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lunes, 26 de febrero de 2024

FRANQUISMO. La expansión del virus del revisionismo histórico.

Revisionismo histórico
Varias personas rezan el rosario por la unidad católica de España en la parroquia del Inmaculado Corazón de María, en la calle Ferraz, en paralelo a las protestas contra la ley de amnistía junto a la sede del PSOE.
—“Unos señores pedían disgregar España; otros querían una revolución, todos querían destruir la cultura cristiana. Y eso fue por lo que se luchó en la guerra [civil española]. Unos a favor y otros para impedirlo y ganaron los que lo impidieron. Eso fue lo que permitió que España volviera a ser un país unido y próspero”.

—“No hubo ni un solo demócrata en las cárceles de Franco”.

—“La democracia viene del franquismo y todas las amenazas a ella vienen del antifranquismo”.
—“¿Cuál era la razón de la colaboración con la banda terrorista? La afinidad ideológica de fondo entre el PSOE y ETA, algo evidente. El PSOE y la ETA eran y son partidos socialistas, radicalmente antifranquistas, partidarios de leyes de memoria, de género etc.”.

El autor de estas afirmaciones, Pío Moa, paradigma del llamado revisionismo histórico, ha vendido decenas de miles de libros. En 38 años ha escrito más de 40. En 2006 publicó cinco. En 2007, otros cuatro. Es tan prolífico que los títulos, a menudo, se parecen, como ocurre con Adiós a un tiempo (2023) y De un tiempo y de un país (2002) o El derrumbe de la II República y la Guerra Civil (2001); 1936, el asalto final a la República (2005) y La República que acabó en Guerra Civil (2006). Además de ese frenesí editorial, Moa, exmiembro de los GRAPO, dispone de un blog, un espacio semanal en una emisora de radio, es asiduo a los productos televisivos predilectos de la extrema derecha y ha sido convocado para dar charlas en bibliotecas públicas por concejales de Vox, partido que también le invitó a una conferencia en Cataluña y que replica sus tesis. “Este es el peor Gobierno en 80 años”, llegó a declarar su líder, Santiago Abascal, en el Congreso de los Diputados: literalmente, con Franco vivíamos mejor. La asociación Pie en pared, de la que forman parte, entre otros, Juan Carlos Girauta y Marcos de Quinto (exmiembros de Ciudadanos), Esperanza Aguirre, del PP, y Alejo Vidal-Quadras (fundador de Vox), también lo incluyó en una charla titulada “El negacionismo histórico del PSOE”, celebrada, en este caso, en una universidad, la San Pablo-CEU.

“Para hacer la biografía de Franco o El holocausto español”, recuerda el hispanista Paul Preston, “invertí más de 10 años de investigación. De hecho, seguí añadiendo información en años posteriores. Y como yo, Julián Casanova, Enrique Moradiellos, Ángel Viñas… en fin, todos los historiadores serios”. A todos ellos y alguno más, les dedicó también Moa uno de sus libros, Galería de charlatanes (2022). Cuando Casanova, catedrático de historia contemporánea, lamentó, en un artículo en EL PAÍS, que José María Aznar hubiese recurrido a Moa, “que no es un historiador”, para “contrarrestar los ‘mitos’ de los historiadores a los que nunca tuvo necesidad de leer”, el aludido contestó: “En 2002, Aznar y su partido de señoritos se permitieron condenar el alzamiento del 18 de julio que libró a España de la disgregación y la sovietización. Lo cual demuestra que, contra lo que dice Casanova, Aznar sí leyó la bazofia historiográfica de los memoriadores y, lo que es peor, se la tragó entera”.

El primer presidente del PP había confesado que entre sus lecturas estaba Los mitos de la Guerra Civil, el gran pelotazo de Moa. Esfera de los Libros lo reeditó el año pasado. La nota promocional asegura que es “una de las obras de historia más vendidas en los últimos años, con 53 ediciones y más de 300.000 ejemplares”. Su traducción al francés y una polémica entrevista con el autor en Le Figaro provocaron gran revuelo y la protesta de periodistas del propio diario. El periódico llegó a asumir en un vídeo la tesis de Moa por la cual fueron los socialistas quienes empezaron la Guerra Civil. Francia se escandalizaba por algo que en España sucedía cualquier sábado por la mañana, cuando Moa colabora en la radio.

Se les llama revisionistas, pero los expertos entrevistados para este reportaje, autores todos ellos de obras de referencia sobre la Guerra Civil y la dictadura, alertan del mal uso del término. “Llamarles eso”, afirma Preston, “es darles una seriedad de la que carecen. Lo que hace el historiador es revisar continuamente su trabajo. Ellos son más bien propagandistas. Lanzan afirmaciones sensacionalistas con fines comerciales y políticos. Hay gente a la que todavía le disgusta que se hable mal de Franco y eso ocurre porque la dictadura fue un lavado de cerebro de 40 años. Pero todos estos libros que blanquean el franquismo niegan lo que ya es una verdad irrefutable. Hay investigaciones muy serias sobre la represión franquista en cada pueblo, ciudad y provincia. Decir que eso no existió o que no fue para tanto es insultante. Y no solo para los investigadores que han hecho de eso el trabajo de una vida, sino para los familiares de las víctimas”.

“Una cosa”, añade Casanova, “es la revisión y otra muy distinta el revisionismo, que es una enfermedad dentro de la historiografía”. “El pasado”, recuerda Ángel Viñas, “es inconmensurable. No existe. Lo que hace el historiador es acercarse con una linterna y alumbrar los archivos, las fuentes que te sirven para explicar por qué pasó lo que pasó. Pero a esta gente no le interesan los documentos, las fuentes, la investigación... solo tiene opinión”.

El fenómeno crece, gracias o paralelamente a la presencia de Vox. “El revisionismo”, prosigue Casanova, “es una traslación de lo que pasa en la política a la historiografía. Antes era al revés: se usaba políticamente la historia. Todo esto empezó cuando publicamos El pasado oculto [una de las primeras grandes obras sobre la represión franquista], creció a raíz de la apertura de fosas y las leyes de memoria y ahora coincide con un auge generalizado de la extrema derecha”. Viñas coincide: “El revisionismo es causa de la polarización y a su vez hace que aumente”. En Alemania, recuerdan, negar el Holocausto es un delito y se lleva a chavales de institutos a visitar campos de concentración para que conozcan su historia. La educación, comparten los historiadores, es la vacuna contra ese virus revisionista que carcome el conocimiento, ya que permite desmontar prejuicios y construir ciudadanos con espíritu crítico. Hoy, recuerda el catedrático de ciencia política, sociólogo e historiador Alberto Reig, “en las protestas frente a la sede del PSOE en Ferraz se ve a chavales cantar el Cara al sol y gritar ‘¡Viva Franco!”.

Parece un negocio rentable. La editorial Actas, fundada en 1990, se presenta como “un proyecto cultural necesario” contra “la historia oficial” en una “España revanchista”. Uno de sus últimos lanzamientos es La represión de la posguerra, del periodista Miguel Platón, muy recomendado por Moa —“acaba con las falsedades sobre las cifras de ejecuciones y la supuesta arbitrariedad de los juicios”—; por Andrés Trapiello en El Mundo y en la web de la Fundación Nacional Francisco Franco, que reproduce a menudo las tesis del autor. Hoy se pueden consultar, según recuerda el historiador Gutmaro Gómez Bravo, más de medio millón de consejos de guerra. El estudio de Platón, critica, analiza 30.000 con datos “sesgados”. A preguntas de este diario, Platón reduce la cifra total de procesos a 125.000, admite que “la justicia de los vencedores” fue “excesiva, incluso cruel”, pero al tiempo, asegura que “la inmensa mayoría de los ejecutados tras ser condenados a muerte tenían delitos de sangre”. “Cuando se ven los cargos, expediente a expediente, es la conclusión a la que se llega. Hubo decenas de miles de crímenes, luego alguien los cometió. Y se aplicó siempre el principio de in dubio pro reo”. Preguntado por casos como los de las 13 rosas, ejecutadas en agosto de 1939, afirma que es “por hechos cometidos después de la Guerra Civil” que no entran en esta investigación. Pío Moa, al que Platón considera “un autor muy interesante”, rechazó responder a preguntas de este periódico.

Casanova señala el salto cualitativo que supone que alguien como Trapiello, que conoce cómo funciona la universidad, sugiera que no son historiadores serios. “¿Piensa que a mí me contrata una facultad norteamericana por mi ideología?”. El prólogo del libro de Platón es de Stanley G. Payne. “Para mí”, afirma Viñas, “es el peor de todos, porque él sí es historiador y el único archivo del que bebe es el de la Fundación Franco. Payne escribe sin papeles. Eso en los setenta, cuando los archivos estaban cerrados a cal y canto, todavía, pero hoy no tiene justificación”.

Preston lamenta también que “Payne, que tiene libros admirables, defienda ahora a Franco” y recuerda: “Los consejos de guerra solo son una parte de la represión, la mayoría fueron ejecuciones extrajudiciales. En los juicios se procesaba a veces a 40 o 50 personas de golpe. Que no todas las condenas fueran a muerte no borra las largas condenas, en condiciones infrahumanas, ni todas las muertes que hubo en prisión”.

La proliferación de títulos de este tipo, publicados por editoriales como Actas o SND, que comercializa obras como Tejero, un hombre de honor o Franco, memoria imborrable, además de una especie de trivial sobre el dictador —“estamos muy orgullosos de nuestros antepasados”— ha hecho que cale la idea de que hay historiadores de derechas y de izquierdas. Preston niega la mayor: “Yo me considero un demócrata, pero eso nunca me ha impedido contar los errores de los políticos democráticos, como hice con Largo Caballero en Un pueblo traicionado. Cuando empiezo una investigación, tengo la mente abierta, dispuesta a llegar a conclusiones según me vayan guiando las evidencias de los archivos o de las fuentes. Cuando empecé la biografía de Santiago Carrillo, por ejemplo, le admiraba mucho. No me imaginaba que el resultado final sería tan crítico como finalmente fue, casi devastador”.

El auge del revisionismo plantea un dilema para los historiadores serios. “Hubo un tiempo”, afirma Casanova, “en que los libros de revisionistas como Moa inundaban los escaparates. Su impacto ahora es menor, pero hemos entrado en una dinámica en la que historiadores buenos tienen que financiarse sus libros mientras esta gente ocupa espacios sin merecerlo. Cuando medios de comunicación acogen a personas como Moa o a periodistas que escriben libros de este tipo, se resta crédito a los historiadores, se desprecia el conocimiento. Y hay varias posturas: los que pasan, los que creen que hay que responderles y los que creemos que la forma de contrarrestar todo eso es seguir investigando y participar en medios y redes sociales, es decir, entender que la era digital está cambiando la forma de enseñar la historia”.

El historiador Alberto Reig decidió contestar. En 2006 publicó Anti Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España. Recordaba, entre otras cosas, que el prolífico autor se limita a “copiar a los historiadores franquistas” que construyeron el relato para legitimar el golpe de Estado y la Guerra Civil. En 2017, Reig continuó desmontando a los revisionistas con el libro La crítica de la crítica. Antes, en 2004, participó en la serie documental de TVE Memoria de España. “Recibí amenazas de muerte por el capítulo de Franco”. El año pasado, también salió al mercado el libro Vox frente a la historia (Akal), una obra colectiva en la que varios historiadores combaten, con su avalada trayectoria e investigación, “la proliferación de mitos y desinformación por demagogos de extrema derecha que han hecho de la historia patria uno de los ejes de su combate por la hegemonía cultural”.

Los hits de los revisionistas, entre los que los entrevistados citan a Moa, César Vidal, Luis Togores o José María Marco, beben del relato franquista, a saber, que la guerra era inevitable; que la represión no fue tan dura, etcétera. Viñas señala llamativas coincidencias con algunos discursos políticos hoy: “España se rompe, la patria se desintegra y, curiosamente, los malos malos de la película ya no son los comunistas, sino los socialistas, que tienen ansias ‘totalitarias’. No es casual. Se alimentan de los revisionistas”. El amor es recíproco: “Solo queda Vox, el único partido que defiende claramente la unidad y soberanía de España”, repite Moa.

Lista de lecturas

Franco. Caudillo de España
Paul Preston
Debate, 2015 (edición actualizada del texto de 1993)
1.088 páginas. 31,26 euros

El holocausto español
Paul Preston
Debate, 2011
864 páginas. 23,65 euros

Quién quiso la Guerra Civil
Ángel Viñas
Crítica, 2019
504 páginas. 21,90 euros

Franco, Hitler y el estallido de la Guerra Civil
Ángel Viñas
Alianza Editorial, 2001
608 páginas. 32,95 euros

El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón (1936-1939)
Julián Casanova, Ángela Cenarro, Julita Cifuentes, María Pilar Maluenda y María Pilar Salomón
Mira Editores, 2010
492 páginas. 26 euros

La iglesia de Franco
Julián Casanova
Crítica, 2022
384 páginas. 16,90 euros.

viernes, 19 de noviembre de 2021

_- Paul Preston: “Franco era tímido con las mujeres; Mussolini, un predador agresivo, y Hitler, un abanico de perversiones”

                     

 Cuando al historiador nacido en Liverpool le preguntan en el Reino Unido si la guerra civil española y el franquismo dan para tanto, se le ocurre otro libro más. Ha pasado su vida dedicado al siglo XX de un país cuyas heridas sangrantes ha ayudado a clarificar. Ahora, con ‘Arquitectos del terror’, su nuevo ensayo, desmonta y señala a los autores de los bulos y mentiras que llevaron al desastre.

Con el Reino Unido bloqueado y a trancas y barrancas tras el Brexit, Paul Preston (Liverpool, 75 años) vive en Londres una suerte de distopía: “Aunque, bueno, es lo que sabíamos que se nos venía encima con este Gobierno incompetente, corrupto y mentiroso”, nos dice. Su virtud como ciudadano es la claridad. Y como historiador, más. Es necesaria esa claridad cuando abordas una materia como la suya: el siglo XX español. Sobre todo cuando desde algunos bandos continúa una tergiversación de los hechos. 

A Preston le debemos sin embargo la mejor biografía sobre Franco que se ha escrito hasta la fecha. Y muchos ensayos alrededor de esa figura, que han colocado el foco en su perfil sanguinario cuando, no solo en España, también fuera, se había instalado una suerte de imagen blanda respecto a otros tiranos coetáneos suyos.

Con Preston aprendimos que Franco estuvo a la altura —o, más bien, en la misma cloaca— que otras bestias en términos de crueldad. Una crueldad que además, más allá del fanatismo, el dictador español aplicó por ventajismo. Para asegurarse a perpetuidad en el poder. Algo que consiguió tras haber laminado a todo tipo de opositores, al menos hasta el punto de que no le estorbaran más de lo necesario su meta de morir como jefe del Estado. Lo leímos, por ejemplo, en La guerra civil española, Un pueblo traicionado, El holocausto español —el libro que más ha hecho sufrir a Preston, nos confiesa— y ahora en Arquitectos del terror (Debate), donde cuenta cómo el franquismo se alzó con el poder en los años treinta, entre otros factores, por medio de bulos. Bulos que provocaron entonces una guerra civil y que hoy, 90 años después, todavía siguen esparciéndose y, lo que resulta más asombroso, calando en un sector nada desdeñable de la población.

No cesa la ofensiva por cambiar los consensos sobre el franquismo. Hemos tenido que escuchar a dirigentes del PP que la guerra no se produjo tras un golpe de Estado, o a Vox, en el Congreso, calificando al actual Gobierno de Pedro Sánchez como el peor en 80 años, es decir, más nocivo que la dictadura. ¿No le deprime que, tras años de trabajo echando abajo esas teorías con hechos, continúen extendiéndose en boca de líderes políticos?

Recuerdo que hace 20 años, cuando los periodistas me preguntaban si esa tensión sobre la Guerra Civil iba a durar, yo, guiri inocente, respondía: “No, seguramente es cuestión de tiempo”. Pero cada vez que lo digo, surge un brote de franquismo preocupante. Lo que no veo es la ventaja de hablar en estos términos. En Occidente existe un debate entre izquierda y derecha intenso e interesante sobre temas que afectan a la gente que en España, en cambio, se reduce a términos de guerra cultural. Sobre todo cuando tocan asuntos como la homosexualidad y vienen con varias chuminadas provistas de una amargura… Incluso aquí, en el Reino Unido, cuando se ha polarizado todo en lo del Brexit, no han llegado a tanto. Las distancias en cuestión de tiempo respecto a los años treinta son colosales. Pero, aun así, continúan con ello.

¿Qué beneficios reporta, aparte de traumas? ¿Un retorcido masoquismo?

La izquierda, aun con alguna justificación, o los familiares todavía pueden hablar de temas pendientes. Pero en la derecha lloraron a sus muertos. Lo solucionaron en el momento en las zonas tomadas por los franquistas. Entonces, ¿de qué coño hablan?

Cuando llegó a España por primera vez en los años sesenta, como dice usted, empeñarse en hablar de la guerra era cuestión de tiempo. ¿Cuánto pensaba entonces que duraría?

Yo entendía muy poco. Era verdaderamente un país extraño y extranjero. Mi abuelo me advertía: “Ten cuidado, hijo, que allí comen cosas rarísimas y lo cocinan todo con aceite de oliva…”. Yo había nacido justo después de la II Guerra Mundial. En el colegio, en casi todos los atlas había muchos países en rojo, es decir, que formaban parte del Imperio Británico. Nos educaron con esa superioridad que yo me quité pronto de encima. Y mira ahora, de ahí viene en parte el Brexit. Cuando yo empecé a estudiar España, la República, la Guerra Civil, me chocaba el cerrilismo de la derecha. En comparación, entonces, los conservadores británicos eran mucho más listos.

¿En qué?
Aplicaban lo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo: cambiar algo para que todo siguiera igual. Ahora, la derecha británica es tan cerril, casi, como la española.

Dice que ese sentido de superioridad usted se lo quitó pronto. ¿Cómo?

Viajando. Para mí, lo más importante en mi vida han sido los años que pasé en España. Ahí adquirí conciencia de qué suponía ser británico. Al vivir fuera. Yo aprendí en Oxford que para conocer y hacerte especialista en un país debías adquirir una especie de segunda identidad. Los cuatro años que pasé en España desarrollé una percepción de la diferencia o aprecié el sentido de la vida familiar. En el Reino Unido, con la revolución industrial, muchas costumbres folclóricas, tradicionales, habían desaparecido. En España no. Y eso me parecía divino. O que los acentos no estuvieran ligados a la clase social… Yo pertenezco a la clase obrera del norte. Ahora da igual, estoy viejo y más cerca de cascar, pero para sobrevivir en el mundo en el que yo me he desenvuelto… Por ejemplo, ir a Oxford con una beca no era nada normal en mi caso. Todavía pasa. Sigue siendo muy elitista. Sentías esa presión, la de hablar como ellos. Lo que pasa es que, al ser de Liverpool, tenemos una mala follá que nos sirve para defendernos. Se puede decir que en el Reino Unido conviven dos idiomas: el normando para las clases altas y el anglosajón para las clases más bajas. En esos aspectos me llamaban mucho la atención esas diferencias.

¿Cuánto tiempo se quedó en España la primera vez?
Tardé mucho en regresar. Viajar entonces era muy caro y más complicado. Me quedé como dos años. Llegué al aeropuerto de Gatwick en hora punta. Al montarme en un tren, acostumbrado a la gente con piel de aceituna, me sorprendieron tantas caras rojas. Todos me parecían caricaturas de novelas de Dickens. Llegué y sentí la delicia de haber aprendido otro idioma. Algo que se ha perdido ahora también con las becas Erasmus, esa maravilla, gracias a que estos desgraciados del Brexit han cortado con eso.

Vuelven ustedes al famoso parte de guerra de la II Guerra Mundial: “Niebla en el canal, el continente está aislado”. ¿Le deprime?
¡Muchísimo! Y encima la pandemia ha beneficiado en ese aspecto a Boris Johnson. Ha ralentizado las consecuencias, que serán muchas más que las que vivimos ahora.

Las que veíamos venir: sin exagerar y bien rápido.

Ya el referéndum fue un horror. No se hubiera tenido que permitir una victoria por solo un 51%. Se han cometido demasiados errores. Si, como en el referéndum de Escocia, hubiesen permitido a los menores de 16 años votar, el resultado hubiese sido otro, por ejemplo. En fin…

Aquella primera vez en España, llegó usted a Vallecas directamente. ¿Es así?

Fue un día, solo, por contacto con un amigo. Pero cuando llegué a Madrid, lo que me sorprendió en los alrededores de la Puerta del Sol eran las tiendas ortopédicas para mutilados de la guerra. También los olores en los restaurantes o los artesanos trabajando a la puerta en sus tiendas. Para alguien británico resultaba muy exótico.

Se sufre mucho por usted leyendo este último libro. Si para prepararlo ha tenido que escuchar los discursos de los generales Queipo de Llano o Mola, o los del padre Tusquets y José María Pemán, piensas: se le ha debido quedar el cerebro seco. ¿Cómo se supera eso?

Bueno, yo ya me había curtido con El holocausto español. Muchos días, mi mujer, al volver del trabajo, me encontraba llorando sobre el teclado. Los crímenes contra mujeres y niños eran insoportables. En este libro iba trazando biografías concretas. Hablamos de tipos retorcidos, perversos o, en el caso de Tusquets y Pemán, responsables con sus doctrinas de muchos muertos mientras que en algunos periodos dieron la impresión de ser una especie de santos laicos. El Pemán que quedó en la Transición poco tenía que ver con el de la guerra. Y el padre Tusquets, para alguien que como yo se crio católico —aunque ya me quité hace tiempo—, es un caso que repele por esa hipocresía que lo caracteriza.

La tenían más que tomada con los judíos. El antisemitismo fanático que todos ellos despiden es clarificador.

Increíble. Existían en España 3.000 judíos antes de que empezaran a ser expulsados del norte y centro de Europa. Luego pasaron a 6.000. Masones eran 8.000, más o menos. En el fichero de Tusquets reunía a 80.000; entre ellos, muchos de los militares franquistas. ¿Cómo podía ser posible? El caso es que les sirvió como buena excusa para perseguir a cualquiera.

De hecho, si a Franco le hubieran inspeccionado la biblioteca, hubiese caído. Poseía unos cuantos volúmenes masónicos.

¡Claro! Muy interesante. Parece que sí, que coqueteó con ellos e intentó entrar en la masonería.

Ya, porque Franco, muy al principio, ¿sabía que era franquista?

Efectivamente, eso se lo tuvo que enseñar su esposa, doña Carmen.

Antes resultaba una especie de ameba ideológica. No enseñaba las cartas.

Ni sabía dónde las tenía.

Y de su nuevo libro se desprende que era el moderado, al lado de Mola, Queipo de Llano, ­Tusquet o Pemán. ¿Les tomaba en serio?

En comparación, sí, lo era. No solo de ellos, que cuentan con su capítulo propio en el libro. También en relación con quienes pululan alrededor: Serrano Suñer, Carrero Blanco, ambos llegaron a ser cruciales para el régimen como miembros destacados del Gobierno, pero también el escritor Giménez Caballero. Todos ellos muy moralistas sin que precisamente llevaran una vida pulcra.

En el antisemitismo que todos ellos compartían, la Iglesia, por su parte, ¿no mantiene una posición más ambigua?

Yo creo que la Iglesia es entonces antisemita, claramente. Pero, además, en todos ellos no operaba una distinción entre lo étnico y lo religioso, igual que ocurría con los nazis. Eran antisemitas y punto.

¿De dónde viene ese sentido patrimonial que empuja a la derecha más radical a pensar que España es suya?

Entre otras cosas, de la construcción de la anti España como idea. Aquello empuja a querer eliminar al 60% de la población. Tienen a la mayoría del país en contra de ello. Por eso deciden exterminarlos o expulsarlos.

Con atención especial a los maestros, por ejemplo, o la inquina en ese caso redoblada a la Institución Libre de Enseñanza, que formaban ante todo liberales, no una izquierda dogmática.

Ellos hablan del peligro de la formación. Más que desprecio, aquello se debía al miedo. De ahí su rechazo a que se generalizara la educación, porque creían que formar obreros o pastores incrementaba el peligro de revueltas.

El fanatismo y la radicalidad de Mola y Queipo de Llano, ¿llegan a asustar al propio Franco? Usted apunta con datos, casi sin dudas, a que la muerte del primero pudo ser conscientemente provocada. Un complot. Y que la caída en desgracia del segundo no extraña. Incluso en este último caso apunta a una relación rara con su hija. ¿Qué pasó?

Mantenía una relación insana, diría. En la biografía que hizo su nieta, Ana Quevedo, describe como sofocante el vínculo del general con su hija Maruja. Eso trajo las consecuentes sospechas de su mujer. Cuando Maruja decidió casarse sin su consentimiento, Queipo, en un arrebato de cólera incontrolable, la desheredó. Su madre entonces dio rienda suelta a sus sospechas y le preguntó a Maruja si su oposición al matrimonio se debía a motivos, dijo, “que iban más allá del amor paterno”. Y le preguntó: “¿Alguna vez se te ha insinuado o se ha propasado contigo?”. Maruja se negó a responder. A todos les superaba la doble moral, la hipocresía. Ahí nos movemos en un territorio delicado. He tenido muchísimo cuidado. En el libro, por un lado, se ve adoración; por otro, rechazo. Yo lo trato en el límite de lo permisible legalmente.

¿De ahí el título del capítulo que le dedica: El psicópata del sur? Es un extremo que se sostiene mediante testigos en ese regusto por la violencia y los abusos con que incitaba a sus tropas.

Era absolutamente repugnante.

Pero ahí sigue, enterrado en la iglesia de la Macarena.

Curioso que él continúe ahí y a Franco se lo hayan llevado del Valle de los Caídos.

Insisto en un punto: ¿le desespera después de haberse pasado la vida denunciando con hechos las brutalidades de estos personajes que se les reivindique o se quite importancia a sus crímenes?

Soy consciente de que mis libros llegan a una ínfima parte de la población. Intento ser honesto, aunque a la prensa de derechas les parezca un mentiroso diletante. Pero no se me ocurre contestarles ni a quienes se pasan la vida tratando de desacreditarme. Hago lo que puedo, soy consciente. Además, no utilizo las redes sociales. Me parecen una pérdida de tiempo que prefiero emplear en leer clásicos.

¿Qué tiene ahora entre manos?
Estoy en algo que no sé si va a cuajar. Ando recopilando material, pero me gustaría escribir algo sobre la vida sexual de los dictadores. Aunque va a ser complicado. Me gustaría abordar a Franco, a Hitler, a Mussolini. Otros no dan mucho de sí. De Mussolini podría escribir cientos de páginas, pero de Salazar, el portugués, como mucho, tres.

¿Que caracterizaba a cada uno de ellos?
Franco era tímido con las mujeres; Mussolini era predador agresivo, incluso un violador, y Hitler, un abanico de perversiones.

Promete la cosa. Pero aparte de eso, que ya nos irá contando, entretanto, ¿le llega el ruido político que ensordece hoy España?

Me llega porque leo los medios españoles, pero, si me limitara a informarme sobre ello desde el Reino Unido, no me enteraría. No lo cubren, ni le dan importancia.

¿Le preocupa?
Algo que repito mucho en mi caso es que menudo problema tengo yo con el pasado como para preocuparme ahora por el futuro. En eso, quizás, sea demasiado complaciente. Primero, dentro de la Unión Europea es muy difícil que se produzcan estallidos de violencia. Lo que buscan de manera descarada es volver al poder. Y eso dependerá, como siempre, de que la izquierda no se divida.

Pues ese error puede volver a cometerse. ¿Tampoco le desespera, en ese espacio, el desprecio al pasado como para volver a tropezar otra vez con la misma piedra?

En el Reino Unido ya se ha vuelto a cometer. El actual líder moderado, sir Keir Starmer, está intentando llevar al Partido Laborista hacia el centro para evitar los errores que cometió su antecesor de izquierdas, Jeremy Corbyn. Los seguidores de este, a quien se puede hacer una comparación muy interesante con Largo Caballero por su retórica hueca revolucionaria, están obstaculizando lo que pretende Starmer. Entonces, se puede decir que la izquierda británica no es consciente del pasado español. Quien sí fue muy consciente de ello y al principio, como mínimo, actuaba en consecuencia fue Felipe González. Y creo que Pedro Sánchez también lo es. Ahora, yo, insisto, no sé si los políticos leen los libros en los que se tratan esos asuntos. Ni idea de hasta qué punto un político tiene tiempo para leerse un tocho de 700 páginas. 

SOBRE LA FIRMA
Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

martes, 19 de julio de 2016

PAUL PRESTON / HISPANISTA “España tiene un déficit educativo sobre la Guerra Civil”

16 DE JULIO DE 2016

El hispanista Paul Preston (Liverpool, 1946) nos recibe en su cocina, taza de té en mano. En el 80º aniversario del inicio de la Guerra Civil, el historiador ha actualizado su libro La guerra civil española (Debate) en una versión gráfica, con dibujos de José Pablo García. Resulta sorprendente, cuando menos, que aquel chico del Liverpool obrero y bombardeado acabara en la distinguida Universidad de Oxford, estudiando lo que entonces se consideraba más “periodismo” que Historia. Preston ocupa la cátedra Príncipe de Asturias de Historia Contemporánea española y es director del Centro Cañada Blanch para el estudio de la España contemporánea de la London School of Economics &  Political Science.

¿Tiene España un problema con la memoria histórica de la dictadura?
Sí. Por una razón obvia: el régimen de Franco se basaba en el terror. Sus tácticas bélicas estaban calculadas para matar al mayor número posible de republicanos. Su control posterior de la educación, el púlpito y los medios fue total. De este modo, hubo un lavado de cerebro nacional, creándose lo que se ha llamado el franquismo sociológico. En el momento de la Transición, al establecer una democracia limitada (la mejor posible dadas las circunstancias), no iba a haber un contralavado de cerebro; lógicamente, porque era una democracia y existía una libertad de expresión que se extendía a los franquistas. Claro, estos no querían saber nada de la memoria histórica. Sobre las víctimas de los republicanos se había investigado a fondo. Primero, por las propias autoridades republicanas y, después, a través de todo el follón de la causa general, etc. Pero con las víctimas de Franco, ocurrió lo contrario. En los primeros años de la Transición, los políticos no quisieron hacer nada, incluso los de izquierdas. Recuerdo haber tenido discusiones con Alfonso Guerra, y decirme este: “No es el momento, es muy peligroso”. Cosa que se puede entender, porque en los primeros años de la Transición...

¿Cómo se vivió aquello?
Una de las (muchas) cosas que a mí me cabrean es quien dice que la Transición fue un desastre. Fue la mejor posible en unas circunstancias tremendamente peligrosas. Hay que pensar que, en el momento de morir Franco, había unas Fuerzas Armadas entrenadas no para defender España del enemigo exterior sino del interior. Y además estaba la Guardia Civil, que ahora es una tropa de buenazos que controlan el tráfico pero que entonces era acojonante; lo recuerdo muy bien, porque yo era estudiante en España a finales de los años sesenta. Y los grises, es decir, la policía armada, que también eran unos hijos de puta. A eso se le sumaban 200.000 falangistas con licencias de armas. Entre esto y el franquismo sociológico --los que se habían criado en él o beneficiado de él--, no es de extrañar que se diera lo que se ha venido a llamar “el pacto del olvido”, no remover las cenizas, no profundizar en la memoria histórica. Aunque, afortunadamente, existía un miniejército de historiadores locales que sí lo estudiaron. Aun así, hoy en día quedan provincias enteras donde no se ha investigado nada; claro, gobernadas por el PP.

Y las izquierdas, ¿no han tenido problemas también con su propia memoria?
Como en cualquier problema histórico, siempre hay montones de interpretaciones. Evidentemente, aquellos que siguen la línea CNT-FAI o la línea POUM acusan a Negrín, a la mayoría de los socialistas y, sobre todo, al Partido Comunista, de ser unos asesinos. ¿Por qué? Porque estos últimos habían llegado a la conclusión de que, para proseguir la guerra, había que hacer un esfuerzo bélico convencional: la idea de los anarquistas y el POUM de hacer una guerra revolucionaria chocaba con las necesidades de guerra. ¿De dónde iban a sacar las armas? Habría sido cuestión de llamar por teléfono a Franco y decir “¿A usted le importa dejar de hacer la guerra unos 5 o 10 años mientras nosotros hacemos nuestra revolución? Y luego ya volvemos”. ¡Una chuminada! Aparte de las peleas, realmente desagradables, entre profranquistas y prorrepublicanos en la historiografía de la guerra, dentro de la izquierda, como decís, hay también muchas disputas.

¿Por qué dedicarse a la Historia de España?
Nací en el año 1946, en Liverpool, que había sido una ciudad muy castigada por el blitz, los bombardeos nazis, precisamente por ser el punto de llegada del armamento americano. Cuando era pequeño, los adultos conversaban mucho sobre ello. Con ocho, nueve años, los juegos en la calle eran alemanes contra británicos. Cogíamos las gabardinas y las abotonábamos como una capa; corríamos agarrándolas de manera que cada uno era un avión. ¡¡Brrrrrrmm!! A los diez años, empecé a hacer maquetas de aviones de guerra, empecé a leer sobre todo esto. Cuando tocó ir a la universidad, gané una beca para ir a Oxford, un lugar muy elitista. Que un chico del norte, de clase obrera, llegara allí era un pequeño milagro. No me gustó nada el ambiente social, la mayoría era gente como Boris Johnson. El temario era bastante aburrido: Historia Constitucional, mucha Historia Medieval, y se pensaba que la Historia Contemporánea no era más que “periodismo”. Me quedaba con las ganas de investigar los orígenes de la II Guerra Mundial. Hacia el final de la carrera, ya tenía claro que quería hacer un doctorado pero no sabía qué estudiar; desde luego, no quería hacerlo sobre Historia británica. Entonces me ofrecieron una beca para estudiar un máster en Reading... ¡sobre el periodo de entreguerras! Escogías dos asignaturas para todo el curso, y hacías una tesina por cada una. Yo cogí Literatura de izquierdas en entreguerras (Steinbeck, Camus, etc.) y la Guerra Civil española, de la que, salvo por un ensayo escrito en mis días de Oxford, apenas sabía nada. Éramos sólo cuatro personas en clase, y tuve la increíble suerte de que me tocó como profesor Hugh Thomas [autor de La Guerra Civil española, 1961]; un tío muy divertido que hacía el papel de excéntrico inglés, que le echaba mucho teatro. Así que, de cara a mi tesis doctoral, este tema se presentó como una gran cornucopia: la Guerra Civil española comprendía fascismo, comunismo, masonería, todo tipo de figuras históricas. Me entusiasmé y leí todo lo que pude encontrar en inglés. En seguida había agotado casi todo lo que había, que no era tanto, y decidí que tenía que aprender español y seguir con ello...

¿Un historiador llega a jubilarse o sigue siempre investigando?
Teóricamente, me jubilé de la universidad hace cinco años pero sigo trabajando: dirijo una colección editorial, un centro de investigación académica... Doy unas pocas clases y dirijo alguna tesis. Y sí, sigo y seguiré investigando hasta que ya no pueda continuar. Porque no sé qué otra cosa hacer.

¿Algún nuevo proyecto en el horizonte?
Pues una historia de España desde la Primera República hasta el presente, que lleva por título Un pueblo traicionado. Por un lado, es un resumen de lo ocurrido pero se centra sobre todo en tres temas fundamentales: la corrupción, la incompetencia política y la violencia social.

¿Cómo surgió la idea de hacer un libro de Historia en cómic?
¡No fue idea mía! En Gran Bretaña no hay tradición de cómic adulto, como creo que hay en España y, sobre todo, en Francia. Aquí se leen, lo mismo que en Estados Unidos, los cómics de superhéroes que tanto gustan a esos locos de The Big Bang Theory. La idea se le ocurrió a mi editor. Un día me dijo: “¿Qué te parece si hacemos una versión en cómic?”. “Hombre”, respondí, “es un poco ridículo; ¿quién se va a leer eso?”. Me respondió: “ Te sorprenderías”, y me dijo que haríamos lo siguiente: encontraría a un dibujante que hiciera unas cuantas páginas y, si me gustaba, seguiríamos adelante. Así, José Pablo García dibujó 15 o 20 planillas. Se las enseñé a mis hijos --de 26 y 28 años-- y les gustó. Se las enseñé a mis colegas de la universidad y, lejos de parecerles ridículo…, ¡les pareció fantástico! Me dijeron que precisamente funcionaría bien en España, donde hay un verdadero déficit educativo respecto a la Guerra Civil. Así que le dije a mi editor que adelante. Acabé encantado con el dibujante: dentro de los límites del género, ha hecho maravillas. Como máximo, habré modificado sólo dos o tres bocadillos al final, y eso para resumir el texto del libro (que él usaba como guión). Hemos trabajado en paralelo, digamos, con muy poca colaboración directa. Estoy muy, muy contento y, de hecho, es posible que vayamos a por más. Me gustaría que esto sirviera para divulgar el tema entre los jóvenes, aunque no sé si finalmente será así.

¿Tiene el historiador la función de evitar que se difundan bulos y mitos históricos?
Lo primero, hay que entender que la gente tiene muchas preocupaciones como para ponerse a leer libros de Historia. Su trabajo, su vida...
Alguna excepción hay.

Poco se sabe sobre cifras de ventas o de tirada pero, por ejemplo, parece que los libros de Pío Moa se venden muchísimo. ¿Por qué? Porque esos libros le están dando la razón al lector en sus prejuicios; confirman ese franquismo sociológico del que hemos hablado.

Pero en Gran Bretaña, los libros de Historia tienen mayor índice de ventas y en general se vende más la Historia: se hacen series, etc.
El problema es que mucho historiador español serio no es entretenido. Como si, para ellos, lo entretenido dejara de ser “serio” automáticamente.

Vamos, que ven la divulgación como algo inferior.
Bueno, una cosa es la divulgación. Pero otra muy diferente es ser ameno cuando se escribe sobre temas que no son de divulgación, que son complejos y serios. Por ejemplo, mi libro El holocausto español, ¿es un libro de divulgación, o más bien de investigación?

De divulgación e investigación: hemos visto a la gente leerlo por gusto, por morbo... Llega a gente que no tiene nada que ver con la Historia.

Bueno... pues entonces eso es ser ameno, entretenido. En la actualidad, afortunadamente, hay historiadores españoles que sí que son amenos. Julián Casanova, Enrique Moradiellos, Jorge Marco o “el Gunde” [Gutmaro Gómez Bravo]... ¡Ahora los hay! El problema es que un libro de Pío Moa es un libro que se centra en consignas generales: se caga en los muertos de los republicanos: “No hubo represión” y además “los hijos de puta se lo merecían”. Como veis, lleno de contradicciones. Pero, en fin, si uno es franquista, con una bazofia de Pío Moa o de César Vidal ya es suficiente para lo que busca. Para todos los demás, no existe un superventas generalista. Uno tiene que ponerse a comparar veinte o treinta libros escritos por historiadores buenos... Otro problema a la hora de interesarse la gente por la Historia es el sistema educativo; en España, quizás porque aún no se han cicatrizado las heridas... pero en Gran Bretaña también ocurre que hay mucha gente que no tiene ni idea de quién era Churchill.

Sin embargo, el sistema educativo británico no trata la Historia como lo hace el español, al modo del siglo XIX (es decir, una lista de datos para memorizar). En Gran Bretaña se entrena al alumno a cotejar fuentes desde los 13 años...

Recuerdo una vez, hace ya muchos años, que tuve una cátedra visitante en la Complutense, con estudiantes de posgrado. Entré en la clase --habría una veintena de alumnos-- y les dije: “He venido para daros una lectura de la Guerra Civil. Es decir, cómo la interpreto yo y por qué he llegado a estas conclusiones. Os pediré que me hagáis un trabajo semanal”. Hubo caras de terror, pero es que ese es el sistema aquí: te enseña a escribir. “Y ya os digo desde ahora que no me interesa que me deis mi versión. Lo que quiero es vuestra versión”. Al principio, estaban acojonados. Me dijeron: “El profesor nos suele imponer su libro de texto; muchas veces, entra, nos dice abran el libro por la página tal o cual y empieza a leer directamente”. ¡Pero qué docencia es esta!

¿Docencia de “sermón y púlpito”? Con libro único y sagrado.
Efectivamente. Claro, que a los quince días estaban encantados, tuvimos debates, discusiones, todo eso... Al final, creo que les gustó. Pero para mí fue chocante saber que, a nivel de posgrado, no existía entonces ese elemento de debate.

Empezamos la entrevista hablando de memoria histórica. ¿Existe un choque de memorias sobre la Transición, entre aquellos que la vivieron y aquellos que no, pero que juzgan los frutos --buenos y malos-- de los 40 años de democracia que siguieron?
Evidentemente, lo hay. Yo sí que recuerdo muy vivamente la Transición porque participaba entonces en la Junta Democrática [la alianza antifranquista formada en 1974 por el PCE, el PSP, CCOO, etc.]. Es cierto que era un cachondeo (ríe) pero eso es otro tema. Al final, si uno ha vivido solamente en democracia, se puede permitir ser mucho más crítico con ciertas cosas. Hace quince días, un equipo de documentalistas alemanes vino a entrevistarme a mi despacho y me contaron algo que me dejó helado. Dijeron que en su país, aun habiéndose dado un proceso de desnazificación tras la Segunda Guerra Mundial, muchos jóvenes carecen absolutamente de remordimientos sobre el Holocausto, lo están olvidando y, a día de hoy, muchos ultraderechistas sólo le echan en cara a Adolf Hitler el haber perdido la guerra; no la masacre de los gitanos, los judíos... Y que hay bastante odio a los británicos, por haberles derrotado (En fin, sé que somos odiables). Pero tampoco sé hasta qué punto lo que me dijeron es representativo.

MUCHOS ULTRADERECHISTAS SÓLO LE ECHAN EN CARA A ADOLF HITLER EL HABER PERDIDO LA GUERRA; NO LA MASACRE DE LOS GITANOS, LOS JUDÍOS...

¿Para qué sirve eso de la Historia?
¡Para divertir a los historiadores! (ríe). Sé que se dice mucho eso de que “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla” pero, la verdad, no lo creo... La Historia escrita, en todas sus variedades, resulta crucial para la civilización, para la educación de la gente. Pero no le veo una función específica. Pienso en mis propios libros y es verdad que hay gente que se me ha acercado en conferencias o ferias y me ha dicho que algunos de ellos les han servido de cara a su experiencia personal. En el caso de El Holocausto español [2011], fue impresionante el número de personas que me confesaron que les había ayudado a entender sus propias tragedias familiares. Recibí cartas y mails diciendo algo que a mí me costaba creer; que el libro había tenido para ellos una función psicológica. Se escribió un artículo que decía que esta obra era la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que el PP no habría permitido. Me parece una exageración pero es verdad que me lo han dicho mucho, así que puede que cierta Historia sí llegue a cumplir esa función.

¿Quizá quien analiza el pasado entiende mejor la información que proporciona el presente? Por ejemplo, leyendo un periódico y pensando en quién lo financia y qué simpatías tiene antes que creerse sin más los titulares...

De entrada, es increíblemente difícil generalizar. ¿Para qué sirve la Historia? ¿La Historia de quién? Hubo un periodo en la universidad española, y desde luego en los colegios, en que se imponía una versión. “Pasó esto, y te lo aprendes de memoria”. Pero en nuestro sistema británico no se da tanta importancia al contenido empírico de un periodo, a los hechos que sucedieron. Existe la idea de que da igual qué época estudies, lo importante son las herramientas intelectuales que aprendas a manejar, ya se hable de Grecia Antigua o de terrorismo árabe. En jerga académica, las “habilidades transferibles” o, en mis propias palabras, un shit detector, un detector de basura. A mis alumnos les hago leer un montón de libros para que aprendan a distinguir entre unos y otros. Se trata de aprender a pensar. Mucho más que conocer los hechos, esa es la verdadera utilidad de la Historia.

http://ctxt.es/es/20160713/Politica/7142/espa%C3%B1a-pp-transicion-provincias.htm

miércoles, 25 de febrero de 2015

Entrevista al historiador inglés Paul Preston. "Azaña no estuvo a la altura de las circunstancias"

Paul Preston se acerca a la Guerra Civil con la seguridad del especialista. Autor de Franco, La Guerra Civil española, Las tres Españas del 36 y El holocausto español, entre otras obras importantes, recorre los últimos meses de la contienda siguiendo los pasos, principalmente, de tres protagonistas: el coronel golpista Casado, el presidente Negrín y el socialista Besteiro. Esta es la entrevista realizada a través de correo electrónico.

-Tras leer el libro, queda la impresión de que usted ha querido hacer justicia a Negrín.
-Mi proyecto no empezó así aunque así terminara. Mi intención era explicarme a mí mismo los últimos meses de la guerra, sobre todo para explicar la tragedia final, que ya había descrito en El holocausto español aunque no me había parado a investigar las responsabilidades políticas en la zona republicana. De los tres protagonistas principales, trabajé sobre Besteiro en Las tres Españas del 36. Era consciente de sus contactos con la Quinta Columna y de su ceguera sobre las consecuencias de la victoria de Franco. Pero me chocó de nuevo su candidez e irresponsabilidad. A Casado, quizás influido por sus propios libros, le había dado el beneficio de la duda, creyendo que quería poner fin a las matanzas. En cambio, me enfrenté con un cínico, mentiroso, egoísta que actuó siempre en su propio interés y no hizo nada para evitar las consecuencias trágicas de la victoria de Franco. En comparación con estos dos, el comportamiento de Negrín era más realista que el de Besteiro y más honesto que el de Casado.

-¿Por qué costó tanto a los dirigentes políticos y a muchos militares entender el lema de Negrín "resistir es vencer"? ¿Fue el presidente del Gobierno lo suficientemente explícito para que entendieran que no pretendía ganar la guerra, sino conseguir una paz negociada, con garantías?
-Creo que muchos leían el lema a través de unos filtros emocionales. Estaban ya agotados con la guerra, al borde del derrotismo y muchos no se fiaban de los comunistas. Sin entrar a pensar a fondo lo que buscaba Negrín –o sea ganar tiempo para organizar las evacuaciones y buscar la manera de sacarle concesiones a Franco para los que no se podían exiliarse– daban por supuesto que él quiso una lucha numantina que no era el caso. En palabras de Dr Rafael Méndez, íntimo amigo de Negrín: 'Resistencia a ultranza y movilización de recursos internacionales, para conseguir una paz que previniera el exterminio de miles y miles de republicanos, constituyó el eje de la política de Negrín desde que consideró inalcanzable la victoria. El 31 de marzo de 1939, el mismo Negrín se dirigió a la Diputación Permanente del Congreso de los Diputados diciendo: 'Resistir, ¿para qué? ¿Para entrar triunfalmente en Burgos? Nunca hemos hablado ni pensado en ello. Señores, proclamar una política de resistencia implica el confesar que no se cuenta con medios para aplastar al enemigo, pero que causas superiores obligan a luchar hasta lo último, y para ello es necesario estimular y alentar el ánimo bélico de los combatientes. Negrín veía que, aunque la República no podía ganar tampoco estaba derrotada. Tenía un ejército enorme y más de la tercera parte del territorio español. Diez días después del golpe de Casado, los alemanes entraron en Praga y completaron la ocupación de Checoslovaquia. La situación internacional estaba cambiando y una amenaza de resistencia podría haberle preocupado profundamente a Franco. Sin embargo, dentro de España, muy pocos tenían la visión internacional que tenía Negrín.

-Alarma ver de qué forma la cúpula militar de la zona Centro había quedado infiltrada de espías.
-Esto lo explica muy bien el libro magistral de Ángel Bahamonde. Los oficiales de carrera que dominaban en la zona Centro habían mantenido lazos de amistad con sus antiguos compañeros. Algunos, desde el primer momento, ayudaron a la causa rebelde a base de sabotaje y filtración de información estratégica y otros, conforme se acercaba la derrota, querían intensificar esos lazos de amistad con la esperanza de salvarse.

-¿Por qué le costó tanto a Negrín confiar en algunos de los informes que le llegaban, sobre todo, de Cordón, sobre el espionaje en los altos mandos militares?
-Esta pregunta solamente la podría contestar el mismo Negrín. De todas formas, yo me atrevería a sugerir que le costaba pensar que alguien, supuestamente leal a la República, pudiera traicionarla, máxime cuando hacerlo suponía ignorar lo que supondría la victoria de Franco en términos de la represión consiguiente. Además, hay que recordar que era solamente hacia el final que Casado se arriesgó a tantear a gente próxima a Negrín, como Ignacio Hidalgo de Cisneros o Antonio Cordón. Es verdad que Negrín no tomó muy en serio esas actividades porque se fiaba de otros (también traidores y colaboradores de Casado) como los generales Matallana y Miaja.

-¿Cómo es que la República no actuó con dureza con algunos de esos mandos? ¿no cometían un delito de traición?
-Al principio, la República necesitaba oficiales con capacidad profesional, estratégica, táctica etc. Se hizo un proceso de investigación de la lealtad a través del Gabinete de Información y Control presidido por el Capitán Eleuterio Díaz-Tendero Merchán. Los que no fueron clasificados como ‘indiferentes’ o ‘fascistas’ y mostraron su disposición a luchar por la República fueron mantenidos en el Ejército y se fiaba de ellos. El cuerpo responsable de vigilarles, el SIM, se concentraba mucho más sobre los civiles de la quinta columna.

-Parece increíble que los servicios del SIM no detectaran la preparación del golpe de Casado. ¿Es porque estaba buena parte de la cúpula militar copada por la quinta columna y el SIPM?
-Por una parte, creo que Casado personalmente no era tan indiscreto. Mantenía en secreto sus relaciones con los servicios franquistas salvo con Besteiro y un grupo de sus más estrechos colaboradores militares. Sus aliados anarquistas no sabían nada de esas actividades. También hay que recordar que unos elementos importantes del Servicio de Información Militar estaban ya conspirando con Casado. Cuando Santiago Garcés Arroyo, el jefe supremo del SIM, ordenó el arresto de Casado, tropezó con el hecho de que el comandante del SIM del Ejército del Centro, Ángel Pedrero, se negó porque ya participaba en el contubernio de Casado.

-Tiene usted un capítulo, el 10, llamado El golpe, que, de ser su obra una novela, podríamos decir que es el clímax ¿Coincide? ¿Cómo se planteó su escritura? ¿No le parece a usted la base de un guión fantástico para una película histórica?
-Si yo fuera novelista, pensaría en estos términos. Sin embargo, soy historiador y mi cometido es contar lo que pasó de la manera más verídica posible a base de una investigación. Habiendo dicho esto, creo que el historiador no es solamente un investigador sino también alguien que cuenta historias basadas en la realidad. Por tanto, tiene el deber para con sus lectores de hacerlo de la manera más amena posible.

-El Partido Comunista, su teórica masiva presencia e influencia en el Ejército e incluso su supuesto control sobre el Gobierno y el propio Negrín, fue usado para justificar el golpe del 5 de marzo de 1939. Se sirvió de este argumento Casado, también lo hicieron los anarquistas, incluso lo hizo Besteiro. Era falso, pero ¿se tenía esa percepción en 1939? ¿Calaba este argumento? Parece que incluso hoy aún perdura en algunos historiadores.
-Claro que era falso. Si fuera la verdad, como siguen diciendo algunos historiadores de derechas, que la República era una marioneta de Moscú, Casado no habría tenido el éxito que tuvo. Negrín colaboraba con los comunistas porque defendían la República y porque eran el canal a través del cual llegaba la ayuda soviética. Esto no significaba que él fuera comunista o excesivamente influido por ellos. Había anarquistas y socialistas que creyeron ese mito porque, al abogar Negrín y los comunistas por la resistencia continuada, era una manera de canalizar su derrotismo y su cansancio de la guerra. También había el resentimiento por lo que habían hecho los comunistas al reprimir las ambiciones revolucionarias de los anarquistas.

-También cuesta entender la participación de Julián Besteiro.
-La motivación de Besteiro era una mezcla de soberbia e ingenuidad. Evidentemente, dada su reputación de hombre por encima de las rencillas políticas, a Casado le vino de perlas como legitimación de lo que estaba conjurando.

-Creo que usted hace una descripción muy acertada del proceder de Besteiro, al calificarlo de "ingenuidad culposa". ¿Por qué utiliza esta expresión?
-Porque había que ser ingenuo, o no haber leído ningún periódico en los dos años y medio anteriores, para no darse cuenta de lo que iba a ser la represión franquista. Y era ingenuidad culposa porque, a base de su creencia errónea de que no iba a haber una represión, obstaculizó las posibilidades de evacuación de miles de republicanos y así contribuyó a su suerte trágica.

-Al final, Besteiro decide quedarse en España. ¿Una decisión que, de alguna manera, le honra, aunque quizás no oculte su tremendo error?
-Efectivamente. Un sacrificio inútil que contribuyó a mantener su reputación pero que no sirvió para limitar la represión en lo más mínimo.

-Otro papel discutible es el de Azaña. ¿Cree que estuvo a la altura de las circunstancias?
-No. Hubo muchísimos elementos admirables en Azaña. Sin embargo, su cobardía al huir después de la caída de Catalunya dejó a la República sin jefe de Estado y dio una excusa a los gobiernos francés y británico para reconocer a Franco y dificultar la situación de Negrín.

-Al final, la Guerra Civil terminó un poco como empezó: con un golpe de Estado, en el que los sublevados se justifican por el peligro revolucionario comunista. ¿Se cierra un círculo que Franco explotó muy convenientemente y que le benefició incluso cuando gobernó, cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial?
-Sí. En ninguna de las dos circunstancias hubo peligro revolucionario comunista alguno pero las circunstancias internacionales permitían a Franco aprovecharse de esa retórica falsa.

-El papel de Gran Bretaña ayudó poco a la República y el reconocimiento del gobierno de Burgos, cuando aún no había finalizado la guerra, perjudicó todavía más las pretensiones de Negrín de conseguir una paz negociada. ¿Por qué esa especie de desconfianza o animadversión hacia la República por parte de las autoridades británicas?
-El gobierno británico durante la Guerra Civil era muy conservador y ferozmente anticomunista. Se había tragado el bulo de la conspiración comunista lanzado por los golpistas en 1936. Además, las clases altas británicas tenían muchos lazos con las españolas, desde el duque de Alba (también duque de Berwick-on-Tweed y emparentado con la familia real británica) hasta los muchos españoles (sobre todo de Jerez) educados en los colegios privados ingleses más elitistas. El gobierno conservador simpatizaba con Hitler y Mussolini porque esperaba que ellos fuesen una fuerza anticomunista.

-También queda al final del libro una cosa clara, un rasgo de Franco que usted ha puesto en evidencia en otras de sus obras: su carácter tremendamente astuto y calculador y su decisión de acabar físicamente con el contrario. ¿Es así? ¿Por qué maltrató incluso a los militares que le ayudaron, como Matallana, Casado…?
-No hay duda de que Franco, a pesar de su mediocridad cultural, era muy astuto cuando de medir las debilidades de un enemigo se tratase. La gratitud nunca fue uno de sus rasgos y, a los que no se habían declarado plenamente a favor del alzamiento, por muy útiles que fuesen sus servicios a su causa, les trataba como enemigos. Había algunas excepciones –las explica muy bien el Dr. Bahamonde Magro– y una de ellas fue Casado. Si bien no tuvo los premios que él esperaba, en cambio Franco facilitó su evacuación a Gran Bretaña donde recibió un trato excepcional por sus servicios en acelerar la derrota republicana.
Blai Felip Palau. La Vanguardia
Fuente original: http://www.lavanguardia.com/cultura/20150222/54426429380/paul-preston-azana.html

lunes, 5 de enero de 2015

Paul Preston: “En España se ve al que discrepa como a un enemigo”

Ha escrito miles de páginas sobre la Guerra Civil, la II República y las vidas de personajes tan influyentes como el rey Juan Carlos y Santiago Carrillo.
Como hispanista, cuando trabaja deja de lado sus ideas (se define como socialista de izquierdas) para guiarse por su olfato.

Paul Preston (Liverpool, Reino Unido, 1946) ha investigado tanto y acumula tal cantidad de documentos en su domicilio londinense –solo el garaje rebosa de cartas y documentos sobre la vida del Partido Comunista de España y Francisco Franco– que, a veces, para redactar un nuevo título le basta con poner el foco en el tema. En 2011 se jubiló como profesor de la London School of Economics and Political Science porque la legislación vigente así lo requería. Sin embargo, lo volvieron a contratar para que siguiera como director del Centro Cañada Blanch para el Estudio de la España Contemporánea. Además dirige tesis, proyectos de investigación y el programa de publicaciones del centro. Con todo, saca tiempo para realizar nuevas investigaciones. La prestigiosa universidad cuenta con una biblioteca cercana a los 7.000 títulos históricos. Hace unos meses descubrió que apenas había dedicado unas pocas páginas al caos que se vivió en los días previos a la rendición de las tropas republicanas y decidió meterse con la última batalla. Ahora acaba de llegar a las librerías El final de la guerra (Debate), una crónica desgarradora en torno al odio y las traiciones de los políticos que dirigían el destino de la República.

Preston llega puntual a la cita en la Facultad, ataviado con un traje negro, en el que brilla la Cruz de Isabel la Católica prendida en el ojal de la americana, y unas deportivas oscuras. Paul Preston, una combinación de caballero inglés con un toque cheli, habla un español de Chamberí con palabrotas que ajusta con rigor a las frases; coleccionista compulsivo de libros y discos, prefiere las coplas de Angelillo que las bulerías de Camarón, y como lector relee a Dickens y Galdós. Su nuevo libro defiende que “el golpe del coronel Casado contra Juan Negrín, en marzo de 1939, con las tropas franquistas sitiando Madrid, provocó una catástrofe humanitaria”.

El final de la guerra provoca escalofríos. La imagen de socialistas y anarquistas deteniendo a comunistas con las tropas franquistas a las puertas de Madrid deja claro el caos que se vivió. Desgraciadamente así suelen ser los momentos finales de los derrotados de las guerras civiles. En el caso español, la República había sido abandonada por franceses e ingleses, en medio de unas condiciones espantosas de malnutrición y un sentimiento enorme de derrotismo. Pero lo que envenenó todo fue el odio general hacia los comunistas, aunque el libro refleja muchos odios diferentes y cómo se engañaban unos a otros.

Julián Besteiro creía que si la República hubiera ganado la guerra, se habría convertido en una dictadura comunista. Esa es otra de las chuminadas de Besteiro. Soy reacio a esas especulaciones del tipo “qué hubiera pasado si…”, pero, bueno, vamos a jugar. La única manera de que la República hubiera ganado la guerra habría sido si británicos y franceses le hubieran dado en 1936 sus derechos internacionales y hubieran impedido la ayuda alemana, en tal caso no habría sido necesaria la ayuda de la Unión Soviética.

Bueno, al menos Besteiro aguantó en Madrid con la gente hasta la entrada de los nacionales. Hay muchos que salvan su reputación con su muerte. Eso mismo se puede decir de Lluís Companys, al que su martirio le corona con una aureola de heroísmo y victimismo. Besteiro decía que no le iba a pasar nada, creía que el franquismo sería mejor que la dictadura de Primo de Rivera. Su muerte fue trágica, y sus errores, monumentales, y murió por ello.

¿Cree que la resistencia, como proponía Negrín, era posible tras la caída de Barcelona, sin apenas aviones, con la flota fuera de España y con más de cuatrocientas personas muriendo de hambre cada semana en un Madrid sitiado? Uffff, evidentemente la pregunta es muy acertada, pero ¿lo que hizo Casado estuvo mejor? Sin haber preparado nada para la evacuación de los civiles, habría sido más acertado resistir, pero vayamos a los hechos: Negrín basaba su estrategia en la confianza de que los problemas internacionales degeneraran en una guerra mundial y que Italia y Alemania lucharan contra Francia e Inglaterra. Cuando hablaba de resistencia numantina, lo que intentaba era ganar tiempo para organizar la salida de exiliados. Franco había ganado, pero aún quedaba mucho por hacer.

Franco sabía que había ganado la guerra y su idea era que el que gana no negocia. Yo cuento la historia a base de juntar los hechos. Evidentemente Franco tenía la victoria asegurada, que no es lo mismo que decir que había ganado. En la zona que quedaba había todavía un gran ejército con un millón de hombres en armas y Negrín contaba con bazas para jugar. Franco no quiso negociar, pero tampoco se encontraba a principios de marzo en condiciones de lanzar una gran ofensiva.

Su visión de los políticos en esos días resulta bastante amarga: Azaña ya estaba fuera del país y reclamaba su paga; el general Rojo, que también se había puesto a salvo, pedía la rendición; las Cortes se habían disuelto… Poca gente sale bien de esa historia, para mí solo Negrín. Me ha llamado mucho la atención que después fuera el único que no hablaba mal de los demás.

Pero su figura ha sido cuestionada por algunos historiadores, lo acusaban de haber vaciado las cajas del Banco de España. No fue así, el dinero que se había acumulado se gastaba en cuidar a los exiliados en Francia, luego en organizar los barcos a México y las inversiones que se hicieron para montar pequeños negocios. De todo ese dinero que se llevó a México se apoderó Prieto. La lucha entre la Junta de Ayuda a los Republicanos Españoles (JARE, 31 de julio de 1939, Ligado al socialista de Prieto) y el Servicio de Evacuación de los Refugiados Españoles (SERE, febrero de 1939, ligado a Negrín) da como tema para otro libro. Negrín pudo vivir bien en el exilio porque procedía de una familia con dinero.

Usted dice que las acusaciones contra los comunistas sobre la confiscación de objetos de valor también se podrían aplicar a socialistas y anarquistas. Los aviones con el equipaje de los políticos que abandonaban el país camino del exilio, incluido Negrín, iban tan cargados que amenazaban con no poder despegar. Es un tema muy difícil de estudiar. Gente como Cipriano Mera terminó en un campo de concentración, y la mayoría de los anarquistas y los obreros que salen no llevan nada; los pocos que pudieron escapar salen tras la caída de Cataluña, ese fue el gran exilio. Los otros… qué dinero podían llevar si el dinero republicano no valía nada. ¿De qué robos hablamos? De joyas y cosas así. Hay evidencias de que en el mes de marzo hubo muchos políticos de todas las ideas que escapaban con maletas llenas de azafrán. Había que ser tonto para ignorar lo que iba a suponer la represión franquista.

Ya había noticias sobre lo que ocurría en las ciudades que tomaban las tropas franquistas. Todas las grandes ciudades estaban llenas de refugiados que contaban lo que pasaba. Los que decían que había que llegar a un acuerdo con Franco no debían ni haber leído los periódicos. Estaba la Ley de Represión Política, y que cada vez que le preguntaban, Franco decía que tenía un millón de personas en la lista. No se puede culpar a los que escaparon con lo que podían porque si usted sabe que mañana llega a Madrid el Ejército Islámico y se tiene que ir al exilio, se lleva lo que puede, estas cosas se deben enjuiciar desde el lado humano.

Después de tantos años investigando nuestra historia ¿qué le ha aportado Los últimos días de la guerra? ¡Muchísimo! Al empezarlo me di cuenta de que, yo que he escrito tanto sobre la Guerra Civil, no había dedicado más de dos o tres páginas a cómo fue el final. No sabía por qué Negrín estaba en la oposición y este libro me ha dado una opinión mucho más favorable. Lo que el tío aguantó, trabajando día y noche. Hubo también anécdotas fascinantes como cuando descubrí que el coronel Casado tuvo una amante en Londres. En las fotos que he encontrado cuando está con ella parece David Niven, posa como una estrella de cine. Se le ve feliz y arrogante.

¿Qué va a hacer ahora? ¿Una biografía de Negrín? Ya hay cinco magníficas; las mejores, la de Enrique Moradiellos, que fue alumno mío, y la de Stanley G. Payne, y ambas son definitivas. Me tienta porque mi gran pasión son las biografías, lo que me engancha son los personajes, pero tengo dudas. No queda mucha gente a la que le interese ya este tipo de cuestiones. Mi próximo libro se va a llamar La traición de un pueblo, que es una historia de España en el siglo XX, cuyas líneas básicas son la incompetencia y la corrupción de la clase política... Seguir leyendo aquí.
http://elpais.com/elpais/2014/12/26/eps/1419623183_843259.html