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viernes, 19 de noviembre de 2021

_- Paul Preston: “Franco era tímido con las mujeres; Mussolini, un predador agresivo, y Hitler, un abanico de perversiones”

                     

 Cuando al historiador nacido en Liverpool le preguntan en el Reino Unido si la guerra civil española y el franquismo dan para tanto, se le ocurre otro libro más. Ha pasado su vida dedicado al siglo XX de un país cuyas heridas sangrantes ha ayudado a clarificar. Ahora, con ‘Arquitectos del terror’, su nuevo ensayo, desmonta y señala a los autores de los bulos y mentiras que llevaron al desastre.

Con el Reino Unido bloqueado y a trancas y barrancas tras el Brexit, Paul Preston (Liverpool, 75 años) vive en Londres una suerte de distopía: “Aunque, bueno, es lo que sabíamos que se nos venía encima con este Gobierno incompetente, corrupto y mentiroso”, nos dice. Su virtud como ciudadano es la claridad. Y como historiador, más. Es necesaria esa claridad cuando abordas una materia como la suya: el siglo XX español. Sobre todo cuando desde algunos bandos continúa una tergiversación de los hechos. 

A Preston le debemos sin embargo la mejor biografía sobre Franco que se ha escrito hasta la fecha. Y muchos ensayos alrededor de esa figura, que han colocado el foco en su perfil sanguinario cuando, no solo en España, también fuera, se había instalado una suerte de imagen blanda respecto a otros tiranos coetáneos suyos.

Con Preston aprendimos que Franco estuvo a la altura —o, más bien, en la misma cloaca— que otras bestias en términos de crueldad. Una crueldad que además, más allá del fanatismo, el dictador español aplicó por ventajismo. Para asegurarse a perpetuidad en el poder. Algo que consiguió tras haber laminado a todo tipo de opositores, al menos hasta el punto de que no le estorbaran más de lo necesario su meta de morir como jefe del Estado. Lo leímos, por ejemplo, en La guerra civil española, Un pueblo traicionado, El holocausto español —el libro que más ha hecho sufrir a Preston, nos confiesa— y ahora en Arquitectos del terror (Debate), donde cuenta cómo el franquismo se alzó con el poder en los años treinta, entre otros factores, por medio de bulos. Bulos que provocaron entonces una guerra civil y que hoy, 90 años después, todavía siguen esparciéndose y, lo que resulta más asombroso, calando en un sector nada desdeñable de la población.

No cesa la ofensiva por cambiar los consensos sobre el franquismo. Hemos tenido que escuchar a dirigentes del PP que la guerra no se produjo tras un golpe de Estado, o a Vox, en el Congreso, calificando al actual Gobierno de Pedro Sánchez como el peor en 80 años, es decir, más nocivo que la dictadura. ¿No le deprime que, tras años de trabajo echando abajo esas teorías con hechos, continúen extendiéndose en boca de líderes políticos?

Recuerdo que hace 20 años, cuando los periodistas me preguntaban si esa tensión sobre la Guerra Civil iba a durar, yo, guiri inocente, respondía: “No, seguramente es cuestión de tiempo”. Pero cada vez que lo digo, surge un brote de franquismo preocupante. Lo que no veo es la ventaja de hablar en estos términos. En Occidente existe un debate entre izquierda y derecha intenso e interesante sobre temas que afectan a la gente que en España, en cambio, se reduce a términos de guerra cultural. Sobre todo cuando tocan asuntos como la homosexualidad y vienen con varias chuminadas provistas de una amargura… Incluso aquí, en el Reino Unido, cuando se ha polarizado todo en lo del Brexit, no han llegado a tanto. Las distancias en cuestión de tiempo respecto a los años treinta son colosales. Pero, aun así, continúan con ello.

¿Qué beneficios reporta, aparte de traumas? ¿Un retorcido masoquismo?

La izquierda, aun con alguna justificación, o los familiares todavía pueden hablar de temas pendientes. Pero en la derecha lloraron a sus muertos. Lo solucionaron en el momento en las zonas tomadas por los franquistas. Entonces, ¿de qué coño hablan?

Cuando llegó a España por primera vez en los años sesenta, como dice usted, empeñarse en hablar de la guerra era cuestión de tiempo. ¿Cuánto pensaba entonces que duraría?

Yo entendía muy poco. Era verdaderamente un país extraño y extranjero. Mi abuelo me advertía: “Ten cuidado, hijo, que allí comen cosas rarísimas y lo cocinan todo con aceite de oliva…”. Yo había nacido justo después de la II Guerra Mundial. En el colegio, en casi todos los atlas había muchos países en rojo, es decir, que formaban parte del Imperio Británico. Nos educaron con esa superioridad que yo me quité pronto de encima. Y mira ahora, de ahí viene en parte el Brexit. Cuando yo empecé a estudiar España, la República, la Guerra Civil, me chocaba el cerrilismo de la derecha. En comparación, entonces, los conservadores británicos eran mucho más listos.

¿En qué?
Aplicaban lo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo: cambiar algo para que todo siguiera igual. Ahora, la derecha británica es tan cerril, casi, como la española.

Dice que ese sentido de superioridad usted se lo quitó pronto. ¿Cómo?

Viajando. Para mí, lo más importante en mi vida han sido los años que pasé en España. Ahí adquirí conciencia de qué suponía ser británico. Al vivir fuera. Yo aprendí en Oxford que para conocer y hacerte especialista en un país debías adquirir una especie de segunda identidad. Los cuatro años que pasé en España desarrollé una percepción de la diferencia o aprecié el sentido de la vida familiar. En el Reino Unido, con la revolución industrial, muchas costumbres folclóricas, tradicionales, habían desaparecido. En España no. Y eso me parecía divino. O que los acentos no estuvieran ligados a la clase social… Yo pertenezco a la clase obrera del norte. Ahora da igual, estoy viejo y más cerca de cascar, pero para sobrevivir en el mundo en el que yo me he desenvuelto… Por ejemplo, ir a Oxford con una beca no era nada normal en mi caso. Todavía pasa. Sigue siendo muy elitista. Sentías esa presión, la de hablar como ellos. Lo que pasa es que, al ser de Liverpool, tenemos una mala follá que nos sirve para defendernos. Se puede decir que en el Reino Unido conviven dos idiomas: el normando para las clases altas y el anglosajón para las clases más bajas. En esos aspectos me llamaban mucho la atención esas diferencias.

¿Cuánto tiempo se quedó en España la primera vez?
Tardé mucho en regresar. Viajar entonces era muy caro y más complicado. Me quedé como dos años. Llegué al aeropuerto de Gatwick en hora punta. Al montarme en un tren, acostumbrado a la gente con piel de aceituna, me sorprendieron tantas caras rojas. Todos me parecían caricaturas de novelas de Dickens. Llegué y sentí la delicia de haber aprendido otro idioma. Algo que se ha perdido ahora también con las becas Erasmus, esa maravilla, gracias a que estos desgraciados del Brexit han cortado con eso.

Vuelven ustedes al famoso parte de guerra de la II Guerra Mundial: “Niebla en el canal, el continente está aislado”. ¿Le deprime?
¡Muchísimo! Y encima la pandemia ha beneficiado en ese aspecto a Boris Johnson. Ha ralentizado las consecuencias, que serán muchas más que las que vivimos ahora.

Las que veíamos venir: sin exagerar y bien rápido.

Ya el referéndum fue un horror. No se hubiera tenido que permitir una victoria por solo un 51%. Se han cometido demasiados errores. Si, como en el referéndum de Escocia, hubiesen permitido a los menores de 16 años votar, el resultado hubiese sido otro, por ejemplo. En fin…

Aquella primera vez en España, llegó usted a Vallecas directamente. ¿Es así?

Fue un día, solo, por contacto con un amigo. Pero cuando llegué a Madrid, lo que me sorprendió en los alrededores de la Puerta del Sol eran las tiendas ortopédicas para mutilados de la guerra. También los olores en los restaurantes o los artesanos trabajando a la puerta en sus tiendas. Para alguien británico resultaba muy exótico.

Se sufre mucho por usted leyendo este último libro. Si para prepararlo ha tenido que escuchar los discursos de los generales Queipo de Llano o Mola, o los del padre Tusquets y José María Pemán, piensas: se le ha debido quedar el cerebro seco. ¿Cómo se supera eso?

Bueno, yo ya me había curtido con El holocausto español. Muchos días, mi mujer, al volver del trabajo, me encontraba llorando sobre el teclado. Los crímenes contra mujeres y niños eran insoportables. En este libro iba trazando biografías concretas. Hablamos de tipos retorcidos, perversos o, en el caso de Tusquets y Pemán, responsables con sus doctrinas de muchos muertos mientras que en algunos periodos dieron la impresión de ser una especie de santos laicos. El Pemán que quedó en la Transición poco tenía que ver con el de la guerra. Y el padre Tusquets, para alguien que como yo se crio católico —aunque ya me quité hace tiempo—, es un caso que repele por esa hipocresía que lo caracteriza.

La tenían más que tomada con los judíos. El antisemitismo fanático que todos ellos despiden es clarificador.

Increíble. Existían en España 3.000 judíos antes de que empezaran a ser expulsados del norte y centro de Europa. Luego pasaron a 6.000. Masones eran 8.000, más o menos. En el fichero de Tusquets reunía a 80.000; entre ellos, muchos de los militares franquistas. ¿Cómo podía ser posible? El caso es que les sirvió como buena excusa para perseguir a cualquiera.

De hecho, si a Franco le hubieran inspeccionado la biblioteca, hubiese caído. Poseía unos cuantos volúmenes masónicos.

¡Claro! Muy interesante. Parece que sí, que coqueteó con ellos e intentó entrar en la masonería.

Ya, porque Franco, muy al principio, ¿sabía que era franquista?

Efectivamente, eso se lo tuvo que enseñar su esposa, doña Carmen.

Antes resultaba una especie de ameba ideológica. No enseñaba las cartas.

Ni sabía dónde las tenía.

Y de su nuevo libro se desprende que era el moderado, al lado de Mola, Queipo de Llano, ­Tusquet o Pemán. ¿Les tomaba en serio?

En comparación, sí, lo era. No solo de ellos, que cuentan con su capítulo propio en el libro. También en relación con quienes pululan alrededor: Serrano Suñer, Carrero Blanco, ambos llegaron a ser cruciales para el régimen como miembros destacados del Gobierno, pero también el escritor Giménez Caballero. Todos ellos muy moralistas sin que precisamente llevaran una vida pulcra.

En el antisemitismo que todos ellos compartían, la Iglesia, por su parte, ¿no mantiene una posición más ambigua?

Yo creo que la Iglesia es entonces antisemita, claramente. Pero, además, en todos ellos no operaba una distinción entre lo étnico y lo religioso, igual que ocurría con los nazis. Eran antisemitas y punto.

¿De dónde viene ese sentido patrimonial que empuja a la derecha más radical a pensar que España es suya?

Entre otras cosas, de la construcción de la anti España como idea. Aquello empuja a querer eliminar al 60% de la población. Tienen a la mayoría del país en contra de ello. Por eso deciden exterminarlos o expulsarlos.

Con atención especial a los maestros, por ejemplo, o la inquina en ese caso redoblada a la Institución Libre de Enseñanza, que formaban ante todo liberales, no una izquierda dogmática.

Ellos hablan del peligro de la formación. Más que desprecio, aquello se debía al miedo. De ahí su rechazo a que se generalizara la educación, porque creían que formar obreros o pastores incrementaba el peligro de revueltas.

El fanatismo y la radicalidad de Mola y Queipo de Llano, ¿llegan a asustar al propio Franco? Usted apunta con datos, casi sin dudas, a que la muerte del primero pudo ser conscientemente provocada. Un complot. Y que la caída en desgracia del segundo no extraña. Incluso en este último caso apunta a una relación rara con su hija. ¿Qué pasó?

Mantenía una relación insana, diría. En la biografía que hizo su nieta, Ana Quevedo, describe como sofocante el vínculo del general con su hija Maruja. Eso trajo las consecuentes sospechas de su mujer. Cuando Maruja decidió casarse sin su consentimiento, Queipo, en un arrebato de cólera incontrolable, la desheredó. Su madre entonces dio rienda suelta a sus sospechas y le preguntó a Maruja si su oposición al matrimonio se debía a motivos, dijo, “que iban más allá del amor paterno”. Y le preguntó: “¿Alguna vez se te ha insinuado o se ha propasado contigo?”. Maruja se negó a responder. A todos les superaba la doble moral, la hipocresía. Ahí nos movemos en un territorio delicado. He tenido muchísimo cuidado. En el libro, por un lado, se ve adoración; por otro, rechazo. Yo lo trato en el límite de lo permisible legalmente.

¿De ahí el título del capítulo que le dedica: El psicópata del sur? Es un extremo que se sostiene mediante testigos en ese regusto por la violencia y los abusos con que incitaba a sus tropas.

Era absolutamente repugnante.

Pero ahí sigue, enterrado en la iglesia de la Macarena.

Curioso que él continúe ahí y a Franco se lo hayan llevado del Valle de los Caídos.

Insisto en un punto: ¿le desespera después de haberse pasado la vida denunciando con hechos las brutalidades de estos personajes que se les reivindique o se quite importancia a sus crímenes?

Soy consciente de que mis libros llegan a una ínfima parte de la población. Intento ser honesto, aunque a la prensa de derechas les parezca un mentiroso diletante. Pero no se me ocurre contestarles ni a quienes se pasan la vida tratando de desacreditarme. Hago lo que puedo, soy consciente. Además, no utilizo las redes sociales. Me parecen una pérdida de tiempo que prefiero emplear en leer clásicos.

¿Qué tiene ahora entre manos?
Estoy en algo que no sé si va a cuajar. Ando recopilando material, pero me gustaría escribir algo sobre la vida sexual de los dictadores. Aunque va a ser complicado. Me gustaría abordar a Franco, a Hitler, a Mussolini. Otros no dan mucho de sí. De Mussolini podría escribir cientos de páginas, pero de Salazar, el portugués, como mucho, tres.

¿Que caracterizaba a cada uno de ellos?
Franco era tímido con las mujeres; Mussolini era predador agresivo, incluso un violador, y Hitler, un abanico de perversiones.

Promete la cosa. Pero aparte de eso, que ya nos irá contando, entretanto, ¿le llega el ruido político que ensordece hoy España?

Me llega porque leo los medios españoles, pero, si me limitara a informarme sobre ello desde el Reino Unido, no me enteraría. No lo cubren, ni le dan importancia.

¿Le preocupa?
Algo que repito mucho en mi caso es que menudo problema tengo yo con el pasado como para preocuparme ahora por el futuro. En eso, quizás, sea demasiado complaciente. Primero, dentro de la Unión Europea es muy difícil que se produzcan estallidos de violencia. Lo que buscan de manera descarada es volver al poder. Y eso dependerá, como siempre, de que la izquierda no se divida.

Pues ese error puede volver a cometerse. ¿Tampoco le desespera, en ese espacio, el desprecio al pasado como para volver a tropezar otra vez con la misma piedra?

En el Reino Unido ya se ha vuelto a cometer. El actual líder moderado, sir Keir Starmer, está intentando llevar al Partido Laborista hacia el centro para evitar los errores que cometió su antecesor de izquierdas, Jeremy Corbyn. Los seguidores de este, a quien se puede hacer una comparación muy interesante con Largo Caballero por su retórica hueca revolucionaria, están obstaculizando lo que pretende Starmer. Entonces, se puede decir que la izquierda británica no es consciente del pasado español. Quien sí fue muy consciente de ello y al principio, como mínimo, actuaba en consecuencia fue Felipe González. Y creo que Pedro Sánchez también lo es. Ahora, yo, insisto, no sé si los políticos leen los libros en los que se tratan esos asuntos. Ni idea de hasta qué punto un político tiene tiempo para leerse un tocho de 700 páginas. 

SOBRE LA FIRMA
Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

viernes, 4 de enero de 2019

El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Lucidez y nostalgia reaccionaria.

Jesús María Montero Barrado
Rebelión

La novela de un aristócrata
 “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”. Se trata de una frase originaria de la novela El gatopardo*, escrita por Giuseppe Tomasi de Lampedusa y publicada en 1958. También aparece en la película homónima con la que en 1963 Luchino Visconti adaptó magistralmente la novela. La frase, en fin, ha sido utilizada en la ciencia política como una forma de comportamiento humano en contextos de cambio. Encierra de modo sintético una de las claves del funcionamiento de las sociedades -en las que su componente dinámico conlleva la simultaneidad de elementos de continuidad y de cambio- y de determinados comportamientos de los individuos dentro de lo que normalmente se denomina oportunismo.

La novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma di Montechiaro, es el testimonio de un miembro de la vieja clase aristocrática en extinción, resignado por lo que está aconteciendo, pero orgulloso de su estirpe y de su condición. La narración se centra en la figura de Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, principal aristócrata de la isla de Sicilia y directamente vinculado con la casa de los borbones que reinó en Nápoles y Sicilia hasta 1860, momento en que se suma -resignado, eso sí- al proceso de unificación italiano que culminaría diez años después. El narrador omnisciente es el alter ego de don Fabrizio, que no es otro que el propio Lampedusa, descendiente directo del personaje histórico Giulio Fabrizio Tomasi, bisabuelo del escritor.

La novela está situada en Sicilia, que hasta 1860 formó parte junto con Nápoles del reino de las Dos Sicilias, y transcurre en su mayor parte entre 1860 y 1862. La presencia de los camisas rojas de Giuseppe Garibaldi en la isla, bajo el manto del reino de Piamonte, fue el factor decisivo para el levantamiento de parte de la población contra el monarca napolitano y su adhesión a la guerra de unificación. En 1860 se había iniciado una nueva fase en el proceso de unificación de los territorios dispersos que en 1861 dio lugar al reino de Italia, con capital en Turín, y que en 1870 culminó con la conquista de Roma. Los dos últimos capítulos del libro se desarrollan posteriormente: en 1883, año en que muere el príncipe don Fabrizio, y 1910, momento en que se produce el desenlace de la trama novelesca trazada por el autor. El protagonista principal es el citado don Fabrizio, príncipe de Salina, que se encuentra presente a lo largo de la obra como personaje y prácticamente en toda la narración.

La nobleza frente a la nueva realidad
La novela tiene entre los personajes principales a Tancredi Falconeri, sobrino del príncipe don Fabrizio. Pese a su militancia dentro del movimiento unificador y más concretamente en las huestes de Garibaldi, su tío siente por él una gran simpatía. La suficiente para disculpar como puede sus andanzas políticas, cosa que hasta el propio monarca llega a reprenderle, al principio con sutileza y luego con dureza:

“-Salina, ven aquí. Me han dicho que en Palermo andas en malas compañías. Ese sobrino tuyo, Falconeri… ¿qué esperas para apretarle las clavijas?
-Pero Majestad, le aseguro que a Tancredi sólo le interesan las mujeres y los naipes.

Y el rey perdió la paciencia:
-Salina, Salina, déjate de tonterías. El responsable eres tú, su tutor. Dile que mire lo que hace. Adiós” (18).
De la boca de Tancredi sale precisamente la famosa frase, aunque no como una expresión aislada, sino con un claro sentido dentro del contexto histórico que están viviendo:

“Por el rey, sí, ¿pero qué rey? Si nosotros no participamos también, esos tipos son capaces de encajarnos la república. Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie. ¿Me explico?” (27).

Tancredi, perteneciente a la nobleza, si bien de una rama colateral y menor a la de su tío, es consciente del horizonte que tiene delante para conseguir un hueco de relieve en el régimen político que se está alumbrando y en la nueva sociedad. Por eso se une a las filas garibaldinas, donde confluyen los sectores políticos más radicalizados del movimiento de unificación e integrados en gran medida por los sectores populares.

Resulta evidente que Tancredi no es un garibaldino puro, en la medida que está desmarcándose del ideal republicano que el héroe italiano más popular defiende para su país. Su actitud es una forma de oportunismo, para lo que utiliza las posibilidades que le ofrecen las fuerzas más dinámicas del momento y poder de esa manera acomodarse en una situación nueva y en proceso de crecimiento: el liberalismo político, que se expresa desde el nacionalismo, en comunión con las aspiraciones de una clase social en ascenso que no es otra que la burguesía.

Desde el momento en que Tancredi pronuncia la famosa frase, la simpatía de don Fabrizio hacia su sobrino empieza a tornarse en admiración, que el narrador la califica de inteligencia. Así aparece en un pasaje de la obra cuando el narrador dice “según él” que la actitud de Tancredi supone “aquella capacidad para adaptarse con rapidez, aquella perspicacia mundana, aquel dominio innato del matiz que le permitía utilizar el lenguaje demagógico en boga” (55).

¿Es también oportunismo político lo que hace y dice don Fabrizio? De entrada la respuesta ha de ser afirmativa. Posee la inteligencia suficiente para saber leer el momento histórico que está viviendo. Pero difiere del oportunismo de su sobrino no sólo por la posición relevante que ha tenido en la sociedad que está feneciendo, sino también por lo que va descubriendo de la que está naciendo, en la que acaba instalándose desde una resignada y prudente distancia.

¿Amor noble frente amor burgués?
Dentro de la trama no falta la correspondiente historia de amor y que hace de nudo gordiano entre varios personajes. Se basa en el triángulo formado por el propio Tancredi, su prima Concetta y Angelica. Dos muchachas jóvenes de distinta condición y con futuros diferentes. Angelica es la hija de don Calogero, antiguo campesino enriquecido y prototipo de burgués y liberal, que además es el alcalde de Donafugatta, el pueblo donde la familia Salina pasa los veranos.

Durante una cena en que están presentes las dos familias, Tancredi queda deslumbrado por la belleza de Angelica. Y es a través de un episodio que cuenta, cuando en cierta ocasión entró en un convento de Palermo durante una acción militar, cómo el narrador nos presenta la barrera que se interpone entre un Tancredi inmaduro y anticlerical y una Concetta inocente y ferviente católica.

La ambigüedad aparece en su plenitud cuando al día siguiente la familia Salina visita el convento de la beata Corbèra, haciendo uso del privilegio que le corresponde. Tancredi desea hacerlo también y así lo hace saber:

“-Tío, ¿no podrías conseguir que yo también entrase? Al fin y al cabo, la mitad de mi sangre es de Salina, y nunca he estado aquí” (66).

La petición encierra, sin embargo, un misterio: ¿entrar en el convento o entrar en la familia a través del matrimonio con Concetta? Quien le responde, sin embargo, es la prima, que lo hace entre la ironía y el rechazo. Es, sin duda, su venganza, dolida por la peripecia contada por su primo la noche anterior y que interpretó desde su visión religiosa rigorista. Una postura vengativa que acaba cerrando las puertas de un matrimonio con su primo:

“-No le hagas caso, papá, bromea; al menos ya ha conseguido entrar en un convento; que se conforme, pues; no es justo que entre el nuestro” (67).

Se inicia entonces un doble distanciamiento. El anímico, de Concetta, y el físico, de Tancredi, que se ve obligado a ir de nuevo al la guerra. Desde ese momento Tancredi busca en su tío la persona que medie con don Calogero para que le comunique su amor hacia Angelica y el deseo de casarse con ella. Cuando su tía Maria Stella, la mujer del príncipe, conoce el contenido de la carta escrita por Tancredi, su reacción resulta muy sintomática del cúmulo de sensaciones que está viviendo la vieja clase aristocrática:

“Es un traidor, como todos los liberales de su calaña; ¡primero traicionó al rey, ahora nos traiciona a nosotros! ¡Él, con su cara falsa, con sus palabras llenas de miel y sus actos cargados de veneno! ¡Eso es lo que sucede cuando se trae a casa gente que tiene sangre extraña mezclada con la propia!” (74).

En su respuesta el marido, sin embargo, intenta poner un poco de cordura, consciente de los tiempos que se están viviendo:

“Stellucina, estás diciendo demasiadas tonterías; además no sabes lo que dices (…). [Tancredi] no es un traidor: sabe adaptarse a las circunstancias, tanto en política como en la vida privada” (75).

Es de nuevo el narrador el que pone orden al cúmulo de situaciones que se están dando. Manifiesta en boca y pensamiento del príncipe una clara conciencia de que los cambios que se están dando suponen pérdidas graves, pero no ponen en peligro la existencia como clase. Es la traducción a la realidad de la frase alusiva a que todo cambie para que todo siga igual:

“los grandes intereses del reino (de las Dos Sicilias), los intereses de su clase, sus propios privilegios, habían sufrido, sí, graves lesiones, pero los acontecimientos no habían puesto en peligro su supervivencia” (83).

Cuando se produce el rito de la entrega de la mano de Angelica por parte de don Calogero, éste, después de hacer una relación de sus bienes e informarle de la dote que va a recibir su hija, trasmite a don Fabrizio algo que guardaba como una sorpresa:
“también los Sedàra son nobles”.
Una alusión a la tradicional compra de títulos nobiliarios por parte de la burguesía, que tenía como fin lustrar su condición, pero tan mal vista desde los círculos de la aristocracia. De ahí que el narrador, lleno de un evidente desprecio de clase, escriba al respecto:

“nos limitaremos a decir que aquella salida heráldica de don Calogero le deparó al príncipe el incomparable goce estético de asistir a la encarnación perfecta de un tipo, y que la risa contenida endulzó tanto su boca que llegó a sentir náuseas” (97).

La burguesía en el poder
A medida que se van precipitando los acontecimientos políticos, una nueva conversación entre el príncipe don Fabrizio y su sobrino Tancredi resulta muy reveladora del carácter van tomando. Las piezas del rompecabezas empiezan a encajar y la conocida frase de Tancredi sigue ganando sentido:

“-¿Así que vosotros, los garibaldinos, ya no lleváis la camisa roja?”
(…) -¿De qué garibaldinos nos hablas, tiazo? ¡Eso ya pasó!” (109).

En pleno rumbo dirigido a consolidar la construcción del nuevo estado liberal y unificado, don Fabrizio recibe la propuesta de ser nombrado senador, lo que le trasmite un funcionario piamontés, en cuyo reino se está gestando el núcleo de la nueva Italia. La respuesta del príncipe no deja lugar a dudas:

“Escuche, Chevalley: si se hubiera tratado de un nombramiento honorífico, un mero título para poner en la tarjeta de visita, lo habría aceptado con todo gusto” (129).

Para más tarde concluir rotundo:
“(…) pero no puedo aceptar. Soy un representante de la vieja clase y me siento por fuerza comprometido con el régimen borbónico al que me liga el sentido de la decencia, ya que no el afecto” (132).

En este momento el narrador nos muestra a un don Fabrizio que se encuentra a la vez seguro y resignado. Por eso, argumentando su negativa a aceptar el nombramiento de senador, le dice al señor Aimone Chevalley:

“hace un momento usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas del mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderías de Manchester” (129-130).

Una clara muestra de la idea que tiene del mundo concreto en que vive, una Sicilia agraria y atrasada, a la que ve incapaz -ni le interesa- de ponerse a la altura de los avances económicos que tienen en Inglaterra el epicentro del mundo. Una manifestación, en fin, de la preeminencia de clase que siente: frente al pueblo, al que desprecia por inmaduro, y frente a la burguesía, a la que desprecia por vulgar.

En la confrontación entre lo viejo y lo nuevo, don Fabrizio siente un claro apego por su mundo, que, aunque agonizante, lo considera superior desde su condición de miembro de una clase a la que otorga las mejores virtudes. La seguridad antes referida es también orgullo e incluso superioridad moral. No tiene ninguna duda, aunque el narrador deja que lo sepamos a través de lo que el príncipe piensa para sí:

“Todo esto –pensaba- no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre: el “siempre” humano, desde luego, un siglo, dos siglos…; luego será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos; los leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas seguiremos creyéndonos la sal de la tierra” (135).

¿Sólo liberalismo y burguesía?
No le falta a la novela una alusión a algo más nuevo todavía que el propio ascenso social de la burguesía y el acceso al poder político. Don Fabricio apunta en su conversación con Chevalley algunos de los nuevos ingredientes sociales y políticos, a los que ven con cierta preocupación:

“Ahora aquí andan diciendo, para acatar lo que han escrito Proudhon y un judío alemán cuyo nombre no recuerdo, que la culpa de que todo vaya mal, aquí y en otras partes, la tiene el feudalismo; es decir, yo, para el caso” (134).

El anarquismo y el socialismo que están entrando en el nuevo escenario, el mismo que Karl Marx, el “judío” alemán, ya había anunciado ex aequo con Friedrich Engels en 1848, unos años antes de iniciarse la guerra de unificación italiana, con su conocido arranque del opúsculo El manifiesto comunista: “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”.

Los ecos del pasado
Lo que va quedando de la novela es todo un canto a la actitud del príncipe, elevada a dignidad, y que el narrador pone en boca de otros personajes. Así lo hace con los hermanos Schirò, campesinos de la zona, y con Pietrino, un humilde herbolario, que se encuentran temerosos con los acontecimientos y se quejan de las medidas que está tomando el nuevo ayuntamiento y que afectan a sus bolsillos:

“Los hermanos Schirò y el herbolario ya empezaban a sentir las voracidad del fisco; en un caso habían sido contribuciones extraordinarias y aumento en los impuestos; en el otro (…), si no pagaba veinte liras cada año, no le permitirían seguir vendiendo sus hierbas” (139).

Pietrino quiere saber qué piensan los señores y el propio príncipe, dando muestras de ansiedad:

“Pero, padre, tú que vives entre la “nobleza”, dime qué piensan los “señores” de todo este jaleo. ¿Qué dice el príncipe Salina, que es tan fuerte, tan irascible, tan altivo?” (140).

Y el padre Pirrone intenta calmar esa ansiedad con un discurso que conoce muy bien, inspirado en lo que el propio don Fabrizio le ha repetido tantas veces, y que pretende que sea inteligible, pero que acaba siendo una verdadera para el herbolario:

“Pobrecillo, de tanto leer se ha vuelto loco” (141).

El cura, no obstante, tiene muy claro lo que ha representado la aristocracia hasta ese momento, pues no en vano lleva asistiendo espiritualmente al príncipe desde hace muchos años:

“Viven en un mundo propio, que no ha creado Dios directamente, sino ellos mismos a lo largo de muchos siglos de experiencias singulares, entre penas y alegrías muy distintas de las nuestras; tienen una memoria colectiva tan privilegiada que se inquietan o se alegran por cosas que a usted y a mí nos importan un comino pero que para ellos son fundamentales porque están relacionadas con ese patrimonio de recuerdos, esperanzas y temores propios de su clase” (140).

Todo un canto al servilismo, que corresponde en el caso de Pierrone a un miembro del clero que ha ido secularmente de la mano del poder terrenal y en el de Pietrino a un humilde hombre de campo, dibujado por el narrador como la inocencia personificada de los súbditos:

“¡Pero entonces, padre, se irán todos al infierno!” (141).

O, dicho desde otra perspectiva, la alienación ideológica de una clase supeditada secularmente a su antagónica, pero a la que no ven como tal. El narrador nos transmite que sienten el peso de los nuevos impuestos, pero no menciona el mundo de relaciones feudales en el que se mezclaban impuestos, diezmos y la gran variedad de rentas feudales que llevaban siglos pagando. Por lo demás, nada nuevo. Esa mentalidad es la que alimentó al campesinado vandeano durante la revolución francesa o al carlismo que en España campeó durante un siglo.

En todo caso, el canto a la clase aristocrática la completa Lampedusa con estas palabras del padre Pirrone:

“Pues bien, ¿no le parece a usted que esa humanidad que sólo se preocupa por las camisas o por el protocolo es una humanidad feliz y, por tanto, superior?” (141).

Todo acabó siendo igual
Cuando se produce la muerte del príncipe don Fabrizio el narrador no duda decir, a modo de corolario, que

“el último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento estaba agonizando en el balcón de un hotel. Porque un linaje noble sólo existe mientras perduran las tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y él era el único que tenía recuerdos originales, distintos de los que se conservaban en otras familias” (176).

Y como toda novela que se ajusta a una estructura al uso del planteamiento, trama y desenlace, una vez muerto también Tancredi, las dos mujeres por las que optó se convierten en el centro de la narración. Una, Angélica, con la serenidad que le da el paso de los años, es consciente del papel que le tocó jugar dentro de un matrimonio sin amor y por intereses. Típicamente burgués, pero en nada diferente del de la nobleza, pese a los intentos reiterados del narrador por presentarlos como distintos. La otra mujer, Concetta, ya conocedora del desgraciado malentendido que la llevó a rechazar el matrimonio con su primo. Y, ante todo, las dos, cómplices a través de uno de los sobrinos, Fabrizietto, que habría de desfilar por las calles de Salina en honor de los héroes de la nueva Italia:

“Un Salina rendirá homenaje a Garibaldi: una fusión entre la vieja y la nueva Sicilia” (189).

La alianza entre la nobleza y la burguesía, por fin, sellada. Y como símbolo, el más popular de los héroes de la unificación italiana. El mismo al que utilizaron al principio para extender la revolución frente al antiguo régimen y al que después abandonaron para hacerla a la medida de la nueva clase. En fin, que todo cambiara para que todo acabara siendo igual.

* G. Tomasi di Lampedusa (1999). El Gatopardo . Madrid, Unidad Editorial.