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domingo, 3 de diciembre de 2023

Adiós, Kissinger, Los desaparecidos de Chile, los muertos olvidados de todas esas naciones que el diplomático estadounidense devastó claman al menos por ese simulacro de justicia que se llama memoria

Henry Kissinger presenta sus respetos ante el féretro con los restos del senador John McCain, en el Capitolio de Washington en agosto de 2018.
Henry Kissinger presenta sus respetos ante el féretro con los restos del senador John McCain, en el Capitolio de Washington en agosto de 2018.KEVIN LAMARQUE / POOL (EFE)

Muere Henry Kissinger, el estratega que marcó la política exterior de EE UU en la segunda mitad del siglo XX El polémico premio Nobel de la Paz ha fallecido a los 100 años en su residencia de Connecticut
Muere Henry Kissinger a los 100 años de edad

Henry Kissinger, el estratega que marcó el rumbo de la diplomacia estadounidense en la segunda mitad del siglo XX, ha fallecido este miércoles, según ha anunciado su oficina. El que fuera secretario de Estado bajo dos presidentes y polémico premio Nobel de la Paz, protagonista del restablecimiento de las relaciones entre EE UU y China, responsable de bombardeos en Vietnam y defensor del golpe de Estado de Pinochet en Chile, ha muerto en su residencia de Connecticut a los 100 años.

Una de las figuras más controvertidas del siglo pasado, inconfundible con sus características gafas de pasta y un acento alemán que nunca terminó de perder, había permanecido activo hasta el último momento: este año, el de su centenario, promocionaba su libro sobre estilos de liderazgo, había testificado ante un comité del Senado sobre la amenaza nuclear de Corea del Norte y en julio pasado se había desplazado por sorpresa a Pekín para una reunión con el presidente chino, Xi Jinping.


Judío nacido en Alemania en 1923 —su nombre original era Heinz Alfred Kissinger—, llegó a Estados Unidos de adolescente, en 1938, huyendo del régimen nazi junto a su familia. Durante la Segunda Guerra Mundial, se alistó en el ejército estadounidense y estuvo destinado en Europa. Tan intelectualmente brillante como arrogante, con un agudo sentido del humor e interesado en numerosas disciplinas, estuvo a punto de inclinarse por los estudios científicos antes de decidirse por las relaciones internacionales. Tras una distinguida carrera académica de 17 años en la Universidad de Harvard, entró en la Administración estadounidense de la mano del republicano Richard Nixon, que lo nombraría primero consejero de Seguridad Nacional y después secretario de Estado durante su mandato.

En los años setenta, desempeñó un papel clave —cuya huella aún perdura, medio siglo más tarde— en la mayor parte de los acontecimientos mundiales de esa etapa de la Guerra Fría. Lo suyo era la realpolitik, el pragmatismo. Su estilo de diplomacia buscaba lograr objetivos prácticos, más que guiarse por principios o exportar ideales políticos. Para sus defensores, consiguió promover los intereses estadounidenses y ampliar la influencia de su país en el resto del mundo, dejándolo en una posición que le acabaría permitiendo vencer en la Guerra Fría y quedar como única superpotencia. Para sus —muy numerosos— detractores, fue una combinación de Maquiavelo y Mefistófeles que nunca llegó a rendir cuentas de unas acciones que dejaron enormes daños y dolor en los países perjudicados.

Encabezó conversaciones sobre el control de armamento con la Unión Soviética que abrieron una vía para modular las tensiones entre las dos superpotencias. Lideró las negociaciones para los acuerdos de paz de París con Vietnam del Norte, que abrieron la salida para Estados Unidos de una guerra impopular, costosa y que parecía interminable. Dos años después de la firma de los pactos, caía Saigón en manos del régimen comunista, mientras los últimos diplomáticos y refugiados huían en helicóptero desde el techo de la Embajada estadounidense.

Con una diplomacia de constantes viajes a los países de Oriente Próximo, amplió lazos entre Israel y sus vecinos árabes. Un maratón de 32 días de reuniones y presiones sobre el terreno consiguió separar al Estado judío y a Siria en los Altos del Golán; un intento similar en 1975, sin embargo, no logró un acuerdo entre Israel y Egipto.

Kissinger fue también uno de los grandes artífices de la aproximación a China: sus dos viajes al gigante asiático, uno de ellos en secreto para reunirse con el entonces primer ministro, Zhou Enlai, abrieron la puerta para la histórica visita de Nixon a Pekín en 1972, que trazó el camino a lo que hasta entonces había parecido impensable: la normalización de relaciones entre Estados Unidos y el país asiático de régimen comunista, tras décadas de enemistad.

Su miedo al establecimiento de regímenes de izquierdas en América Latina lo condujo a apoyar —cuando no promover— dictaduras militares en la región. En 1970, conspiró con la CIA para desestabilizar y conseguir la caída del Gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende en Chile.

Su poder como el gran artífice de la política exterior estadounidense creció durante el escándalo Watergate y a medida que se debilitaba el de Nixon, su teórico jefe. La dimisión de este presidente en 1974 disminuyó su influencia, pero no la eliminó durante el mandato del presidente Gerald Ford (1974-1977). A lo largo del resto de su vida continuó prestando asesoría a políticos republicanos y demócratas, escribiendo libros, pronunciando discursos y gestionando una firma de consultoría global.

Si nunca le abandonó la fama, tampoco lo hizo la polémica. Sus políticas en el sureste asiático y su apoyo a las dictaduras en América Latina hicieron que le llovieran acusaciones de criminal de guerra y exigencias de que rindiera cuentas de sus decisiones. Su premio Nobel de la Paz, en 1973, concedido ex aequo junto al norvietnamita Le Duc Tho —quien lo rechazó— fue uno de los más controvertidos de la historia. Dos miembros del comité Nobel encargado de adjudicar el galardón dimitieron.

Además, arreciaron las críticas y las exigencias de investigación sobre el bombardeo secreto estadounidense de Camboya en 1970. Aquella operación tenía como objeto destruir las líneas de suministro que partían de Vietnam del Norte para sustentar a las guerrillas comunistas en el sur. Pero sus críticos consideran que precipitó que los jemeres rojos se hicieran con el control de Camboya y desataran una era de terror en ese país en la que murieron cerca de dos millones de personas.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, el entonces presidente, George W. Bush, lo eligió para encabezar un comité investigador. La oposición demócrata denunció un conflicto de interés con muchos de los clientes de la consultora de Kissinger, lo que obligó al antiguo secretario de Estado a renunciar al cargo.

Divorciado en 1964 de su primera esposa, Ann Fleischer, con quien tuvo dos hijos, durante una década se granjeó fama de mujeriego pese a no ser exactamente un Adonis —“el poder es el mejor afrodisíaco”, alegaba él—. En 1974 se casó con Nancy Maginnes, colaboradora del gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller.

Numerosas veces se le preguntó si se arrepentía de alguna de las medidas que había tomado o apoyado. En una entrevista concedida a la cadena de televisión ABC en julio del año pasado, contestó: “Llevo pensando en esos problemas toda mi vida. Es mi afición tanto como mi trabajo. Así que las recomendaciones que di fueron las mejores de las que era capaz entonces”.

miércoles, 6 de febrero de 2019

Estados Unidos intervino tras la Segunda Guerra Mundial en Corea, Filipinas, Indochina, Italia, Grecia o Guatemala

_- La “injerencia” rusa en la política de Estados Unidos, un doble rasero

Enric Llopis
Rebelión

Es la primera condena por la llamada “trama rusa” de apoyo al candidato Trump en las elecciones de 2016. George Papadopoulos, exasesor en Política Exterior del actual presidente de Estados Unidos, fue condenado el cinco de septiembre a 14 días de prisión. En mayo de 2017 el exdirector del FBI, Robert Mueller, fue designado Fiscal Especial para la investigación del denominado “Rusiagate”; Mueller ha imputado a 12 agentes de la Inteligencia rusa por el presunto “pirateo” de la red informática de la campaña electoral del Partido Demócrata.

El Secretariado del Comité Nacional Demócrata (DNC) presentó el pasado 20 de abril una demanda en un tribunal federal de Nueva York contra Trump, el Gobierno de la Federación Rusa y WikiLeaks por las supuestas “interferencias”. “Rusia lanzó un asalto total a nuestra democracia y encontró un socio voluntario y activo en la campaña de Trump”, afirmó Tom Pérez, líder del Partido Demócrata. Los medios informativos han dado cuenta de estas “conexiones”; por ejemplo, “Los nexos del secretario de Comercio de Estados Unidos, con amigos de Putin y PDVSA” (petrolera estatal venezolana), tituló en noviembre de 2017 la edición española de The New York Times.

Una perspectiva diferente puede hallarse en una entrevista del economista y politólogo C. J. Polychroniou a Noam Chomsky en el libro “Optimismo contra el desaliento. Sobre el capitalismo, el imperio y el cambio social” (Ediciones B, 2017). Según el lingüista y activista estadounidense, “tras la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos se dedicó a restaurar el orden conservador tradicional (…); a veces la tarea requería una considerable brutalidad”. Chomsky menciona el ejemplo de Corea del Sur, donde las fuerzas de seguridad dirigidas por Estados Unidos asesinaron a cerca de 100.000 personas a finales de la década de 1940, antes del inicio de la Guerra de Corea (1950-1953).

Así, el Gobierno Militar de Estados Unidos en Corea (USAMGIK) constituyó la autoridad principal entre septiembre de 1945 y el verano de 1948; su hombre fuerte para la parte sur de la península era el político derechista Syngman Rhee, “quien utilizó a la nueva policía para aplastar por la fuerza a la izquierda; las detenciones arbitrarias, extorsión, tortura y represión de las manifestaciones en la calle se convirtieron en moneda común”, escribió la activista Kim Bullimore (Red Flag, agosto 2018). El Informe de la Comisión de las Naciones Unidas para Corea (1949) señaló que -de acuerdo con la ley de seguridad nacional- 89.710 personas fueron detenidas entre septiembre de 1948 y abril de 1949; además, la represión de las insurrecciones populares en la provincia de Cholla Namdo y la isla de Jeju se saldó con decenas de miles de muertos.

Imagen: blog de El Viejo Topo El investigador William Blum dedica a Filipinas un capítulo del libro “Asesinando la esperanza: intervenciones de la CIA y el ejército de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial” (Oriente, 2005 y Blog del Viejo Topo, 2016). El ejército estadounidense desembarcó en las islas en 1944; mientras las fuerzas norteamericanas combatían la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, “desarmaron numerosas unidades huks (apócope de Hukbalahap: “Ejército del Pueblo contra Japón”, en Tagalo), quitaron las autoridades locales que habían establecido los huks y arrestaron y encarcelaron a muchos de sus altos dirigentes, al igual que a los líderes del Partido Comunista Filipino”; en la acción represiva, Estados Unidos se apoyó en terratenientes, grandes propietarios y oficiales de la policía que habían colaborado con los ocupantes.

Los huks fueron unas guerrillas organizadas en 1942 -a iniciativa básicamente del Partido Comunista- para enfrentarse a la ocupación nipona y cuya reivindicación principal era la reforma agraria. En las elecciones presidenciales de 1946 resultó vencedor Manuel Roxas, del Partido Liberal de Filipinas, quien contaba con el apoyo de Estados Unidos; tras los comicios, subraya William Blum, se produjo la destrucción de aldeas, más de 500 campesinos y sus dirigentes fueron asesinados y cerca de 1.500, desaparecidos, encarcelados o torturados. En enero de 1946, The New York Times informó que Estados Unidos estaba entrenando y equipando a 50.000 soldados filipinos; “un acuerdo de 1947 proporcionaba localizaciones para 23 bases militares (norteamericanas) en el país”, añade el historiador y periodista independiente.

Otro ejemplo es el de Indochina (tres regiones de Vietnam, además de los protectorados de Laos y Camboya) cuya primera guerra de independencia concluyó con la derrota del imperialismo francés -en 1954- ante el ejército del Viet Minh. “Las guerras de Indochina son el caso más extremo, el crimen más atroz posterior a la Segunda Guerra Mundial”, afirma Noam Chomsky. Militante de la IV Internacional y autor del libro “Communisme et nationalisme Vietnamien”, Pierre Rousset subraya que la intervención de Estados Unidos fue –en el contexto de la Guerra Fría- anterior a la derrota francesa en la batalla de Dien Bien Phu.

En el artículo “Sobre la importancia de la guerra estadounidense en Indochina” (Europe Solidaire y Viento Sur, 2015), Rousset destaca que Vietnam se convirtió, tras el triunfo de la Revolución China, en 1949, y el revés al colonialismo francés en 1954, en uno de los ejes de la geopolítica mundial. Estados Unidos promovió una “guerra total” en Indochina durante dos décadas (1955-1975); menciona como ejemplo el uso del Napalm, los defoliantes y las bombas de fragmentación; “los bombarderos gigantes B52 operaban, devastadores, desde gran altura; se arrojaron contra el territorio indochino el doble de toneladas de bombas que las lanzadas por el conjunto de los aliados en todos los frentes de la Segunda Guerra Mundial”, concluye el autor de “Le Parti Communiste Vietnamien”.

Las “interferencias” se extendieron por todo el planeta. El historiador suizo Daniele Ganser ha investigado las injerencias estadounidenses en Europa. Publicó el libro de 388 páginas “Los ejércitos secretos de la OTAN. La Operación Gladio y el terrorismo en Europa Occidental” (El Viejo Topo, 2010 y Red Voltaire en Internet), que dedica capítulos a la guerra secreta en Italia, Francia, Grecia, España, Portugal, Bélgica, Alemania, Dinamarca y Noruega, entre otros países. Sobre Italia, afirma este autor, “el ejército Gladio, dirigido por los servicios secretos italianos, participó activamente en esa guerra no declarada, con la complicidad de los terroristas de extrema derecha; a falta de invasor soviético, las unidades paramilitares anticomunistas entrenadas por la CIA se dedicaron a realizar operaciones internas para influir en la vida política nacional”.

El magistrado Felice Casson reveló la existencia de la red Gladio durante la investigación, en 1984, de un atentado con bomba perpetrado 12 años antes en la localidad de Peteano, que causó la muerte de tres carabineros y el gobierno atribuyó a las Brigadas Rojas. “El juez Casson logró probar que el explosivo utilizado en Peteano era el C4, la sustancia explosiva más poderosa de aquel entonces y que también formaba parte del arsenal de las fuerzas de la OTAN”, explica Ganser; además el magistrado descubrió que, tras el auto-atentado, se hallaban grupúsculos de extrema derecha –Ordine Nuovo- y los servicios secretos del ejército (SID).

En 1990, una resolución del Parlamento Europeo sobre el asunto Gladio protestaba por el hecho de que determinados “ámbitos militares estadounidenses del SHAPE (Cuartel General de las Fuerzas Aliadas en Europa) y la OTAN” hubieran promovido en el continente esta “estructura clandestina de información y actuación”. Por otra parte, en el contexto de la guerra civil griega y la proclamación de la doctrina Truman (1947), Daniele Ganser destaca que Grecia se convirtió en el primer país invadido por Estados Unidos durante la Guerra Fría; el precedente griego se extendería a Corea, Irán, Cuba, Camboya y Panamá, entre otros países.

En “Cómo funciona el mundo. Conversaciones con David Barsamian” (Katz y Clave Intelectual, 2012), Chomsky menciona un documento de la CIA de 1952 sobre Guatemala, que describe la coyuntura del país como “adversa a los intereses estadounidenses” por la “influencia comunista (…) basada en la militancia por la reforma social y las políticas nacionalistas”; el informe advertía que las políticas “revolucionarias y nacionalistas”, que incluían la “persecución de los intereses económicos extranjeros, sobre todo en el caso de la United Fruit Company” contaban con apoyo popular. La Revolución de Octubre de 1944 en Guatemala terminó con la dictadura del general Jorge Ubico Castañeda, en el poder desde 1931. Al triunfo del movimiento revolucionario, en el que participaron maestros, universitarios, obreros y militares, siguió la convocatoria de elecciones presidenciales libres (diciembre de 1944) y la aprobación de la Constitución de 1945. Entre los logros del primer presidente electo, Juan José Arévalo, figura la creación del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social y el Código de Trabajo.

En 1950 ganó las elecciones Jacobo Arbenz, uno de los jóvenes oficiales que lideró la Revolución de Octubre. Arbenz impulsó una Ley de Reforma Agraria que pretendía la “liquidación de la propiedad feudal en el campo” (Prensa Libre, mayo 1952). El informe “Guatemala, Memoria del Silencio” (1999) de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) resalta que en 1954 se habían beneficiado de la reforma agraria más de 138.000 familias campesinas, la mayoría indígenas; a la compañía United Fruit Company, que mantenía sin cultivar el 85% de sus 220.000 hectáreas, se le expropiaron 156.000 hectáreas (el 64% de su superficie). El documento de la CEH añade que, en agosto de 1953, “J. C. King, jefe de la CIA para el hemisferio occidental, informó al presidente Eisenhower sobre el plan PBSUCCESS, que consistía en desplegar una enorme operación de propaganda anticomunista en la que también se llevaría a cabo una invasión armada de Guatemala”. Un golpe de estado orquestado por la CIA forzó la renuncia -en junio de 1954- de Jacobo Arbenz y elevó a la presidencia a Castillo Armas, que derogó la Ley de reforma agraria.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El matemático que pasó su vida buscando el 0 [cero]. Se publica en español el relato de cómo Amir Aczel encontró el origen del “mayor logro intelectual de la mente humana”

Durante su infancia, Amir Aczel pasó largas temporadas viajando por el Mediterráneo en el crucero del que su padre era capitán. Quedó fascinado por los números actuales cuando los vio girando en las ruletas del casino de Montecarlo. Gracias a esos viajes también conoció de primera mano los numerales griegos y romanos, basados en letras y en los que no existe el cero.

El relieve del siglo VII con la cifra 605 en idioma jemer destacadaEste número es “el mayor logro intelectual de la mente humana”, argumenta Aczel en su libro En busca del cero: la odisea de un matemático para revelar el origen de los números (Biblioteca Buridán), que se acaba de publicar en español. Por un lado hace posible la aritmética compleja, el manejo de números muy grandes basados en una sencilla estructura cíclica donde el cero funciona como un marcador de posición. No es casualidad, escribe, que los humanos tengamos diez dedos y usemos un sistema de numeración decimal para contar. “Dado que también tenemos diez dedos en los pies, las sociedades primitivas también los utilizaron para contar más allá de 10”, escribe Aczel. Aún quedan vestigios de ello, como la forma en que cuentan los franceses (80 se pronuncia quatre-vingt, cuatro veces veinte). El libro de Aczel, resultado de una investigación de años, es la búsqueda de respuesta a una pregunta aparentemente sencilla: ¿quién inventó el cero?

Hasta hace menos de un siglo se supuso que el cero era un invento europeo o árabe. Aczel piensa que eso se debe en parte a cierto egocentrismo de los occidentales y su desprecio a los expertos que aseguran que en Asia se manejaban conceptos fundamentales de las matemáticas como el cero o el infinito siglos antes que en Europa. De hecho el cero más antiguo conocido es el de Gwalior, en India. Allí, un relieve en el templo de Chatur-Buja deja claro que el recinto tiene “270 hastas (una medida de longitud)”. Todo apunta a que el cero es un invento indio. Pero el edificio data del siglo IX. Como en aquella época hubo un amplio contacto comercial entre el mundo árabe, el europeo y el asiático, la escritura no es lo suficientemente antigua como para demostrar que la cifra se inventó en la India y no en Europa, decían los expertos occidentales. En parte se alimentaban de un sentimiento “anti-oriental” que abundaba la comunidad académica británica en los tiempos de la dominación colonial de la India.

La historia cambió para siempre en 1931, cuando George Coedès, un arqueólogo francés experto en el idioma jemer de Camboya, publicó la traducción de una inscripción en piedra catalogada con el número K-127. La habían encontrado cuatro décadas antes en un templo en el Sambor del río Mekong. La inscripción estaba casi intacta y fechada con la frase: “la era çaka ha llegado al año 605 el quinto día de la luna menguante”. Coedès fue consciente enseguida de que había encontrado algo histórico, pues la fecha correspondía al año 678 de nuestra era. Era el cero más antiguo conocido y la prueba de que esa cifra se había inventado en Asia, escribe Aczel.

Desgraciadamente, ese país fue, décadas después, víctima de los jemeres rojos de Pol Pot, una de las peores dictaduras comunistas de la historia que acabó con una cuarta parte de la población del país. Los jemeres también destruyeron más de 10.000 objetos arqueológicos. Tras su llegada al poder, la piedra K-127 y su valioso contenido quedaron perdidos.

Aczel dedicó varios años a la búsqueda de esa inscripción. También exploró la idea del cero y llegó a la conclusión de que surge de la mezcla de matemáticas, religión y sexo, tres conceptos que en Oriente han convivido durante siglos. El cero puede tener su origen en la nada que buscan los budistas, el Nirvana. Y en los antiguos templos hindúes las matemáticas están presentes en forma de cuadrados perfectos tallados en la piedra que conviven con cientos de esculturas de hombres y mujeres teniendo sexo en todas las posturas imaginables.

Aczel no es el único que mantiene estas conexiones. En su libro también recoge la visión de su amigo Jacob Meskin, doctorado en la Universidad de Princeton (EE UU), y que conecta con otro valor clave del cero: servir de frontera entre los números negativos y los positivos. “Sin vacío no podría haber movimiento; sin el cero no habría números. ¿Nos atrevemos a aventurar la conjetura (a estas alturas obvia) de que el cero es (en cierto modo) el principio del útero, la vagina, y que los números, es decir, las cantidades numéricas, por oposición al cero, son el principio del falo? ¿Acaso la enumeración, la medición, incluso el tic-tac de un contador Geiger o de un dispositivo digital, no son un eco del coito, en el que los números se mueven de un lado a otro en un campo abierto a su ir y venir solo gracias a la bendición de una vacuidad receptiva y envolvente dispuesta a recibirlos?”.

En 2013, tras años de viajes a Tailandia, Laos, Camboya y otros países, después de entrevistarse con traficantes de arte, exploradores, políticos y víctimas de la dictadura de los jemeres, Aczel encontró la inscripción perdida. Estaba en un cochambroso almacén del gobierno camboyano cercano a Angkor Wat, el templo más grande del mundo. La piedra con el grabado era una entre cientos de piezas descatalogadas, almacenadas junto a montones de brazos, piernas y cabezas de estatuas centenarias que los jemeres habían amputado. Cuatro décadas después, Aczel la sacó del olvido. Este resto arqueológico era la prueba, junto a otra similar pero algo posterior encontrada en Indonesia, de que el cero se originó en Oriente, escribe.

Como un Indiana Jones de los números, describe vivamente el momento en el que reencontró la valiosa pieza. “Examiné la parte frontal de aquella losa de piedra de color rojo, y allí estaba; reconocí los numerales jemer: 605. El cero era un punto, el primer cero conocido ¿Era realmente aquel? Lo leí de nuevo. La inscripción era notablemente clara. Me quedé contemplándola, eufórico. Quería tocarla pero no me atrevía. Era una pieza sólida de piedra tallada que había resistido los estragos de trece siglos y seguía siendo tan legible y clara, y con una superficie tan brillante como siempre. Pero a mí me parecía frágil y delicada; tenía la sensación de que era tan valiosa que casi contenía el aliento al respirar para no estropearla. Pensé que tal vez era una especie de espejismo y que si lo tocaba se desvanecería. ¡Había trabajado tanto para encontrarla! Este es el Santo Grial de las matemáticas, me dije. Y lo he encontrado yo”.

Aczel consiguió que el Gobierno camboyano se comprometiera a llevar el objeto al Museo Nacional del país, en Nom Pen, donde sería exhibido con una detallada descripción de su valor escrita por él mismo.

El 26 de noviembre de 2015, a los 65 años, meses después de publicar este libro, y tras haber dedicado buena parte de su carrera a la arqueología de las matemáticas y la divulgación (su libro más famoso es El último teorema de Fermat), Aczel murió de cáncer.

http://elpais.com/elpais/2016/09/09/ciencia/1473436052_073929.html?rel=lom

El relieve del siglo VII con la cifra 605 en idioma jemer destacada