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sábado, 29 de abril de 2023

Nunca lo sabremos todo.

Allí lejos hay muchas más galaxias de las que predicen los modelos evolutivos del cosmos, y son mucho más grandes y brillantes de lo que habíamos imaginado.

Los buscadores nos están dejando sin héroes ni villanos a los que atribuir las citas eruditas. Se te ocurre mirar Google y de pronto resulta que ni el teorema de Pitágoras era de Pitágoras, ni los cinco sólidos platónicos fueron descubiertos por Platón, ni Ockham tuvo jamás una navaja. No es que esto importe mucho, puesto que una historia mal atribuida o planamente falsa mantiene intacto su valor didáctico, aun cuando no haya ocurrido nunca. Una de estas leyendas cuenta que el físico británico William Thomson, más conocido como lord Kelvin, proclamó en 1900 que los grandes principios de la ciencia ya habían sido descubiertos y que solo quedaba precisar el sexto decimal de los cálculos. Kelvin nunca dijo eso, por supuesto, pero la cita se atribuye ahora a su colega Albert Michelson, lo que en realidad es todavía mejor, como verás si tienes un poco de paciencia.

El caso es que la frase que nunca dijo Kelvin se cita a menudo —yo mismo lo he hecho— para ilustrar el error garrafal de creer que el conocimiento ha llegado a su culminación. Ya lo sabemos todo, parece decirnos el falso Kelvin, abandonad toda esperanza de seguir investigando, la ciencia morirá conmigo. Pero el falso Kelvin ni había cerrado la boca cuando, entre 1900 y 1905, Max Planck y Albert Einstein descubrieron la mecánica cuántica y la relatividad, que son los dos cimientos de la física actual. Y lo cierto es que este cuento moral funciona con Michelson mucho mejor que con Kelvin, porque fueron justo los experimentos de Michelson y su colega Edward Morley los que indicaron que la velocidad de la luz es una constante fundamental de la naturaleza y pusieron en marcha la revolución de Einstein. La moraleja de la parábola sigue siendo la misma en cualquier caso: que nunca lo sabremos todo.

Muchos lectores habrán visto las imágenes espectaculares que ha obtenido el telescopio espacial James Webb (JWST en sus siglas en inglés) en sus primeros meses de trabajo. Este artefacto, un heredero muy aventajado del Hubble, ha sido diseñado a la Kelvin, con una sincera vocación de alcanzar el mismísimo confín del universo observable, que es tanto como decir el origen de todo lo que existe. Las estrellas y galaxias que ve el JWST están tan lejos que su luz ha tenido que viajar más de 10.000 millones de años para llegar a nosotros, y eso es una cifra cercana a la edad del universo (13.770 millones de años). Las primeras galaxias de aquel cosmos recién nacido están al alcance de este prodigio de la ingeniería, y los astrofísicos esperaban que tuvieran características juveniles, inmaduras, distintas de las actuales.

Pero no parece ser así. Allí lejos —o en aquellos tiempos remotos, que es lo mismo— hay muchas más galaxias de las que predicen los modelos evolutivos del cosmos, y son mucho más grandes y brillantes de lo que habíamos imaginado. Como no podemos tirar las galaxias, habrá que tirar los modelos. Si algún moderno Kelvin esperaba que el JWST fuera el último y definitivo telescopio espacial, ha vuelto a meter la pata.

Cuando oigo a un economista proclamar que nuestra actual estructura de mercado es la definitiva, me entra un ataque de risa.