_- Ángel Viñas es catedrático emérito de la Complutense. De familia muy modesta, tuvo una educación estrictamente laica en las escuelas del barrio de Atocha (Madrid). Se apañó para estudiar en Alemania y Escocia a base de becas extranjeras y de esfuerzos propios (chico de recados en París y Stuttgart, docker en Hamburgo, profesor de castellano […]
Ángel Viñas es catedrático emérito de la Complutense. De familia muy modesta, tuvo una educación estrictamente laica en las escuelas del barrio de Atocha (Madrid). Se apañó para estudiar en Alemania y Escocia a base de becas extranjeras y de esfuerzos propios (chico de recados en París y Stuttgart, docker en Hamburgo, profesor de castellano en el extranjero y de alemán y francés en Madrid, traductor). Sus intereses abarcan desde Germánicas y las viejas economías de dirección central a la política económica, exterior, de defensa y seguridad, las relaciones internacionales y la historia (de Alemania, Estados Unidos, España) que es su auténtica pasión. Premio extraordinario en la licenciatura y doctorado de Ciencias Económicas. Técnico comercial del Estado, con el número uno de su promoción. Exfuncionario del FMI y exdirector de Relaciones Exteriores en la Comisión Europea. Exembajador de la UE ante Naciones Unidas. Exdirector general de Universidades. Exasesor de Fernando Morán y Francisco Fernández Ordóñez. Ha sido catedrático numerario de Economía en Valencia, Alcalá, UNED y Complutense. Cinco años de docencia en la Facultad de Historia de esta última. Casado. Véase www.angelvinas.es
Ángel Viñas: "Franco fue un impostor, iba de machito y líder de la conspiración y es mentira"
Nos habíamos quedado en este punto. ¿La II República, en su opinión, fue un momento de especial relevancia, un gran y singular aldabonazo en la historia española?
Sí, pero yo llegué a ella como hacen los cangrejos, es decir, yendo hacia atrás. Empecé con los comienzos de la guerra civil, seguí con la guerra, luego pasé a la posguerra, después al franquismo inicial, más tarde al franquismo maduro en la vertiente económica y, sobre todo, de sus relaciones internacionales y política exterior. No hay que olvidar que en 1979 se publicó el primer estudio académico, empírica y analíticamente documentado, sobre la política económica exterior de la dictadura, en el que trabajamos un grupo de economistas (todos ellos, menos uno, hoy viven tan felices en estos tiempos de pandemia) bajo mi dirección. Que en 1982 publiqué Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos, abriendo una brecha en la que nadie había hasta entonces reparado. Así que, terminada esta etapa, luego continué con mi marcha atrás. Hacia la República.
Debo señalar que no soy un especialista en ella. La literatura sobre la República cuenta hoy con más de cinco mil títulos, pero sí me he ido especializando en algunas facetas, absolutamente básicas, para comprender el estallido de la guerra. Lo he hecho, como siempre, siguiendo el método inductivo y metiéndome en primer lugar en quince o veinte archivos en busca de material primario. Pienso que ha sido una buena trayectoria, porque de haberme concentrado en la República quizá no hubiese ido mucho más adelante.
Y sí, he llegado a la conclusión, que apuntalaré en mi próximo libro, de que la República fue una gran ocasión, aunque perdida, para abordar un comienzo de solución, moderna, a algunos de los problemas seculares de la sociedad española. En contra de resistencias encarnizadas. Por eso no sobrevivió.
Hay una figura que suele sobresalir en sus libros sobre la II República. Se ha referido a ella hace un momento. Hablo, por supuesto, de Juan Negrín. ¿Ha sido el doctor Negrín el gran estadista republicano-democrático español del siglo XX? ¿Por encima de Manuel Azaña? ¿Nos recomienda alguna biografía sobre este gran científico, político y políglota?
Verá, a mi me cuesta responder a alguna de estas preguntas, en particular la segunda. Azaña fue, desde luego, la gran figura de la República en la paz. No lo he estudiado salvo en un aspecto que considero en mi próximo libro. Me inclino ante él y también ante su gran biógrafo, Santos Juliá. Nunca he pretendido conocerlo mejor que este historiador. Pero también creo que Azaña no fue el hombre que necesitaba la República en guerra. Santos y yo siempre hemos diferido en este aspecto. Azaña tuvo la habilidad de dejar constancia de sus pensamientos y de su actuación en sus diarios y en sus discursos. Muy interesantes los primeros y bellísimos, por cierto, los segundos. El historiador no puede prescindir de tal bagaje documental y, naturalmente, a unos les seducen más que a otros.
Sin embargo, no me cuento entre los seducidos, simplemente por la razón de que mi educación y trayectoria profesionales son completamente diferentes de las de Santos y de muchos otros historiadores. No es que me crea mejor, Dios me libre. Simplemente tengo otra percepción, que nunca fue apriorística sino que he ido labrando en el estudio de los procesos de decisión, españoles y extranjeros, que enmarcaron la guerra civil. Negrín me atrajo por varias razones: en primer lugar porque su formación fue completamente diferente de la de cualquier otro político español de su época; porque estaba abierto al mundo y había vivido en él durante la crítica etapa de su formación como hombre y como profesional médico; porque no pensaba como un político de su época; porque no se dejó llevar por el desánimo y la estulticia que caracterizaron a tantos de sus colegas; porque veía que la guerra española era el prólogo a un gran conflicto europeo y porque siempre supo identificar al adversario, al enemigo, en casi todas las situaciones. Hay innumerables políticos en la historia que no lo logran o que lo hacen demasiado tarde. En los años treinta del pasado siglo la figura prototípica fue Neville Chamberlain, pero hubo muchos otros.
A mí no me atrae demasiado el género biográfico como campo de cultivo. Ya sé que, en términos historiográficos, lo que digo suena mal, pero es que carezco de la necesaria empatía para escribir una buena biografía. Sin embargo, hay tiene Vd. a Sir Paul Preston, íntimo amigo mío, a quien encanta el género biográfico. Y lo leo con mucho gusto. Como también leo en el original a Stefan Zweig (mejor que en castellano). Hay tres buenas biografías de Negrín: las han escrito Ricardo Miralles, Enrique Moradiellos y Gabriel Jackson. Hay más, pero yo siempre señalo estas tres. Son complementarias. Quizá la última, escrita cuando Gabriel ya tenía más de setenta años, es la que más penetra, en mi opinión, en la sicología del personaje. La que más empatía demuestra con su biografiado.
De todos los libros que usted ha escrito sobre la República, ¿hay alguno que sea su preferido? Uno del que piense “¡Aquí lo bordé! Aquí escribí mis Campos de Castilla, mi Desolación de quimera!”
Creo que sería La Conspiración del general Franco porque en él rompí varios tabúes que habían alcanzado, para algunos, la categoría de dogmas. Lo que hubo tras el vuelo del Dragon Rapide, el cambio de orientación de la visión oficial británica sobre la República, la actividad de los servicios de inteligencia, etc. Fue un libro estrictamente empírico, pero nada de lo que en él escribí ha impedido que sigan proliferando, de la pluma o del ordenador de eminentes historiadores, afirmaciones no contrastadas. Es también uno de los pocos libros en el que me permití abordar explícitamente el método y los objetivos que he seguido en mis investigaciones. También es el libro que me abrió las puertas a penetrar en un tema que me ocupó mucho tiempo, el asesinato del general Balmes, como puerta para comprender el comportamiento de Franco.
Le pido consejo: tengo una amiga joven, es biomédica informática, no historiadora, inmersa en mil tareas, que quiere adentrarse en el estudio de la República. ¿Qué tres libros le aconsejaría usted?
A riesgo de que mis colegas me tachen de imbécil y de desconocer su trabajo (cosa que no sería correcta) yo empezaría por el libro de Herbert R. Southworth, El mito de la cruzada de Franco; luego seguiría por el de Paul Preston, La destrucción de la democracia en España, y terminaría con el voluminosísimo tomo de Eduardo González Calleja, Francisco Romero Cobo, Ana Martinez Rus y Francisco Sánchez Pérez [1], que es una síntesis de una inmensa literatura consagrada a la Segunda República.
Estuvo usted en Barcelona a finales del mes de febrero, en un homenaje que el colectivo Juan de Mairena organizó en honor de Gabriel Jackson [2]. ¿Cuáles fueron las principales aportaciones del historiador norteamericano respecto a la historia de la II República? ¿Se ha reconocido suficientemente su obra?
Gabriel publicó, creo que en 1965, su gran obra sobre la República y la guerra civil. La compré y leí cuando estudiaba en la Universidad de Glasgow, y me encantó. Para entonces había leído ya algo sobre el tema, pero esencialmente de autores españoles exiliados amén de uno de los libros fundamentales, en mi opinión, como fue el de Southworth, El mito de la cruzada de Franco, de consulta y meditación obligadas todavía hoy. También había leído la obra de Hugh Thomas, a quien le cabe el honor de haber escrito la primera gran obra sobre la guerra civil que no seguía las horrendas prácticas franquistas.
Creo, y esto no es ninguna crítica, porque fui muy amigo de Jackson, que como historiador no aprovechó suficientemente sus potencialidades. Es uno de los extranjeros que más tiempo vivió en España, que convivió con españoles y que no dependía de la necesidad de escribir para ganar dinero y sobrevivir. Se dedicó a otras cosas. Algo que en sí en modo alguno es objetable. Escribió algunos libros que se leen bien, una autobiografía, una o dos novelas, una biografía de Mozart, una reflexión sobre los años treinta…. Todo muy aceptable, pero no sobresaliente, salvo por la biografía de Negrín. Personalmente creo que hubiera debido meterse en archivos y trabajar más sobre fuentes primarias.
Su obra está reconocida. En cierto sentido, sigue siendo válida para una visión muy general. En cuanto se desciende al detalle, y en la actualidad estamos en ese nivel cuando escribimos sobre la República, ya no aparece tan trascendental. Tiene el mérito indudable, inextinguible, de haber sido uno de los dos o tres precursores extranjeros.
Desde su punto de vista, ¿cuáles son las principales aportaciones de la historiografía española sobre la II República? ¿Se ha avanzado mucho en el conocimiento de esta etapa histórica desde las aportaciones de Jackson? ¿Se ha retrocedido en algunos asuntos?
Tengo que responder indirectamente. La historia de la República se hace hoy, fundamentalmente, en España y por historiadores españoles. Limitándonos al período de paz, escasamente cinco años, apenas si existe algún tema que no haya sido tratado de una manera u otra. Quedan siempre, obviamente, rendijas en temas de microhistoria, destinos individuales, etc. En general, todo lo que sobre la República pueda decirse en términos generales ya se ha dicho por alguien, en algún lugar, en alguna ocasión. Lo que los historiadores debemos hacer es separar el trigo de la paja y afirmar la validez de aquellas afirmaciones o proposiciones que pueden ser corroboradas por evidencias primarias o no. Jackson fue un precursor. Los precursores no suelen durar mucho tiempo. Tampoco servidor. A lo más que aspiro es durar algo más que algunos historiadores extranjeros que no han puesto en su vida los pies en un archivo, que no se han manchado con el polvo de los legajos y que disertan como si sus sesgadas interpretaciones fuesen las únicas posibles. A mí me hacen reír como supuestos maestros de toda una nueva generación de historiadores de derechas.
No le pregunto nombres, pero tengo alguna conjetura.
¿Por qué la derecha suele ser tan beligerante en asuntos republicanos? ¿Tiene reconocimiento científico las aportaciones de los historiadores que se mueven en ese espacio político?
Con el paso del tiempo la República ha aparecido como lo que pudo ser y no fue. Un cambio de dirección en la historia española. Este cambio fue abortado. A la República le siguieron una cruenta guerra civil y una dictadura no menos cruenta. Había que defender el nuevo rumbo y desde fecha temprana los insurgentes, y sus apoyos mediáticos y propagandísticos, se aplicaron a la tarea: la República solo podía ser un paréntesis, ilegítimo, en la historia de España. Para defender tal tesis se la deformó, difamó y escarneció. Había que justificar la sublevación. Explicar la necesidad de una guerra civil. Presentarla como el resultado inevitable de la traición que la República había cometido para con la PATRIA inmortal y advertir del grave peligro que esta hubiese corrido de no haberla salvado los elementos más comprometidos con sus esencias, cuando España se exponía al terrible panorama de quedar atenazada por las garras moscovitas. Quienes se sublevaron no solo rescataron a España de caer en el precipicio de la revolución, sino que también prestaron un servicio inestimable, inconmensurable a la civilización cristiana y occidental.
Luego hubo que justificar la dictadura. Se creó un canon inconmovible que dejó profundas huellas en la sociedad española.
Con algunas adaptaciones (hoy el peligro comunista se ha sustituido por el “peligro” socialista), por el énfasis en las trifulcas, algaradas, asesinatos, conmociones de la primavera de 1936 (todas responsabilidades del Frente Popular) y, como colofón, por los asesinatos sin cuento acaecidos en la zona “roja”, los españoles tendríamos que estar eternamente agradecidos a quienes salvaron a las generaciones sucesivas de los autores de tales tropelías.
A la vez se elevan a la cima del pensamiento político occidental las estupideces de un supuesto y malogrado excelso político, bajo cuyo amparo Franco dio cobijo a lo que habría de ser el tercer pilar de su dictadura: la Falange. Es imposible para un sector de la derecha renunciar a sus mitos, porque son consustanciales a la misma. Forman parte de su ADN.
Añádase que el régimen democrático se ha desentendido en buena medida de un pasado controvertido (en un sentido cultural, la guerra civil no empezó a terminar sino después de 1975) y que la enseñanza pública en España no ha seguido las pautas de otros países europeos occidentales. Así se llega fácilmente a la conclusión de que España no ha sido capaz de ajustar cuentas con su pasado, como lo han hecho otros países en los que sí se han logrado avances conceptuales y críticos respecto a períodos suyos que no son precisamente edificantes. Nuestra historia contemporánea no es como para sentirse orgulloso de ella, pero la alemana es, por ejemplo, mucho peor. Y no digamos nada de la rusa.
La historia o, mejor dicho, una cierta concepción del pasado histórico se ha convertido en España en un arma política arrojadiza en las pugnas ideológicas y de poder del presente. La historia se pone al servicio de causas actuales. VOX y un sector del PP son ejemplos rutilantes de lo que señalo.
¿Y cuál sería la principal idea-fuerza de estos historiadores? ¿Siguen afirmando que lo que llaman “alzamiento nacional” fue inevitable dada la senda revolucionaria y comunista-totalitaria que había emprendido los gobiernos republicanos?
El “Alzamiento” no fue tal. Fue una insurrección en toda regla, preparada desde los comienzos de la Segunda República, asistida por la potencia fascista, anunciada dentro y fuera de los círculos políticos españoles porque de lo que se trataba esencialmente era de evitar que las izquierdas llegaran de nuevo al poder, incluso aunque fuese por medios electorales. Un hoy ilustre desconocido, Antonio Goicoechea, se lo dijo a Mussolini en octubre de 1935. Al mismo tiempo, un no menos ilustre militar, el general Manuel Goded, se lo dijo en la cara del entonces presidente del Consejo. Y ambos se quedaron tan panchos, porque eran esencialmente “patriotas”.
Cambio de tercio, usted sabrá disculparme. ¿Le preocupa el tema del coronavirus? ¿La historia puede enseñarnos algo para saber a qué atenernos?
Como tantos otros he pasado más de dos meses encerrado en mi casa. Como habrán hecho muchos colegas, me he limitado a absorber noticias, con frecuencia muy descorazonadoras, y me he dedicado a practicar mi oficio: escribir. Jornadas de diez o doce horas le dejan a uno bastante roto, en particular a mi edad, que ya no es nada tierna.
No me atrevo a responder a la segunda parte de su pregunta. El coronavirus tiene aspectos que carecen de precedentes en nuestras sociedades. La denominada “gripe española” de hace un siglo no es buena comparación. Menos aún las crisis sanitarias de los siglos precedentes. La cuarentena, sobre todo, una de las dos armas esenciales para combatir la pandemia, tiene en cambio un recorrido histórico de siglos. Ha habido que volver a ellos, aunque no sé si el distanciamiento se utilizó ya anteriormente. Era y es obligado para evitar la transmisión, hoy un mecanismo muy conocido no solo con este virus sino también en el caso de muchas otras enfermedades transmisibles. Una experiencia que se remonta a los últimos años del siglo XIX.
Hoy, sin embargo, vivimos en una sociedad globalizada, intercomunicada, interpenetrada y con cadenas de valor que se extienden a la totalidad del planeta. La situación tiene, en los aspectos tecnológicos, productivos y de comunicación, relativamente poco que ver con la experiencia de generaciones previas. Ya sé, y he leído algunos, que se han hecho muchos análisis al respecto, pero servidor es un contemporaneista limitado. No pretendo descubrir nuevos horizontes ni otear el futuro lejano. Eso es asunto, ocupación profesional y medio de subsistencia de otros.
¿Cuáles son sus temas de investigación en estos momentos?
El año pasado publiqué un libro que resumía mi técnica de investigación para responder a una de las dos preguntas, en mi opinión esenciales, de la historia contemporánea española (que para mí coincide con el período que se inicia tras la caída de la Monarquía alfonsina, no lo que se enseña como tal en España). Ahora me dedico a tratar de dar respuesta a la segunda pregunta, con la que terminé aquel libro: ¿Por qué la República no paró el golpe? No repito argumentos salvo de modo circunstancial. Es un enfoque muy diferente. Tampoco pretendo haber agotado el tema, aunque sí he resituado el problema, pero tendré curiosidad por ver quién tumba, con documentos, mi argumentación.
En cuanto al libro anterior me han dirigido insultos e improperios múltiples. Normal, en una sociedad cainita como la española. Me atrevo a pensar si harán mucho más con el siguiente.
Muchas, muchas gracias, doctor Viñas. ¿Quiere añadir algo más?
Simplemente decir que antes de irme a Bruselas, en 1987, creo recordar que era suscriptor (desde luego lector) de su revista [El Viejo Topo]. En Bruselas me encontré con un ambiente en que los temas españoles y teóricos no tenían demasiada cabida y dejé de leerla. Tuve que sumergirme en un tipo de prosa operativa y tomar decisiones no menos operativas. Eso creó un síndrome del que me costó trabajo despegarme después de quince años de intenso trabajo. Fue un período en el que comprobé lo adecuado, al menos para mí, del tipo de afirmación de Margaret Thatcher sobre cuál autor era el que más admiraba para leerlo después de sus agotadoras horas de trabajo. La respuesta, que no repetiré, hizo que el mundillo intelectual británico se levantara en armas en señal de protesta. Todo tiene su tiempo y cada tiempo su hora.
Notas
1) Respectivamente: 1. Barcelona: Debolsillo, 2008. 2. Madrid: Debate, 2018. 3. Barcelona: Pasado & Presente, 2015.
2) Puede verse la intervención del doctor Viñas en “Homenaje a Gabriel Jackson: ciudadano, historiador, activista. Barcelona, 29/02/2020”. https://www.youtube.com/watch?v=G6hzA4AYNTw
Primera parte de esta entrevista: Entrevista a Ángel Viñas (I). «Todo historiador es un eslabón en una cadena ininterrumpida»
https://rebelion.org/todo-historiador-es-un-eslabon-en-una-cadena-ininterrumpida/
Fuente: El viejo topo, julio-agosto de 2020.
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miércoles, 16 de septiembre de 2020
jueves, 28 de noviembre de 2019
Gabriel Jackson en mi recuerdo
La noticia del fallecimiento del profesor Gabriel Jackson me la dio por whatsap Carmen Esteban que lo conoció perfectamente en los largos años en que vivio en Barcelona. Fue hacia las diez de la noche del miércoles 6 de noviembre. No me sorprendió porque hace meses me había escrito su hija de que no existía esperanza alguna de recuperación. En aquel momento ya había anunciado el óbito el corresponsal de EL PAIS en Washington, aprovechando la diferencia de horario. Por lo que he visto, la prensa española se ha hecho eco del luctuoso suceso y el mismo periódico publicó el jueves una sentida necrológica de Julián Casanova, felizmente de regreso entre nosotros. También lo ha hecho José Antonio Martínez Soler, un periodista gran amigo de ambos que lo conoció bien. Con él ha desaparecido el tercero de los mejores hispanistas que en los años sesenta del pasado siglo dieron a conocer a los españoles su propia historia frente a los mitos, camelos, medias verdades y distorsiones propagadas por los publicistas a sueldo de la dictadura. No este el lugar, creo, de hacer un repaso a la bibliografía jacksoniana. Sí lo es, en consonancia con la orientación de este blog, de plasmar un mero recuerdo personal.
En este sentido no olvidaré nunca el momento en que por primera vez leí la obra de Jackson que lo hizo instantáneamente famoso: La República española y la guerra civil. La publicó Princeton University Press en 1965. La compré en Glasgow en la primavera del año siguiente. La leí de un tirón mientras convalecía de una hepatitis que me dejó postrado y que me hizo abandonar el curso que allí seguía. Me encantó. Era algo diferente a lo que conocía hasta entonces.
Desde 1958, aproximadamente, había ido reuniendo una pequeña colección de libros sobre la guerra, casi todos prohibidos en España. Eran, en general, de autores alemanes, franceses y de europeos orientales que habían estado en las Brigadas. En mi mochilita había también ensayos historiográficos. Entre ellos el primero fue, en 1961, el que surgió de la tesis doctoral de Manfred Merkes. El segundo el de Hugh Thomas en el mismo año y el tercero, dos años después, el mítico Mito de la Cruzada de Franco de Southworth. No era mucho, pero tampoco era nada. Yo era un jovenzuelo que quería especializarse en la historia y el funcionamiento de las economías de planificación central, algo que como el futuro se encargaría de demostrar no tenía demasido porvenir.
En aquella convalecencia el libro de Jackson fue una revelación. En él aparecía con mayor claridad que en el de Thomas el esfuerzo reformador de la Segunda República y el autor, comprometido con él, no disimulaba sus simpatías.
De nuevo en el extranjero, esta vez en Estados Unidos, fui posiblemente uno de los primeros lectores españoles en sumergirse en las páginas de otro libro de Jackson, aparecido en 1969, en el que narraba sus peripecias en España para conseguir documentación primaria con la cual desentrañar el pasado. Este libro, Historian´s Quest, dibujó unas dificultades con las que no me topé años más tarde gracias al apoyo y los contactos del profesor Enrique Fuentes Quintana.
Lo que no recuerdo es cuándo me encontré con Jackson personalmente. Quizá fuese por mediación de Southworth. Tal vez en alguna de las reuniones de una sociedad de hispanistas norteamericanos. Cuando este presentó su Mito en Barcelona fueron Jackson y servidor quienes lo escoltamos y presentamos. Ambos eran muy amigos y cuando Jackson se trasladó a Barcelona no dejó de visitar a Southworth, que vivía en el pleno centro geogáfico de Francia. Al fallecer, en 2001, Jackson no faltó a su entierro. Yo no pude ir pero sí acudió mi mujer.
En España nos vimos con frecuencia. Venía a Madrid. A veces se quedó en mi casa. Otras se fue a la de alguna conocida. Siempre me “achuchó” (como también lo hizo Manuel Tuñón de Lara) para que no dejase de escribir sobre los años oscuros.
Aunque cambiamos cartas (no muchas, siempre he sido reacio a mantener larga correspondencia excepto con Southworth) la relación no se estableció sobre una base muy fluída hasta que dejé la Comisión Europea. Invitamos a Jackson a pasar con nosotros las fiestas de Navidad. Era un excelente flautista y solía indicar a mi hija los errores que cometia cuando aprendía a tocarla. En los fines de semana solíamos llevarlo a visitar algunas de las bellas ciudades próximas a Bruselas.
Cuando se planteó la posibilidad de hacer un curso sobre la guerra civil en torno al Centro Pablo Iglesias naturalmente eché mano de él (y de Gabriel Cardona, Paul Preston y algún otro) para que vinieran a enriquecerlo con sus experiencias y comentarios. Fue entonces cuando me contó que estaba pensando en solicitar la nacionalidad española. Le había animado el que ya se hubiese concedido a Ian Gibson. Él llevaba muchos años en Barcelona, se sentía muy a gusto en España pero no se decidía, pero me parece que incluso había consultado con algún abogado.
Acudí a un colega en la REPER, Luis Luengo, consejero para Asuntos de Interior y que espero se acuerde de este episodio mejor que servidor. Almorzamos con Gabriel y le animamos. Luis sorteó, si mi memoria no me es infiel, algunos escollos y el Consejo de Ministros terminó aprobando su solicitud. Creo que me dijo que el entonces ministro de Justicia, el profesor Juan Fernando López-Aguilar, aceleró el procedimiento. Con lo que ninguno contaba es con que el juez ante el cual Gabriel debía jurar o prometer la Constitución se eternizó en convocarlo. Al final, no tuvo más remedio que hacerlo. Siempre supuse, pero puedo equivocarme, que no le hacía mucha gracia que un ciudadano norteamericano, de izquierdas, pro-republicano y con claras simpatías por Azaña, pudiera contaminar más aún a los ciudadanos de pro al ponerse en igualdad de condiciones cívicas con ellos.
No escribiré mucho acerca de la obra de Gabriel. No es este el lugar. Sí un pequeño apunte. Jubilado en Barcelona, donde se sentía como el pez en el agua, no se durmió en los laureles, pero tampoco se sometió al ritmo trepidante del “publica o perece” tan en boga en las Universidades norteamericanas y, a lo que parece, hoy también en las nuestras. CRITICA, y en particular el duo Gonzalo Pontón/Carmen Esteban, lo acogieron siempre con inmenso cariño y le atendieron espléndidamente. Pasó años escribiendo una obra de síntesis, Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX; se adentró por la novela; hizo obras de resumen sobre historia de España (no hay que olvidar el librito que escribió sobre la España medieval, ricamente ilustrado) y sobre la propia República y la guerra civil; escribió numerosas recensiones; colaboró con artículos en EL PAIS durante largos años. Siempre acudió adonde se le llamara.
Sospecho que esta actividad múltiple debió de dejarle algo insatisfecho porque, ya entrado en años, empezó a pensar en escribir una biografía, aunque no al uso, de Juan Negrín, por quien sentía (como servidor) una gran admiración. Quizá recordando su experiencia de joven doctorando, ni corto ni perezoso entró en contacto con Carmen Negrín y consiguió permiso para bucear en los fondos negrinistas que ella conservaba. El resultado fue una biografía diferente de las demás al uso (como, por ejemplo, las excelentes de Ricardo Miralles y Enrique Moradiellos). Cuando se publicó en 2008, si no recuerdo mal, Gabriel había alcanzado la provecta edad de 87 añitos. Me pidió que la presentase en Barcelona. Había escrito una obra de extrema madurez. Había penetrado en la mente y en el corazón de un personaje nada fácil de comprender y lo había hecho con solo esa agudez que da -aunque a veces no- el paso de los años.
Han tenido que pasar otros diez y empezar yo mismo a acercarme peligrosamente a la edad en que Gabriel nadaba de nuevo en los remolinos de la República y de la guerra civil para comprender el inmenso esfuerzo que invirtió en su última obra. Y ahora, cuando vuelvo a pensar en la República que no pudo ser, de quien más me he acordado en estos dos últimos años ha sido de Gabriel Jackson y de Herbert Southworth.
Descansa, Gabriel, en paz en tu propio país. En España muchos amigos y dos generaciones de historiadores, jóvenes y menos jóvenes, te echaremos siempre de menos.
Ángel Viñas Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM.
Fuente: http://www.angelvinas.es
En este sentido no olvidaré nunca el momento en que por primera vez leí la obra de Jackson que lo hizo instantáneamente famoso: La República española y la guerra civil. La publicó Princeton University Press en 1965. La compré en Glasgow en la primavera del año siguiente. La leí de un tirón mientras convalecía de una hepatitis que me dejó postrado y que me hizo abandonar el curso que allí seguía. Me encantó. Era algo diferente a lo que conocía hasta entonces.
Desde 1958, aproximadamente, había ido reuniendo una pequeña colección de libros sobre la guerra, casi todos prohibidos en España. Eran, en general, de autores alemanes, franceses y de europeos orientales que habían estado en las Brigadas. En mi mochilita había también ensayos historiográficos. Entre ellos el primero fue, en 1961, el que surgió de la tesis doctoral de Manfred Merkes. El segundo el de Hugh Thomas en el mismo año y el tercero, dos años después, el mítico Mito de la Cruzada de Franco de Southworth. No era mucho, pero tampoco era nada. Yo era un jovenzuelo que quería especializarse en la historia y el funcionamiento de las economías de planificación central, algo que como el futuro se encargaría de demostrar no tenía demasido porvenir.
En aquella convalecencia el libro de Jackson fue una revelación. En él aparecía con mayor claridad que en el de Thomas el esfuerzo reformador de la Segunda República y el autor, comprometido con él, no disimulaba sus simpatías.
De nuevo en el extranjero, esta vez en Estados Unidos, fui posiblemente uno de los primeros lectores españoles en sumergirse en las páginas de otro libro de Jackson, aparecido en 1969, en el que narraba sus peripecias en España para conseguir documentación primaria con la cual desentrañar el pasado. Este libro, Historian´s Quest, dibujó unas dificultades con las que no me topé años más tarde gracias al apoyo y los contactos del profesor Enrique Fuentes Quintana.
Lo que no recuerdo es cuándo me encontré con Jackson personalmente. Quizá fuese por mediación de Southworth. Tal vez en alguna de las reuniones de una sociedad de hispanistas norteamericanos. Cuando este presentó su Mito en Barcelona fueron Jackson y servidor quienes lo escoltamos y presentamos. Ambos eran muy amigos y cuando Jackson se trasladó a Barcelona no dejó de visitar a Southworth, que vivía en el pleno centro geogáfico de Francia. Al fallecer, en 2001, Jackson no faltó a su entierro. Yo no pude ir pero sí acudió mi mujer.
En España nos vimos con frecuencia. Venía a Madrid. A veces se quedó en mi casa. Otras se fue a la de alguna conocida. Siempre me “achuchó” (como también lo hizo Manuel Tuñón de Lara) para que no dejase de escribir sobre los años oscuros.
Aunque cambiamos cartas (no muchas, siempre he sido reacio a mantener larga correspondencia excepto con Southworth) la relación no se estableció sobre una base muy fluída hasta que dejé la Comisión Europea. Invitamos a Jackson a pasar con nosotros las fiestas de Navidad. Era un excelente flautista y solía indicar a mi hija los errores que cometia cuando aprendía a tocarla. En los fines de semana solíamos llevarlo a visitar algunas de las bellas ciudades próximas a Bruselas.
Cuando se planteó la posibilidad de hacer un curso sobre la guerra civil en torno al Centro Pablo Iglesias naturalmente eché mano de él (y de Gabriel Cardona, Paul Preston y algún otro) para que vinieran a enriquecerlo con sus experiencias y comentarios. Fue entonces cuando me contó que estaba pensando en solicitar la nacionalidad española. Le había animado el que ya se hubiese concedido a Ian Gibson. Él llevaba muchos años en Barcelona, se sentía muy a gusto en España pero no se decidía, pero me parece que incluso había consultado con algún abogado.
Acudí a un colega en la REPER, Luis Luengo, consejero para Asuntos de Interior y que espero se acuerde de este episodio mejor que servidor. Almorzamos con Gabriel y le animamos. Luis sorteó, si mi memoria no me es infiel, algunos escollos y el Consejo de Ministros terminó aprobando su solicitud. Creo que me dijo que el entonces ministro de Justicia, el profesor Juan Fernando López-Aguilar, aceleró el procedimiento. Con lo que ninguno contaba es con que el juez ante el cual Gabriel debía jurar o prometer la Constitución se eternizó en convocarlo. Al final, no tuvo más remedio que hacerlo. Siempre supuse, pero puedo equivocarme, que no le hacía mucha gracia que un ciudadano norteamericano, de izquierdas, pro-republicano y con claras simpatías por Azaña, pudiera contaminar más aún a los ciudadanos de pro al ponerse en igualdad de condiciones cívicas con ellos.
No escribiré mucho acerca de la obra de Gabriel. No es este el lugar. Sí un pequeño apunte. Jubilado en Barcelona, donde se sentía como el pez en el agua, no se durmió en los laureles, pero tampoco se sometió al ritmo trepidante del “publica o perece” tan en boga en las Universidades norteamericanas y, a lo que parece, hoy también en las nuestras. CRITICA, y en particular el duo Gonzalo Pontón/Carmen Esteban, lo acogieron siempre con inmenso cariño y le atendieron espléndidamente. Pasó años escribiendo una obra de síntesis, Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX; se adentró por la novela; hizo obras de resumen sobre historia de España (no hay que olvidar el librito que escribió sobre la España medieval, ricamente ilustrado) y sobre la propia República y la guerra civil; escribió numerosas recensiones; colaboró con artículos en EL PAIS durante largos años. Siempre acudió adonde se le llamara.
Sospecho que esta actividad múltiple debió de dejarle algo insatisfecho porque, ya entrado en años, empezó a pensar en escribir una biografía, aunque no al uso, de Juan Negrín, por quien sentía (como servidor) una gran admiración. Quizá recordando su experiencia de joven doctorando, ni corto ni perezoso entró en contacto con Carmen Negrín y consiguió permiso para bucear en los fondos negrinistas que ella conservaba. El resultado fue una biografía diferente de las demás al uso (como, por ejemplo, las excelentes de Ricardo Miralles y Enrique Moradiellos). Cuando se publicó en 2008, si no recuerdo mal, Gabriel había alcanzado la provecta edad de 87 añitos. Me pidió que la presentase en Barcelona. Había escrito una obra de extrema madurez. Había penetrado en la mente y en el corazón de un personaje nada fácil de comprender y lo había hecho con solo esa agudez que da -aunque a veces no- el paso de los años.
Han tenido que pasar otros diez y empezar yo mismo a acercarme peligrosamente a la edad en que Gabriel nadaba de nuevo en los remolinos de la República y de la guerra civil para comprender el inmenso esfuerzo que invirtió en su última obra. Y ahora, cuando vuelvo a pensar en la República que no pudo ser, de quien más me he acordado en estos dos últimos años ha sido de Gabriel Jackson y de Herbert Southworth.
Descansa, Gabriel, en paz en tu propio país. En España muchos amigos y dos generaciones de historiadores, jóvenes y menos jóvenes, te echaremos siempre de menos.
Ángel Viñas Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM.
Fuente: http://www.angelvinas.es
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