viernes, 19 de noviembre de 2021

_- Paul Preston: “Franco era tímido con las mujeres; Mussolini, un predador agresivo, y Hitler, un abanico de perversiones”

                     

 Cuando al historiador nacido en Liverpool le preguntan en el Reino Unido si la guerra civil española y el franquismo dan para tanto, se le ocurre otro libro más. Ha pasado su vida dedicado al siglo XX de un país cuyas heridas sangrantes ha ayudado a clarificar. Ahora, con ‘Arquitectos del terror’, su nuevo ensayo, desmonta y señala a los autores de los bulos y mentiras que llevaron al desastre.

Con el Reino Unido bloqueado y a trancas y barrancas tras el Brexit, Paul Preston (Liverpool, 75 años) vive en Londres una suerte de distopía: “Aunque, bueno, es lo que sabíamos que se nos venía encima con este Gobierno incompetente, corrupto y mentiroso”, nos dice. Su virtud como ciudadano es la claridad. Y como historiador, más. Es necesaria esa claridad cuando abordas una materia como la suya: el siglo XX español. Sobre todo cuando desde algunos bandos continúa una tergiversación de los hechos. 

A Preston le debemos sin embargo la mejor biografía sobre Franco que se ha escrito hasta la fecha. Y muchos ensayos alrededor de esa figura, que han colocado el foco en su perfil sanguinario cuando, no solo en España, también fuera, se había instalado una suerte de imagen blanda respecto a otros tiranos coetáneos suyos.

Con Preston aprendimos que Franco estuvo a la altura —o, más bien, en la misma cloaca— que otras bestias en términos de crueldad. Una crueldad que además, más allá del fanatismo, el dictador español aplicó por ventajismo. Para asegurarse a perpetuidad en el poder. Algo que consiguió tras haber laminado a todo tipo de opositores, al menos hasta el punto de que no le estorbaran más de lo necesario su meta de morir como jefe del Estado. Lo leímos, por ejemplo, en La guerra civil española, Un pueblo traicionado, El holocausto español —el libro que más ha hecho sufrir a Preston, nos confiesa— y ahora en Arquitectos del terror (Debate), donde cuenta cómo el franquismo se alzó con el poder en los años treinta, entre otros factores, por medio de bulos. Bulos que provocaron entonces una guerra civil y que hoy, 90 años después, todavía siguen esparciéndose y, lo que resulta más asombroso, calando en un sector nada desdeñable de la población.

No cesa la ofensiva por cambiar los consensos sobre el franquismo. Hemos tenido que escuchar a dirigentes del PP que la guerra no se produjo tras un golpe de Estado, o a Vox, en el Congreso, calificando al actual Gobierno de Pedro Sánchez como el peor en 80 años, es decir, más nocivo que la dictadura. ¿No le deprime que, tras años de trabajo echando abajo esas teorías con hechos, continúen extendiéndose en boca de líderes políticos?

Recuerdo que hace 20 años, cuando los periodistas me preguntaban si esa tensión sobre la Guerra Civil iba a durar, yo, guiri inocente, respondía: “No, seguramente es cuestión de tiempo”. Pero cada vez que lo digo, surge un brote de franquismo preocupante. Lo que no veo es la ventaja de hablar en estos términos. En Occidente existe un debate entre izquierda y derecha intenso e interesante sobre temas que afectan a la gente que en España, en cambio, se reduce a términos de guerra cultural. Sobre todo cuando tocan asuntos como la homosexualidad y vienen con varias chuminadas provistas de una amargura… Incluso aquí, en el Reino Unido, cuando se ha polarizado todo en lo del Brexit, no han llegado a tanto. Las distancias en cuestión de tiempo respecto a los años treinta son colosales. Pero, aun así, continúan con ello.

¿Qué beneficios reporta, aparte de traumas? ¿Un retorcido masoquismo?

La izquierda, aun con alguna justificación, o los familiares todavía pueden hablar de temas pendientes. Pero en la derecha lloraron a sus muertos. Lo solucionaron en el momento en las zonas tomadas por los franquistas. Entonces, ¿de qué coño hablan?

Cuando llegó a España por primera vez en los años sesenta, como dice usted, empeñarse en hablar de la guerra era cuestión de tiempo. ¿Cuánto pensaba entonces que duraría?

Yo entendía muy poco. Era verdaderamente un país extraño y extranjero. Mi abuelo me advertía: “Ten cuidado, hijo, que allí comen cosas rarísimas y lo cocinan todo con aceite de oliva…”. Yo había nacido justo después de la II Guerra Mundial. En el colegio, en casi todos los atlas había muchos países en rojo, es decir, que formaban parte del Imperio Británico. Nos educaron con esa superioridad que yo me quité pronto de encima. Y mira ahora, de ahí viene en parte el Brexit. Cuando yo empecé a estudiar España, la República, la Guerra Civil, me chocaba el cerrilismo de la derecha. En comparación, entonces, los conservadores británicos eran mucho más listos.

¿En qué?
Aplicaban lo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo: cambiar algo para que todo siguiera igual. Ahora, la derecha británica es tan cerril, casi, como la española.

Dice que ese sentido de superioridad usted se lo quitó pronto. ¿Cómo?

Viajando. Para mí, lo más importante en mi vida han sido los años que pasé en España. Ahí adquirí conciencia de qué suponía ser británico. Al vivir fuera. Yo aprendí en Oxford que para conocer y hacerte especialista en un país debías adquirir una especie de segunda identidad. Los cuatro años que pasé en España desarrollé una percepción de la diferencia o aprecié el sentido de la vida familiar. En el Reino Unido, con la revolución industrial, muchas costumbres folclóricas, tradicionales, habían desaparecido. En España no. Y eso me parecía divino. O que los acentos no estuvieran ligados a la clase social… Yo pertenezco a la clase obrera del norte. Ahora da igual, estoy viejo y más cerca de cascar, pero para sobrevivir en el mundo en el que yo me he desenvuelto… Por ejemplo, ir a Oxford con una beca no era nada normal en mi caso. Todavía pasa. Sigue siendo muy elitista. Sentías esa presión, la de hablar como ellos. Lo que pasa es que, al ser de Liverpool, tenemos una mala follá que nos sirve para defendernos. Se puede decir que en el Reino Unido conviven dos idiomas: el normando para las clases altas y el anglosajón para las clases más bajas. En esos aspectos me llamaban mucho la atención esas diferencias.

¿Cuánto tiempo se quedó en España la primera vez?
Tardé mucho en regresar. Viajar entonces era muy caro y más complicado. Me quedé como dos años. Llegué al aeropuerto de Gatwick en hora punta. Al montarme en un tren, acostumbrado a la gente con piel de aceituna, me sorprendieron tantas caras rojas. Todos me parecían caricaturas de novelas de Dickens. Llegué y sentí la delicia de haber aprendido otro idioma. Algo que se ha perdido ahora también con las becas Erasmus, esa maravilla, gracias a que estos desgraciados del Brexit han cortado con eso.

Vuelven ustedes al famoso parte de guerra de la II Guerra Mundial: “Niebla en el canal, el continente está aislado”. ¿Le deprime?
¡Muchísimo! Y encima la pandemia ha beneficiado en ese aspecto a Boris Johnson. Ha ralentizado las consecuencias, que serán muchas más que las que vivimos ahora.

Las que veíamos venir: sin exagerar y bien rápido.

Ya el referéndum fue un horror. No se hubiera tenido que permitir una victoria por solo un 51%. Se han cometido demasiados errores. Si, como en el referéndum de Escocia, hubiesen permitido a los menores de 16 años votar, el resultado hubiese sido otro, por ejemplo. En fin…

Aquella primera vez en España, llegó usted a Vallecas directamente. ¿Es así?

Fue un día, solo, por contacto con un amigo. Pero cuando llegué a Madrid, lo que me sorprendió en los alrededores de la Puerta del Sol eran las tiendas ortopédicas para mutilados de la guerra. También los olores en los restaurantes o los artesanos trabajando a la puerta en sus tiendas. Para alguien británico resultaba muy exótico.

Se sufre mucho por usted leyendo este último libro. Si para prepararlo ha tenido que escuchar los discursos de los generales Queipo de Llano o Mola, o los del padre Tusquets y José María Pemán, piensas: se le ha debido quedar el cerebro seco. ¿Cómo se supera eso?

Bueno, yo ya me había curtido con El holocausto español. Muchos días, mi mujer, al volver del trabajo, me encontraba llorando sobre el teclado. Los crímenes contra mujeres y niños eran insoportables. En este libro iba trazando biografías concretas. Hablamos de tipos retorcidos, perversos o, en el caso de Tusquets y Pemán, responsables con sus doctrinas de muchos muertos mientras que en algunos periodos dieron la impresión de ser una especie de santos laicos. El Pemán que quedó en la Transición poco tenía que ver con el de la guerra. Y el padre Tusquets, para alguien que como yo se crio católico —aunque ya me quité hace tiempo—, es un caso que repele por esa hipocresía que lo caracteriza.

La tenían más que tomada con los judíos. El antisemitismo fanático que todos ellos despiden es clarificador.

Increíble. Existían en España 3.000 judíos antes de que empezaran a ser expulsados del norte y centro de Europa. Luego pasaron a 6.000. Masones eran 8.000, más o menos. En el fichero de Tusquets reunía a 80.000; entre ellos, muchos de los militares franquistas. ¿Cómo podía ser posible? El caso es que les sirvió como buena excusa para perseguir a cualquiera.

De hecho, si a Franco le hubieran inspeccionado la biblioteca, hubiese caído. Poseía unos cuantos volúmenes masónicos.

¡Claro! Muy interesante. Parece que sí, que coqueteó con ellos e intentó entrar en la masonería.

Ya, porque Franco, muy al principio, ¿sabía que era franquista?

Efectivamente, eso se lo tuvo que enseñar su esposa, doña Carmen.

Antes resultaba una especie de ameba ideológica. No enseñaba las cartas.

Ni sabía dónde las tenía.

Y de su nuevo libro se desprende que era el moderado, al lado de Mola, Queipo de Llano, ­Tusquet o Pemán. ¿Les tomaba en serio?

En comparación, sí, lo era. No solo de ellos, que cuentan con su capítulo propio en el libro. También en relación con quienes pululan alrededor: Serrano Suñer, Carrero Blanco, ambos llegaron a ser cruciales para el régimen como miembros destacados del Gobierno, pero también el escritor Giménez Caballero. Todos ellos muy moralistas sin que precisamente llevaran una vida pulcra.

En el antisemitismo que todos ellos compartían, la Iglesia, por su parte, ¿no mantiene una posición más ambigua?

Yo creo que la Iglesia es entonces antisemita, claramente. Pero, además, en todos ellos no operaba una distinción entre lo étnico y lo religioso, igual que ocurría con los nazis. Eran antisemitas y punto.

¿De dónde viene ese sentido patrimonial que empuja a la derecha más radical a pensar que España es suya?

Entre otras cosas, de la construcción de la anti España como idea. Aquello empuja a querer eliminar al 60% de la población. Tienen a la mayoría del país en contra de ello. Por eso deciden exterminarlos o expulsarlos.

Con atención especial a los maestros, por ejemplo, o la inquina en ese caso redoblada a la Institución Libre de Enseñanza, que formaban ante todo liberales, no una izquierda dogmática.

Ellos hablan del peligro de la formación. Más que desprecio, aquello se debía al miedo. De ahí su rechazo a que se generalizara la educación, porque creían que formar obreros o pastores incrementaba el peligro de revueltas.

El fanatismo y la radicalidad de Mola y Queipo de Llano, ¿llegan a asustar al propio Franco? Usted apunta con datos, casi sin dudas, a que la muerte del primero pudo ser conscientemente provocada. Un complot. Y que la caída en desgracia del segundo no extraña. Incluso en este último caso apunta a una relación rara con su hija. ¿Qué pasó?

Mantenía una relación insana, diría. En la biografía que hizo su nieta, Ana Quevedo, describe como sofocante el vínculo del general con su hija Maruja. Eso trajo las consecuentes sospechas de su mujer. Cuando Maruja decidió casarse sin su consentimiento, Queipo, en un arrebato de cólera incontrolable, la desheredó. Su madre entonces dio rienda suelta a sus sospechas y le preguntó a Maruja si su oposición al matrimonio se debía a motivos, dijo, “que iban más allá del amor paterno”. Y le preguntó: “¿Alguna vez se te ha insinuado o se ha propasado contigo?”. Maruja se negó a responder. A todos les superaba la doble moral, la hipocresía. Ahí nos movemos en un territorio delicado. He tenido muchísimo cuidado. En el libro, por un lado, se ve adoración; por otro, rechazo. Yo lo trato en el límite de lo permisible legalmente.

¿De ahí el título del capítulo que le dedica: El psicópata del sur? Es un extremo que se sostiene mediante testigos en ese regusto por la violencia y los abusos con que incitaba a sus tropas.

Era absolutamente repugnante.

Pero ahí sigue, enterrado en la iglesia de la Macarena.

Curioso que él continúe ahí y a Franco se lo hayan llevado del Valle de los Caídos.

Insisto en un punto: ¿le desespera después de haberse pasado la vida denunciando con hechos las brutalidades de estos personajes que se les reivindique o se quite importancia a sus crímenes?

Soy consciente de que mis libros llegan a una ínfima parte de la población. Intento ser honesto, aunque a la prensa de derechas les parezca un mentiroso diletante. Pero no se me ocurre contestarles ni a quienes se pasan la vida tratando de desacreditarme. Hago lo que puedo, soy consciente. Además, no utilizo las redes sociales. Me parecen una pérdida de tiempo que prefiero emplear en leer clásicos.

¿Qué tiene ahora entre manos?
Estoy en algo que no sé si va a cuajar. Ando recopilando material, pero me gustaría escribir algo sobre la vida sexual de los dictadores. Aunque va a ser complicado. Me gustaría abordar a Franco, a Hitler, a Mussolini. Otros no dan mucho de sí. De Mussolini podría escribir cientos de páginas, pero de Salazar, el portugués, como mucho, tres.

¿Que caracterizaba a cada uno de ellos?
Franco era tímido con las mujeres; Mussolini era predador agresivo, incluso un violador, y Hitler, un abanico de perversiones.

Promete la cosa. Pero aparte de eso, que ya nos irá contando, entretanto, ¿le llega el ruido político que ensordece hoy España?

Me llega porque leo los medios españoles, pero, si me limitara a informarme sobre ello desde el Reino Unido, no me enteraría. No lo cubren, ni le dan importancia.

¿Le preocupa?
Algo que repito mucho en mi caso es que menudo problema tengo yo con el pasado como para preocuparme ahora por el futuro. En eso, quizás, sea demasiado complaciente. Primero, dentro de la Unión Europea es muy difícil que se produzcan estallidos de violencia. Lo que buscan de manera descarada es volver al poder. Y eso dependerá, como siempre, de que la izquierda no se divida.

Pues ese error puede volver a cometerse. ¿Tampoco le desespera, en ese espacio, el desprecio al pasado como para volver a tropezar otra vez con la misma piedra?

En el Reino Unido ya se ha vuelto a cometer. El actual líder moderado, sir Keir Starmer, está intentando llevar al Partido Laborista hacia el centro para evitar los errores que cometió su antecesor de izquierdas, Jeremy Corbyn. Los seguidores de este, a quien se puede hacer una comparación muy interesante con Largo Caballero por su retórica hueca revolucionaria, están obstaculizando lo que pretende Starmer. Entonces, se puede decir que la izquierda británica no es consciente del pasado español. Quien sí fue muy consciente de ello y al principio, como mínimo, actuaba en consecuencia fue Felipe González. Y creo que Pedro Sánchez también lo es. Ahora, yo, insisto, no sé si los políticos leen los libros en los que se tratan esos asuntos. Ni idea de hasta qué punto un político tiene tiempo para leerse un tocho de 700 páginas. 

SOBRE LA FIRMA
Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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