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miércoles, 17 de mayo de 2017

Elogio del bistrot

Gregorio Morán
La Vanguardia

Como un cruasán parisino a las nueve de la mañana, crujiente y cálido, se me quedó entre las manos un libro. Cien páginas escritas en estado de gracia y gozo, memorables. Recién salido del horno. Marc Augé ha editado en castellano (editorial Gallo Nero) la que yo creo su parcela más íntima, la evocación de los bistrots parisinos, ahora que él es ya algo mayor (Poitiers, 1935) y conserva la memoria proustiana de sus años mozos, aparcando su papel académico de antropólogo y presidente de la Escuela de Altos Estudios durante diez años (1985-1995).

Me encerré en mi habitación de hotel hasta terminarlo, en la ansiedad de que no se acabara nunca, algo que me ha sucedido lamentablemente pocas veces en mi vida y que recuerdo en otro caso, memorable, con las memorias de infancia de don Ramón Carande, el historiador, cuya gracia y gloria leí en una edición más ajada que los banqueros de Carlos V, que encontré en una desvencijada tienda de objetos horrendos en la singular villa de Aguilar de Campoo, en la Castilla profunda con aroma de galletas.

Marc Augé va desgranando con brillantez las historias de los bistrots parisinos. Preñadas de apuntes, reseñas, comentarios sobre la importancia que tuvieron para la cultura francesa los bistrots, y no porque los frecuentaran Sartre o Aragon, sino porque la ciudadanía los hizo suyos. Ese lugar que es más que una taberna y menos que un restaurante, pero donde lo sustancial resulta la comodidad, el compañerismo efímero, el recurso a una vida urbana intensa donde los únicos oasis para gente común o vistosa, amiga o desconocida, está en tomarse algo en un sitio acogedor. Evito repetirlo porque no lograría ni un pálido reflejo de lo que Augé va descargando a vuelapluma, en conocedor, entre ironías y evocaciones.

¡Qué delicia de libro! Cuando alguien escribe una cosa así, está de más la Escuela de Altos Estudios y le bastaría con esto para ser recordado y añorado. El tipo aquel que nos hizo felices una tarde calurosa en un modesto hotel del Madrid de toda la vida.

El bistrot está ligado a un mundo pequeñoburgués sin ninguna conciencia de clase, sencillamente gente común, o ilustre, que tiene en el bistrot su lugar de encuentro, su momento menos feliz que comparte con unos parroquianos que ni siquiera le conocen de nada pero para quienes es un compa con el que se toma un vino, o incluso un plato sólido que siempre está escrito con tiza en una pizarra que se renueva cada día.

Nosotros no tenemos esa historia. Lo nuestro fue la tasca, la taberna –el PSOE se fundó en una de ellas–, y ahí cabe reconocer que Madrid y Barcelona, siendo paralelas, fueron diferentes. Ahora que proliferan en Barcelona las bodegas, tantos años abandonadas, somos conscientes del esnobismo, la cocina de alta gama, el diseño. ¡A Barcelona la envenenó el diseño! ¡Oh, qué tiempos! Madrid conservó, en parte, ese aire de poblachón manchego, que calificó Cela, un señorito frustrado que llegó demasiado tarde a descubrir la exquisitez que no fuera un puticlub y un escritor voraz por encima de sus pretensiones.

Aquellas tascas de la Barcelona que yo conocí hace cuarenta años fenecieron porque no eran modernas. Recuerdo los desayunos de tenedor en lo más parecido a un bistrot de Gran Vía, casi esquina con paseo de Gràcia. ¿Bar Estación se llamaba? A los paletos que llegábamos de Madrid nos fascinaba. Apearse del tren y un desayuno a la antigua. Durante muchos años en los setenta frecuentaba un chiringuito que no llegaba a tasca, sin mesas, sólo barra, en el cruce de la avenida Madrid con plaza del Centre, donde desayunaba a partir de las siete de la mañana la más sabrosa tortilla de calabacín que recuerdo.

Siempre fue un tema de disenso entre el gran Rafael Chirbes y yo, el valor de las barras de taberna. Él las adoraba, podía pasarse horas charlando en la barra, mientras que a mí, siguiendo una tradición del norte, que Cunqueiro convertiría en leyenda, me son incómodas apenas pasan quince minutos. En Madrid existe un lugar para los lugareños madrugadores –calle San Onofre– donde se pueden desayunar las tortillas de patata más deliciosas, templadas, si se llega a tiempo y bajo un nombre tan de fiesta zarzuelera como La Austríaca, pero sería un equivalente humilde de un bistrot a la española; no hay mesas más que adosadas a la pared o con esas sillas para jirafas, pero con una dueña que sí mantiene el halo de haberse dedicado a la clientela toda su vida. “Hace mucho que usted no viene por aquí”. Sin comentarios. El café, ristretto, a la italiana.

Lo más parecido a un bistrot madrileño-barcelonés que yo conozco es Casa Sacha –Botillería y Fogón Sacha–, un pequeño restaurante, poco más de diez mesas, que frecuento desde los años setenta, cuando los dueños llegaron de Sitges. Él, vasco y publicitario, y ella cocinera. No creo que haya en Madrid restaurante más digno y menos pretencioso, haciendo la cocina que se va perdiendo, fuera de las mariconadas de las espumas y el pesado del camarero explicándote, con grosería inaudita, que interrumpe la conversación para detallarte la composición del artefacto que debes comerte, guía Michelin, dos estrellas. Oiga, ¿tienen mollejas, riñones, sesos…? Como si se tratara de una ofensa. Imagino el gesto de Sacha, el heredero, ante tamaña frivolidad.

En Madrid es obligado, quizá por costumbre, servir una copa, aunque sea de vino de tropa, y añadir una tapa. Yo recuerdo cuando en la calle Embajadores o en Legazpi el aditamento era un pajarito frito. ¡Un pajarito! Qué dirán las niñas cuyos padres y abuelos siguen comiendo a sus empleados como si fueran pájaros a los que ni siquiera fríen. El bocado de pajarito, entero, en la boca es una delicia que hubo de eliminarse porque se hubiera acabado con la especie, no con el placer.

Gracias a la migración latinoamericana Barcelona no se ha perdido la cocina de casquería. Recuerdo visitar la Boqueria, ese museo de la destrucción del gran comercio barcelonés, buscando lengua, callos o riñones. Ahora hay un auténtico aluvión que supera aquel complejo de clases medias establecidas, o como se recordaba en las carnicerías de mi infancia: “Deme un filete muy fino, lo más delgado que pueda, porque si no mi hija no lo quiere comer; le da asco”. ¡A su bolsillo, señora!

Por eso, entre otras cosas no tenemos bistrots. Los obreros iban a las tascas y los señoritos a los cafés; había gente en mi Oviedo natal que se pasaba la tarde entera en el Café Peñalba consumiendo un café con leche, “poco cargado, porque me afecta mucho a los nervios”. Seis, ocho horas de café con leche. Con el tiempo cerraron. Eso no hay economía que lo soporte.

Somos hijos del hambre y la hidalguía, que no se come, pero se consume. Gracias, Marc Augé, por este libro que para nosotros es como un vademécum del pasado que la gente aceptó, como un misal sin salmos. Cuando algún historiador tonto, que abundan como los hongos, recuerda que los obreros en Catalunya comían arroz los jueves, me quedo perplejo de esta generación formada en la botifarra amb seques o el cocido madrileño de pobre –caldo, garbanzos y pescuezo de gallina–. Los obreros durante muchos años detestaban el arroz porque era alimento para los pollos. Mi abuelo materno, maestro armero, decía entre trago y trago de vinazo de León: “El arroz pa’ las pitas (gallinas), y las pitas pa’ mí”.


http://www.lavanguardia.com/opinion/20170422/421939524160/elogio-del-bistrot.html

miércoles, 7 de agosto de 2013

La alta cocina busca un ‘plan B’. Chefs estelares combaten la crisis con propuestas a precios razonables

Una nueva ola de profesionales apuesta por reforzar la clase media de los restaurantes
ANA PANTALEONI / ROSA RIVAS

“Comer razonablemente bien en un ambiente agradable por un precio justo”. No parece demasiado pedir. ¿O sí? En la última década, ese tiempo en que España vivió peligrosamente sumida en burbujas de los más diversos ámbitos de la vida, quizá también se hinchó la de la gastronomía. Al menos, en sus precios. O eso piensa Joan Roca, titular en Girona de El Celler de Can Roca, el mejor restaurante del mundo, y que ha mamado de los fogones caseros en el local de sus padres: “Es evidente que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades en muchos aspectos y también en este”.

Roca no está solo en sus teorías ni en sus prácticas; la filosofía Celler la ofrece adaptada en rocadillos (anguila ahumada con teriyaki, rabo de buey al vino tinto, escalivada...) y tapas (sardinas fritas con limón y albahaca, chips de alcachofa, patatas bravas, croquetas...) en Roca Bar, dentro del hotel barcelonés OMM. Es solo otra prueba de que algo está cambiado en el mundo de los restaurantes punteros, que ensayan fórmulas nuevas para adaptarse a los tiempos con otro tipo de negocio, para otros públicos y otros bolsillos... menguados por cinco años de crisis en España.

Bien lo sabe Fermí Puig. Acaba de abrir un local en Barcelona tras cerrar el Drolma, su lujoso restaurante de hotel. El precio medio de su nueva aventura son 35 euros. En la carta, platos como la bullabesa de pescado de roca, el canalón de aguacate con cangrejo real y el bacalao con romesco y patatas. El local incluye un reservado bautizado como Les Corts, en honor al viejo estadio del Barça, con una barandilla original del palco presidencial. “Es más un proyecto de vida que un proyecto gastronómico”.

En efecto, hay mucho de disyuntiva vital en esta tendencia. Si la tozuda realidad económica y social nos ha empujado a todos a darnos de bruces con la posibilidad de un plan B, también ha sido así con los cocineros de éxito. Es el caso de Xavier Pellicer y su nueva apuesta por una gastronomía menos superflua, más directa y que no maltrate la calidad. El cocinero, que fue el alma de Can Fabes desde que falleciese repentinamente Santi Santamaria en 2011, dejó el pasado enero la dirección del restaurante (que cierra el 31 de agosto por decisión de la familia ante su “inviabilidad económica”).

Pellicer trabajó antes en el Ábac, donde logró dos estrellas Michelin. Ahora se pone frente al mar y las palmeras de la Barceloneta con un discurso ecológico y reivindicativo. Es el asesor gastronómico de Barraca, un merendero propiedad de Guido Weinberg, dueño también de los locales de productos ecológicos Wokimarket. El cocinero ha diseñado una carta sencilla para Barraca: buenos arroces con otras opciones como los buñuelos de bacalao excelentes copiados de su suegra y las bombas. “Arroces y pescados. Son conceptos muy básicos, como la paella de verduras ecológicas”, remarca Pellicer.

¿Significa todo esto que se acabó el tiempo de la alta gastronomía? Rotundamente no, subraya Puig. “El precio en los restaurantes de alto nivel nunca ha seguido una regla económica racional. En la mayoría, se maquilla ese apartado para evitar facturas absolutamente excluyentes. ¿Alguien ha escuchado a un cocinero de élite decir que su restaurante era un buen negocio? No, porque no lo es. O sea, que deberían ser más caros aún. Empezando por los alquileres, todo es carísimo en un restaurante de lujo”. Por eso, Puig considera que “es el momento de fortalecer la calidad de la clase media de nuestros restaurantes”.

Y ya se sabe: cuando el dinero salta por la ventana, la única opción posible es que la imaginación entre por la puerta. En ello anda también Fina Puigdevall, el alma de Les Cols. “El momento económico obliga a racionalizar costes y a ofrecer al comensal nuevas propuestas ajustadas a la realidad. Es imprescindible no bajar la calidad, trabajar más y ganar menos”, explica la cocinera desde su local en Olot. Además de sus cuidados menús degustación, en Les Cols celebran hasta el 30 de agosto sus “cenas con estrellas mirando las estrellas”. Juego de culturas y texturas con platos como el huevo fresco del día con mayonesa y atún, costilla de cerdo con melocotón, ratafía y otros productos del paisaje volcánico de La Garrotxa acompañados de un experto en astronomía para saborear el cielo. Puigdevall reivindica la iniciativa: “El objetivo de estas cenas en el pabellón de baño del Tossols es recuperar el placer de la comida campestre en las orillas del río, en plena naturaleza y de disfrutar de las estrellas que ofrece la gastronomía y las del universo cósmico”.

El baño de realidad de la cocina galáctica afecta a todos. Los bajones de público afectan a todos, incluso si te apellidas Adrià. La cosa está floja hasta el viernes y el fin de semana se anima. “Está cambiando la clientela y hay que buscar nuevas fórmulas, en equilibrio entre lo que que pagas y lo que te dan”, opina el cocinero Albert Adrià, embarcado en diversas líneas de restauración en Barcelona (bajo el nombre BCN 5.0) asociado con su hermano Ferran y los también hermanos Juan Carlos, Borja y Pedro Iglesias (responsables de Rías de Galicia, Espai Kru y Cañota Casa de Tapas).

La cultura de la tapa es el eje de los proyectos de “alta cocina de barrio” (que estrenaron con éxito en el bar Inopia, ahora llamado Lolita Tapería) y cuyo campo de acción actual es el Paralelo barcelonés: 41º (coctelería-snackería de alta gama), Tickets (tapas creativas), Bodega 1.900 (recién abierta vermutería con oferta de embutidos Joselito, conservas y salazones y aceitunas esferificadas...) y los restaurantes étnicos Pakta (japonés-peruano) y Yauarcán (mexicano de próxima apertura). El alma de elBulli se transparenta inevitablemente en lo que sirven, pero los platos tienen su propia órbita. “Es una cocina más moderna que la de elBulli”, asegura Albert Adrià.

La huella bulliniana también se siente desde hace un año en Cadaqués, con el restaurante Compartir. Iniciativa de los jefes de cocina Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas con ansias de abrir un bar de esencia mediterránea. Raciones en medio de la mesa para picotear entre varios y meter la cuchara. Guisos y arroces junto a propuestas frescas y saludables de cocina de mercado. “Es informal, asequible con un punto moderno”, dice Castro. “La alta gastronomía no se puede acabar. Los grandes restaurantes siguen fuertes y hay un movimiento de una generación de cocineros que aprendió en ellos y que tiene mucha ilusión y ganas de innovar y de adaptarse a las necesidades del público”, dice un optimista Castro. “El nivel general de nuestra cocina está subiendo. Hay propuestas increíbles”.

Variado menú de gastrobares

La 'vermutería' barcelonesa de los Adrià, Bodega 1.900, / MASSIMILIANO MINOCRI

Llámese gastrobar, neotaberna o casa de comidas del siglo XXI, la opción de la tapa y la comida asequible se ha convertido en el plan B de los grandes chefs y la opción hostelera con más posibilidades de éxito para la nueva hornada.

La expansión es regional, pero también de exportación internacional. Paco Roncero, Dani García, Nacho Manzano, Marcos Morán, Sergi Arola o Ramón Freixa son algunos de los nombres de las figuras estelares del firmamento gastronómico lanzadas a la cultura global de la tapa.

La nómina de los chefs del género gastrobarístico es amplia: Albert Adrià y Quique Dacosta (dos de los pioneros), Francis Paniego, Carles Abellán, Albert Raurich, María José Sanromán (y muchos más).

Comida para compartir, pequeños bocados para degustar con los dedos y a precios asequibles (aunque no siempre). La tapa y el pincho son materias de concursos y de entrenamiento en las escuelas culinarias. Se presenta como una opción de futuro para el negocio culinario.

Fuente: El País. (Foto: Rosa, María, Jose y Antonio. De izquierda a derecha, del viaje a Berlín este verano)