_- La suciedad acumulada durante las diferentes experiencias monárquicas sale a la superficie de vez en cuando, pero continúa formando parte del paisaje. No fuimos capaces de hacer el barrido después del 14 de abril de 1931, por eso estamos donde estamos
1931 ha sido la única ocasión en que España ha vivido un proceso constituyente genuino. Fue posible por la implosión del sistema político de la Restauración, incapaz de poner en marcha un programa de reformas, que permitiera pasar de la Monarquía Constitucional a la Monarquía parlamentaria. Aunque en las dos primeras décadas del siglo XX la reforma de la Constitución, con la finalidad de ir situando el centro de gravedad del sistema político en el Parlamento, estuvo presente en la agenda política, no llegó a formalizarse como proyecto de ley de reforma constitucional ninguna propuesta. El resultado fue que una manifestación relativamente subalterna del sufragio universal, como son unas elecciones municipales, produjeron un cambio de régimen. España se acostó monárquica y amaneció republicana.
El 14 de abril enterró la Monarquía Española, que es como se denominó la Monarquía del siglo XIX en nuestro país. Desde el momento en que se inició una experiencia democrática indiscutible, el retorno a lo que fue el “Antiguo Régimen monárquico-constitucional” resultó imposible. En esto, la Segunda República se diferenció nítidamente de la otra gran experiencia modernizadora anterior: el Sexenio Revolucionario. La Restauración de la dinastía borbónica se abrió camino con relativa facilidad tras el fracaso de la experiencia monárquica de Amadeo de Saboya y de la Primera República. Eso no sería posible tras el 14 de abril de 1931.
El 14 de abril de 1931 simboliza la democracia. Una vez que se alcanza ese umbral, ya no es posible la vuelta atrás, no es posible la vuelta a una sociedad predemocrática. Se pueden imponer fórmulas políticas anti-democráticas, rabiosamente antidemocráticas incluso, pero no se puede volver al universo predemocrático al que pertenecía la Monarquía española.
Lo más parecido a la línea divisoria del 14 de abril es la línea divisoria del 2 de mayo de 1808. Esta última supuso la quiebra de la Monarquía Absoluta. La primera supuso la quiebra de la Monarquía Constitucional. Desde el momento en que hace acto de presencia la soberanía nacional en 1812 o la soberanía popular en 1931 estamos en otro mundo. Con hipotecas muy fuertes del pasado, pero en otro mundo.
Ambas líneas divisorias intentaron ser borradas de manera brutal. La reacción de Fernando VII frente a la Constitución de Cádiz es similar a la reacción de Franco frente a la Constitución republicana. Se intentó en ambos casos hacerlas desaparecer, como si nunca hubieran existido. Pero el programa de futuro del que cada una de ellas era portadora no pudo ser borrado del horizonte por completo. Se conseguiría retrasarlo, rebajarlo y condicionarlo cuando resultó imposible impedir que empezara a abrirse camino. Pero no se pudo volver al pasado anterior.
La forma en que se intentó condicionar la llegada de la Monarquía Constitucional tras la muerte de Fernando VII y la Monarquía parlamentaria tras la muerte de Franco también tiene similitudes. De la misma manera que el Estatuto Real perimetró el terreno de la futura Monarquía Española, la Ley para la Reforma política condicionó el disfraz de la Restauración monárquica como transición a la democracia.
La forma en que se transitó de Fernando VII a Isabel Segunda es similar a la forma en que se transitó del General Franco al Rey Juan Carlos I de Borbón. Y entre la conducta de la primera Reina constitucional y el primer Rey parlamentario también hay similitudes.
La suciedad acumulada durante las diferentes experiencias monárquicas sale a la superficie de vez en cuando, pero continúa formando parte del paisaje. No fuimos capaces de hacer el barrido después del 14 de abril de 1931 y por eso seguimos estando donde estamos.
Contracorriente. Javier Pérez Royo.
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domingo, 24 de abril de 2022
viernes, 22 de abril de 2022
_- Desprecio por la Constitución. El PP y su comportamiento ante la renovación de los órganos como el TC y el CGPJ.
_- Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo siguen la estela de Mariano Rajoy, a quien le gustaba decir que la gente le preguntaba por el paro o por la inmigración, pero no por la reforma de la Constitución
Alberto Núñez Feijóo, después de entrevistarse con Pedro Sánchez el pasado jueves, dijo de pasada que al ciudadano no le preocupa la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sino la subida del precio de la luz. Elías Bendodo, en una entrevista en El País este pasado domingo, ha dicho lo mismo de otra manera: “La renovación del Poder Judicial no es una prioridad”.
Ambos siguen la estela del Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno, a quien le gustaba decir que la gente le preguntaba por el paro o por la inmigración, pero no por la reforma de la Constitución.
Los tres tienen razón, pero la tienen porque ningún ciudadano/a tienen jamás un problema con la Constitución. Ni en España ni en ningún otro país democráticamente constituido. La Constitución no da respuesta a ningún problema de los que se le presenta a cualquier ciudadano/a a lo largo de su vida.
La Constitución no está para resolver los problemas que se plantean en la convivencia. Está para posibilitar que cualquier problema que se plantee en la convivencia ciudadana encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no puede resolverse ninguno de manera civilizada. La Constitución es la premisa para que cualquier problema tenga una contestación civilizada, es decir, la que se obtiene mediante el debate político y que cristaliza en una norma jurídica, en una ley. Son las leyes y no la Constitución las que dan respuesta a los problemas que surgen en la convivencia.
Ahora bien, la ley —la ley democráticamente aprobada— solo es posible con base en la Constitución. Eso es lo que distingue ante todo a una sociedad democráticamente constituida de otra que no lo está. Con Franco no hacía falta Constitución para que se dictara una ley. En democracia eso no es posible. Pero en democracia, como en la época de Franco, el ciudadano/a entra en contacto con la ley y no con la Constitución. Con una ley aprobada por las Cortes Generales elegidas periódicamente mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Pero con una ley.
Por eso, nadie tiene un problema de reforma constitucional o de renovación del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional (TC) en su vida.
Y sin embargo, la reforma de la Constitución o, mejor dicho, la ausencia de reforma de la Constitución o la no renovación del CGPJ o del TC puede acabar convirtiéndose en la fuente de problemas más importante para los ciudadanos. Más importante que cualquier otra, en la medida en que pone en cuestión la normatividad del texto constitucional de la que depende la respuesta civilizada a todos los problemas que se presentan en el presente o puedan presentarse en el futuro.
La reforma de la Constitución, como la renovación del CGPJ o del TC afecta al principio de legitimidad, en el que descansa la convivencia democrática. No al principio de legalidad, sino al principio de legitimidad. Por eso la Constitución exige la mayoría cualificada de tres quintos de ambas Cámaras para su aprobación.
La reforma de la Constitución, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional son institutos que están en la Constitución para garantizar la renovación de una manera jurídicamente ordenada del principio de legitimidad en el que descansa el principio de legalidad, que es el principio con el que entramos en contacto los ciudadanos en nuestra vida diaria.
Sin renovación del principio de legitimidad, el principio de legalidad acaba entrando en un proceso de deterioro progresivo que acaba inevitablemente en la descomposición del sistema político y del ordenamiento jurídico de la democracia.
La no renovación del principio de legitimidad supone un desprecio por la Constitución, que deja de ser primero una Constitución “normativa” para pasar a ser una Constitución “nominal” y que acaba después, si tal desprecio se prolonga en el tiempo, en una Constitución “semántica” (Karl Loewenstein), en la que política y el derecho tienen poco que ver con la voluntad constituyente originaria.
Esto es lo que significan las palabras de Mariano Rajoy sobre la reforma de la Constitución y las de Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo sobre la renovación del Poder Judicial: un desprecio por la Constitución.
Alberto Núñez Feijóo, después de entrevistarse con Pedro Sánchez el pasado jueves, dijo de pasada que al ciudadano no le preocupa la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sino la subida del precio de la luz. Elías Bendodo, en una entrevista en El País este pasado domingo, ha dicho lo mismo de otra manera: “La renovación del Poder Judicial no es una prioridad”.
Ambos siguen la estela del Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno, a quien le gustaba decir que la gente le preguntaba por el paro o por la inmigración, pero no por la reforma de la Constitución.
Los tres tienen razón, pero la tienen porque ningún ciudadano/a tienen jamás un problema con la Constitución. Ni en España ni en ningún otro país democráticamente constituido. La Constitución no da respuesta a ningún problema de los que se le presenta a cualquier ciudadano/a a lo largo de su vida.
La Constitución no está para resolver los problemas que se plantean en la convivencia. Está para posibilitar que cualquier problema que se plantee en la convivencia ciudadana encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no puede resolverse ninguno de manera civilizada. La Constitución es la premisa para que cualquier problema tenga una contestación civilizada, es decir, la que se obtiene mediante el debate político y que cristaliza en una norma jurídica, en una ley. Son las leyes y no la Constitución las que dan respuesta a los problemas que surgen en la convivencia.
Ahora bien, la ley —la ley democráticamente aprobada— solo es posible con base en la Constitución. Eso es lo que distingue ante todo a una sociedad democráticamente constituida de otra que no lo está. Con Franco no hacía falta Constitución para que se dictara una ley. En democracia eso no es posible. Pero en democracia, como en la época de Franco, el ciudadano/a entra en contacto con la ley y no con la Constitución. Con una ley aprobada por las Cortes Generales elegidas periódicamente mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Pero con una ley.
Por eso, nadie tiene un problema de reforma constitucional o de renovación del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional (TC) en su vida.
Y sin embargo, la reforma de la Constitución o, mejor dicho, la ausencia de reforma de la Constitución o la no renovación del CGPJ o del TC puede acabar convirtiéndose en la fuente de problemas más importante para los ciudadanos. Más importante que cualquier otra, en la medida en que pone en cuestión la normatividad del texto constitucional de la que depende la respuesta civilizada a todos los problemas que se presentan en el presente o puedan presentarse en el futuro.
La reforma de la Constitución, como la renovación del CGPJ o del TC afecta al principio de legitimidad, en el que descansa la convivencia democrática. No al principio de legalidad, sino al principio de legitimidad. Por eso la Constitución exige la mayoría cualificada de tres quintos de ambas Cámaras para su aprobación.
La reforma de la Constitución, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional son institutos que están en la Constitución para garantizar la renovación de una manera jurídicamente ordenada del principio de legitimidad en el que descansa el principio de legalidad, que es el principio con el que entramos en contacto los ciudadanos en nuestra vida diaria.
Sin renovación del principio de legitimidad, el principio de legalidad acaba entrando en un proceso de deterioro progresivo que acaba inevitablemente en la descomposición del sistema político y del ordenamiento jurídico de la democracia.
La no renovación del principio de legitimidad supone un desprecio por la Constitución, que deja de ser primero una Constitución “normativa” para pasar a ser una Constitución “nominal” y que acaba después, si tal desprecio se prolonga en el tiempo, en una Constitución “semántica” (Karl Loewenstein), en la que política y el derecho tienen poco que ver con la voluntad constituyente originaria.
Esto es lo que significan las palabras de Mariano Rajoy sobre la reforma de la Constitución y las de Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo sobre la renovación del Poder Judicial: un desprecio por la Constitución.
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