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martes, 31 de diciembre de 2024

¿Cuál es el mejor libro de los últimos 125 años? Le pedimos a los lectores que lo decidan. NYT.

En octubre, al celebrar el 125 aniversario del Book Review, invitamos a los lectores a nominar el mejor libro publicado durante esos años. Era un guiño a nuestra historia: en sus primeras décadas, el Book Review a menudo pedía a los lectores que eligieran los mejores libros, los mejores relatos, los mejores poemas. Queríamos que este proyecto, como aquellos del principio, reflejara los gustos y preferencias de los lectores.

Las respuestas comenzaron a llegar desde los 50 estados y 67 países. En noviembre, presentamos una lista de los 25 libros más nominados (uno por autor) para la votación. Tras el recuento de más de 200.000 votos, el ganador, por un estrecho margen, es…


El ganador

Matar a un ruiseñor
Por Harper Lee

To kill a Mockingbird


Nuestra crítica reexamina ‘Matar a un ruiseñor’

Cuando una vuelve en la edad adulta a un libro que leyó por última vez en la infancia, es probable que experimente dos grandes tipos de observaciones: “Ay sí, recuerdo esta parte” y “Vaya, nunca me había fijado en esa parte”. Eso es lo que esperaba cuando volví a Matar a un ruiseñor, que fue votado como el mejor libro de los últimos 125 años por los lectores en una reciente encuesta de The New York Times. Habían pasado dos décadas desde que devoré la novela de Harper Lee de 1960. Y sí, había muchas cosas que me había perdido en mi primera lectura: desde temas importantes (la prevalencia del abuso infantil) hasta detalles menores (palabras desconocidas, como “carcacha”).

También aparecieron lagunas inexcusables en la comprensión de la lectura, como el hecho de que no me había dado cuenta de que mistress Dubose —la malhumorada villana del barrio— era adicta a la morfina. (“Mistress Dubose era una consumidora de morfina”, dice Atticus en el libro. En mi defensa... bueno, no tengo defensa). Ya de adulta, puedo percibir por qué la novela puede tener un atractivo duradero para muchos y una repulsión duradera para quizás otros tantos. No puedo entender las complejidades de enseñar la obra a los alumnos de primaria en 2021, especialmente después de leer en internet los relatos de los profesores tanto del lado “a favor” como del lado “en contra”.

Estos temores estuvieron presentes cuando leía las páginas por segunda vez, pero fueron anulados por la resurrección instantánea de exactamente lo que me había gustado del libro la primera vez, que es la descripción que hace Lee de la vida en un pueblo pequeño. No se podría pensar que el pueblo sureño ficticio de Maycomb, Alabama, en la época de la Gran Depresión, tuviera mucho en común con el pueblo real del norte de California donde crecí y leí Matar a un ruiseñor en la década de 1990... ¡y aún así!

Por ejemplo, el chiste sombrío sobre una pareja de clientes de Atticus, los Haverford, que ignoraron el consejo de su abogado de aceptar un acuerdo de culpabilidad y acabaron en la horca. No hace falta explicar su imprudencia, salvo, como dice Scout, que eran “Haverford, un apellido que en el condado de Maycomb es sinónimo de borrico”. Eso está en la página 5, y es precisamente donde recuerdo que mi atención se agudizó cuando era adolescente. Solo en un lugar de mínima ciudadanía los apellidos pueden tener un peso tan determinante. En mi pueblo, que tenía una población de aproximadamente 1000 habitantes, la abreviatura nominativa adoptaba una forma más neutralmente descriptiva: estaba Dave el Descalzo, que prefería ir sin zapatos en sus paseos, y Todd el de la Casa del Árbol, que vivía en una casa en un árbol, y Dan el del Tipi, que puedes adivinar dónde vivía.

Muchas otras cosas de la vida en un pueblo pequeño eran reconocibles en Matar a un ruiseñor: la tentación de inventar cucos; la recurrencia excesiva en el eufemismo; el ostracismo instintivo de los que son percibidos como forasteros, y el vandalismo como modo común de refuerzo. La importancia que se daba a los puntos de referencia locales: un árbol determinado, una valla específica, la casa de la esquina. La convicción de que uno debe ocuparse de sus propios asuntos, junto con la exasperante práctica de que todo el mundo se ocupa de los asuntos de los demás el 100 por ciento del tiempo. (Cuando me mudé a Nueva York y viví en un apartamento, me pregunté si esta última paradoja se reproduciría dentro del diorama de mi edificio. No fue así. Mis vecinos urbanos se esmeraban en evadir incluso una molécula de los asuntos de los demás).

Lee escribe sobre la incesante vigilancia de Maycomb, sobre la realidad de que ningún acto pasa desapercibido. A la edad en que leí originalmente Matar a un ruiseñor, robé una barra de caramelo del único mercado de mi ciudad, me jacté de ello ante una persona y a las pocas horas era escoltada por mi madre de vuelta a la tienda y obligada a pedir disculpas al propietario (y a pagar el caramelo). No tenía sentido preguntarle a mi madre cómo lo sabía. Todo el conocimiento era del dominio público.

Hasta que no leí la novela de Lee no supe que lo que parecían castigos y glorias exclusivos de mi tierra eran característicos: la libertad para desbocarse, la inevitabilidad de ser atrapado, la velocidad de fibra óptica con la que corren los rumores, la amplificación de cada disputa hasta convertirla en una catástrofe.

Así que lo que me sorprendió, al leerlo otra vez, no fue la totalidad del libro, sino uno de sus logros más humildes, que es la agudeza con la que Lee recrea las comodidades, miserias y banalidades de la gente reunida íntimamente en un espacio pequeño.

— Molly Young


Los finalistas

2. La comunidad del anillo

By J.R.R. Tolkien

“La profundidad del folclore de un mundo imaginado y la historia de amistad que acompaña sentaron las bases del resto del género fantástico que vendría después. Sin embargo, pocos relatos están a la altura de Tolkien”.
Owen Clarke, Provo, Utah



3. 1984
By George Orwell

“Todavía resuena con nosotros hasta el día de hoy, unos 70 años después de haber sido escrito. Su advertencia contra los excesos del orgullo humano y el hambre de poder y su desafío a utilizar nuestro amor a la libertad para protegernos de estos problemas son atemporales y universales”.
Kathlynn Rebonquin, Ciudad de Mandaluyong, Filipinas


4. Cien años de soledad
By Gabriel García Márquez

“Como obra literaria, fue un terremoto, al romper las expectativas de una típica novela realista y generar influencias en autores y obras desde Japón hasta India y más allá. De todas las obras que han surgido en los últimos 125 años, ninguna ha creado un efecto dominó, ni ha cambiado el panorama de la literatura, tanto como ésta”.
Rizowana Hussaini, Guwahati, India


5. Beloved
By Toni Morrison

“No es un sonido misterioso en la noche, un acecho sutil. Es ruidoso y enfermizo. Hay imágenes y emociones de Beloved que se han quedado grabadas en mi mente de forma permanente. Esta historia de fantasmas me ha enseñado más sobre el legado de la esclavitud que los libros de historia”.
Brontë Mansfield, Chicago, Illinois.

domingo, 5 de marzo de 2023

El año en el que la palabra Paz desapareció del diccionario

«La guerra es la paz; la libertad es la esclavitud; la ignorancia es la fuerza»» (1984, George Orwell)

Lo que me parece más destacable de este último año de invasión de Ucrania y de guerra es que los responsables políticos de las grandes potencias hayan hecho suya una de las tres consignas que se encontraban escritas en la fachada del Ministerio de la Verdad de la novela 1984 de George Orwell: «La guerra es la paz».

No lo digo yo, ni lo digo retóricamente. En un reportaje publicado en Financial Times el pasado día 3 se decía que una gran parte del público alemán ha comenzado a comprender que «el pacifismo no siempre equivale a la paz«.

Lo mismo ha ocurrido cuando alguien tan increíblemente transustanciado en esta coyuntura como el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidente de la Comisión Europea, Josep Borrell, decía a la opinión pública que la censura de medios de comunicación que no defienden su posición es la forma de garantizar la libertad de expresión, dando así por cierto que los que defienden la suya ni mienten, ni manipulan.

Como escribió Eduardo Galeano en Patas arriba, «el arte de engañar al prójimo, que los estafadores practican cazando incautos por las calles, llega a lo sublime cuando algunos políticos de éxito ejercitan su talento».

Incluso dejando a un lado que la invasión tuvo antecedentes que no es honesto olvidar (las provocaciones de Ucrania, la estrategia engañosa, agresiva y amenazadora de la OTAN, los actos terroristas previos…) y asumiendo al mismo tiempo que constituye un acto criminal injustificable, porque lo es cualquier violación de la integridad de un Estado soberano, lo cierto y lamentable es que las grandes potencias no han ofrecido otra alternativa como solución que la escalada militar. Y, además, que esta escalada no ha producido más efecto que el que cabía esperar: prolongación y endurecimiento de la guerra, sufrimiento en aumento y, eso sí, incremento del negocio armamentístico.

El ex primer ministro israelí Naftali Bennett lo reconoció hace unos días al desvelar que Estados Unidos y sus aliados occidentales “bloquearon” sus esfuerzos de mediación entre Rusia y Ucrania para poner fin a la guerra en marzo de 2022.

Los dirigentes de las potencias occidentales no han manifestado en ninguna ocasión que la negociación y el diálogo, la apuesta por la paz, sean el camino. Han asumido, por el contrario, la estrategia de Publio Flavio Vegecio: si quieres la paz, prepara la guerra. Una alternativa reaccionaria, mutuamente destructiva y falsa porque, como ha dicho con toda la razón Federico Mayor Zaragoza, lo que hay que preparar si se quiere la paz no es la guerra, sino la palabra.

La apuesta por la escalada militar por parte de Estados Unidos e Inglaterra es incluso comprensible. Dada su historia de doble moral, no engañan a nadie.

El Reino Unido ha planeado o ejecutado más de 40 intentos de destituir gobiernos extranjeros en 27 países desde el final de la Segunda Guerra Mundial, llevando a cabo intervenciones militares encubiertas o abiertas y asesinatos. Y Estados Unidos ha realizado 392 intervenciones militares desde su fundación en 1776, la mitad de ellas entre 1950 y 2019 y la cuarta parte una vez acabada la Guerra Fría.

Pero ¿cómo ha podido la Unión Europea dejarse llevar a una estrategia que hipoteca, quien sabe si para siempre, el anhelo de paz y seguridad que le dio origen y que descarga sobre ella sus mayores costes y perjuicios? ¿Cómo puede olvidar el pueblo alemán su compromiso del «Nunca más» y aceptar que su economía se militarice? ¿Cómo pueden aceptar los dirigentes europeos como buenos socios y aliados a quienes sabotean con un acto terrorista la infraestructura de su principal potencia? ¿Dónde está su dignidad cuando se ponen sin más al servicio de quienes no tuvieron pudor alguno a la hora de manifestar sus intenciones: «Que se joda la Unión Europea«, le dijo la secretaria de Estado adjunta de Estados Unidos para Asuntos Europeos, Victoria Nuland, al embajador de ese país en Ucrania, en febrero de 2014.

Estados Unidos ha jugado con inteligencia sus cartas desde hace años haciendo prácticamente inevitable que Rusia interviniese contra Ucrania porque su resultado sería lo que buscaba y necesita para fortalecerse en su enfrentamiento con China, el debilitamiento económico de Europa. La propia Angela Merkel lo ha reconocido al señalar que los acuerdos de Minsk sólo se proponían darle tiempo a Ucrania para que se armase frente a lo que se iba a producir. Lo mismo que hizo el francés Françcois Hollande al afirmar que el mérito de esos acuerdos fue «haber dado esta oportunidad (fortalecer su posición militar) al ejército ucraniano».

Lo que han logrado los dirigentes europeos al renunciar a la paz y el diálogo como estrategia y optar por la militarización de su política -además de contribuir a acrecentar el dolor de Ucrania y del pueblo ruso- es condenar a Europa a la dependencia económica, militar, tecnológica y energética de Estados Unidos. Quién sabe lo que podido influir más, si el chantaje personal, la incompetencia, o la presión y el poder de quienes sólo piensan en vender armas y en hacer negocio después reconstruyendo lo que previamente han destruido.

Paralelamente a todo ello se silencia y ridiculiza a quienes pensamos que es ilusorio creer que hoy día se puede vencer militarmente a una potencia nuclear sin provocar un holocausto y que no es verdad que la escalada militar sea la única posibilidad de revertir la situación. O que una cosa es reconocer que Rusia cometió un acto criminal invadiendo Ucrania y otra que esté obligada a soportar, al lado mismo de sus fronteras, una amenaza de agresión que ninguna otra nación con dignidad estaría dispuesta a consentir.

Ha pasado un año de lo peor, pero no del problema. Es imprescindible reclamar el alto el fuego y la puesta en marcha de acciones diplomáticas que permitan llegar a acuerdos que pongan fin al conflicto. No podemos rendirnos ante quienes se empeñan en acabar para siempre con la palabra y la práctica de la paz. Como dijo Erasmo de Rotterdam, la paz más desventajosa (más imperfecta, diría ahora mi recordado amigo Francisco Muñoz), es mejor que la guerra más justa.

Juan Torres López, https://juantorreslopez.com/el-ano-en-el-que-la-palabra-paz-desaparecio-del-diccionario/