Con lo resultados del 23J, el Rey debería preguntar al candidato del PP si está dispuesto a acudir al Congreso de los Diputados a presentar “su” programa de Gobierno y solicitar la confianza de la Cámara. Y, si la respuesta fuera positiva, el Rey debería proponerlo. En el caso de que no la alcanzara, debería proponer al candidato del PSOE para que lo intentara.
La interpretación jurídica se ha construido en los países del continente europeo con base en la ley y no con base en la Constitución. Hasta después de la Primera Guerra Mundial de manera muy limitada y hasta después de la Segunda ya de manera bastante generalizada el mundo del derecho no empieza con la Constitución, sino con la ley. La Constitución es un documento político, pero no una norma jurídica. De ahí que las normas relativas a las fuentes del derecho y a la interpretación de las normas jurídicas figuren en nuestro ordenamiento en el Título Preliminar del Código Civil, que es un Título materialmente constitucional, que contiene el mínimo de Derecho Constitucional imprescindible para que pueda operar el ordenamiento jurídico del Estado Constitucional. Con base en ese título se ha construido la inicial teoría de la interpretación jurídica...
Con la afirmación del principio de legitimación democrática después de la Primera Guerra Mundial empiezan a darse los primeros pasos para la afirmación de la Constitución como norma jurídica, pero no será hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando dicha afirmación se impondrá de manera progresiva hasta convertirse en indiscutible. A los alumnos siempre les recordaba que uno de los grandes juristas europeos del siglo XX, Konrad Hesse, dedicó su Lección Inaugural en la Universidad de Freiburg a 'La fuerza normativa de la Constitución'. ¿Sería imaginable que un catedrático de Derecho Civil o de Derecho Penal hubiera dedicado su lección inaugural a 'La fuerza normativa del Código Civil o del Código Penal'? Pues en el Derecho Constitucional no solo no era inimaginable, sino que se llegó a considerar imprescindible. El impacto del opúsculo de Konrad Hesse fue enorme. Unos veinte años más tarde Eduardo García de Enterría publicaría su “Constitución como norma jurídica” con motivo la aprobación de la Constitución Española de 1978.
Ya no se discute que el mundo del derecho empieza con la Constitución y que, en cuanto norma jurídica, la Constitución tiene que ser interpretada como tal. La Constitución no era norma jurídica antes de la democracia. No puede no serlo en democracia.
Pero la Constitución no deja de ser norma jurídica a su manera, como las familias desgraciadas de Tolstoi. La Constitución no deja de ser el punto de intersección entre la Política y el Derecho. La Constitución democrática todavía más que la predemocrática. Es el punto de llegada de un proceso constituyente de naturaleza política y el punto de partida de un ordenamiento jurídico. El momento político está presente en la interpretación constitucional con una fuerza muy superior a lo que ocurre en la interpretación en las demás ramas del derecho. La interpretación constitucional es interpretación jurídica, pero con singularidades que la diferencian de esta última.
Es así por varios motivos:
1º. Porque la Constitución y la ley en cuanto normas jurídicas son distintas. La Constitución existe tangiblemente, la ley no. También le decía a los alumnos que si van a una librería y piden una Constitución, el librero no tiene duda de lo que se le está pidiendo. Si piden una ley, el librero les preguntará que qué ley quieren, el Código Civil o el Estatuto de los Trabajadores. La ley no existe sin adjetivo calificativo. La ley es una categoría normativa, de la que existen centenares de ejemplares.
2º. La estructura normativa de los preceptos constitucionales y legislativos es distinta. Los preceptos legislativos parten del establecimiento de un presupuesto fáctico al que se anudan determinadas consecuencias jurídicas. En la Constitución no hay ni un solo precepto con esta estructura. Y es así porque la ley, las leyes, están para dar respuestas a los problemas que se plantean en la vida en sociedad, mientras que la Constitución no está para resolver ninguno, sino para posibilitar que cualquier problema encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no se resuelve ninguno.
3º. La finalidad de la ley es que se haga justicia, que se pueda acabar dando a cada uno lo suyo. La finalidad de la Constitución es que se haga justicia “de conformidad con la Constitución”, o, mejor dicho, que no se haga justicia de manera anticonstitucional.
4º. La Constitución tiene intérpretes privilegiados: las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional. Intérprete propiamente dicho solo son las Cortes Generales. El Tribunal Constitucional no interpreta la Constitución, sino que revisa la interpretación que de la Constitución han hecho las Cortes Generales. Las Cortes Generales no dejan de interpretar la Constitución en ningún momento. El Tribunal Constitucional solo lo hace cuando se interpone un recurso de inconstitucionalidad o se le eleva una cuestión de inconstitucionalidad. No pasan del 1% o 2% las leyes que son recurridas o elevadas al Tribunal Constitucional.
5º. La ley, las leyes, la interpretamos los ciudadanos con nuestra conducta. Si la interpretación es coincidente, no hay ningún problema. Es lo que ocurre en el 98% o 99% de los casos. Si no es coincidente, se produce un conflicto, que, de no ser solucionado amistosamente, acaba llegando a un juez. Los abogados que representan a las partes o el juez no interpretan la ley. Quienes la interpretan son los ciudadanos. Los abogados argumentan por qué ha sido la parte que él representa la que se ha mantenido con su conducta dentro de la ley y a la inversa la parte contraria. Y el juez decide cuál de las partes se ha mantenido con su conducta dentro de la ley y cuál se ha puesto con su conducta fuera de la ley. Pero no es el juez el que interpreta la ley, sino los ciudadanos en pie de igualdad.
6º. La interpretación jurídica es expresión del principio de igualdad. La interpretación constitucional es expresión del “monopolio de la coacción física legítima en que el Estado consiste”.
Tanto la interpretación constitucional como la interpretación jurídica deben ser instrumentos de “seguridad jurídica”, que deben encajar en su ejercicio. Los ciudadanos, en el caso de la interpretación jurídica, y las Cortes Generales, en el caso de la interpretación judicial. Los jueces y magistrados, en la revisión de la interpretación jurídica por los ciudadanos. El Tribunal Constitucional, en la interpretación por las Cortes Generales de la Constitución. A través de ambas debería ser posible conseguirlo.
¿Qué ocurre con el artículo 99? Pues que el intérprete de la Constitución en este caso no son las Cortes Generales, sino el Rey. La interpretación, tanto la jurídica como la constitucional, es una operación democrática. De democracia directa, la jurídica. De democracia representativa, la constitucional. En la interpretación del artículo 99 no es posible, porque el intérprete es el portador de una magistratura hereditaria, que es “a-democrática”. El constituyente español regula la investidura de manera democrática. La cadena de legitimación democrática, que arranca del artículo 1.2 de la Constitución, “el pueblo español como titular del poder”, se proyecta en el 66.1, en el que por primera vez aparece de nuevo el “pueblo” vinculado a las Cortes Generales, y del 66.1 al 99, en el que el Congreso de los Diputados trasmite la legitimidad democrática a través de la investidura. Pero en el punto de partida de la investidura entra el Rey y se produce, por tanto, si no una quiebra, sí una suspensión de la legitimidad democrática. Para ese momento no hay interpretación jurídica o constitucional que valga. El momento inicial de la operación de investidura es “a-democrático”.
Si estuviera en el servicio jurídico de la Casa Real, ¿qué interpretación le recomendaría al Rey que hiciera del artículo 99 en este caso?
Dado que el PP ha superado al PSOE en votos y escaños, aunque más en los segundos que en los primeros, porque en la “desviación calculada” que hay en nuestra ley electoral se produce un cierto escoramiento entre los dos posibles primeros partidos a favor del partido de la derecha a la hora de traducir los votos en escaños, pero lo ha superado, y dado que, aunque parece que el candidato del PP no tiene apoyos suficientes para ser investido, tampoco resulta inequívoco que los tenga el otro posible candidato, el candidato del PSOE, el Rey debería preguntar al candidato del PP si está dispuesto a acudir al Congreso de los Diputados a presentar “su” programa de Gobierno y solicitar la confianza de la Cámara. Y, si la respuesta fuera positiva, el Rey debería proponerlo. En el caso de que no la alcanzara, el Rey debería proponer al candidato del PSOE para que lo intentara.
Con los resultados del 23 J pienso que esta es la posición más ecuánime que el Rey puede mantener. Me parece muy importante que lo sea y que lo parezca.
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sábado, 5 de agosto de 2023
domingo, 24 de abril de 2022
_- Una línea divisoria ambigua.
_- La suciedad acumulada durante las diferentes experiencias monárquicas sale a la superficie de vez en cuando, pero continúa formando parte del paisaje. No fuimos capaces de hacer el barrido después del 14 de abril de 1931, por eso estamos donde estamos
1931 ha sido la única ocasión en que España ha vivido un proceso constituyente genuino. Fue posible por la implosión del sistema político de la Restauración, incapaz de poner en marcha un programa de reformas, que permitiera pasar de la Monarquía Constitucional a la Monarquía parlamentaria. Aunque en las dos primeras décadas del siglo XX la reforma de la Constitución, con la finalidad de ir situando el centro de gravedad del sistema político en el Parlamento, estuvo presente en la agenda política, no llegó a formalizarse como proyecto de ley de reforma constitucional ninguna propuesta. El resultado fue que una manifestación relativamente subalterna del sufragio universal, como son unas elecciones municipales, produjeron un cambio de régimen. España se acostó monárquica y amaneció republicana.
El 14 de abril enterró la Monarquía Española, que es como se denominó la Monarquía del siglo XIX en nuestro país. Desde el momento en que se inició una experiencia democrática indiscutible, el retorno a lo que fue el “Antiguo Régimen monárquico-constitucional” resultó imposible. En esto, la Segunda República se diferenció nítidamente de la otra gran experiencia modernizadora anterior: el Sexenio Revolucionario. La Restauración de la dinastía borbónica se abrió camino con relativa facilidad tras el fracaso de la experiencia monárquica de Amadeo de Saboya y de la Primera República. Eso no sería posible tras el 14 de abril de 1931.
El 14 de abril de 1931 simboliza la democracia. Una vez que se alcanza ese umbral, ya no es posible la vuelta atrás, no es posible la vuelta a una sociedad predemocrática. Se pueden imponer fórmulas políticas anti-democráticas, rabiosamente antidemocráticas incluso, pero no se puede volver al universo predemocrático al que pertenecía la Monarquía española.
Lo más parecido a la línea divisoria del 14 de abril es la línea divisoria del 2 de mayo de 1808. Esta última supuso la quiebra de la Monarquía Absoluta. La primera supuso la quiebra de la Monarquía Constitucional. Desde el momento en que hace acto de presencia la soberanía nacional en 1812 o la soberanía popular en 1931 estamos en otro mundo. Con hipotecas muy fuertes del pasado, pero en otro mundo.
Ambas líneas divisorias intentaron ser borradas de manera brutal. La reacción de Fernando VII frente a la Constitución de Cádiz es similar a la reacción de Franco frente a la Constitución republicana. Se intentó en ambos casos hacerlas desaparecer, como si nunca hubieran existido. Pero el programa de futuro del que cada una de ellas era portadora no pudo ser borrado del horizonte por completo. Se conseguiría retrasarlo, rebajarlo y condicionarlo cuando resultó imposible impedir que empezara a abrirse camino. Pero no se pudo volver al pasado anterior.
La forma en que se intentó condicionar la llegada de la Monarquía Constitucional tras la muerte de Fernando VII y la Monarquía parlamentaria tras la muerte de Franco también tiene similitudes. De la misma manera que el Estatuto Real perimetró el terreno de la futura Monarquía Española, la Ley para la Reforma política condicionó el disfraz de la Restauración monárquica como transición a la democracia.
La forma en que se transitó de Fernando VII a Isabel Segunda es similar a la forma en que se transitó del General Franco al Rey Juan Carlos I de Borbón. Y entre la conducta de la primera Reina constitucional y el primer Rey parlamentario también hay similitudes.
La suciedad acumulada durante las diferentes experiencias monárquicas sale a la superficie de vez en cuando, pero continúa formando parte del paisaje. No fuimos capaces de hacer el barrido después del 14 de abril de 1931 y por eso seguimos estando donde estamos.
Contracorriente. Javier Pérez Royo.
1931 ha sido la única ocasión en que España ha vivido un proceso constituyente genuino. Fue posible por la implosión del sistema político de la Restauración, incapaz de poner en marcha un programa de reformas, que permitiera pasar de la Monarquía Constitucional a la Monarquía parlamentaria. Aunque en las dos primeras décadas del siglo XX la reforma de la Constitución, con la finalidad de ir situando el centro de gravedad del sistema político en el Parlamento, estuvo presente en la agenda política, no llegó a formalizarse como proyecto de ley de reforma constitucional ninguna propuesta. El resultado fue que una manifestación relativamente subalterna del sufragio universal, como son unas elecciones municipales, produjeron un cambio de régimen. España se acostó monárquica y amaneció republicana.
El 14 de abril enterró la Monarquía Española, que es como se denominó la Monarquía del siglo XIX en nuestro país. Desde el momento en que se inició una experiencia democrática indiscutible, el retorno a lo que fue el “Antiguo Régimen monárquico-constitucional” resultó imposible. En esto, la Segunda República se diferenció nítidamente de la otra gran experiencia modernizadora anterior: el Sexenio Revolucionario. La Restauración de la dinastía borbónica se abrió camino con relativa facilidad tras el fracaso de la experiencia monárquica de Amadeo de Saboya y de la Primera República. Eso no sería posible tras el 14 de abril de 1931.
El 14 de abril de 1931 simboliza la democracia. Una vez que se alcanza ese umbral, ya no es posible la vuelta atrás, no es posible la vuelta a una sociedad predemocrática. Se pueden imponer fórmulas políticas anti-democráticas, rabiosamente antidemocráticas incluso, pero no se puede volver al universo predemocrático al que pertenecía la Monarquía española.
Lo más parecido a la línea divisoria del 14 de abril es la línea divisoria del 2 de mayo de 1808. Esta última supuso la quiebra de la Monarquía Absoluta. La primera supuso la quiebra de la Monarquía Constitucional. Desde el momento en que hace acto de presencia la soberanía nacional en 1812 o la soberanía popular en 1931 estamos en otro mundo. Con hipotecas muy fuertes del pasado, pero en otro mundo.
Ambas líneas divisorias intentaron ser borradas de manera brutal. La reacción de Fernando VII frente a la Constitución de Cádiz es similar a la reacción de Franco frente a la Constitución republicana. Se intentó en ambos casos hacerlas desaparecer, como si nunca hubieran existido. Pero el programa de futuro del que cada una de ellas era portadora no pudo ser borrado del horizonte por completo. Se conseguiría retrasarlo, rebajarlo y condicionarlo cuando resultó imposible impedir que empezara a abrirse camino. Pero no se pudo volver al pasado anterior.
La forma en que se intentó condicionar la llegada de la Monarquía Constitucional tras la muerte de Fernando VII y la Monarquía parlamentaria tras la muerte de Franco también tiene similitudes. De la misma manera que el Estatuto Real perimetró el terreno de la futura Monarquía Española, la Ley para la Reforma política condicionó el disfraz de la Restauración monárquica como transición a la democracia.
La forma en que se transitó de Fernando VII a Isabel Segunda es similar a la forma en que se transitó del General Franco al Rey Juan Carlos I de Borbón. Y entre la conducta de la primera Reina constitucional y el primer Rey parlamentario también hay similitudes.
La suciedad acumulada durante las diferentes experiencias monárquicas sale a la superficie de vez en cuando, pero continúa formando parte del paisaje. No fuimos capaces de hacer el barrido después del 14 de abril de 1931 y por eso seguimos estando donde estamos.
Contracorriente. Javier Pérez Royo.
viernes, 22 de abril de 2022
_- Desprecio por la Constitución. El PP y su comportamiento ante la renovación de los órganos como el TC y el CGPJ.
_- Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo siguen la estela de Mariano Rajoy, a quien le gustaba decir que la gente le preguntaba por el paro o por la inmigración, pero no por la reforma de la Constitución
Alberto Núñez Feijóo, después de entrevistarse con Pedro Sánchez el pasado jueves, dijo de pasada que al ciudadano no le preocupa la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sino la subida del precio de la luz. Elías Bendodo, en una entrevista en El País este pasado domingo, ha dicho lo mismo de otra manera: “La renovación del Poder Judicial no es una prioridad”.
Ambos siguen la estela del Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno, a quien le gustaba decir que la gente le preguntaba por el paro o por la inmigración, pero no por la reforma de la Constitución.
Los tres tienen razón, pero la tienen porque ningún ciudadano/a tienen jamás un problema con la Constitución. Ni en España ni en ningún otro país democráticamente constituido. La Constitución no da respuesta a ningún problema de los que se le presenta a cualquier ciudadano/a a lo largo de su vida.
La Constitución no está para resolver los problemas que se plantean en la convivencia. Está para posibilitar que cualquier problema que se plantee en la convivencia ciudadana encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no puede resolverse ninguno de manera civilizada. La Constitución es la premisa para que cualquier problema tenga una contestación civilizada, es decir, la que se obtiene mediante el debate político y que cristaliza en una norma jurídica, en una ley. Son las leyes y no la Constitución las que dan respuesta a los problemas que surgen en la convivencia.
Ahora bien, la ley —la ley democráticamente aprobada— solo es posible con base en la Constitución. Eso es lo que distingue ante todo a una sociedad democráticamente constituida de otra que no lo está. Con Franco no hacía falta Constitución para que se dictara una ley. En democracia eso no es posible. Pero en democracia, como en la época de Franco, el ciudadano/a entra en contacto con la ley y no con la Constitución. Con una ley aprobada por las Cortes Generales elegidas periódicamente mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Pero con una ley.
Por eso, nadie tiene un problema de reforma constitucional o de renovación del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional (TC) en su vida.
Y sin embargo, la reforma de la Constitución o, mejor dicho, la ausencia de reforma de la Constitución o la no renovación del CGPJ o del TC puede acabar convirtiéndose en la fuente de problemas más importante para los ciudadanos. Más importante que cualquier otra, en la medida en que pone en cuestión la normatividad del texto constitucional de la que depende la respuesta civilizada a todos los problemas que se presentan en el presente o puedan presentarse en el futuro.
La reforma de la Constitución, como la renovación del CGPJ o del TC afecta al principio de legitimidad, en el que descansa la convivencia democrática. No al principio de legalidad, sino al principio de legitimidad. Por eso la Constitución exige la mayoría cualificada de tres quintos de ambas Cámaras para su aprobación.
La reforma de la Constitución, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional son institutos que están en la Constitución para garantizar la renovación de una manera jurídicamente ordenada del principio de legitimidad en el que descansa el principio de legalidad, que es el principio con el que entramos en contacto los ciudadanos en nuestra vida diaria.
Sin renovación del principio de legitimidad, el principio de legalidad acaba entrando en un proceso de deterioro progresivo que acaba inevitablemente en la descomposición del sistema político y del ordenamiento jurídico de la democracia.
La no renovación del principio de legitimidad supone un desprecio por la Constitución, que deja de ser primero una Constitución “normativa” para pasar a ser una Constitución “nominal” y que acaba después, si tal desprecio se prolonga en el tiempo, en una Constitución “semántica” (Karl Loewenstein), en la que política y el derecho tienen poco que ver con la voluntad constituyente originaria.
Esto es lo que significan las palabras de Mariano Rajoy sobre la reforma de la Constitución y las de Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo sobre la renovación del Poder Judicial: un desprecio por la Constitución.
Alberto Núñez Feijóo, después de entrevistarse con Pedro Sánchez el pasado jueves, dijo de pasada que al ciudadano no le preocupa la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sino la subida del precio de la luz. Elías Bendodo, en una entrevista en El País este pasado domingo, ha dicho lo mismo de otra manera: “La renovación del Poder Judicial no es una prioridad”.
Ambos siguen la estela del Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno, a quien le gustaba decir que la gente le preguntaba por el paro o por la inmigración, pero no por la reforma de la Constitución.
Los tres tienen razón, pero la tienen porque ningún ciudadano/a tienen jamás un problema con la Constitución. Ni en España ni en ningún otro país democráticamente constituido. La Constitución no da respuesta a ningún problema de los que se le presenta a cualquier ciudadano/a a lo largo de su vida.
La Constitución no está para resolver los problemas que se plantean en la convivencia. Está para posibilitar que cualquier problema que se plantee en la convivencia ciudadana encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no puede resolverse ninguno de manera civilizada. La Constitución es la premisa para que cualquier problema tenga una contestación civilizada, es decir, la que se obtiene mediante el debate político y que cristaliza en una norma jurídica, en una ley. Son las leyes y no la Constitución las que dan respuesta a los problemas que surgen en la convivencia.
Ahora bien, la ley —la ley democráticamente aprobada— solo es posible con base en la Constitución. Eso es lo que distingue ante todo a una sociedad democráticamente constituida de otra que no lo está. Con Franco no hacía falta Constitución para que se dictara una ley. En democracia eso no es posible. Pero en democracia, como en la época de Franco, el ciudadano/a entra en contacto con la ley y no con la Constitución. Con una ley aprobada por las Cortes Generales elegidas periódicamente mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Pero con una ley.
Por eso, nadie tiene un problema de reforma constitucional o de renovación del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional (TC) en su vida.
Y sin embargo, la reforma de la Constitución o, mejor dicho, la ausencia de reforma de la Constitución o la no renovación del CGPJ o del TC puede acabar convirtiéndose en la fuente de problemas más importante para los ciudadanos. Más importante que cualquier otra, en la medida en que pone en cuestión la normatividad del texto constitucional de la que depende la respuesta civilizada a todos los problemas que se presentan en el presente o puedan presentarse en el futuro.
La reforma de la Constitución, como la renovación del CGPJ o del TC afecta al principio de legitimidad, en el que descansa la convivencia democrática. No al principio de legalidad, sino al principio de legitimidad. Por eso la Constitución exige la mayoría cualificada de tres quintos de ambas Cámaras para su aprobación.
La reforma de la Constitución, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional son institutos que están en la Constitución para garantizar la renovación de una manera jurídicamente ordenada del principio de legitimidad en el que descansa el principio de legalidad, que es el principio con el que entramos en contacto los ciudadanos en nuestra vida diaria.
Sin renovación del principio de legitimidad, el principio de legalidad acaba entrando en un proceso de deterioro progresivo que acaba inevitablemente en la descomposición del sistema político y del ordenamiento jurídico de la democracia.
La no renovación del principio de legitimidad supone un desprecio por la Constitución, que deja de ser primero una Constitución “normativa” para pasar a ser una Constitución “nominal” y que acaba después, si tal desprecio se prolonga en el tiempo, en una Constitución “semántica” (Karl Loewenstein), en la que política y el derecho tienen poco que ver con la voluntad constituyente originaria.
Esto es lo que significan las palabras de Mariano Rajoy sobre la reforma de la Constitución y las de Alberto Núñez Feijóo y Elías Bendodo sobre la renovación del Poder Judicial: un desprecio por la Constitución.
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