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martes, 3 de abril de 2012

Ha muerto Lise London, la última brigadista internacional.

La revolucionaria y luchadora española contra el fascismo del siglo XX muere a los 96 años en París.

Antes de despedirme de Lise London a finales del pasado mes de noviembre en la bucólica clínica para víctimas del nazismo a las afueras de París, donde se encontraba internada ya muy enferma a sus 96 años, tras pasar toda una tarde con ella, le pregunté si había valido la pena toda su lucha.

El sufrimiento, la tortura y la cárcel que le provocaron su batalla contra el fascismo durante la Guerra Civil española junto a las Brigadas Internacionales, en la resistencia contra Hitler en Francia, en los campos de exterminio nazis y en la oposición al estalinismo; parir a sus hijos en la cárcel, ser deportada, condenada a muerte y apartada durante años de su marido por el régimen estalinista checo. Se incorporó de golpe de su cama hospitalaria, se echó la mano en el corazón, me miró con esos ojos de eterna adolescente y le brotaron de muy dentro sus ancestros aragoneses en un español con acento francés: “¡Por supuesto que valió la pena; combatimos por la libertad de Europa! ¡Valió la pena!”

Lise London, fallecida el 31 de marzo, era la última brigadista internacional; la última mujer entre los 35.000 voluntarios de todo el mundo que llegaron a España en el otoño de 1936 para luchar durante más de dos años contra Franco en los frentes de Madrid, Jarama, Guadalajara, Brunete, Teruel y el Ebro. Artur London, intelectual comunista, veterano de las Brigadas, esposo, camarada de partido y padre de los tres hijos de Lise, daría la clave de aquella gesta heroica: “En Madrid, el checo iba a luchar por Praga; el francés, por París; el austriaco, por Viena; el alemán por liberar su país de Hitler y el italiano por expulsar a Mussolini de su país”. Un tercio de aquellos románticos que se enfrentaron a Franco cuando todo parecía perdido para la República e hicieron inmortal el grito de “¡No pasarán!", reposa en España en tumbas sin nombre. Muchos iniciaron malheridos la retirada de la derrota a finales de 1938 y murieron en campos de concentración franceses. Los que sobrevivieron, entre ellos Lise y Artur, formaron una estrecha comunidad de sangre que nunca nadie logró romper y que junto a los republicanos españoles exiliados siguieron enfrentándose a Hitler hasta el final de la contienda; fueron los primeros en liberar París con las armas en la mano.

Lise era hija de españoles, nació como Elisa Ricol en un pueblo minero francés. Los Ricol representaban el prototipo del proletariado de comienzos del siglo XX: pobres, analfabetos, desertores del campesinado y emigrantes. El viejo Ricol era un picador que arrastraba la silicosis y militaba en sindicatos comunistas. Lise nació en 1916. De niña vendía helados por las calles. A los 15 años ingresó en las Juventudes Comunistas. Era una revolucionaria profesional. Una fuerza de la naturaleza; una mujer valiente que conoció y trató a Stalin, Tito, Pasionaria y Ho Chi Minh. En Moscú, donde había sido fichada por la Internacional, se enamoró de Artur London, un joven comunista de 19 años; alto, guapo, elegante y tuberculoso; un intelectual checo de origen judío que contraponía al ímpetu descarnado de Lise un carácter calmado y reflexivo. Juntos recorrerían medio siglo convulso de la historia de Europa, del Albacete de la Guerra Civil al París ocupado; de los campos nazis a la Praga que se batía por la libertad en los cincuenta. Nunca se rindieron.

Santiago Carrillo y Lise London se conocieron durante aquellos días terribles de finales de 1936 con el Ejército de Franco a un tiro de piedra de Madrid. Era el bautismo de fuego de la joven revolucionaria, embarazada de su primer hijo, que perdería. En aquel Madrid de pesadilla se iba a enfrentar sin pestañear a los tableteos de las ametralladoras y los bombardeos sobre la población civil en la Ciudad Universitaria; sería testigo de los miles de mujeres y niños refugiados en las estaciones de metro y sentiría las balas silbando sobre su cabeza en la Universitaria; cuando se despidió de Carrillo, este le regaló un Quijote encuadernado en cuero que Lise ha conservado hasta el final de su vida. Su amistad ha resistido 75 años...

..."Seguro que los recuerdos se le agolpaban en la memoria: Lise London, que sigue siendo comunista, citaba a su marido, que fue perseguido por el estalinismo y que, sin embargo, siguió manteniendo su militancia comunista hasta el fin de sus días. La propia Lise London, nos ha dejado escrita en sus memorias, que todos los jóvenes deberían leer, la razón de su prolongado esfuerzo por conseguir la libertad y la dignidad humana: "En La confesión, Gérard (Artur London) había descrito las facetas más sombrías de la historia del comunismo en el siglo XX. Pero también habíamos pensado contar las otras, luminosas, que habían deslumbrado y arrastrado a nuestra generación." Por eso las escribió, y por eso hablaba ahora Lise, recordando a los voluntarios de las Brigadas Internacionales, insistiendo en la necesidad de continuar con el esfuerzo colectivo por cambiar un sistema miserable, por acabar con un capitalismo de gangrena que sigue pisoteando la libertad y la razón y sembrando la muerte, como ahora mismo en Iraq o en Afganistán.

Casi parecía mentira, Lise London hablando a los hombres de las Brigadas Internacionales, defendiendo las mismas ideas que abrazó en su juventud: mientras la oía, yo creía escuchar el eco persistente de la sonrisa de los milicianos de 1936, las historias aún sin desvelar del éxodo y la derrota, el canto de la Internacional y las canciones anarquistas, creía escuchar las voces de la república, las notas sencillas del himno de Riego que se derramaban desde un lugar oculto, porque todos los que estábamos allí sabíamos, sabemos, que la digna república española está en alguna parte y volverá. Con la misma fuerza de su juventud, con la misma sonrisa con que la vemos en una fotografía de 1937, en un balcón de Valencia, al salir del hospital, Lise London, estaba allí ahora, con un vestido negro, como en los días de los partisanos franceses con los que compartió los años oscuros del nazismo. Lise London hablaba, y los hombres de las Brigadas Internacionales, los voluntarios de la libertad de la guerra de España, asentían a sus palabras, sabiendo todo lo que resta por hacer..."

El año pasado culminó la producción de El rojo de las cerezas,

http://elrojodelascerezas.blogspot.com.es/ un emotivo docu-ficción sobre Lise y Artur London, dirigido por Emilio Garrido, que esperemos ver pronto proyectado al menos en TVE. ver aquí.

Leer más aquí en El dominical del País.


lunes, 12 de diciembre de 2011

Lise London, la última brigadista.

Hace 75 años, más de 35.000 hombres y un puñado de mujeres de 54 países llegaron a España para luchar contra Franco. Estaban convencidos de que si frenaban el fascismo podían evitar una guerra mundial. Esta es una historia de valor y solidaridad a través de la memoria de Lise London, la última mujer voluntaria con vida.

El Ejército del Ebro / rumba la rumba la rumba la / el Ejército del Ebro / rumba la rumba la rumba la / una noche el río pasó / ¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! / Y a las tropas invasoras / rumba la rumba la rumba la / y a las tropas invasoras / rumba la rumba la rumba la / buena paliza les dio / ¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela!".

Cuando el compacto grupo de ancianos franceses con acento español y ancianos españoles con acento francés se arranca a entonar con rabia el vibrante himno de batalla de nuestra Guerra Civil, se hace un silencio doloroso y toca tragarse las lágrimas. Son los testigos de una historia que se acaba. Una gesta de ideales y lucha por la libertad que pronto, cuando sus últimos protagonistas desaparezcan, quedará enterrada en los manuales de historia. Hoy están aquí. Quizá por última vez. Tienen el pelo blanco y las manos nudosas como una vid; ondean sobre sus cabezas pálidas banderas tricolores; un centenar de veteranos de la guerra se han reunido esta tarde de noviembre en un rincón sin turistas de París en homenaje a los miles de camaradas que llegaron a este lugar hace justo 75 años, procedentes de 54 países, para alistarse en las Brigadas Internacionales y luchar durante más de dos años contra Franco en los frentes de Madrid, el Jarama, Guadalajara, Brunete, Teruel y el Ebro. Fueron más de 35.000. Casi un tercio reposa en España en tumbas sin nombre. Muchos iniciaron malheridos la retirada a finales de 1938 y murieron en campos de concentración franceses y alemanes. Los que sobrevivieron formaron una estrecha comunidad de sangre que nunca nadie ha conseguido romper.

Eran jóvenes y no eran soldados; nunca habían sostenido un arma; habían militado en el pacifismo y la solidaridad entre los pueblos. Eran unos soñadores. Metalúrgicos, estibadores, estudiantes, campesinos e intelectuales; aventureros, revolucionarios; activistas negros americanos y judíos perseguidos por los nazis. Por encima de su origen, combatir en la Península al Caudillo suponía para todos plantar cara a Hitler. Creían que la Guerra Civil era el primer asalto de una contienda mundial que se podría frenar si Franco y sus compañeros de viaje eran derrotados en España. Para los brigadistas, no se trataba de una simple guerra fratricida aislada en un país frontera con África. Era el aperitivo de la catástrofe. El tiempo les daría la razón.

Aquella guerra concluiría el 1 de abril de 1939 con el triunfo de Franco y los ejércitos del Eje y el éxodo de medio millón de derrotados; cuatro meses más tarde, Hitler, según el plan previsto, invadía Polonia; doce meses más tarde, Francia, y dos años más tarde, en mayo de 1941, la Unión Soviética. Cincuenta millones de personas perecerían en la II Guerra Mundial. La perspectiva que proporciona el tiempo confirma que los brigadistas fueron unos visionarios. Antes de que existieran el derecho humanitario y la declaración de derechos humanos, apostaron por la solidaridad internacional con un Gobierno legítimo cuya democracia estaba siendo pisoteada. Se adelantaron. Una idea que sintetizaría Artur London, brigadista hasta las últimas horas de la República y uno de los protagonistas de este reportaje, con una frase: "Se levantaron antes del alba".

Muchos eran parias de la tierra. Tenían poco que perder porque no tenían nada. Dieron un paso al frente aquel otoño de 1936. Rompieron con todo. Se convirtieron en proscritos en sus países de origen. Era un instante crucial en el que la democracia se resquebrajaba; no solo Alemania e Italia habían caído bajo el yugo del fascismo. En Polonia, Hungría, Rumanía, Grecia, Lituania, Bulgaria, Checoslovaquia, Austria y Portugal se estaban incubando regímenes dictatoriales. La extrema derecha había mostrado sus colmillos en Francia. En sectores del Partido Republicano estadounidense y el establishment británico se aplaudía a Hitler. En ese instante, la mitad de España se había rebelado contra el golpe de Estado del 18 de julio. La guerra había comenzado. La República carecía de ejército y lo improvisaba a diario; mientras, Franco, al mando de unas fuerzas fogueadas en África, había alcanzado en semanas los arrabales de Madrid. Hitler humillaba a las democracias y enviaba sus bombarderos contra los españoles saltándose los acuerdos internacionales. Para apaciguarlo, Francia y Reino Unido habían abandonado a la República. La Península ardía. El mundo asistía mudo a la tragedia. Dentro de ese macabro decorado, miles de hombres habían reaccionado y enfilado París como primera escala hacia España. ¿Por qué estaban dispuestos a jugarse la vida en un país del que no conocían ni la lengua? Artur London daría la clave: "En Madrid, el checo iba a luchar por Praga; el francés, por París; el austriaco, por Viena; el alemán, por liberar su país de Hitler, y el italiano, por expulsar a Mussolini de su país".

El número 8 de la calle de Mathurin-Moreau era en 1936 un descampado salpicado de barracones que albergaban sindicatos de izquierda y comités obreros. A ese París proletario comenzaron a llegar en octubre los voluntarios. Los partidos comunistas de todo el mundo (de los que había surgido la idea de crear las Brigadas a través de la Internacional, la organización que hacía de correa de transmisión entre las consignas de Stalin y sus cuadros) habían prestado su infraestructura como banderín de enganche. En esta calle comenzaría el largo viaje hasta el frente. Más allá, vencer o morir.

Aquí se levanta desde los años setenta la sede del Partido Comunista Francés, un bello edificio de hormigón y cristal proyectado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer como regalo a sus camaradas franceses. Todo aquí remite al combate contra el fascismo. La plaza en la que desemboca el cuartel general comunista lleva el nombre de uno de los más legendarios veteranos de las Brigadas Internacionales: el coronel Fabien, líder desde 1941 de la Resistencia francesa contra Hitler y el primer partisano que acabó durante la ocupación con la vida de un oficial hitleriano. En este ambiente de familia nos encontramos con una de sus viejas camaradas de guerrilla, Cécile Le Bihan, viuda de otro mítico brigadista: el coronel Rol-Tanguy, el partisano al que se rindió el ejército alemán que ocupaba París en 1944. Cécile tiene 93 años; es una anciana erguida, digna y lúcida, con una boina calada hasta las sienes y la Legión de Honor en la solapa. Durante cuatro años se jugó la vida y la de su familia en la Resistencia contra la ocupación nazi. Pasaba documentos en el cochecito de su hijo (hoy ese bebé es un sexagenario que sonríe a su lado) y participó en sabotajes. Su compañero, Rol-Tanguy, es un héroe nacional en Francia. "Nunca olvidó España", relata Cécile; "afirmaba que la experiencia más grande y enriquecedora de su vida fue la Guerra Civil. Era un sindicalista, un hombre de acción. Me decía: 'Tengo dos patrias, Francia y España; nunca me he podido sacar a los españoles del corazón'. España era para Henri como esa bala que recibió en la espalda en el frente del Ebro, se le quedó alojada en el omoplato y no le pudieron extraer: era parte de él".

-¿Por qué se enroló en las Brigadas?
-Quería aprender a luchar contra el fascismo y enseñar a otros. Se empeñó en ir a Madrid. Era un tipo duro, un metalúrgico. No era un idealista, era un militar. Sabía que el siguiente capítulo de aquella tragedia era París. Y no se conformaba. Quería estar en primera línea; volvió de España herido. Nos casamos en abril del 39. Un año más tarde, Hitler invadía Francia y volvió a combatir.

Aquellos jóvenes brigadistas que comenzaron a concentrarse a mediados de octubre de 1936 en París eran tipos jóvenes, grandes, ruidosos, románticos, vitales; sin gran formación (aunque hubiera entre ellos un grupo de escritores como Malraux, Hemingway, Orwell o Koestler), pero muy politizados; gente del pueblo, directos, juerguistas; cariñosos con los españoles que los recibían como salvadores. Se sintieron como en casa. Tras escuchar las grabaciones con decenas de testimonios de brigadistas, leer sus memorias y charlar con los supervivientes y sus familias, se advierte un hecho sorprendente: nunca renegaron de su aventura española; los veteranos recordaban los años de la Guerra Civil como los más enriquecedores, intensos y altruistas de su vida.

No había amargura en sus palabras. Ninguno se quejaba del pobre armamento e instrucción que recibieron; las penosas condiciones de vida en el frente; la crueldad de las batallas. No hay ninguna crítica a la discutible conducción política y militar de la guerra por parte de la República. Ni siquiera a su retirada de España como moneda de cambio. Para ellos, la única tragedia fue abandonar a los republicanos a su suerte. Me lo confirma la hija de uno de ellos que prefiere no dar su nombre: "Mi padre me contaba que cuando la República decide a finales de 1938 que los brigadistas se vayan para intentar un agónico acuerdo de paz, estos no querían que los españoles les dieran las gracias; las daban ellos por haber tenido la oportunidad de compartir el ideal de la República. Los brigadistas eran muy queridos en España. Llegaron aclamados por el pueblo, y cientos de miles de personas les despidieron entre flores de la misma forma el 15 de noviembre de 1938 en la Diagonal de Barcelona. Algo bueno debieron de hacer. Consideraban a los españoles sus hermanos. Por eso, los tres centenares que vivían en 1996 aceptaron como un honor la decisión del Gobierno de Felipe González de concederles la nacionalidad española".

De los más de 35.000 voluntarios extranjeros que lucharon en nuestra Guerra Civil no quedan más de veinte. Los más jóvenes han superado los 90 años...

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