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domingo, 7 de abril de 2024

ÁNGEL VIÑAS. Una vida entregada a desmontar los mitos del franquismo.

El historiador Angel Viñas, el pasado viernes,  en la redacción de EL PAÍS.
El historiador Angel Viñas, el pasado viernes, en la redacción de EL PAÍS.
En ‘La forja de un historiador’, Ángel Viñas repasa, a los 83 años, sus grandes líneas de investigación. Diplomático español en la dictadura, fue de los primeros en bucear en los archivos extranjeros. 

El historiador Angel Viñas, el pasado viernes, en la redacción de EL PAÍS.

“En un momento, el locutor informó de que los tanques subían por Atocha para aplastar una huelga. No era cierto. La falsedad me produjo tal impresión que no la he olvidado”, escribe Ángel Viñas en su último libro, La forja de un historiador (Crítica), donde, a sus 83 años, recoge sus grandes aportaciones a la historia contemporánea y cómo llegó hasta ellas. Era un niño aquel día que, mirando por la ventana,  descubrió las mentiras adultas, con público y objetivo, pero recuerda el impacto del hallazgo porque sobre él terminó construyendo una carrera profesional. "Quedaba inaugurada la etapa de querer comprobarlo todo por sí mismo, lo que en el futuro lo llevaría a bucear en los archivos alemanes, soviéticos, británicos, italianos, españoles... para desmontar el relato franquista sobre la Guerra Civil y la dictadura.

Su padre, tendero, quería que fuese inspector de Hacienda. “Entonces los impuestos se decidían por un método de ‘estimación objetiva’ que era de todo menos objetivo y que terminaba con mi madre llorando en la tienda, así que mi padre pensó que metiéndome ahí podría ablandar a mis futuros compañeros para que no fueran tan duros con los pequeños comerciantes”. Viñas obedeció, más o menos. Sacó la oposición de técnico comercial del Estado, pero una estancia en Alemania activó la conversión del economista a historiador. Tras trabajar en el FMI en Washington, a principios de 1971 llegó a Bonn como agregado comercial. Enrique Fuentes Quintana, director del Instituto de Estudios Fiscales, le propuso que aprovechara para investigar las relaciones económicas entre Alemania y España durante la Guerra Civil. “Cuando empecé a ver los archivos pensé: ‘¡Esto es lo mío!’. Me fascinó. En ese momento, ante los alemanes, yo era un diplomático de Franco, así que me dieron acceso total. Además, entonces seguía viva gente del servicio de seguridad, militares, de las SS… Algunos me decían que no recordaban nada, pero otros sí”.

Franco y Hitler en Hendaya, en 1940.
 
Franco y Hitler en Hendaya, en 1940.

Primera línea de investigación: la ayuda de Hitler a Franco

“En el Berlin Document Center encontré el expediente personal de un miembro del partido nazi, Johannes E. F. Bernhardt, que, con otro camarada, llevó a Hitler la petición de ayuda de Franco en julio de 1936. Le escribí a Argentina, donde vivía entonces, me dijo que iba a venir a Alemania y nos encontramos en julio de 1972. Entonces yo era bastante pipiolo como investigador, y él exageró un poco su papel. Pero para mí quedó claro que las tesis expuestas hasta ese momento sobre un acuerdo previo entre el Tercer Reich y los conspiradores contra la República pertenecían al reino de las leyendas. A Hitler no le interesaba España. Lo que ocurrió es que tras la ocupación de Renania, en marzo de 1936, estaba en un periodo de euforia, de acumulación de poder, y viendo papeles y más papeles, llegué a la conclusión de que en ese momento buscaba reforzar su posición frente a Francia. Ahí es cuando aparece la petición de Franco. Hitler ve la oportunidad, ayudando a Franco, de tener su apoyo en una eventual confrontación con Francia, que ya quería entonces. Con los años, fui haciendo más sofisticado ese planteamiento, con la aproximación de Mussolini a Hitler, cómo se organiza la ayuda, quiénes participan…”

El hispanista Paul Preston, autor, entre otras obras de referencia, de la biografía de Franco y el libro El holocausto español, cuenta que descubrió al historiador español gracias a esa primera investigación: “Mi maestro, el gran Herbert Southworth, me escribió para anunciar la publicación de un libro innovador, La Alemania nazi y el 18 de julio (1974) de un profesor de económicas, Ángel Viñas. Al leerlo, coincidí totalmente: se trataba de un libro que cambiaba radicalmente la comprensión de la dimensión internacional de la Guerra Civil española y publiqué una reseña elogiosa del libro en la revista literaria del Times”.

¿Quién quiso la Guerra Civil?

“Era”, prosigue Viñas, “la pregunta del millón porque la conspiración del 18 de julio no fue como nos la habían contado. El golpe de Estado de 1936 se dio con falsos pretextos de sovietización o golpe comunista en España y con la ayuda fascista,<"https://elpais.com/cultura/2019/04/08/actualidad/1554746996_991740.html" href="https://elpais.com/cultura/2019/04/08/actualidad/1554746996_991740.html" >pero de Mussolini, no de Hitler.
 El Duce necesitaba a los monárquicos españoles que desde el primer momento conspiraron contra la República, y estos, a su vez, el apoyo del dictador. Evidentemente, la parte activa fueron los primeros, ya que Mussolini no puso a España en su punto de mira hasta que consiguió su principal objetivo: la conquista de Abisinia. En cuanto lo logró, prestó atención a las demandas monárquicas. No tardó más de dos semanas en instrumentarlas tras los contratos del 1 de julio de 1936 [para suministrar aviones y armas a los insurgentes españoles]. Por eso no se puede escribir la historia de la Guerra Civil sin documentación de archivos extranjeros”.

El oro de Moscú y los papeles de Negrín

“Este tema me acompañó por lo menos 30 años”, recuerda Viñas, quien celebra haber “desmontado la mitología franquista y contribuido a la rehabilitación de Juan Negrín”, al que el PSOE de Indalecio Prieto expulsó en 1946 acusándolo de ser un títere de la URSS y haber enviado el oro de la República a Moscú y al que el partido devolvió, simbólicamente, el carné en octubre de 2009, cinco décadas después de su muerte. “La dictadura se pasó su vida denunciando el ‘robo’ del oro”, recuerda Viñas, “pero en los archivos departamentales del Banco de España encontré un yacimiento de diamantes. Desde el primer momento de la sublevación, el gobierno republicano había empezado a vender oro al Banco de Francia. Pero no me dejaban ver el expediente Negrín. En una cena con el gobernador del Banco de España se lo afeé. Después de echarme una bronca, por fin, lo sacaron de una caja fuerte y me dejaron examinarlo. Y ahí se ve que el oro se vende. Posteriormente, pagándome los viajes y la investigación de mi bolsillo, consulté los archivos soviéticos. Tuve suerte porque en Nueva York había conocido al ministro de Exteriores ruso, Lavrov, y me dio la autorización para verlos. Después, con los papeles de Negrín en la mano, demostré que la idea fue suya, que convenció a Largo Caballero y con este al resto del gobierno; que, además, había tratado de vender oro en Londres... También, que era preciso romper el cerco que a la República había impuesto, con malas artes, pero contundente eficacia, la banca internacional. La derrota de la República hubiera sido mucho más rápida de no haber tomado decisiones dramáticas, pero indispensables para no rendir las armas”.
El archivo de Juan Negrín guarda también fotografías personales, como esta realizada en su casa de Londres en 1945.
El archivo de Juan Negrín guarda también fotografías personales, como esta realizada en su casa de Londres en 1945.
El archivo de Juan Negrín guarda también fotografías personales, como esta realizada en su casa de Londres en 1945. ARCHIVO J.N.L

A principios de los noventa, le ofrecieron ir a Nueva York, a Naciones Unidas, o a Buenos Aires, y el Viñas diplomático eligió la primera ciudad para satisfacer al Viñas historiador porque allí vivía el hijo de Juan Negrín y confiaba en convencerlo para que le dejara ver sus papeles. Una vez instalado, comprobó que tras el fallecimiento de su esposa, este se había mudado a Niza. Aún así, fue a verle e insistió, sin éxito. Cuando Juan Negrín hijo murió, los documentos pasaron a manos de Carmen Negrín, en París. La nieta del último jefe de Gobierno de la II República permitió a este periódico acceder al archivo secreto en 2008 y por supuesto también a Viñas antes de digitalizar todos los documentos y depositarlos en la Fundación Juan Negrín de Canarias y en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca. “En raras ocasiones he sentido tanta emoción al buscar documentos”, recuerda. Entre ellos, encontró “la copia de un acuerdo, firmada por el secretario del Consejo de Ministros de la República el 6 de octubre de 1936, en el que se autorizaba al presidente, Francisco Largo Caballero, y al ministro de Hacienda, Juan Negrín, a que tomasen todas las medidas que consideraran oportunas para poner a salvo el resto de la reserva metálica del Banco de España. Tuve en mis manos la prueba clara y terminante de que Negrín no había obrado a su antojo al decidir trasladar el oro desde Cartagena a Moscú. Esta era una afirmación que la dictadura había aireado como prueba de la vesania del gran contrincante de Franco durante la Guerra Civil”.

Más. La última palabra de Juan Negrín

La cláusula secreta del pacto con EE.UU.

.“En un expediente muy delgadito, dentro de un voluminoso legajo lleno de operaciones comerciales que no parecían interesantes”, Viñas encontró una cláusula secreta del “convenio defensivo entre los Gobiernos de España y de los Estados Unidos”. Decía: “En caso de evidente agresión comunista que amenace la seguridad de Occidente, podrían las fuerzas estadounidenses hacer uso de las zonas e instalaciones situadas en territorio español como bases de acción contra objetivos militares, en la forma que fuera necesario para la defensa de Occidente...”. Viñas pidió una valoración de esa cláusula a Juan José Rovira y Sánchez-Herrero, diplomático clave en la ejecución de los acuerdos con EEUU, quien le dijo: “Creo que es totalmente inadmisible y que viola de lleno la soberanía española”. Para Viñas, “la historia de España hubiera cambiado de no haber habido esos pactos con Estados Unidos, el país que más ha influido en la España de la dictadura y que más contribuyó a la estabilidad y la normalización exterior de la política española”.

El historiador Ángel Viñas, el pasado viernes, en la redacción de EL PAÍS. JAIME VILLANUEVA

Los sobornos británicos

“En 2013,” cuenta Viñas, “los británicos desclasificaron unos documentos que eran oro puro. Fui corriendo a Londres. Se conocía, en líneas generales, por la tesis de Dennis Smyth, que habían pagado sobornos a generales españoles para evitar la entrada de Franco en la segunda Guerra Mundial, pero la operación, que se hizo con la ayuda de Juan March [banquero mallorquín], iba mucho más allá. Entre los receptores figuraron ‘héroes de la Cruzada’ como Aranda, Galarza, Kindelán u Orgaz, que también jugaba con los nazis, y el propio hermano de Franco, Nicolás. Los objetivos de esos millones de libras en dinero negro fueron cambiando con el paso del tiempo, pero respondían a la lógica de la política británica hacia nuestro país entre 1931 y 1975, esto es, una aplicación fría de los principios que orientan sus relaciones con otras naciones y por la cual el Reino Unido no tiene ni enemigos ni amigos permanentes, solo intereses permanentes”. En su reseña del libro sobre este asunto, Operación Sobornos (2016), el historiador Santos Juliá, fallecido en 2019, destaca: “Los documentos ahora desvelados por Viñas confirman que se trató de una de las más brillantes operaciones encubiertas que llevó a cabo Reino Unido y la principal operación oculta de índole estratégica que los británicos montaron en España”.

Preston está a punto de cumplir “medio siglo de amistad con Viñas”. Con motivo de la efeméride y de la publicación de La forja de un historiador destaca su “contribución a la historiografía y su estatus como figura de la primera importancia”: “El conjunto de sus obras tuvo un efecto monumental revindicando la reputación de Juan Negrín, cambiando para siempre la visión de los historiadores serios de los factores internacionales que decidieron el resultado del conflicto. Luego, sus obras sobre Franco y su corrupción han cambiado la visión del legado del Caudillo”. Además de una veintena de libros, Viñas ha impartido, recuerda el hispanista, “un montón de conferencias amenas y, como profesor nato, se ha dedicado de manera generosa a ayudar a los jóvenes profesionales”. Durante la entrevista con EL PAÍS, Viñas comenta que tiene previsto entregar los papeles atesorados durante toda su vida a los archivos públicos. A sus 83 años le brillan los ojos cuando habla de su siguiente libro: “He encontrado un documento increíble, fundamental, que cambia todo lo que sabe...” La historia, repite a menudo, “nunca es definitiva...”.

Ángel Viñas, el pasado viernes, en las instalaciones del diario EL PAÍS.

lunes, 26 de febrero de 2024

FRANQUISMO. La expansión del virus del revisionismo histórico.

Revisionismo histórico
Varias personas rezan el rosario por la unidad católica de España en la parroquia del Inmaculado Corazón de María, en la calle Ferraz, en paralelo a las protestas contra la ley de amnistía junto a la sede del PSOE.
—“Unos señores pedían disgregar España; otros querían una revolución, todos querían destruir la cultura cristiana. Y eso fue por lo que se luchó en la guerra [civil española]. Unos a favor y otros para impedirlo y ganaron los que lo impidieron. Eso fue lo que permitió que España volviera a ser un país unido y próspero”.

—“No hubo ni un solo demócrata en las cárceles de Franco”.

—“La democracia viene del franquismo y todas las amenazas a ella vienen del antifranquismo”.
—“¿Cuál era la razón de la colaboración con la banda terrorista? La afinidad ideológica de fondo entre el PSOE y ETA, algo evidente. El PSOE y la ETA eran y son partidos socialistas, radicalmente antifranquistas, partidarios de leyes de memoria, de género etc.”.

El autor de estas afirmaciones, Pío Moa, paradigma del llamado revisionismo histórico, ha vendido decenas de miles de libros. En 38 años ha escrito más de 40. En 2006 publicó cinco. En 2007, otros cuatro. Es tan prolífico que los títulos, a menudo, se parecen, como ocurre con Adiós a un tiempo (2023) y De un tiempo y de un país (2002) o El derrumbe de la II República y la Guerra Civil (2001); 1936, el asalto final a la República (2005) y La República que acabó en Guerra Civil (2006). Además de ese frenesí editorial, Moa, exmiembro de los GRAPO, dispone de un blog, un espacio semanal en una emisora de radio, es asiduo a los productos televisivos predilectos de la extrema derecha y ha sido convocado para dar charlas en bibliotecas públicas por concejales de Vox, partido que también le invitó a una conferencia en Cataluña y que replica sus tesis. “Este es el peor Gobierno en 80 años”, llegó a declarar su líder, Santiago Abascal, en el Congreso de los Diputados: literalmente, con Franco vivíamos mejor. La asociación Pie en pared, de la que forman parte, entre otros, Juan Carlos Girauta y Marcos de Quinto (exmiembros de Ciudadanos), Esperanza Aguirre, del PP, y Alejo Vidal-Quadras (fundador de Vox), también lo incluyó en una charla titulada “El negacionismo histórico del PSOE”, celebrada, en este caso, en una universidad, la San Pablo-CEU.

“Para hacer la biografía de Franco o El holocausto español”, recuerda el hispanista Paul Preston, “invertí más de 10 años de investigación. De hecho, seguí añadiendo información en años posteriores. Y como yo, Julián Casanova, Enrique Moradiellos, Ángel Viñas… en fin, todos los historiadores serios”. A todos ellos y alguno más, les dedicó también Moa uno de sus libros, Galería de charlatanes (2022). Cuando Casanova, catedrático de historia contemporánea, lamentó, en un artículo en EL PAÍS, que José María Aznar hubiese recurrido a Moa, “que no es un historiador”, para “contrarrestar los ‘mitos’ de los historiadores a los que nunca tuvo necesidad de leer”, el aludido contestó: “En 2002, Aznar y su partido de señoritos se permitieron condenar el alzamiento del 18 de julio que libró a España de la disgregación y la sovietización. Lo cual demuestra que, contra lo que dice Casanova, Aznar sí leyó la bazofia historiográfica de los memoriadores y, lo que es peor, se la tragó entera”.

El primer presidente del PP había confesado que entre sus lecturas estaba Los mitos de la Guerra Civil, el gran pelotazo de Moa. Esfera de los Libros lo reeditó el año pasado. La nota promocional asegura que es “una de las obras de historia más vendidas en los últimos años, con 53 ediciones y más de 300.000 ejemplares”. Su traducción al francés y una polémica entrevista con el autor en Le Figaro provocaron gran revuelo y la protesta de periodistas del propio diario. El periódico llegó a asumir en un vídeo la tesis de Moa por la cual fueron los socialistas quienes empezaron la Guerra Civil. Francia se escandalizaba por algo que en España sucedía cualquier sábado por la mañana, cuando Moa colabora en la radio.

Se les llama revisionistas, pero los expertos entrevistados para este reportaje, autores todos ellos de obras de referencia sobre la Guerra Civil y la dictadura, alertan del mal uso del término. “Llamarles eso”, afirma Preston, “es darles una seriedad de la que carecen. Lo que hace el historiador es revisar continuamente su trabajo. Ellos son más bien propagandistas. Lanzan afirmaciones sensacionalistas con fines comerciales y políticos. Hay gente a la que todavía le disgusta que se hable mal de Franco y eso ocurre porque la dictadura fue un lavado de cerebro de 40 años. Pero todos estos libros que blanquean el franquismo niegan lo que ya es una verdad irrefutable. Hay investigaciones muy serias sobre la represión franquista en cada pueblo, ciudad y provincia. Decir que eso no existió o que no fue para tanto es insultante. Y no solo para los investigadores que han hecho de eso el trabajo de una vida, sino para los familiares de las víctimas”.

“Una cosa”, añade Casanova, “es la revisión y otra muy distinta el revisionismo, que es una enfermedad dentro de la historiografía”. “El pasado”, recuerda Ángel Viñas, “es inconmensurable. No existe. Lo que hace el historiador es acercarse con una linterna y alumbrar los archivos, las fuentes que te sirven para explicar por qué pasó lo que pasó. Pero a esta gente no le interesan los documentos, las fuentes, la investigación... solo tiene opinión”.

El fenómeno crece, gracias o paralelamente a la presencia de Vox. “El revisionismo”, prosigue Casanova, “es una traslación de lo que pasa en la política a la historiografía. Antes era al revés: se usaba políticamente la historia. Todo esto empezó cuando publicamos El pasado oculto [una de las primeras grandes obras sobre la represión franquista], creció a raíz de la apertura de fosas y las leyes de memoria y ahora coincide con un auge generalizado de la extrema derecha”. Viñas coincide: “El revisionismo es causa de la polarización y a su vez hace que aumente”. En Alemania, recuerdan, negar el Holocausto es un delito y se lleva a chavales de institutos a visitar campos de concentración para que conozcan su historia. La educación, comparten los historiadores, es la vacuna contra ese virus revisionista que carcome el conocimiento, ya que permite desmontar prejuicios y construir ciudadanos con espíritu crítico. Hoy, recuerda el catedrático de ciencia política, sociólogo e historiador Alberto Reig, “en las protestas frente a la sede del PSOE en Ferraz se ve a chavales cantar el Cara al sol y gritar ‘¡Viva Franco!”.

Parece un negocio rentable. La editorial Actas, fundada en 1990, se presenta como “un proyecto cultural necesario” contra “la historia oficial” en una “España revanchista”. Uno de sus últimos lanzamientos es La represión de la posguerra, del periodista Miguel Platón, muy recomendado por Moa —“acaba con las falsedades sobre las cifras de ejecuciones y la supuesta arbitrariedad de los juicios”—; por Andrés Trapiello en El Mundo y en la web de la Fundación Nacional Francisco Franco, que reproduce a menudo las tesis del autor. Hoy se pueden consultar, según recuerda el historiador Gutmaro Gómez Bravo, más de medio millón de consejos de guerra. El estudio de Platón, critica, analiza 30.000 con datos “sesgados”. A preguntas de este diario, Platón reduce la cifra total de procesos a 125.000, admite que “la justicia de los vencedores” fue “excesiva, incluso cruel”, pero al tiempo, asegura que “la inmensa mayoría de los ejecutados tras ser condenados a muerte tenían delitos de sangre”. “Cuando se ven los cargos, expediente a expediente, es la conclusión a la que se llega. Hubo decenas de miles de crímenes, luego alguien los cometió. Y se aplicó siempre el principio de in dubio pro reo”. Preguntado por casos como los de las 13 rosas, ejecutadas en agosto de 1939, afirma que es “por hechos cometidos después de la Guerra Civil” que no entran en esta investigación. Pío Moa, al que Platón considera “un autor muy interesante”, rechazó responder a preguntas de este periódico.

Casanova señala el salto cualitativo que supone que alguien como Trapiello, que conoce cómo funciona la universidad, sugiera que no son historiadores serios. “¿Piensa que a mí me contrata una facultad norteamericana por mi ideología?”. El prólogo del libro de Platón es de Stanley G. Payne. “Para mí”, afirma Viñas, “es el peor de todos, porque él sí es historiador y el único archivo del que bebe es el de la Fundación Franco. Payne escribe sin papeles. Eso en los setenta, cuando los archivos estaban cerrados a cal y canto, todavía, pero hoy no tiene justificación”.

Preston lamenta también que “Payne, que tiene libros admirables, defienda ahora a Franco” y recuerda: “Los consejos de guerra solo son una parte de la represión, la mayoría fueron ejecuciones extrajudiciales. En los juicios se procesaba a veces a 40 o 50 personas de golpe. Que no todas las condenas fueran a muerte no borra las largas condenas, en condiciones infrahumanas, ni todas las muertes que hubo en prisión”.

La proliferación de títulos de este tipo, publicados por editoriales como Actas o SND, que comercializa obras como Tejero, un hombre de honor o Franco, memoria imborrable, además de una especie de trivial sobre el dictador —“estamos muy orgullosos de nuestros antepasados”— ha hecho que cale la idea de que hay historiadores de derechas y de izquierdas. Preston niega la mayor: “Yo me considero un demócrata, pero eso nunca me ha impedido contar los errores de los políticos democráticos, como hice con Largo Caballero en Un pueblo traicionado. Cuando empiezo una investigación, tengo la mente abierta, dispuesta a llegar a conclusiones según me vayan guiando las evidencias de los archivos o de las fuentes. Cuando empecé la biografía de Santiago Carrillo, por ejemplo, le admiraba mucho. No me imaginaba que el resultado final sería tan crítico como finalmente fue, casi devastador”.

El auge del revisionismo plantea un dilema para los historiadores serios. “Hubo un tiempo”, afirma Casanova, “en que los libros de revisionistas como Moa inundaban los escaparates. Su impacto ahora es menor, pero hemos entrado en una dinámica en la que historiadores buenos tienen que financiarse sus libros mientras esta gente ocupa espacios sin merecerlo. Cuando medios de comunicación acogen a personas como Moa o a periodistas que escriben libros de este tipo, se resta crédito a los historiadores, se desprecia el conocimiento. Y hay varias posturas: los que pasan, los que creen que hay que responderles y los que creemos que la forma de contrarrestar todo eso es seguir investigando y participar en medios y redes sociales, es decir, entender que la era digital está cambiando la forma de enseñar la historia”.

El historiador Alberto Reig decidió contestar. En 2006 publicó Anti Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España. Recordaba, entre otras cosas, que el prolífico autor se limita a “copiar a los historiadores franquistas” que construyeron el relato para legitimar el golpe de Estado y la Guerra Civil. En 2017, Reig continuó desmontando a los revisionistas con el libro La crítica de la crítica. Antes, en 2004, participó en la serie documental de TVE Memoria de España. “Recibí amenazas de muerte por el capítulo de Franco”. El año pasado, también salió al mercado el libro Vox frente a la historia (Akal), una obra colectiva en la que varios historiadores combaten, con su avalada trayectoria e investigación, “la proliferación de mitos y desinformación por demagogos de extrema derecha que han hecho de la historia patria uno de los ejes de su combate por la hegemonía cultural”.

Los hits de los revisionistas, entre los que los entrevistados citan a Moa, César Vidal, Luis Togores o José María Marco, beben del relato franquista, a saber, que la guerra era inevitable; que la represión no fue tan dura, etcétera. Viñas señala llamativas coincidencias con algunos discursos políticos hoy: “España se rompe, la patria se desintegra y, curiosamente, los malos malos de la película ya no son los comunistas, sino los socialistas, que tienen ansias ‘totalitarias’. No es casual. Se alimentan de los revisionistas”. El amor es recíproco: “Solo queda Vox, el único partido que defiende claramente la unidad y soberanía de España”, repite Moa.

Lista de lecturas

Franco. Caudillo de España
Paul Preston
Debate, 2015 (edición actualizada del texto de 1993)
1.088 páginas. 31,26 euros

El holocausto español
Paul Preston
Debate, 2011
864 páginas. 23,65 euros

Quién quiso la Guerra Civil
Ángel Viñas
Crítica, 2019
504 páginas. 21,90 euros

Franco, Hitler y el estallido de la Guerra Civil
Ángel Viñas
Alianza Editorial, 2001
608 páginas. 32,95 euros

El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón (1936-1939)
Julián Casanova, Ángela Cenarro, Julita Cifuentes, María Pilar Maluenda y María Pilar Salomón
Mira Editores, 2010
492 páginas. 26 euros

La iglesia de Franco
Julián Casanova
Crítica, 2022
384 páginas. 16,90 euros.

miércoles, 19 de abril de 2023

¿Cúando se "jodió" España? Respuesta a Ramón Tamames

El reciente debate sobre la moción de censura ha puesto de relieve, en mi modesta opinión, dos características, una política y otra personal. La primera se refiere a la incuria, incompetencia y desasosiego de la dirección, personal y colectiva, de Vox. No es asunto de mi competencia. La segunda tiene que ver con el patético despliegue que el tan admirado profesor y académico Don Ramón Tamames hizo de su conocimiento de la Historia contemporánea de España. En un momento lanzó una frase, famosa, que me impactó mucho: la superfamosa pregunta de Vargas Llosa sobre “cuándo se jodió el Perú”. Que recuerde, el aspirante a presidente del Gobierno no la respondió taxativamente, pero la dejó caer.

Los historiadores, que no aficionados, hemos dado vueltas y vueltas a una pregunta similar en dos momentos del tiempo. Una, en el extranjero, mientras duró la dictadura con su censura, primero de guerra. Desde la Ley Fraga Iribarne, de 1966, también dentro de España, en este caso todavía con la debida prudencia.

La respuesta general, salvo de aquellos enfeudados de una u otra manera a la dictadura, es que no fue en la revuelta de octubre de 1934. La derecha post 1939 puso más bien el acento en las turbulencias y violencias durante la primavera de 1936, preludio del golpe de Estado comunista. En marzo, una reunión de generales examinó la situación. Los más pelotas de entre los autores profranquistas recalcan las supuestas condiciones que expuso el general de División Francisco Franco para unirse a la misma. Entre ellas, la inminencia del tan cacareado golpe comunista.

De hecho, aquel golpe no se planteó nunca en la realidad. Fue una creación de las derechas más cerriles y que ya reflejaron algunos editoriales de sus periódicos desde antes de 1931. En un libro de próxima aparición, el profesor Francisco Sánchez Pérez examinará el tema con pelos y señales desde la obra seminal de Ben Ami sobre los orígenes de la segunda República.

En contra de lo afirmado por las derechas, España “se jodió” porque los gobiernos de la primavera de 1936 no acertaron, no supieron o no pudieron cortar la amenaza golpista de la que, en principio, deberían haber estado bien informados. Naturalmente, la culpa histórica no fue solo de ellos sino más bien de quienes preparaban un golpe con pretextos espurios.

La inminencia del golpe de Estado comunista solo existía en su imaginación. Durante años, fue la “explicación” más extendida. Lo de la violencia vino después cuando resultó literalmente imposible mantener aquella ficción. No crean los amables lectores que fue un proceso fácil. Todavía a principios del presente siglo un eminente historiador eclesiástico, según se dice miembro del Opus Dei, encontró la forma de revivir dicho mito. Y hace no muchos años, tan solo dos, un distinguido, y jubilado, general de División volvió al tema como si no se hubiese demostrado ampliamente tal pamema.

Los más listos entre los historiadores de derechas evolucionaron a tiempo. Más que la amenaza del supuesto golpe comunista (que en las autoalabanzas militares en tiempos de la dictadura ya preveían para agosto de 1936), lo que contó, según ellos, fue la violencia desatada en las calles de las ciudades españolas, los asesinatos por doquier que tenían lugar en cualquier sitio y, con la vista puesta en la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, los templos incendiados y saqueados por las turbas desmadradas con el beneplácito, si no la pasividad, de las fuerzas de orden público, comandadas por políticos izquierdistas y, para colmo, masones.

Pues no: una larga ristra de historiadores españoles y extranjeros han (hemos) examinado todas estas afirmaciones y demostrado las fabulaciones tras las mismas. Da igual. Vox, un sector del PP, y ahora parece que incluso el tan alabado profesor Tamames, coinciden en señalar que, sin fijar un momento preciso, a España la “jodió” la República. Algunos todavía afirman, con la boca pequeña y sin la menor documentación que lo avale, que fue el resultado de la revolución de octubre de 1934 (que el Ejército, a las órdenes del Gobierno de la República que había declarado oportunamente el estado de guerra no tardó mas de dos semanas en poner coto a tal desmán lo pasan por alto). Es un revival perenne. El ilustre académico profesor Tamames incluso evocó la autoridad de Sir Raymond Carr (lo que Julián Casanova desmintió inmediatamente).

Si no fue en “octubre de 1934” tuvo que serlo en la primavera de 1936. Esto se acerca más a lo que efectivamente ocurrió, pero pocos han sido los historiadores de derechas que hayan profundizado en aquella primavera. Tamames y Vox, al menos, son inequívocos. Retoman las alocuciones en el Congreso de los Diputados de lumbreras políticas tan extraordinarias como José Calvo Sotelo (conspirador de pro) y José María Gil Robles (conspirador sobrevenido) y se quedan tan tranquilos.

Don Ramón Tamames, dando muestras de su erudición y de, aparentemente, estar al día, evocó otra autoridad. Nada menos que la suprema de un expresidente del CSIC y catedrático jubilado de Derecho Administrativo. No consideró oportuno decir más. Podría haberle escamado que tal autoridad no cita absolutamente ninguna fuente, ningún escrito, libro o artículo, y que en la primera parte de su obra (que es la que he leído hasta aburrirme) solo menciona de pasada a un único historiador, el malogrado Javier Tusell. Espero tener ocasión de discrepar de un colega universitario nonagenario.

Así, pues, ¿cuándo se “jodió” España? Para mí la respuesta es inequívoca, después de haber escrito tres libros y varios artículos académicos sobre el tema (y a diferencia de muchos otros historiadores de derechas siguiendo no tesis preconcebidas, sino un procedimiento inductivo: a partir del análisis de las evidencias primarias de época sobre comportamientos reales de políticos y militares): se “jodió” en julio de 1936.

¿Pudo no haber sido así? La respuesta solo puede ser especulativa. Abarca dos términos. Que las derechas, solas o con el centro, hubiesen ganado las elecciones de febrero de 1936. O que la República hubiese decapitado la conspiración que sabía estaba en marcha. ¿Y quiénes fueron los malos de la segunda parte de la película? Pues el por algunos todavía reverenciado presidente, Don Niceto Alcalá-Zamora, incompetente, rencoroso y muy bien pagado, seguido por su sucesor, Don Manuel Azaña, sobre todo en su primera función como presidente del Gobierno. Se admite documentación en contrario, que nadie -que servidor sepa- ha aportado todavía.


Ángel Viñas Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM. Autor de una cuantiosa obra sobre la República y la Guerra de España, su último libro es Oro, guerra, diplomacia. La República Española en tiempos de Stalin, Crítica, 2023.

viernes, 4 de marzo de 2022

Sobre las Checas. Ángel Viñas.

 

Contra las falacias y las mentiras que desde 1936 empezó a difundir, en la zona sublevada, la propaganda franquista y que, desde 1939, extendió al resto de España pocos son los temas que hayan gozado de tal predicamento como el de la actividad criminal de las checas, en particular en Madrid y Barcelona. Siempre fueron consideradas como los ejemplos por excelencia del “terror rojo”. Su siniestra fama se divulgó en la literatura. Nombres como el conde de Foxá, Wenceslao Fernández Flores, “El Caballero Audaz” (José María Carretero), “El Duende de la Colegiata” (Adelardo Fernández Arias) y muchos otros la elevaron a la enésima potencia en novelas que traducían odios y miedos viscerales y estaban en consonancia con las necesidades de la propaganda de los sublevados por ocultar sus propios asesinatos y venganzas. En cuanto a los novelistas citados, los dos primeros incluso han sido “rehabilitados”. Los siguientes, de ínfima calidad, todavía no. Todo se andará. Existen unas cuantas editoriales especializadas en difundir tal tipo de basura.


Ni que decir tiene que la historiografía profranquista y filofranquista encontró siempre en el “terror rojo” que emanaba de las checas todo un filón. Dura hasta nuestros días. Los trabajos de empaque académico que sobre el tema se han realizado son relativamente escasos.

Viene ahora a enriquecer la serie de obras esenciales para comprender el fenómeno la adaptación de una tesis doctoral. Hay que seguir de cerca la aprobación de tesis doctorales en historia contemporánea porque, al menos en España, es generalmente de la Universidad de donde proceden los trabajos de una nueva generación de investigadores que combinan el rigor científico y metodológico con su preocupación por temas largo tiempo dejados al arbitrio de numerosos periodistas y de aficionados siempre atentos a ventas fáciles y a excitar el morbo de un sector concreto del público lector (y no lector).

En el caso en cuestión corresponde a un joven historiador formado en la UCM y miembro del grupo de estudios sobre la guerra civil en Madrid el haber abordado, tras una serie de tanteos previos, la tarea de seguir desmitificando la densa nube que rodea el tema de las checas. Se llama Fernando Jiménez Herrera. La Editorial Comares, de Granada, que dirige mi buen amigo Miguel Ángel del Arco Blanco y cuyo catálogo es uno de los más serios y solventes en materia de la Historia que se hace en y desde la Universidad, la ha publicado, imagino que debidamente raspada de toda la parafernalia académica que suele envolver cualquier tesis doctoral que se precie.

Curiosamente la recepción que le han dado los grandes medios de comunicación, atentos a las decenas de títulos sobre temas más o menos estúpidos que aparecen casi todas las semanas, ha sido muy mesurada. Una pena. El trabajo de Jiménez Herrera merece muchísima mayor atención. Tanto de la crítica como de los lectores.

Las preguntas de las que parte este joven historiador constituyen el meollo, el alfa y el omega, de la labor de todo investigador que se respete: ¿Qué pasó? ¿Cómo pasó? ¿Por qué pasó? Sin plantearse seriamente estos tres interrogantes, y sin basar la respuesta en el descubrimiento y análisis de las evidencias primarias relevantes de época, es imposible dar explicaciones fundadas a las representaciones que el historiador se hace del pasado. Sobre todo, si se trata de temas ya “vistos”. Y, al hacérselas, debe tener cuidado con el lenguaje.

En el caso en cuestión aceptar el término de “checa” es ya un tanto ahistórico. Es el resultado de una importación movida por planteamientos y estímulos propagandísticos. Su origen es ruso o, más exactamente, soviético. Su aplicación al caso español fue una primera victoria de los sublevados de 1936. Estaba en consonancia con la línea fundamental de su propaganda de antes de la guerra y que insufló toda la conspiración monárquico-militar (y fascista). La gran diferencia es que la policía represiva soviética estuvo encuadrada desde el primer momento en las estructuras de un nuevo Estado en formación, en guerra civil y con aspiraciones revolucionarias. Luego, formó parte esencial del aparato de supervisión, vigilancia y castigo de los disidentes (cuya identificación atravesó por numerosas etapas).

El caso español es completamente diferente. Sin conocer la tesis de Jiménez Herrera, pero partiendo del tenor anticomunista de la intoxicadora propaganda que distribuyó la UME (Unión Militar Española), a mí me había llamado la atención el énfasis puesto en el peligro soviético para la alejada España desde los comienzos más serios de la conspiración en 1934. Algo que, en puridad, no era ninguna novedad porque, simplemente, fue una constante en un sector de las derechas españolas desde la implantación del régimen soviético en Rusia. Herbert R. Southworth dedicó una gran parte de su obra a dibujar los contornos de tales planteamientos.

Así, pues, con buen tino, lo primero que hace Jiménez Herrera es llamar a las cosas por su nombre en el título de su libro. El mito de las checas y dedicar el primer capítulo a estudiar la génesis y evolución de este concepto. No es un a priori. Es el resultado de estudiar el movimiento histórico al final del cual, en una coyuntura determinada surgida del fracaso de la sublevación en Madrid y Barcelona, los sublevados aplicaron aquel concepto soviético para enmascarar y/o deformar lo que ocurrió en realidad: la transformación y adaptación de una parte de los núcleos organizativos del proletariado (Casas del Pueblo socialistas, Ateneos Libertarios anarquistas y Radios comunistas) a la tarea ímproba descabezar el movimiento militar y fascista. Sin saber manejar armas, salvo las cortas, y sin organización. Lo que los autores profranquistas o filofranquistas afirman sobre las “milicias” izquierdistas para antes del 18 de julio es de risa. Yo siempre recomiendo leer los camelos de Luis Bolín que he citado en varias de mis obras.

Pues bien, a las tareas habituales propias y que en aquellos núcleos organizativos habían ido perfilándose en los años anteriores a la sublevación (cuando todavía se encontraba en el estadio de proyecto deseado o anhelado) se añadió, casi de forma natural, la expansión a las funciones de control y justicia. Los dos términos, obviamente, no son equivalentes. Vale el primero. El segundo habría que entrecomillarlo. Ambas se materializaron, con todo, en el surgimiento de los más propiamente denominados, que no “checas”, “comités revolucionarios”. El núcleo central del libro se sitúa precisamente en el proceso que acompañó este cambio y que se mantuvo más o menos hasta finales del año 1936.

El pueblo en armas (una de las consecuencias del desplome del aparato de seguridad del Estado, también minado por los conspiradores) asumió, temporalmente, el ejercicio de tales nuevas funciones durante aquellos cinco o seis meses, cruciales eso sí, en la identificación y represión de elementos contrarrevolucionarios (fascistas, monárquicos, clérigos, burgueses y un variopinto etc.), reales o supuestos, que de todo hubo. La eliminación física, al margen de toda la legalidad republicana pre-existente, pasó al primer plano y afectó a un gran número de personas. No es de extrañar, añadiré, que a algunos diplomáticos británicos la evolución les hiciera evocar más los días del Terror en la revolución francesa que el bolchevique tras la revolución rusa.

El autor ha llegado a novedosas conclusiones después de haber pasado varios años estudiando miles de documentos de los que todavía se conservan en una variada gama de archivos. Ante todo, el general e histórico de la Defensa, amén de los archivos de la Guardia Civil y del Ministerio del Interior y del Centro Documental de la Memoria Histórica, complementados con la documentación conservada en el Histórico Nacional, los archivos del PCE, del PSOE, de la CNT y diversos repositorios locales y provinciales. Amén de las fuentes hemerográficas conservadas en más de una docena de sitios en línea y presenciales. Ha debido ser una labor de Sísifo. Basta con echar un vistazo a la serie documental PS relativa a Madrid en Salamanca para que a cualquier investigador se le abran las carnes.

Casi una veintena de tesis doctorales en versión no publicada pero sí disponibles en la red, unas setenta obras de memorias y recuerdos de variado pelaje, recuentos oficiales y una amplia bibliografía española y extranjera complementan las fuentes documentales primarias y secundarias.

Me apresuro a señalar que Fernando Jiménez en modo alguno trata de disminuir el saldo trágico de la actuación de los comités revolucionarios. Llega hasta donde los documentos se lo permiten. En el caso de Madrid, que es en el que se concentra básicamente su relato, se hace eco de las cifras de muertos y “paseados” durante el resto del verano y el otoño de 1936 (en torno a los 8.360) pero también recoge estimaciones más elevadas, que llegan hasta un total de 13.000 personas. No es moco de pavo, bajo ningún concepto. Al tiempo, pasa revista a los intentos de lo que quedaba de poder gubernamental, más o menos respetado, para encauzar la furia popular por canales jurídicamente aceptables en una situación de excepción y, por desgracia, totalmente imprevista.

¿Por qué tales excesos al margen de la legalidad, incluso en evolución? Fernando Jiménez, en la tercera parte de su libro, pasa revista a toda una serie de explicaciones que figuran en la bibliografía generada por los más variados expertos, españoles y extranjeros, que han arrojado luz sobre el fenómeno. ¿Una muestra? Javier Cervera Gil, Francisco Espinosa, Carlos Gil Andrés, Gutmaro Gómez Bravo, José Luis Ledesma, Jorge Marco, Javier Muñoz Soro, Javier Rodrigo, Julius Ruiz, Glicerio Sánchez Recio, María Thomas, Enzo Traverso y otros.

Una nota de advertencia: he sido muy sensible a la lectura de este libro, y confieso que esta breve reseña no le hace justicia en modo alguno, por una razón personal. Francisco Espinosa, cuyo nombre no necesita presentación, Guillermo Portilla, catedrático de Derecho Penal, y un servidor hemos invertido un año, más o menos, en hacer un estudio de las bases conceptuales, jurídicas, filosóficas, políticas, históricas y de contexto de la represión que los sublevados plantearon desde antes del primer momento contra quienes permanecieron fieles al gobierno de la República. Fueron dos mundos diferentes. Nuestro trabajo saldrá para la Feria del Libro.

Cualquier lector que tenga el más mínimo interés por un tema ardientemente discutido y que forma parte del repertorio argumental de las derechas filofranquistas incluso en el día de hoy hará bien en comparar el libro de Jiménez Herrera con el nuestro. Luego decidirá quién tuvo mejor razón, quién fue más salvaje, quién más cruel, quién actuó con mayor premeditación, con más elevado grado de alevosía y sobre quienes debe caer la responsabilidad última de tantos muertos, tantos sacrificios, tantos horrores. Porque la guerra no vino por casualidad ni España o la República estaban señaladas por el dedo del Señor para un castigo bíblico. Alguien la quiso. Alguien la preparó. Alguien se preparó. Y alguien ha seguido y sigue engañando a los españoles. A pesar de todos los esfuerzos de autores extranjeros como, valga el caso, el profesor Sir Paul Preston entre muchos otros colegas británicos.

La discusión, animada por propagandistas y políticos atentos a hacer de la historia, del pasado, su particular campo de Agramante, probablemente continuará durante bastante tiempo. Las evidencias primarias permiten, sin embargo, llegar a respuestas muy diferenciadas respecto al cómo y al por qué de procesos históricos que, para bien o para mal, siguen pesando sobre la conciencia de los españoles de nuestro tiempo.

Ángel Viñas,  Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM.

Fuente:
https://www.angelvinas.es/?p=2548

jueves, 29 de julio de 2021

_- Puntualización al exministro Ignacio Camuñas

_- Empiezo esta puntualización declarando mi ignorancia. No conocía a Ignacio Camuñas en el papel de historiador sentando cátedra sobre el pasado. He quedado sorprendido que no quisiera discutir con sus aparentes "colegas". Las afirmaciones que ha hecho en un discursito que ha corrido como el fuego por las redes sociales son muy rotundas. La responsabilidad de la guerra civil corresponde a la República; el 18 de julio no fue un golpe de Estado; la derecha no es la culpable del 36; hay que responder a la izquierda. Es decir, las derechas (Vox, PP, C´s) deben pasar a la ofensiva y olvidarse de los más o menos 5.000 libros (Eduardo González Calleja) que se han escrito sobre el período republicano.

Hay que regresar, en consecuencia, a los embustes de los conspiradores de 1936: peligro inminente, revolución roja a la vuelta de la esquina, riesgo existencial para la PATRIA. Se materializaron en una guerra civil que siempre desearon las izquierdas. Camuñas retoma el espíritu de la Carta Colectiva del Episcopado español (1937) y del Dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en 18 de julio de 1936 (1939).

Tan altisonante palabrería se halla en la misma línea que las denuncias contra el "Gobierno social-comunista", como si la URSS siguiera existiendo, un peligro inminente se abatiera sobre el Occidente cristiano (singularmente sobre España) y los equivalentes de la Comintern continuaran proyectando amenazas sobre el baluarte de la civilización europea, expuesto a las influencias foráneas, a los refugiados de otras creencias y colores de piel, a la delicuescencia de las costumbres y, no en último término, al abuso despótico de los poderes del Estado. ¿Y el PP? Vuelve a sus orígenes, a los "siete magníficos", que probablemente Camuñas no ha olvidado.

Es decir, en el año de gracia jacobeo de 2021 un retorno. No, por supuesto, de la República, sino del gran régimen que levantó a España de la ruina en la que la habían dejado las variopintas izquierdas, merced a la sabiduría del Inmarcesible, aunque innombrable.

Quedan olvidadas muchas cosas. La conspiración monárquica, militar, fascista, cuyos orígenes remontan a, por lo menos, 1932. A las estupideces que propagaron incansablemente La Nación y los medios de su cuerda. A la ayuda solicitada a Mussolini en dinero para pagar a pistoleros falangistas y fomentar la subversión de un sector del Ejército. También, cuando llegó el momento, para obtener armamento. En suma, todo lo que los historiadores hemos ido aprendiendo a lo largo de los últimos cuarenta años, visitando archivos, buscando papeles, entrecruzando evidencias.

Él, Ignacio Camuñas, ministro del Gobierno de España en los años primeros de la Transición, dotado de presciencia, conoce a la perfección los mecanismos que han impulsado la Gran Historia de España. Se pronuncia, con verbo arrebatador, sobre verdades trascendentes, cuya actualidad inmanente hace suya. Son eternas, aunque las izquierdas, enconadas, siguen desparramando vituperios sobre un pasado que deforman, prostituyen, aborrecen. No él.

Para llorar. Recuerda los años iniciales de la República Federal de Alemania, cuando la huella nacionalsocialista seguía perviviendo, más o menos disfrazada, en ciertos despachos ministeriales, en algunas minorías del Bundestag y en una publicística de medio pelo en la que encontraban acomodo los testimonios de militares, diplomáticos y pensadores que todavía no habían renegado de su pasado inmediato. Una arruga en la historia. Como la dictadura franquista.

¿Y qué decir del líder del PP? Uno de sus antecesores, ministro de Desinformación y Turismo, hubiese saltado a la brecha, recitado de memoria treinta o cuarenta páginas de datos, referencias, autores, todos en atropellada confusión. Él, en cambio, se contenta con una sonrisita cómplice, como abobado ante la facundia del orador que lanza rayos y centellas contra las izquierdas, siempre culpables de los desmanes que llevaron a la guerra civil. Porque lo dice él.

Moraleja: empieza a levantarse el telón sobre lo que nos espera de cara a los debates parlamentarios del proyecto de Ley de Memoria Democrática. Ya lo anuncia el Sr. Casado: la eliminará de un plumazo y la sustituirá por una ley sobre la Concordia.

Pero, ¿qué concordia puede desarrollar y elaborar un partido que se niega a aceptar la Historia y prefiere "su" pequeñita historia de simples creencias?. Porque muchos españoles no nos vemos representados ni en él ni en ella. Como simples ciudadanos. También como historiadores.

¿Me permitirá Ignacio Camuñas que le refiera a mis dos últimos libros sobre los orígenes de la guerra civil? Han tenido algún éxito y estoy ya deseando que bien él, en plan de historiador, o con la ayuda de alguno de sus "colegas", desmonte "mis" falacias, "mis" argumentos y, sobre todo, los papeles que he ido recopilando a lo largo de tres años en casi veinte archivos españoles y extranjeros. Le deseo, les deseo, mucho ánimo y mucha suerte. Los necesitarán.

Ángel Viñas Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM.

martes, 20 de octubre de 2020

_- Respondiendo a Vox sobre el mito del «Oro de Moscú»

_- El 14 de septiembre de 1936 dio comienzo la evacuación de las reservas de oro y plata así como de billetes de curso legal de las cámaras acorazadas del Banco de España para su traslado a los polvorines de La Algameca en el puerto de Cartagena. De aquí la mayor parte del metal amarillo se transportó un mes más tarde en cuatro mercantes soviéticos a Odesa. Es la base del mítico “oro de Moscú”, una de las excusas, si no la más importante, que blandió la dictadura franquista para “explicar” la desastrosa situación de la que no salió la economía española durante los años cuarenta (añadió la segunda guerra mundial y, para colmo, el no menos mitificado “cerco internacional”).También sirvió para arrojar al más tenebroso pozo de la historia al régimen republicano y a sus dirigentes, primero y ante todo, a los comunistas y socialistas. De los primeros ya no se habla mucho. De los segundos no se cesa.

En este año de desgracia pandémica VOX ha encontrado, por consiguiente, al principal “culpable”. Véase el twit que ha enviado a este blog un amable lector:

Si en el lapso de un día o dos ese twit se reprodujo 153.000 veces servidor no aspira a que unos cuantos posts que se ríe a carcajadas tengan tamaña difusión. Diré, en principio, que aducir que milicianos socialistas, en plan de gánsteres armados de ametralladoras Thomson, hicieran un atraco al venerable establecimiento de la plaza de la Cibeles madrileña es un poco exagerado. Que se llevaran “más de 500 toneladas” no lo es menos.

También diré que, salvo por VOX y su aparato mediático, pocas son las voces que se han levantado para recordar y maldecir tal supuesta efemérides del 14 de septiembre. A mí ni se me había ocurrido pensar en la fecha, pero no puedo permanecer en silencio (“quien calla otorga”) ante la desfachatez de ese partido y de cierta prensa que se ha hecho eco de sus estupideces.

La realidad es muy diferente del supuesto “latrocinio”. La evacuación del oro respondió a una necesidad perentoria. Después de la caída de Irún y de Talavera de la Reina las tropas sublevadas habían conseguido dos cosas: la primera, cerrar la frontera con Francia; la segunda, acercarse peligrosamente a Madrid. Esto había ocurrido en poco más de mes y medio desde que estalló la planeada revuelta contra la República con, ¿debemos subrayarlo una vez más?, la ayuda de dos reconocidos supergánsteres internacionales como fueron Mussolini (que ya venía ayudando a los conspiradores desde 1932) y de Hitler (que se decidió a la semana de producido el golpe).

La idea de poner a salvo las reservas había aflorado en el mes de agosto con los anarcosindicalistas como principales proponentes. Sus proyectos los rechazó el Gobierno Giral y la CNT/FAI no se atrevió, lógicamente, a hacerlo por su cuenta y riesgo.

Los historiadores de VOX no han dicho nada, que se sepa, acerca del “oro de París”. Tampoco lo dijo la dictadura que probablemente desean blanquear. Pero el hecho, que descubrió servidor en 1974/75 y publicó al año siguiente (el libro fue inmediatamente secuestrado), es que a los pocos días del golpe, el 21 de julio, el Gobierno Giral empezó a preparar la expedición y venta al Banco de Francia de pequeñas cantidades de oro para obtener divisas papel (francos, libras esterlinas, dólares norteamericanos). Se necesitaban para adquirir armamento en el extranjero. (Los sublevados no tuvieron problemas: fascistas y nazis, cogiditos de la mano, suministraron a crédito y los primeros aviones italianos contratados el 1º de julio de 1936 los pagó Juan March, siempre generoso).

Tampoco se les ha ocurrido a los propagandistas de VOX decir una palabra que los sublevados se enteraron inmediatamente de lo que pasaba con el mítico ORO. Hasta el despreciable general Cabanellas, jefecillo de la autodeclarada Junta de Defensa Nacional, puso el grito primero en el cielo escribiendo al gobernador del Banco central del país vecino el 3 de agosto oponiéndose de manera insolente a todas las operaciones que ordenara el Gobierno español (la JDN se consideraba ya como tal, aupada en hombros por el fervor popular, pero también por las bayonetas y un terror ciego). El 8 escribió también al ministro de Asuntos Exteriores francés (Yvan Delbos, antirepublicano de pro) y más tarde a través de la prensa francesa y por último ante el Banco de Pagos Internacionales de Basilea.

Para encontrar las cartas hay que leer, al menos, algún libro, pero si van al portal del BOE (que seguro conocen) y buscan en la serie histórica los boletines de la JDN el decreto de la misma de 14 de agosto comprobarán que los sublevados estaban bien enterados de lo que pasaba. Se declaró como “delito de traición el cometido con las exportaciones de oro del Banco de España”. Luego hubo otro del 25 que, prepotentemente, declaraba nulas las operaciones resultantes. A finales de setiembre, conocida ya la salida de Madrid, Cabanellas tuvo el tupé de apelar nada menos que a la Sociedad de Naciones. Al gobierno republicano (regalo esta perla a VOX para su futura propaganda) lo calificaba el general de la blanca barca como “el Soviet de Madrid” y cabeza de una “banda internacional”. ¿No es bonito? El lector ve que no es necesario acudir, de entrada, a Franco.

Naturalmente, ni en agosto ni en septiembre de 1936 ningún país civilizado, ayudara a la República o no, iba a considerar “legítima” a una banda de salteadores de uniforme que se arrogaban hablar en nombre del pueblo español, además de representantes de la Nación. Fascistas, nazis y salazaristas terminarían haciéndolo, pero todavía habría de pasar algún tiempo. No se les adelantaron ni siguieron muchos: solo un par de pequeñas repúblicas centroamericanas dirigidas, ¡cómo no!, por militares.

Pregunta a VOX: si los milicianos socialistas arramplaron con el 72 por ciento de las reservas metálicas del Banco de España, ¿adónde fue el 28 por ciento restante? ¿Lo rescató acaso el “Caudillo” a lo largo de sus cuarenta años de “magistratura”? ¿Se volatilizó en una atmósfera corrosiva que deshacía el metal amarillo como si fuera un disolvente venusiano? Misterio.

Pues no. No ocurrió nada de eso. Fue siempre una moda de los historiadores franquistas confundir al personal (quiero decir a sus lectores) la no recuperación del oro vendido al Banco de Francia con el oro remanente que quedó en el país vecino, a consecuencia de la devaluación del franco, del depósito que en sucursal del Banco emisor francés en Mont-de-Marsan la República hizo en 1931. Ese remanente pertenecía a España pero los tribunales franceses, siempre respetuosos con el honor de Marianne, hicieron todo lo posible por no retornarlo a los republicanos hasta que, ¡oh, milagro!, se reconoció a Franco en febrero de 1939 y poco más tarde se devolvió a este. Confundir churras con merinas es un artilugio muy querido de ciertos historiadores pero el oro de Mont-de-Marsan nunca fue el “oro de París”.

La salida del oro de Madrid fue una medida de prudencia. También salió de la capital el Gobierno republicano a principios de noviembre (algunos hablaron en la época de huida). Sin oro, no era posible mantener la resistencia. España apenas tenía divisas. Había acumulado oro amonedado (no como algunos autores norteamericanos o franceses dicen del tiempo de los aztecas) y sobre todo en lingotes y es cierto que, en términos de reservas metálicas, las españolas eran las cuartas del mundo (después de USA, Francia y Reino Unido, aunque excluyendo de la comparación las soviéticas). Así que el dilema era evidente (aunque tal vez no haya calado en los dirigentes de VOX): si caían en poder de los sublevados, adiós, bye-bye, a toda posibilidad de resistencia; si no caían, pero Madrid quedaba aislada o con comunicaciones cortadas, ¿cómo iban a utilizarse desde la Plaza de la Cibeles? Es muy verosímil que, de haber permanecido en la capital, Franco hubiese mostrado algo más de interés por tomarla a sangre fuego y no se hubiese demorado.

¿No saben los historiadores de dentro de VOX, si es que hay alguno, lo que hicieron varios países de cara al posterior conflicto europeo? Recordémoslo a ellos y también a los lectores. Por ejemplo, los franceses, que se suponía disponían del mejor ejército de la época (no era el caso del español), empezaron en noviembre de 1939 (a los dos meses de estallar el conflicto) a enviar oro a Nueva York, Fort-de-France (capital de La Martinique) y Kayes (en la colonia que hoy es Mali). Los belgas enviaron las suyas a Francia (y cayeron en poder de los alemanes, ¡quelle douleur!, por lo cual les fueron restituidas después de la guerra gracias al oro depositado en Nueva York). Los expertos mencionarán otros ejemplos. Hay para toda una panoplia de gustos.

En definitiva, el Gobierno republicano fue prudente. Tuvo la autorización del presidente de la República merced a un decreto reservado (de la víspera) del presidente Azaña. En esto también se seguían precedentes. Las ventas de oro se legalizaron a posteriori, pero con la vista puesta en otras siguientes, por otro decreto de igual característica del 30 de agosto, es decir, bajo el Gobierno Giral. “En evitación de posibles alarmas en el interior y recelos en el exterior, interesa quede en suspenso su publicación hasta que el Gobierno lo considere oportuno”. Normal.

¿Piensan los propagandistas a sueldo de VOX que tales operaciones deberían haberse voceado por los mercadillos y pasado por las Cortes? Si es así serían un tanto ignorantes. Incluso el tan amado Caudillo se parapetó detrás de un artilugio fenomenal, su voluntad fue ley, trasunto aprovechado del Führerprinzipnazi para, entre otros resplandecientes actos, hacer legal sus apropiaciones de dineros que no le pertenecían ¿Han dicho algo al respecto? No me consta. Lo cual es sorprendente porque tal principio duró tanto como él en vida.

A mitad de septiembre las milicias socialistas (más comunistas, anarquistas, republicanas, etc) se dedicaban preferentemente a luchar como podían para contener a los sublevados. ¿Iban a hacerse cargo del traslado? En realidad todo apunta a que los del PSOE estuvieron en lugar secundario. El acondicionamiento de las cajas necesarias para el traslado se hizo por cuenta del Gobierno y con la vigilancia de números de los Carabineros (que dependían del Ministerio de Hacienda y se habían mostrado leales) mientras se entregaban a la labor los empleados correspondientes y, en particular, los miembros del sindicato de Banca y Bolsa. Hay varios testimonios al respecto. ¿No los conocen los expertos de VOX?

Finalmente, ¿qué tiene que ver esto con la “memoria histórica”? Nada. Lo que hay es historia. Documentada. Analizada. Expuesta al público (con toda modestia por un servidor en repetidas ocasiones pero ya desde 1976). Y sobre los 140 años de historia, en lo que se refiere a latrocinios, encomiendo encarecidamente a los panfletarios voxistas que empiecen a refutar, documentalmente, la extensa experiencia de depredación de las élites españolas durante la Restauración y la dictadura primorriverista, como ha efectuado hace pocos meses Paul Preston en su último libro.

Mientras los trileros de VOX recargan pilas invito a los lectores que tengan la amabilidad de echar un vistazo a una antología de los ilustrados comentarios de quienes se han dejado embaucar por tan significado partido.

Aquí va una muestra:

https://twitter.com/hashtag/OroDeMosc%C3%BA?src=hashtag_click 

Ángel Viñas Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM. 

jueves, 17 de septiembre de 2020

_- Entrevista a Angel Viñas (I) «Todo historiador es un eslabón en una cadena ininterrumpida»

_- Ángel Viñas es catedrático emérito de la Complutense. De familia muy modesta, tuvo una educación estrictamente laica en las escuelas del barrio de Atocha (Madrid). Se apañó para estudiar en Alemania y Escocia a base de becas extranjeras y de esfuerzos propios (chico de recados en París y Stuttgart, docker en Hamburgo, profesor de castellano en el extranjero y de alemán y francés en Madrid, traductor). Sus intereses abarcan desde Germánicas y las viejas economías de dirección central a la política económica, exterior, de defensa y seguridad, las relaciones internacionales y la historia (de Alemania, Estados Unidos, España) que es su auténtica pasión. Premio extraordinario en la licenciatura y doctorado de Ciencias Económicas. Técnico comercial del Estado, con el número uno de su promoción. Exfuncionario del FMI y exdirector de Relaciones Exteriores en la Comisión Europea. Exembajador de la UE ante Naciones Unidas. Exdirector general de Universidades. Exasesor de Fernando Morán y Francisco Fernández Ordóñez. Ha sido catedrático numerario de Economía en Valencia, Alcalá, UNED y Complutense. Cinco años de docencia en la Facultad de Historia de esta última. Casado. Véase www.angelvinas.es

Ángel Viñas: "Franco fue un impostor, iba de machito y líder de la conspiración y es mentira" En el que creo que es su último libro publicado, ¿Quién quiso la guerra civil? Historia de una conspiración, hace usted referencia en la presentación a ¿Qué es la historia? de E. H. Carr, y recuerda un consejo del gran historiador inglés: “antes de estudiar los hechos, estudien a quien los historie”. ¿Debe deducirse de ello que no es posible una historia objetiva, que el marco conceptual e ideológico del historiador siempre deja huella en su obra?

Muchas gracias. Creo, ante todo, que hay que diferenciar entre objetividad e imparcialidad. No son conceptos similares, sino muy diferentes, aunque a veces, como parece deducirse de su pregunta, se utilizan casi indistintamente. Me apresuro a señalar que ambos tienen tras de sí una larguísima historia que no puedo resumir en unas líneas.

El historiador se hace, no nace. Tras un largo aprendizaje, se preocupa por comprender, analizar y describir una parte del pasado. Insisto: una parte, en general minúscula. El pasado, que ya no existe, es inmenso, inabarcable. Lo hace a través de ciertos instrumentos y ciertas metodologías. Unos y otras han cambiado en el curso del tiempo. En general, se trata de residuos: testimonios, descripciones, restos materiales (artísticos, literarios, documentales, monumentales, etc.). Todos ellos sometidos a un proceso de cambio. Dicho esto: todo historiador utiliza una parte más o menos amplia de ese inmenso abanico de instrumentos.

Para mí es objetivo quien analiza crítica, escrupulosa y científicamente los instrumentos en que se basa. Estos no hablan por sí mismos. Como dijo Carr, hay que preguntarles. Las preguntas varían según los propósitos del historiador. La historia -un encuentro con el pasado- se hizo como “ciencia”, ciencia blanda ciertamente, en el siglo XIX. Un subproducto de las Luces. Desarrolló una metodología. Quien la aplica es objetivo y sus resultados, siempre provisionales, están sometidos a crítica intersubjetiva, a contrastaciones múltiples. Por eso, entre otras razones, la historia no es una ocupación meramente literaria, artística, subjetiva.

Vd. creo que, en la segunda parte de su pregunta, a lo que apunta es a la imparcialidad. El historiador, hombre o mujer, es un ser cultural. Nace en un medio determinado; está expuesto en su educación a influencias varias; crece como historiador; desarrolla una teoría de la historia (incluso del conocimiento) explícita o implícitamente; tiene creencias (religiosas, estéticas, éticas, políticas, etc.). NO ES UN MEJILLÓN. Ve el mundo (y el pasado) a través de una retícula axiológica. No puede ser de otra manera. Y, naturalmente, eso se refleja en su obra. Pero esta obra se sustenta no solo en su formación sino en los resultados a que llega y estos resultados deben ser objeto de confrontación, confirmación y aprobación o rechazo. ¿Por quién? Por sus pares. Como los resultados en microbiología son criticables, aceptables o denunciables por ¿quién?: por otros microbiólogos. NO HAY HISTORIA DEFINITIVA.

Insisto un poco más en este punto. ¿Qué tipo de disciplina teórica es la historia? ¿A qué podemos aspirar sensatamente cuando hacemos historia? ¿A hipótesis o conjeturas bien establecidas? ¿Se puede hablar razonablemente de ciencia de la historia?

En parte, he contestado. La historia no es una disciplina exacta. Es una disciplina en progreso. En constante cambio. Este cambio se deriva, en primer lugar, del paso del tiempo; de las transformaciones del método que aplica; de la aparición de los objetos con los que lidia, a su vez sujetos a transformaciones. El carácter científico o no de la historia es un tema que ha dado lugar a controversias sin cuento. Las pretensiones de las Luces han ido revelándose un tanto ilusorias. Pero, para responder rápidamente, yo creo que tiene un lado científico en la medida en que aplica un método científico que reduce, en lo posible, la subjetividad, permite y estimula la crítica entre pares, se fundamenta en “pruebas”. En suma, no conduce a resultados caprichosos, sometidos al libre albur y sin restricciones, de sus practicantes. Lleva a conjeturas respaldadas, susceptibles de modificación.

De todas maneras, historia es un concepto pluriforme. No es lo mismo investigar la civilización maya que la guerra civil española.

Cuando se habla de hechos históricos, ¿de qué se está hablando? ¿Qué es un hecho histórico en su opinión?

Toda ocurrencia, toda arruga, en la tela del pasado es susceptible de considerarse hecho histórico. Su mayor o menor entidad depende del objetivo o del propósito del investigador. Por ejemplo, en el siglo XVI un molinero escribió sus reflexiones sobre el cosmos en unos papeles que podrían haber desaparecido. Como millones y millones de otros. Pero este molinero fue sometido a juicio por la Inquisición por tener concepciones consideradas heréticas. Sus papeles los encontró, varios siglos después, un investigador. Aplicó a ellos conceptos científicos y escribió un libro maravilloso, muy conocido, titulado El queso y los gusanos. Si este historiador, Carlo Ginzburg, no lo hubiese encontrado, tratado y escrito su libro, aquella ocurrencia en el pasado (un mero micropunto en la inmensidad de este) hubiese permanecido, como millones, miles de millones, billones de micropuntos en la más absoluta oscuridad.

Comparto su admiración por el libro de Ginzburg. Algunos filósofos de la ciencia de orientación analítica suelen hablar, refiriéndose a sobre todo a las ciencias naturales, de “hechos cargados de teoría”. ¿Ocurre de igual modo en la historia? ¿Los hechos están también muy marcados por las creencias previas del historiador? ¿Un historiador ve sólo aquello que está ya en predisposición de ver y comprobar?

No soy un filósofo de la ciencia. Lo que leí sobre ella, ya lo he olvidado. Con investigar parcelas del pasado (muy acotadas, por cierto) tengo bastante. Mi teoría de la historia, aplicada a estas parcelas (Segunda República, guerra civil, franquismo), me ha llevado a privilegiar el método inductivo. Es decir, desde mi primer libro de historia (aparecido en 1974) me dejé llevar por lo que descubriera en archivos. Era un tema prácticamente inexplorado en la literatura historiográfica (los antecedentes de la intervención nazi en la guerra civil). Subrayo el adverbio, porque obviamente se había escrito mucho sobre el tema, pero con una base empírica muy endeble: periódicos, relatos de protagonistas, controversias políticas e ideológicas, los documentos diplomáticos alemanes publicados.

En 1961, en un curso de verano en la Universidad de Freiburg, compré un libro que era la tesis doctoral de Manfred Merkes sobre la política nazi en la guerra civil. Tocaba de refilón los antecedentes. Al año siguiente compré en Berlín Oriental la respuesta de una historiadora comunista, Marion Einhorn. Los resultados eran completamente diferentes. (Todavía los conservo). Cuando empecé a investigar el tema, los aparté cuidadosamente (el primero ya había sido superado por la tesis de habilitación del mismo autor, que también dejé de lado) y me sumergí en los archivos. No en un archivo, sino en diez o doce. Y llegué a otras conclusiones. ¿Tenía yo alguna creencia previa? Creo que no. ¿En qué me basé? En la experiencia, modesta, adquirida como funcionario. Los procesos de adopción de decisiones suelen dejar huellas en expedientes, articulan alternativas, se basan en antecedentes, los actores se mueven en contextos determinados, están influidos por sus creencias, sus ambiciones, sus objetivos, sus esperanzas… Todo ello se refleja en papeles. Quizá con huecos, con lagunas, pero también en mucho papel. Un Estado moderno es un generador de inmensos volúmenes de información escrita.

Ahora bien, a medida que el historiador va haciéndose, en la praxis, va perfeccionando su metodología, va conociendo mejor el pasado, se familiariza con las querellas previas, lee a otros historiadores. En definitiva, “crece” en estatura y ambiciones.

¿Cómo concibe usted entonces el oficio del historiador?

Personalmente creo ser modesto. Aspiro a echar luz, nueva luz quizá, fundamentada empíricamente, sobre alguna parcelita del proceloso pasado. Sabiendo que muchos me han precedido y que muchos más hollarán el mismo camino después de haber desaparecido. En definitiva, todo historiador es un eslabón en una cadena ininterrumpida. Dentro de las coordenadas de la cultura, sociedad y embates del presente, sin poder anticipar el futuro, trato de explicar a los lectores de este que, en un período determinado, que para ellos será pasado, un historiador trató de comprender unas cuantas partículas de lo que para él también lo era. ¿Un modelo? Quizá el conde de Toreno, como historiador de la guerra contra los franceses a principios del XIX. Tengo una edición encuadernada en cuero primorosamente que me regaló Enrique Fuentes Quintana.

¿Cuáles han sido sus grandes maestros?

Un amplio repertorio, muy ecléctico. Por orden cronológico -y teniendo en cuenta lo que llegaría a ser mi campo de actividad como historiador- empezaría por Herbert R. Southworth y Manuel Tuñón de Lara (aunque lógicamente leí en mis años mozos a Hugh Thomas y Gabriel Jackson). Como me desperté a la escritura de la historia en Alemania, influyó sobre mí Andreas Hillgruber. Era un historiador muy conocido en los años sesenta y setenta sobre temas de política internacional y militar alemana, más bien conservador. Me impresionó estar sentado a su lado en los archivos federales de Coblenza, cuando él trabajaba en sus legajos, como si fuera lo mismo que el joven doctorando que yo era. De Southworth y de Hillgruber aprendí a hacer la exégesis crítica de documentos. Luego he leído a muchos otros, pero aquellos estuvieron presentes, de una u otra manera, en mis años de formación.

Sin embargo, mis maestros no fueron en general historiadores, sino economistas interesados por la historia: Enrique Fuentes Quintana, José Luis Sampedro, Manuel Varela Parache, Fabián Estapé. Un caso curioso, lo reconozco. Nunca he pretendido que aprendiese historia en la Universidad y mi recorrido por la española de la época fue un tanto accidentado, salpicado por largas estancias en el extranjero. Hoy eso no llama la atención. A principios de los años sesenta, no era así.

Una pregunta cuya desmesura no se me oculta. ¿Qué opinión le merece la historiografía de orientación marxista? ¿Hay algo o mucho de interés en ella, o se peca en general de un exceso de economicismo e ideologismo, y de cierta adoración acrítica por los grandes clásicos de la tradición y sus tesis más esenciales, nunca cuestionadas?

He leído mucho a historiadores marxistas, en particular a Pierre Vilar y a E. P. Thompson. También a Hobsbawn. Para el tipo de historia que escribo no se sitúan en el centro de mi interés, pero no dejo de reconocer su importancia en otros campos. Yo no escribo sobre grandes períodos históricos. No trato de comprender la emergencia, desarrollo y crisis de los sistemas económicos o políticos. Sí creo en la máxima del 18 de brumario de Marx de que los hombres (y mujeres) hacen la historia como pueden, pero siempre en condiciones dadas, condiciones que son superiores a ellos y que existen con independencia de su voluntad. Al estudiar esas condiciones creo que el análisis marxista aporta concepciones de interés.

Se escribía historia antes de Marx. Se escribe historia después de Marx. El peligro que siempre acecha al historiador es el de sobreimponer una determinada concepción del proceso histórico a los comportamientos que se manifiestan en el pasado que estudia. Digamos, más bien, que soy ecléctico, pero no hay que olvidar que cuando era joven fui uno de los pocos que viajaron por la RDA, por los países del Este, y que acumulé mucha literatura sobre la economía y la historia de la URSS. De hecho, mi ida a la universidad de Glasgow, al terminar la licenciatura de Económicas en Madrid, se explica porque quería estudiar con Alec Nove, uno de los grandes expertos británicos (de origen lituano) en la historia y economía soviéticas.

También debo decir una cosa que le ruego no considere como pretenciosa. Como no escribo grandes obras generales y me centro en cuestiones concretas (sigo a Rosa Luxemburg en esto), pero significativas para comprender rasgos esenciales de un período, a los 79 años de edad he ganado cierta experiencia (mejorable sin duda, siempre mejorable) y ya no soy muy susceptible de ningún tipo de adoración. Admiro, eso sí, a los grandes autores, pero ya no tengo tiempo de releerlos.

Una gran parte de su obra está centrada en la II República española. ¿Cuándo empezó a trabajar en este tema? ¿Qué le motivó a hacerlo?

Después de todo lo que le he dicho, me temo que se reirá Vd. En el fondo yo empecé a estudiar Germánicas. No sé por qué durante muchos años me sentí en Alemania (adonde llegué en 1959) como el pez en el agua. El idioma me encandilaba. También su literatura. Recuerdo que leía en voz alta los poemas de Bertolt Brecht. Gisela May, una cantante de la RDA en los años sesenta, me encantaba con sus interpretaciones. Cuando estoy deprimido la escucho en el móvil.

Luego hice Económicas, por razones familiares. Mi padre pensaba que con Germánicas no iría a ninguna parte y él quería que me hiciese inspector de Hacienda. Reconozco que lo defraudé en parte porque terminé haciendo, por sugerencia de Fuentes Quintana, oposiciones en 1968 y, como técnico comercial del Estado, pedí destino en Bonn (el FMI no me gustó nada) adonde llegué en 1971. Fuentes me pidió que le hiciera un artículo sobre la financiación nazi de la guerra civil. Escribí un estado de la cuestión que todavía conservo. Con la típica soberbia del economista eché de menos muchos aspectos y le dije que había que estudiar el tema yendo a las fuentes, a los informes, a los telegramas, a los expedientes. Así empecé y me di cuenta que primero había que explicar por qué diablos Hitler decidió ayudar a Franco. Fuentes aceptó el cambio y que lo presentara como tesis doctoral. Lo hice en 1973.

Cuando volví a España, ya con la idea de hacer cátedra, me acogió en el Instituto de Estudios Fiscales y me pidió que estudiase el “oro de Moscú”. Por las mañanas iba a los archivos (que se me abrieron gracias a él) y por la tarde preparaba oposiciones a cátedra. Una vida idílica en su simplicidad. Trabajar y empollar. Ni más, ni menos.

El libro sobre el oro se publicó y se embargó en 1976. Para entonces ya me había empapado en los problemas financieros de la República en guerra. He vuelto siempre a ellos que he podido y, como en 1971, seguí pensando que lo que había que estudiar era por qué hubo una guerra. Es en lo que estoy ahora y tengo mucho agrado en afirmar que sigo con el mismo método que descubrí hace más de cuarenta años.

Salvo error por mi parte, usted fue el primer historiador que, alejándose de propaganda e ideologismos, investigó en archivos el asunto del oro de Moscú, el pago de la República a la URSS por los suministros recibidos. ¿Qué significó para usted ese estudio sobre un asunto tan espinoso?

Dos cosas. La primera es que me permitió descubrir a Negrín, que me pareció haber sido un político desfigurado y difamado por sus múltiples adversarios en la derecha y en la izquierda. Amén, valga la expresión, de haber sido demonizado por el franquismo. La segunda es que su destino corrió en paralelo al de la República en guerra. Los abordé sin preconcepciones. En aquella época algo muy raro, porque la literatura existente era de llorar. Hice el descubrimiento de que no podía fiarme de NINGUNO de los historiadores españoles, los sedicentes maestros de la gente de mi generación que habían estudiado la licenciatura de Historia en España. Así que me fié de lo único que podía fiarme: de mi instinto. Y, bien o mal, creo más bien lo primero, llegué a conclusiones muy diferentes de las hasta entonces sostenidas en general. Añadí una diferencia: las demostré documentalmente.

En cuanto pude liberarme de la carga de mi profesión como economista y diplomático comunitario, volví a la guerra y a la Segunda República en ella. El oro fue, de nuevo, el eje central de mi investigación, simplemente porque fue el activo que permitió que la República mantuviera su resistencia contra la agresión, interior y exterior. Franco hizo su guerra a crédito gracias a las potencias fascistas y a la bolsa inagotable de Juan March. Nunca creí a la propaganda franquista, porque se caía a pedacitos viendo los papeles. Todavía algunos estúpidos siguen hoy propagándola por las redes sociales.

Sigo ahora. Descansemos un momento si no le importa.

Bien, de acuerdo, tomemos un respiro.

Fuente: El Viejo Topo, julio-agosto de 2020.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

_- «Cierta concepción del pasado histórico se ha convertido en un arma política arrojadiza»

_- Ángel Viñas es catedrático emérito de la Complutense. De familia muy modesta, tuvo una educación estrictamente laica en las escuelas del barrio de Atocha (Madrid). Se apañó para estudiar en Alemania y Escocia a base de becas extranjeras y de esfuerzos propios (chico de recados en París y Stuttgart, docker en Hamburgo, profesor de castellano […]

Ángel Viñas es catedrático emérito de la Complutense. De familia muy modesta, tuvo una educación estrictamente laica en las escuelas del barrio de Atocha (Madrid). Se apañó para estudiar en Alemania y Escocia a base de becas extranjeras y de esfuerzos propios (chico de recados en París y Stuttgart, docker en Hamburgo, profesor de castellano en el extranjero y de alemán y francés en Madrid, traductor). Sus intereses abarcan desde Germánicas y las viejas economías de dirección central a la política económica, exterior, de defensa y seguridad, las relaciones internacionales y la historia (de Alemania, Estados Unidos, España) que es su auténtica pasión. Premio extraordinario en la licenciatura y doctorado de Ciencias Económicas. Técnico comercial del Estado, con el número uno de su promoción. Exfuncionario del FMI y exdirector de Relaciones Exteriores en la Comisión Europea. Exembajador de la UE ante Naciones Unidas. Exdirector general de Universidades. Exasesor de Fernando Morán y Francisco Fernández Ordóñez. Ha sido catedrático numerario de Economía en Valencia, Alcalá, UNED y Complutense. Cinco años de docencia en la Facultad de Historia de esta última. Casado. Véase www.angelvinas.es

Ángel Viñas: "Franco fue un impostor, iba de machito y líder de la conspiración y es mentira" Nos habíamos quedado en este punto. ¿La II República, en su opinión, fue un momento de especial relevancia, un gran y singular aldabonazo en la historia española?

Sí, pero yo llegué a ella como hacen los cangrejos, es decir, yendo hacia atrás. Empecé con los comienzos de la guerra civil, seguí con la guerra, luego pasé a la posguerra, después al franquismo inicial, más tarde al franquismo maduro en la vertiente económica y, sobre todo, de sus relaciones internacionales y política exterior. No hay que olvidar que en 1979 se publicó el primer estudio académico, empírica y analíticamente documentado, sobre la política económica exterior de la dictadura, en el que trabajamos un grupo de economistas (todos ellos, menos uno, hoy viven tan felices en estos tiempos de pandemia) bajo mi dirección. Que en 1982 publiqué Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos, abriendo una brecha en la que nadie había hasta entonces reparado. Así que, terminada esta etapa, luego continué con mi marcha atrás. Hacia la República.

Debo señalar que no soy un especialista en ella. La literatura sobre la República cuenta hoy con más de cinco mil títulos, pero sí me he ido especializando en algunas facetas, absolutamente básicas, para comprender el estallido de la guerra. Lo he hecho, como siempre, siguiendo el método inductivo y metiéndome en primer lugar en quince o veinte archivos en busca de material primario. Pienso que ha sido una buena trayectoria, porque de haberme concentrado en la República quizá no hubiese ido mucho más adelante.

Y sí, he llegado a la conclusión, que apuntalaré en mi próximo libro, de que la República fue una gran ocasión, aunque perdida, para abordar un comienzo de solución, moderna, a algunos de los problemas seculares de la sociedad española. En contra de resistencias encarnizadas. Por eso no sobrevivió.

Hay una figura que suele sobresalir en sus libros sobre la II República. Se ha referido a ella hace un momento. Hablo, por supuesto, de Juan Negrín. ¿Ha sido el doctor Negrín el gran estadista republicano-democrático español del siglo XX? ¿Por encima de Manuel Azaña? ¿Nos recomienda alguna biografía sobre este gran científico, político y políglota?

Verá, a mi me cuesta responder a alguna de estas preguntas, en particular la segunda. Azaña fue, desde luego, la gran figura de la República en la paz. No lo he estudiado salvo en un aspecto que considero en mi próximo libro. Me inclino ante él y también ante su gran biógrafo, Santos Juliá. Nunca he pretendido conocerlo mejor que este historiador. Pero también creo que Azaña no fue el hombre que necesitaba la República en guerra. Santos y yo siempre hemos diferido en este aspecto. Azaña tuvo la habilidad de dejar constancia de sus pensamientos y de su actuación en sus diarios y en sus discursos. Muy interesantes los primeros y bellísimos, por cierto, los segundos. El historiador no puede prescindir de tal bagaje documental y, naturalmente, a unos les seducen más que a otros.

Sin embargo, no me cuento entre los seducidos, simplemente por la razón de que mi educación y trayectoria profesionales son completamente diferentes de las de Santos y de muchos otros historiadores. No es que me crea mejor, Dios me libre. Simplemente tengo otra percepción, que nunca fue apriorística sino que he ido labrando en el estudio de los procesos de decisión, españoles y extranjeros, que enmarcaron la guerra civil. Negrín me atrajo por varias razones: en primer lugar porque su formación fue completamente diferente de la de cualquier otro político español de su época; porque estaba abierto al mundo y había vivido en él durante la crítica etapa de su formación como hombre y como profesional médico; porque no pensaba como un político de su época; porque no se dejó llevar por el desánimo y la estulticia que caracterizaron a tantos de sus colegas; porque veía que la guerra española era el prólogo a un gran conflicto europeo y porque siempre supo identificar al adversario, al enemigo, en casi todas las situaciones. Hay innumerables políticos en la historia que no lo logran o que lo hacen demasiado tarde. En los años treinta del pasado siglo la figura prototípica fue Neville Chamberlain, pero hubo muchos otros.

A mí no me atrae demasiado el género biográfico como campo de cultivo. Ya sé que, en términos historiográficos, lo que digo suena mal, pero es que carezco de la necesaria empatía para escribir una buena biografía. Sin embargo, hay tiene Vd. a Sir Paul Preston, íntimo amigo mío, a quien encanta el género biográfico. Y lo leo con mucho gusto. Como también leo en el original a Stefan Zweig (mejor que en castellano). Hay tres buenas biografías de Negrín: las han escrito Ricardo Miralles, Enrique Moradiellos y Gabriel Jackson. Hay más, pero yo siempre señalo estas tres. Son complementarias. Quizá la última, escrita cuando Gabriel ya tenía más de setenta años, es la que más penetra, en mi opinión, en la sicología del personaje. La que más empatía demuestra con su biografiado.

De todos los libros que usted ha escrito sobre la República, ¿hay alguno que sea su preferido? Uno del que piense “¡Aquí lo bordé! Aquí escribí mis Campos de Castilla, mi Desolación de quimera!”

Creo que sería La Conspiración del general Franco porque en él rompí varios tabúes que habían alcanzado, para algunos, la categoría de dogmas. Lo que hubo tras el vuelo del Dragon Rapide, el cambio de orientación de la visión oficial británica sobre la República, la actividad de los servicios de inteligencia, etc. Fue un libro estrictamente empírico, pero nada de lo que en él escribí ha impedido que sigan proliferando, de la pluma o del ordenador de eminentes historiadores, afirmaciones no contrastadas. Es también uno de los pocos libros en el que me permití abordar explícitamente el método y los objetivos que he seguido en mis investigaciones. También es el libro que me abrió las puertas a penetrar en un tema que me ocupó mucho tiempo, el asesinato del general Balmes, como puerta para comprender el comportamiento de Franco.

Le pido consejo: tengo una amiga joven, es biomédica informática, no historiadora, inmersa en mil tareas, que quiere adentrarse en el estudio de la República. ¿Qué tres libros le aconsejaría usted?

A riesgo de que mis colegas me tachen de imbécil y de desconocer su trabajo (cosa que no sería correcta) yo empezaría por el libro de Herbert R. Southworth, El mito de la cruzada de Franco; luego seguiría por el de Paul Preston, La destrucción de la democracia en España, y terminaría con el voluminosísimo tomo de Eduardo González Calleja, Francisco Romero Cobo, Ana Martinez Rus y Francisco Sánchez Pérez [1], que es una síntesis de una inmensa literatura consagrada a la Segunda República.

Estuvo usted en Barcelona a finales del mes de febrero, en un homenaje que el colectivo Juan de Mairena organizó en honor de Gabriel Jackson [2]. ¿Cuáles fueron las principales aportaciones del historiador norteamericano respecto a la historia de la II República? ¿Se ha reconocido suficientemente su obra?

Gabriel publicó, creo que en 1965, su gran obra sobre la República y la guerra civil. La compré y leí cuando estudiaba en la Universidad de Glasgow, y me encantó. Para entonces había leído ya algo sobre el tema, pero esencialmente de autores españoles exiliados amén de uno de los libros fundamentales, en mi opinión, como fue el de Southworth, El mito de la cruzada de Franco, de consulta y meditación obligadas todavía hoy. También había leído la obra de Hugh Thomas, a quien le cabe el honor de haber escrito la primera gran obra sobre la guerra civil que no seguía las horrendas prácticas franquistas.

Creo, y esto no es ninguna crítica, porque fui muy amigo de Jackson, que como historiador no aprovechó suficientemente sus potencialidades. Es uno de los extranjeros que más tiempo vivió en España, que convivió con españoles y que no dependía de la necesidad de escribir para ganar dinero y sobrevivir. Se dedicó a otras cosas. Algo que en sí en modo alguno es objetable. Escribió algunos libros que se leen bien, una autobiografía, una o dos novelas, una biografía de Mozart, una reflexión sobre los años treinta…. Todo muy aceptable, pero no sobresaliente, salvo por la biografía de Negrín. Personalmente creo que hubiera debido meterse en archivos y trabajar más sobre fuentes primarias.

Su obra está reconocida. En cierto sentido, sigue siendo válida para una visión muy general. En cuanto se desciende al detalle, y en la actualidad estamos en ese nivel cuando escribimos sobre la República, ya no aparece tan trascendental. Tiene el mérito indudable, inextinguible, de haber sido uno de los dos o tres precursores extranjeros.

Desde su punto de vista, ¿cuáles son las principales aportaciones de la historiografía española sobre la II República? ¿Se ha avanzado mucho en el conocimiento de esta etapa histórica desde las aportaciones de Jackson? ¿Se ha retrocedido en algunos asuntos?

Tengo que responder indirectamente. La historia de la República se hace hoy, fundamentalmente, en España y por historiadores españoles. Limitándonos al período de paz, escasamente cinco años, apenas si existe algún tema que no haya sido tratado de una manera u otra. Quedan siempre, obviamente, rendijas en temas de microhistoria, destinos individuales, etc. En general, todo lo que sobre la República pueda decirse en términos generales ya se ha dicho por alguien, en algún lugar, en alguna ocasión. Lo que los historiadores debemos hacer es separar el trigo de la paja y afirmar la validez de aquellas afirmaciones o proposiciones que pueden ser corroboradas por evidencias primarias o no. Jackson fue un precursor. Los precursores no suelen durar mucho tiempo. Tampoco servidor. A lo más que aspiro es durar algo más que algunos historiadores extranjeros que no han puesto en su vida los pies en un archivo, que no se han manchado con el polvo de los legajos y que disertan como si sus sesgadas interpretaciones fuesen las únicas posibles. A mí me hacen reír como supuestos maestros de toda una nueva generación de historiadores de derechas.

No le pregunto nombres, pero tengo alguna conjetura.

¿Por qué la derecha suele ser tan beligerante en asuntos republicanos? ¿Tiene reconocimiento científico las aportaciones de los historiadores que se mueven en ese espacio político?

Con el paso del tiempo la República ha aparecido como lo que pudo ser y no fue. Un cambio de dirección en la historia española. Este cambio fue abortado. A la República le siguieron una cruenta guerra civil y una dictadura no menos cruenta. Había que defender el nuevo rumbo y desde fecha temprana los insurgentes, y sus apoyos mediáticos y propagandísticos, se aplicaron a la tarea: la República solo podía ser un paréntesis, ilegítimo, en la historia de España. Para defender tal tesis se la deformó, difamó y escarneció. Había que justificar la sublevación. Explicar la necesidad de una guerra civil. Presentarla como el resultado inevitable de la traición que la República había cometido para con la PATRIA inmortal y advertir del grave peligro que esta hubiese corrido de no haberla salvado los elementos más comprometidos con sus esencias, cuando España se exponía al terrible panorama de quedar atenazada por las garras moscovitas. Quienes se sublevaron no solo rescataron a España de caer en el precipicio de la revolución, sino que también prestaron un servicio inestimable, inconmensurable a la civilización cristiana y occidental.

Luego hubo que justificar la dictadura. Se creó un canon inconmovible que dejó profundas huellas en la sociedad española.

Con algunas adaptaciones (hoy el peligro comunista se ha sustituido por el “peligro” socialista), por el énfasis en las trifulcas, algaradas, asesinatos, conmociones de la primavera de 1936 (todas responsabilidades del Frente Popular) y, como colofón, por los asesinatos sin cuento acaecidos en la zona “roja”, los españoles tendríamos que estar eternamente agradecidos a quienes salvaron a las generaciones sucesivas de los autores de tales tropelías.

A la vez se elevan a la cima del pensamiento político occidental las estupideces de un supuesto y malogrado excelso político, bajo cuyo amparo Franco dio cobijo a lo que habría de ser el tercer pilar de su dictadura: la Falange. Es imposible para un sector de la derecha renunciar a sus mitos, porque son consustanciales a la misma. Forman parte de su ADN.

Añádase que el régimen democrático se ha desentendido en buena medida de un pasado controvertido (en un sentido cultural, la guerra civil no empezó a terminar sino después de 1975) y que la enseñanza pública en España no ha seguido las pautas de otros países europeos occidentales. Así se llega fácilmente a la conclusión de que España no ha sido capaz de ajustar cuentas con su pasado, como lo han hecho otros países en los que sí se han logrado avances conceptuales y críticos respecto a períodos suyos que no son precisamente edificantes. Nuestra historia contemporánea no es como para sentirse orgulloso de ella, pero la alemana es, por ejemplo, mucho peor. Y no digamos nada de la rusa.

La historia o, mejor dicho, una cierta concepción del pasado histórico se ha convertido en España en un arma política arrojadiza en las pugnas ideológicas y de poder del presente. La historia se pone al servicio de causas actuales. VOX y un sector del PP son ejemplos rutilantes de lo que señalo.

¿Y cuál sería la principal idea-fuerza de estos historiadores? ¿Siguen afirmando que lo que llaman “alzamiento nacional” fue inevitable dada la senda revolucionaria y comunista-totalitaria que había emprendido los gobiernos republicanos?

El “Alzamiento” no fue tal. Fue una insurrección en toda regla, preparada desde los comienzos de la Segunda República, asistida por la potencia fascista, anunciada dentro y fuera de los círculos políticos españoles porque de lo que se trataba esencialmente era de evitar que las izquierdas llegaran de nuevo al poder, incluso aunque fuese por medios electorales. Un hoy ilustre desconocido, Antonio Goicoechea, se lo dijo a Mussolini en octubre de 1935. Al mismo tiempo, un no menos ilustre militar, el general Manuel Goded, se lo dijo en la cara del entonces presidente del Consejo. Y ambos se quedaron tan panchos, porque eran esencialmente “patriotas”.

Cambio de tercio, usted sabrá disculparme. ¿Le preocupa el tema del coronavirus? ¿La historia puede enseñarnos algo para saber a qué atenernos?

Como tantos otros he pasado más de dos meses encerrado en mi casa. Como habrán hecho muchos colegas, me he limitado a absorber noticias, con frecuencia muy descorazonadoras, y me he dedicado a practicar mi oficio: escribir. Jornadas de diez o doce horas le dejan a uno bastante roto, en particular a mi edad, que ya no es nada tierna.

No me atrevo a responder a la segunda parte de su pregunta. El coronavirus tiene aspectos que carecen de precedentes en nuestras sociedades. La denominada “gripe española” de hace un siglo no es buena comparación. Menos aún las crisis sanitarias de los siglos precedentes. La cuarentena, sobre todo, una de las dos armas esenciales para combatir la pandemia, tiene en cambio un recorrido histórico de siglos. Ha habido que volver a ellos, aunque no sé si el distanciamiento se utilizó ya anteriormente. Era y es obligado para evitar la transmisión, hoy un mecanismo muy conocido no solo con este virus sino también en el caso de muchas otras enfermedades transmisibles. Una experiencia que se remonta a los últimos años del siglo XIX.

Hoy, sin embargo, vivimos en una sociedad globalizada, intercomunicada, interpenetrada y con cadenas de valor que se extienden a la totalidad del planeta. La situación tiene, en los aspectos tecnológicos, productivos y de comunicación, relativamente poco que ver con la experiencia de generaciones previas. Ya sé, y he leído algunos, que se han hecho muchos análisis al respecto, pero servidor es un contemporaneista limitado. No pretendo descubrir nuevos horizontes ni otear el futuro lejano. Eso es asunto, ocupación profesional y medio de subsistencia de otros.

¿Cuáles son sus temas de investigación en estos momentos?

El año pasado publiqué un libro que resumía mi técnica de investigación para responder a una de las dos preguntas, en mi opinión esenciales, de la historia contemporánea española (que para mí coincide con el período que se inicia tras la caída de la Monarquía alfonsina, no lo que se enseña como tal en España). Ahora me dedico a tratar de dar respuesta a la segunda pregunta, con la que terminé aquel libro: ¿Por qué la República no paró el golpe? No repito argumentos salvo de modo circunstancial. Es un enfoque muy diferente. Tampoco pretendo haber agotado el tema, aunque sí he resituado el problema, pero tendré curiosidad por ver quién tumba, con documentos, mi argumentación.

En cuanto al libro anterior me han dirigido insultos e improperios múltiples. Normal, en una sociedad cainita como la española. Me atrevo a pensar si harán mucho más con el siguiente.

Muchas, muchas gracias, doctor Viñas. ¿Quiere añadir algo más?

Simplemente decir que antes de irme a Bruselas, en 1987, creo recordar que era suscriptor (desde luego lector) de su revista [El Viejo Topo]. En Bruselas me encontré con un ambiente en que los temas españoles y teóricos no tenían demasiada cabida y dejé de leerla. Tuve que sumergirme en un tipo de prosa operativa y tomar decisiones no menos operativas. Eso creó un síndrome del que me costó trabajo despegarme después de quince años de intenso trabajo. Fue un período en el que comprobé lo adecuado, al menos para mí, del tipo de afirmación de Margaret Thatcher sobre cuál autor era el que más admiraba para leerlo después de sus agotadoras horas de trabajo. La respuesta, que no repetiré, hizo que el mundillo intelectual británico se levantara en armas en señal de protesta. Todo tiene su tiempo y cada tiempo su hora.

Notas

1) Respectivamente: 1. Barcelona: Debolsillo, 2008. 2. Madrid: Debate, 2018. 3. Barcelona: Pasado & Presente, 2015.

2) Puede verse la intervención del doctor Viñas en “Homenaje a Gabriel Jackson: ciudadano, historiador, activista. Barcelona, 29/02/2020”. https://www.youtube.com/watch?v=G6hzA4AYNTw

Primera parte de esta entrevista: Entrevista a Ángel Viñas (I). «Todo historiador es un eslabón en una cadena ininterrumpida»

https://rebelion.org/todo-historiador-es-un-eslabon-en-una-cadena-ininterrumpida/

Fuente: El viejo topo, julio-agosto de 2020.