La pandemia nos atravesó como una daga afilada y nos quitó demasiadas cosas, pero iluminó también un país capaz de movilizarse, con una clase sanitaria y de asistencia en residencias que sostuvo sobre sus hombros el peso de la desgracia y luchó hasta lo imposible. También nos mostró una sociedad unida, sobrecogida, sufriente, que cumplió y se solidarizó conmovida con coraje. De los saqueadores que se forraron mientras todos sufríamos ya hablamos, por desgracia, otros días.
De aquello pudimos salir con orgullo de país. Y hoy también podemos hacerlo.
Orgullo de los científicos, los meteorólogos, físicos y todas las gentes de ciencia que llevan años anunciando los fenómenos extremos que se avecinan con un Mediterráneo caliente que inyecta humedad a las nubes como quien arroja gasolina a un fuego. Ellos lo supieron y nos lo dijeron.
Orgullo de los soldados de la UME, bomberos, policías, agentes de la Guardia Civil. El Estado existe y también consiste en poder movilizar a personas que se tragan las lágrimas para seguir apartando barro, buceando, levantando coches y muros caídos hasta sacar a muertos que podrían ser sus padres. Orgullo de los trabajadores de la muerte, los que estos días reciben decenas de cadáveres a los que deben identificar masivamente sin que les tiemble el pulso. Niños, mujeres, bebés, ancianos.
Orgullo de los vecinos que albergaron a los afectados en la noche siniestra, les abrieron locales, cines, oficinas donde protegerse; que luego agarraron las palas y cubos para ayudar; y que hoy intentan llevar agua a quienes deambulan como en Gaza en busca de algo potable. España está llena de ellos.
Orgullo de los españoles que hoy lloran, estremecidos, con un dolor que desborda a todos y que nos recuerda quiénes somos —nada— cuando una simple lluvia nos quita la vida, la casa, la luz, el agua, la cobertura telefónica y todo lo que damos por supuesto.
Orgullo de los periodistas, los colegas que recorren pueblos para hablarnos de currantes que salvaron a hombros a algunos ancianos en una ruleta rusa que mató a otros; de jóvenes madres y preciosos bebés que ya no existen. Los que se aparcan su conmoción para seguir informando desde sus propios pueblos.
Incluso orgullo de los políticos, los que muestran unidad y capacidad de arrimar el hombro. De los miserables que intentan sacar provecho hablaremos otro día.
La columna es siempre una elección y esta que están leyendo podría ser la opuesta: enfocar el desbordamiento del Estado, los errores, la incapacidad de llegar a todos los cuerpos que aún yacen sin vida, la falta de ayuda en zonas aisladas o los saqueos. Pero muchas buenas personas, desde los meteorólogos que supieron a los pobres diablos que se manchan de barro, también merecen el aplauso, el orgullo de país. De los miserables, hablaremos otro día.
Berna González Harbour
No hay comentarios:
Publicar un comentario