Manuel Guerrero Boldó
14/12/16
Desfile de partisanos en Roma.
Una Europa que ha conocido a Hitler, Mussolini y Franco, no debería confundir el rechazo apolítico al compromiso con una forma de sabiduría histórica. Fascistas, nazis y comunistas son rechazados por igual como causantes de la barbarie totalitaria del siglo XX. Dicho compromiso apolítico sería más bien una categoría ética o moral que, además, interesa a un determinado sector político. Debemos, pues, superar este tipo de categorías y transformarlas en categorías históricas, reemplazar el juicio moral por un análisis serio y riguroso de la historia. Hemos de realizar un esfuerzo necesario por historizar nuestro pasado reciente.
Como nos recuerda Enzo Traverso, se establece una simetría antitotalitaria perfecta cuando se transforma la igualdad de las víctimas en la igualdad de las causas por las que lucharon. Sin embargo, la igualdad de las víctimas, señalaba Claudio Magris en Il Corriere della Sera, “no significa la igualdad de las causas por las que murieron. Los alemanes que murieron en el bombardeo de Dresde no son menos dignos de memoria y respeto que los caídos americanos e ingleses, pero no se puede pasar por alto, en una conciliación fraudulenta […] la diferencia sustancial entre la Inglaterra de Churchill y la Alemania de Hitler”.
La noción de política de totalitarismo aplasta todas las diferencias, identifica comunismo y nazismo como dos caras de una misma moneda y no los reconoce como fenómenos discrepantes, lo cual resulta epistemológicamente absurdo. Trata de ocultar antes que esclarecer el pasado, ya que, al manejar esta categoría, no podemos historizar y comprender los objetivos y orígenes de estos movimientos políticos.
De este modo, el antifascismo, entendido como parte de esa herencia totalitaria, ha sido revisado en Italia y Alemania; llegando a ser presentado como una operación propagandista comunista con el fin de proporcionar cierto barniz democrático a sus partidos. Sin pretender aquí obviar los intentos de apropiación de los partidos comunistas de todo el legado de dicho movimiento, reducir el antifascismo a una campaña de marketing comunista, nos impediría ver la verdadera complejidad y pluralidad del fenómeno. El consenso antitotalitario, podría considerarse pues, un consenso antitotalitario liberal y anti-antifascista.
Desde determinadas tribunas políticas, retomando el esquema clásico de Max Weber, utilizado también por Enzo Traverso, se opone la “ética de la responsabilidad” a la “ética de la convicción”. La “ética de la convicción” que habrían representado los brigadistas o los partisanos que lucharon contra en fascismo, conduciría necesariamente a la catástrofe.
Sentaría las bases totalitarias, ya que los partisanos estarían dispuestos a perder la vida por su causa, lo que les convertiría en fanáticos dispuestos a todo por liberar al hombre y construir un mundo mejor. El fin justificaría los medios para lograr el triunfo en nombre de una ideología.
En contraposición, encontraríamos la deseable “ética de la responsabilidad”. Sus objetivos serían más modestos, ya que sus representantes tendrían en cuenta las consecuencias de cada acción que pudieran llevar a cabo. Perseguirían salvar inocentes y contribuir a mitigar los efectos devastadores de la guerra, sin pretender construir un orden social nuevo. Esta ética es privilegiada en los últimos tiempos para denostar el compromiso ideológico en la izquierda, igualado, en último término, al fascismo o al nazismo.
El siglo XX estuvo marcado por una dialéctica del progreso y la reacción y hoy, en nombre de la condena a la violencia y debido a la estigmatización que han sufrido las ideologías, construimos una democracia amnésica. Tras la caída del muro de Berlín, la memoria del “socialismo realmente existente” se equiparó, como elementos indisociables a la memoria del pasado fascista y nazi, desde la dimensión criminal de ambos. Para este fin, sirvió la categoría política de totalitarismo como clave interpretativa. Al ser el nazismo y el comunismo los grandes enemigos de Occidente, ya solo nos quedaría como opción válida el liberalismo, que se erige como su redentor.
En Italia, en los últimos tiempos, se ha rehabilitado y reivindicado el fascismo como parte de la historia nacional, mientras que, a su vez, se ha ido denostando el antifascismo, considerado como una posición ideológica causante de disenso y “antinacional”. En 2001, el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, conmemoraba conjuntamente a soldados, judíos, resistentes y fascistas de forma indiferenciada por su estatus común de víctimas. El Estado esquivaba así cualquier responsabilidad respecto a los valores dispares que sustentan todas estas memorias que se estaban homenajeando. Se ponía al mismo nivel, además, a víctimas y verdugos. Como si fueran memorias simétricas y compatibles.
La utilización del antifascismo en la República Democrática Alemana (RDA) como ideología de Estado, impidió que se integrara la memoria del holocausto en la sociedad. Además, perdió su potencialidad como legado de un movimiento de resistencia. Sometido a un fuerte control ideológico en la RDA, el antifascismo, tras la reunificación alemana, fue rechazado por considerarse la ideología de un estado totalitario y, con él, la tradición historiográfica de la RDA que lo sostenía.
En España se eligió una transición amnésica que ha provocado que el trabajo de reparación de la memoria de los vencidos, que incluye exhumar los restos de cientos de miles de republicanos, comunistas y anarquistas fusilados y sepultados en fosas comunes, se haya visto entorpecido o directamente imposibilitado hasta la actualidad.
En los últimos años se ha intensificado el debate sobre un pasado reciente, que ha llegado a las instituciones y que ha incluido el cuestionamiento de los monumentos erigidos en honor del dictador. Así como otras referencias a su causa, y proyectos de renombramiento de un callejero con numerosas referencias al pasado franquista y sus protagonistas durante la guerra civil.
En España también se ha pretendido escenificar la reconciliación haciendo desfilar el 12 de octubre de 2004 a un exiliado republicano de la División Leclerc y a un ex miembro de la División Azul como si, una vez más, fueran memorias simétricas y compatibles. En mayo de 2013, la ex delegada del gobierno del Partido Popular en Cataluña, María de los Llanos de Luna, participó en un homenaje a la División Azul en un acto de celebración del aniversario de la Guardia Civil. Podríamos encontrar más ejemplos similares sin demasiada dificultad.
La amnistía, pese a resultar una herramienta eficaz para implementar una política de reconciliación, en España ha conllevado la negación de la memoria de las víctimas. Además, ha ido acompañada de un pacto del olvido que ha impedido la actuación de la justicia provocando la indignación y el resentimiento de los familiares de las víctimas. En España, como destaca Julián Casanova, tenemos el componente añadido de que no ha habido un proceso de “desnazificación" o “desfascisticización” como el europeo, en el que la derecha, desde su derrota, se ha visto obligada a condenar ese pasado.
Esto tiene implicaciones significativas de cara a implementar políticas que busquen la reparación de la memoria de las víctimas del bando republicano. Desde las instituciones, la derecha puede o bien utilizar el socorrido “y tú más”, mencionando Paracuellos y/o a Santiago Carrillo; o legitimar el pacto del olvido apoyándose en un supuesto sentido de la responsabilidad frente a los que siempre están dispuestos a reabrir heridas. Como si tal cosa fuera posible cuando no han sido cerradas.
https://www.diagonalperiodico.net/saberes/32522-antifascismo-memoria-sepultada.html?fbclid=IwAR3Ev_lJKY8Rk05-TWd1-tBhuKTBpyePRwP1a227br_YHBDQaDQDPtI77Y4
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