Al carecer de propuestas alternativas conjuntas y sólidas, el arsenal argumental de las derechas se desequilibra, se erosiona y tiende a amortizarse. La insistencia unívoca en los reveses y torpezas gubernamentales recientes (fricciones en la coalición progresista, desastres de la ley del solo sí es sí, barroquismo retórico del socio menor) tiene límites. Cuando no incorpora siquiera un atisbo de condescendencia a sus éxitos contrastables (datos económicos, reforma de pensiones, apoyo de la UE en energía y cambios sociales…), y cuando deletrea la crítica destructiva como desautorización jeremíaca tipo señorita Rottenmeier, provoca la fatiga ante lo manido. Hipertrofiando una presunta “apoteosis de la mala gestión” del Gobierno, probablemente se enajena a segmentos de esa “mayoría moderada” de la que se reclama centuriona. Aunque el emperador esté Ausente, paseando por embajadas, igual que su predecesor Mariano Rajoy se fue de copas al perder otra moción de censura. ¿Qué maldición incubaron los jefes de ese partido para afrontarlas?
Eso habría sido distinto si la implacable maquinaria de la coalición hubiese fallado: algo previamente nada descartable dada su tensión ambiental interna. El partido de dobles jugado por Pedro Sánchez y Yolanda Díaz supo generar sorpresa (en vez de cansancio), al cubrir distintos ángulos: un presidente y una vicepresidenta; un hombre y una mujer; un socialista y una izquierdista (¡y de tradición comunista, como el candidato!). Y solidez: ambos reivindicaron los resultados económicos (especialidad del candidato) y sociales de la acción de gobierno. Uno plasmó la dualidad entre esta y la gestión anterior conservadora ante crisis parecidas, “socialdemocratismo” versus “neoliberalismo”, dijo: hay dos salidas contrapuestas, solidaria o austeritaria. La otra reivindicó la Constitución como mandataria y pared maestra del Estado de bienestar y su recuperación (reforma laboral, IMV, SMI…), algo más bello (y sedante) en quien procede de la izquierda de la izquierda.
Así soldaron fisuras internas, saldaron o suavizaron algunas inquietudes ciudadanas (muy graves) y confortaron a sus seguidores. De modo que la imputación de ser “uno de los gobiernos más caóticos, cainitas e inestables” de la inefable y huérfana Gamarra se estrelló ante un muro de datos: tres años de presupuestos consecutivos; 200 leyes reformistas, alguna con errores, las más de ambición estructural; paz social en asuntos divisivos, y apoyo de la Unión Europea, con un Ejecutivo de mayoría conservadora, a sus proyectos principales.
La doble jornada se cerró con la dispersión de las derechas, pese a su tronco común y su ausencia de proyecto alternativo conocido: las propuestas del candidato fueron ralas, curiosas (Gibraltar, carbón); retrógradas (criminalización de la inmigración, cosificación de la mujer solo como agente de natalidad); y la acertada, reformar la ley electoral, no lo es por el motivo aducido (esterilizar a los nacionalistas), sino para decapar el poder excesivo de las cúpulas de los partidos. Fue la armata Brancaleone. Le votó Vox, pero sin entusiasmo. Y el candidato no aplaudió a sus patrocinadores y les regañó en la cuestión esencial de su negacionismo climático. El PP se abstuvo, desplomado en la irrelevancia y en el desprecio a una iniciativa contemplada en la Constitución, aunque ejecutada de forma disparatada. Y se esforzó en no irritar a los ultras, cuánto centrismo. La buena de Inés Arrimadas, sombra de Ciudadanos, la erró en todo: criticó al Ausente por no encabezar la moción, cuando aún se espera a que ella lo hiciese en Cataluña cuando ganó; y desbordó a Vox y al candidato por “cuestionar la nación española”, al defender que es una “nación de naciones”, un acierto evidente de Ramón Tamames, quien lo clavó en lo accesorio, aunque moleste a Sánchez: los discursos del Gobierno son largos, prolijos, pétreos. Algo es algo.
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