mayor regulación que se implementó a partir de 2010, bajo el gobierno del presidente Barack Obama, y que el mandatario actual, Donald Trump, pretende aligerar.

Hoy, los riesgos sobre la prosperidad mundial tienen palabras como aranceles, China, países emergentes, Brexit y Donald Trump. Un coro de organismos globales, como el Fondo Monetario Internacional, economistas, empresarios y gobiernos, además de la Reserva Federal de EEUU, advierten que una guerra comercial terminará perjudicando a la producción, a los consumidores y a toda la economía del planeta.

El contexto político actual no se asemeja en nada al que había antes. Los partidos tradicionales del mundo occidental están en crisis y el populismo —principalmente en su vertiente de extrema derecha— está en auge. La estabilidad previa a la Gran Recesión luce hoy como una utopía o una mera expresión de deseos.

La caída fue más fuerte y más larga en Europa. Como EEUU, la media de los 28 países de la UE venía creciendo al 3% anual hasta 2007 inclusive, ya que el efecto de las subprime tardó un poco más en llegar. En 2008 el PIB se estancó en 0,5% y en 2009 se desplomó 4,3 por ciento. En los seis años que van desde 2008 hasta 2013, el PIB europeo promedió 0% de crecimiento . En 2014 comenzó una débil recuperación que ronda el 2% anual hasta 2017.

La crisis financiera de 2008 provocó una década perdida en el mundo desarrollado. Muchos países, particularmente en el sur de Europa, siguen apretados con un elevado endeudamiento público y austeridad. Las tasas de desempleo siguen siendo altas, sobre todo entre los jóvenes . La desigualdad de ingresos continúa aumentando. Los problemas actuales en Italia y en Turquía muestran cuán frágiles son nuestras economías", señaló Manuel Funke, investigador del Instituto Kiel para la Economía Mundial.

Los gobiernos en Grecia, Portugal, Italia, España e Irlanda implementaron políticas de austeridad con el objetivo de reducir el déficit presupuestario y calmar a los mercados financieros, lo que contribuyó a incrementar el desempleo. Los costos sociales y políticos fueron elevados y aún se sienten.

Los casos más dramáticos son los de Grecia y España. La desocupación se cuadriplicó en el primero, de 7,3% en mayo de 2008 a 27,9% en julio de 2013. Tras un rescate financiado por el FMI y la UE, que implicó severas medidas de ajuste, comenzó a descender, pero recién este año cayó por debajo de 20%, a 19,1 por ciento. En España, cuyo sistema financiero también debió ser rescatado, saltó de 7,9% en mayo de 2007 a 26,3% en 2013. Ahora está en 15,1%, casi el doble que antes.

La pérdida de empleo fue el efecto más notorio de la recesión. En Estados Unidos, la desocupación pasó de 5% en diciembre de 2007 a 7,3% en 2008. El pico máximo fue 10% en octubre de 2009, exactamente el doble que dos años antes. Desde ese momento empezó a bajar sostenidamente, hasta ubicarse en 3,9% en agosto de 2018. La crisis financiera de 2008 provocó una década perdida en el mundo capitalista.

Los sistemas bipartidistas que habían sido estables por décadas fueron barridos y los parlamentos se volvieron crecientemente fragmentados, con el ingreso de partidos nuevos y pequeños, muchos de ellos xenófobos y ultraconservadores . Las sociedades se polarizaron políticamente en los últimos diez años, lo que hace que gobernar y resolver las crisis sea mucho más difícil.

La Gran Recesión sigue: Mercado y Estado

Una enorme lista de libros han informado, analizado, comparado e incluso producido alternativas al funcionamiento del sistema capitalista -que estuvo en un tris de hacer realidad las profecías de Marx sobre su derrumbamiento- en la última década.

Entre ellos, Crash. Cómo una década de crisis financiera ha cambiado el mundo, del profesor de la Universidad de Columbia Adam Tooze, relata cómo al día siguiente de la caída de Lehman, paralizados los mercados financieros, con las primeras inyecciones de centenares de miles de millones de dólares para salvar Wall Street; mientras George Bush nacionalizaba AIG, una de las mayores aseguradoras del mundo especializada en seguros de impago de créditos, y la histeria se contagiaba en Manhattan, unos metros más allá se abría el periodo de sesiones de la Organización de las Naciones Unidas.

Relata Joaquín Estefanía que el primer orador fue Lula da Silva, quien denunció enérgicamente el caos especu­lativo que había provocado la caída de los bancos. El segundo, un Bush desconectado de la realidad, dedicó su alocución al terrorismo, y la crisis financiera tan solo ocupó dos párrafos al final. Una semana después, el secretario del Tesoro pedía permiso al Congreso para instrumentar el primer paquete de ayudas al sistema financiero por valor de 700.000 millones de dólares, con el siguiente argumento: “Si no hacemos esto hoy, el lunes ya no habrá economía”.

Hay casi unanimidad en los analistas en que la Gran Recesión no fue un accidente puntual de la economía, sino un cambio global cuyas consecuencias se han multiplicado en el territorio de la política (crisis de representación, con la aparición de nuevas formaciones a derecha e izquierda, el resurgir del populismo y de los autoritarismos, la multiplicación de los movimientos de indignados).

Pero también de la geopolítica, con las guerras comerciales, la salida de Reino Unido de la Unión Europea, la permanencia definitiva de China como superpotencia mundial, entre otras, transformaciones que algunos estudiosos denominen a la crisis “la Segunda Gran Depresión”.

En la comparación entre ambos periodos recesivos se destaca que los problemas entre el año 2008 y la actualidad fueron menos profundos que los de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado, pero más extensos y, sobre todo, más complejos que aquellos.

Muchos autores con Guy Standing y Owen Jones, defienden que la Gran Recesión todavía no ha acabado, aunque el mundo haya vuelto a una etapa de crecimiento económico y de reducción de las tasas de paro, sino que se ha producido una mutación silente de la misma y una metástasis de sus efectos negativos más estructurales como son la precarización de la vida y los mercados de trabajo y la desigualdad.

Una serie de estudios científicos han situado esta característica central de la economía capitalista en el frontispicio de sus deficiencias. Durante la Gran Recesión se ha expandido, como en pocos momentos de la historia contemporánea, una redistribución a la inversa de las rentas, la riqueza y el poder de los ciudadanos.

Los economistas ortodoxos no fueron capaces de prever la llegada de la crisis y cómo tuvieron que abandonar sus opciones y recuperar las lecciones del keynesianismo con el fin de superar los más lacerantes desequilibrios. Durante la última década hubo de ampliarse irremediablemente el marco cognitivo neoliberal, hegemónico en la práctica política desde los años ochenta del siglo pasado, operando el sistema en muchos momentos como una suerte de capitalismo de Estado.

Por primera vez se trataba de una crisis de la que no podía culpabilizarse a la periferia, sino que nació y se expandió desde el corazón del capitalismo. Durante las tres últimas décadas, la revolución conservadora había aleccionado al mundo bajo el principio teórico de que “el mercado lo solucionaría todo”. Pero Wall Street se hundía, por lo que se arrojó a la basura tal idea y se instrumentó la más formidable intervención con dinero público de la que se tiene memoria.

El célebre “consenso de Washington” (disciplina fiscal y monetaria) no dejaba de ser una piadosa jaculatoria de los teóricos sin contacto con la realidad. El problema no era, como habían dicho, de Gobiernos grandes, de ogros filantrópicos, sino de Ejecutivos débiles, demediados, sin los instrumentos regulatorios adecuados ante la magnitud de las dificultades, señala Estefanía.

Otros análisis de periodistas financieros, como el de Guillian Tett en el Financial Times, señalan que las crisis financieras como la de Lehman comparten dos cosas. “En primer lugar, el período anterior a la crisis está marcado por la arrogancia, la codicia, la opacidad - y una visión unilateral de las entidades financieras que hace que les sea imposible evaluar los riesgos. En segundo lugar, cuando la crisis golpea, hay una pérdida repentina de confianza de los inversores, de los gobiernos, de las instituciones o de los tres”. La arrogancia se convierte en su contrario; o lo que Keynes llamó los “espíritus animales'' desaparecen de repente.

Para Tett, las crisis financieras se producen una y otra vez debido a la imprudencia y la codicia y, presumiblemente, a la falta de regulación. Michel Roberts señala que entre 2007 y 2017, la proporción de la deuda en relación con el PIB aumentó de 179 a 217 por ciento. Pero esta vez, la “orgía de endeudamiento no ha ocurrido en las áreas de finanzas que causaron la última crisis, como los préstamos de alto riesgo. En su lugar, el auge de la deuda se produce en empresas en riesgo y gobiernos como Turquía o EEUU, cuyo endeudamiento público se ha acelerado bajo la administración de Donald Trump.

Las conclusiones políticas de todo esto es que una mayor regulación, o la división de los bancos y las grandes corporaciones o la eliminación de la legislación antisindical pueden ayudar a revertir un poco las tendencias al aumento de la desigualdad y del poder monopolista.

Pero, señala Roberts, como la crisis financiera global y la Gran Recesión mostraron y Larga Depresión posterior confirmó, estas medidas no impedirán otra crisis y recesión, cuando los 'espíritus animales' se evaporen y el boom se convierta en una depresión de nuevo. Y de todos modos, no hay 'progresistas' alrededor para implementar tales ‘reformas’.

El mercado y el Estado son presentados comúnmente como entidades separadas e incluso antagónicas. Los ignorantes portavoces del neoliberalismo quieren hacer creer que el mercado surge espontáneamente en un proceso de evolución natural. Al mismo tiempo, popularizan la visión de que el Estado es un ogro invasivo capaz de distorsionar el funcionamiento eficiente de los mercados, señala el economista Alejandro Nadal.

En esta visión del mundo, se supone que las leyes imponen un marco de certidumbre al evitar la arbitrariedad. Pero cuando la crisis amenaza la estabilidad de todo el sistema, el Estado y entidades como la Reserva Federal intervienen con gran arbitrariedad. Todo esto ha erosionado el estado de derecho, la legitimidad del Estado y ha consagrado el engaño como esencial en las operaciones mercantiles, añade.

Ahora tenemos un coctel explosivo. Después del colapso financiero, el sistema de préstamos interbancarios se congeló (2008-2012). El rescate de bancos y grupos corporativos mediante la política fiscal no fue suficiente para dar confianza al sistema financiero. La Reserva Federal inauguró entonces su postura de flexibilidad cuantitativa, que intensificó la compra de activos en poder de los bancos.

Hyman Minsky señaló que al estallar la crisis, los bancos buscaron liquidar los activos que tenían en garantía de los préstamos otorgados y eso provocó el colapso del valor de esos activos: la intervención de la Reserva Federal estaba dirigida a contener esa caída de precios.

Todo eso contribuyó a calmar los ánimos en los mercados financieros, pero a un costo que entrañaba nuevos peligros y la composición de los activos de la Fed así lo demuestra. En 2009, la Reserva Federal no tenía entre sus activos ni un título respaldado por hipotecas. Hoy, 40% de éstos se compone de ese tipo de activos (y no se sabe cuántas de esas hipotecas son de mala calidad).

Por otra parte, el volumen astronómico de liquidez inyectado por la Fed en el sistema bancario ha servido para promover la creación de una nueva burbuja especulativa. La flexibilidad cuantitativa inyectó más de 4.4 billones de dólares en el sistema financiero, que debían servir para reactivar la economía real, pero el banco central sólo opera mediante el mundo financiero, y es ahí donde se quedó estacionada la liquidez creada por la flexibilidad cuantitativa.

El testigo de este fenómeno es el crecimiento de los índices bursátiles más importantes. La especulación y los grandes vicios del proceso de financiarización de la economía real siguen como antes de la crisis de 2007-2008. Los esfuerzos por establecer una regulación robusta para el sistema bancario y financiero (ley Dodd-Frank de 2010) fueron tibios, pero hoy, hasta los demócratas estadounidenses contribuyen con la agenda de desregulación y debilitamiento de esa norma. Y con los efectos de la superburbuja en los mercados financieros estamos en presencia de una mezcla tóxica.

La suerte del capitalismo se juega estos años, añade Nadal. Cuarenta años de neoliberalismo a escala planetaria han dejado una cicatriz que no desaparece fácilmente. Son décadas de creciente dominio del sector financiero sobre la economía, de un fuerte castigo al gasto social y una represión de los salarios. Este décimo aniversario nos recuerda que quizás estamos frente a un cambio de esencia en el capitalismo.

Claudio della Croce: Economista y docente argentino, investigador asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico

(CLAE, www.estrategia.la)