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martes, 21 de agosto de 2018

_- En España, vino, tapas y un sentido sorprendente de la comodidad

_- Dos lugares de España —Sevilla, el lugar 19 en la lista, y Ribera del Duero, el 48—.

Solo tuve que cruzar un puente después del anochecer. Durante todo el día, bajo el aplastante sol de julio y la temperatura de 35 grados Celsius en Sevilla, me había preguntado dónde estaban todos los lugareños. Esa noche encontré la respuesta en Triana, un barrio de clase trabajadora, mientras bebía tinto de verano (vino tinto mezclado con refresco de limón) entre un mar de fiesteros. Durante siglos, Triana fue su propia ciudad, mejor conocida como una guarida de gitanos, bailaores de flamenco y toreros relegados a vivir afuera de los muros de Sevilla y lejos de la realeza de la ciudad. Me fui a las dos de la mañana y, según la famosa y admirable costumbre española, para la mayoría apenas empezaba la noche.

Dio la casualidad de que mi visita a Sevilla, la exquisita capital de la región andaluza al sur de España, coincidió con La Velá de Santiago y Santa Ana, el masivo festival religioso de cinco días en Triana. Músicos ataviados al estilo medieval bajaron las escaleras frente a mí. El guitarrista fumaba un cigarrillo mientras tocaba las cuerdas. Una pareja de cabello cano bailaba flamenco a su lado. Aparentemente de la nada, salió un hombre barbado y guapo con ropa de calle, cantando melodías lastimeras con un fervor y un vibrato tales que no dudé que fuera profesional. No lo es, según me lo dijo después; simplemente pasaba por ahí y conocía a los músicos porque todos son de la misma ciudad pequeña cerca de ahí.

Viajando por el mundo durante los últimos siete meses, a menudo me he percatado de mi estatus de fuereña. Sin embargo, en España, donde también visité la región vinícola norteña de la Ribera del Duero, simplemente me sentí yo misma. Tener facilidad para el idioma ayudó. Pero también se debió a que “esos extraños horarios” —como lo dijo una madrugadora amiga estadounidense, en los que nadie comienza a pensar en la cena sino hasta las nueve de la noche— se ajustan perfectamente a mi ritmo natural.

Aquí podía acabar todo mi trabajo del día, salir cuando quisiera, comer en tres lugares de tapas y pasear por las calles concurridas a altas horas de la noche sin la carga emocional de estar nerviosa a cada instante por mi seguridad, un sentimiento que a menudo va de la mano con ser una mujer que viaja sola. Sin embargo, aún con esa comodidad, me asombró cuán a menudo me sorprendió España.

SEVILLA

La Stevie Nicks española

No podía dejar de pensar en la cultura de la generosidad en Triana. Así que regresé a La Velá por segunda noche consecutiva, esta vez acompañada de Félix Guerra, de 58 años y padre de tres, al que conocí cuando estaba bailando con los músicos que llevaban ropa medieval; al igual que ellos, él también es de la pequeña ciudad de Cortegana.

Era mi última noche en Sevilla, y anhelaba ir a uno de los históricos clubes de flamenco sobre los que había leído. Guerra, que no hablaba inglés, sugirió con amabilidad que esos podrían esperar. María de la Colina, una cantante “muy famosa” y nativa de Sevilla, daría un concierto gratuito al aire libre para cerrar La Velá. Tiene más de 60 años, dijo, y una presentación como esa era un lujo tan extraordinario que sería tonto perdérsela.

Lo que presenciamos fue mejor que cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Una diva con voz ronca recorrió el escenario con un fino caftán rosa mientras cientos de fanáticos devotos la vitoreaban. Era como ver a Stevie Nicks por primera vez, pero en español y en tecnicolor. Dos jóvenes bailarines, un hombre de blanco y negro y una mujer con un vestido rojo, ajustado y con volantes, acentuaban sus canciones con un flamenco dramático.

Sin embargo, la verdadera emoción llegó cuando la bailarina se fue y el hombre, bañado de sudor y con su vello en pecho que se asomaba por el cuello desabotonado de su camisa blanca, zapateó apasionadamente para María de la Colina, una mujer más o menos 40 años mayor que él.

Un paraíso de Instagram

“¡Es demasiado!”, dijo mi amiga Shayla Harris, una cineasta que vino de visita unos cuantos días. Se convirtió en nuestro lema y lo repetíamos cada vez que recorríamos las pequeñas calles adoquinadas, coloridas y sinuosas de la vieja ciudad de Sevilla, que no podíamos dejar de fotografiar. Una vuelta errada solo traía más vueltas equivocadas: un portón de compleja herrería morisca podría revelar un patio lleno de fuentes, azulejos coloridos y plantas tropicales; caminar alrededor de un edificio rojo y amarillo podría llevarte a una cuadra llena de azules y verdes. El objetivo era perderse.

Comenzamos a sentir que todo era “demasiado” desde nuestro hotel boutique Palacio Pinello. Mi investigador de The New York Times, Justin Sablich, me lo recomendó porque era céntrico y de precio razonable. Pero resultó ser un palacio restaurado del siglo XV con columnas de piedra y detallados techos de madera intactos, además de un elegante patio con piso de mármol en el interior, donde desayunábamos bajo un tragaluz. La puerta original del palacio, un hermoso bloque de madera pintada, tenía una cubierta de vidrio y estaba justo afuera de nuestra habitación, cuyo espacio era modesto y sus techos estaban a 6 metros.

A los que, como a nosotras, les gusta tomar fotos, pueden deleitarse con el festín visual de la Plaza de España, una extravagancia arquitectónica semicircular casi del tamaño de diez campos de fútbol americano, construida para la Feria Mundial de 1929. Nuestra parte favorita fueron las 48 bancas de azulejos con complejos detalles; cada una representa una provincia española.

El increíble palacio morisco, Real Alcázar, con sus jardines acuáticos, es imprescindible (“¡Siento que estoy en Dorne!”, seguía pensando, antes de saber que, en efecto, Juego de tronos lo usó como locación de filmación para la Casa de Martell, que carecía de gobernante). Pero el calor también fue tan abrumador que necesité cerca de cinco horas para recuperarme. Sugiero combinar el descanso con un paseo por los frondosos jardines del más modesto Palacio de las Dueñas al otro lado de la ciudad, el cual te da una idea de cómo vivía la clase gobernante de la ciudad.

Todos los caminos sinuosos de Sevilla parecen llevar a La Giralda, el campanario morisco (con toques del Renacimiento) junto a la catedral gótica más grande de EuropaSi te pierdes, puedes seguir su presencia inminente, como una Estrella del Norte urbana.

Pequeños platillos y azoteas para refrescarse

Una alternativa para no sudar toda tu masa corporal en una atracción turística es esperar a que baje el calor en la azotea de un bar (prueba EMEPura Vida Terraza y Hotel Inglaterra), o consentirse con las famosas tapas de la ciudad. Muchos restaurantes han instalado máquinas de vapor, como sistemas de riego, que te rocían suavemente una brisa refrescante en las mesas del exterior. También me encantó la práctica considerada de la ciudad de poner enormes pedazos de tela sobre las calles para que haya más sombra.

Mi récord pudo haber sido de cinco bares de tapas en un día, con un gazpacho o su sopa hermana más densa, el salmorejo, en casi cada uno de ellos. (Todos fueron deliciosos). Los puntos más destacados incluyeron un risotto con patatas bravas excepcional en El Pintón, un lugar más o menos hípster; la atmósfera en Las Teresas, con sus muros abarrotados y filas de jamón ibérico que cuelgan del techo; churros con chocolate derretido en el Bar El Comerciode un siglo de antigüedad; todos los clásicos en  La Azotea; los platillos de inspiración asiática en La Bartolay toda la experiencia de  El Rinconcilloel bar más viejo de la ciudad, establecido en 1670, donde los taberneros con uniformes blanco y negro escriben tu cuenta con gis en el mostrador frente a ti. No te pierdas la espinaca con garbanzos, un platillo engañosamente sencillo y tan bueno que querrás comer dos.

https://www.nytimes.com/es/2018/08/07/sevilla-ribera-del-duero-52-lugares/?&moduleDetail=section-news-0&action=click&contentCollection=Cultura&region=Footer&module=MoreInSection&version=WhatsNext&contentID=WhatsNext&pgtype=article