Mostrando entradas con la etiqueta cooperar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cooperar. Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de diciembre de 2023

¿Forzar a los mercados o ir más allá de ellos?

Publicado en Alternativas Económicas nº 118, noviembre 2023

Cuando se empieza a discutir la posible formación de un nuevo gobierno de coalición progresista en España vuelve a hablarse de medidas económicas que suelen concitar bastante desacuerdo entre economistas.

Con los precios de muchos bienes y servicios básicos, como los alimentos o la vivienda, todavía subiendo, aunque el índice general se haya frenado, desde la izquierda se proponen controlarlos legalmente. Para mejorar las condiciones del empleo se reclama que suba de nuevo el salario mínimo y, cuando se ha comprobado el aumento extraordinario de márgenes en algunas empresas y de los grandes patrimonios, se proponen aumentos impositivos para compensar el enriquecimiento tan desigual que se viene produciendo.

Son propuestas que la izquierda defiende por razones fundamentalmente de equidad, aunque no sólo por ellas, sino considerando además que la desigualdad es también un freno para el crecimiento económico. Y medidas, por otra parte, que los economistas liberales o más ortodoxos critican porque consideran que atentan contra las leyes de la oferta y la demanda, en el caso de los controles, provocando así problemas más graves que los que se desea resolver; o, cuando se trata de medidas fiscales redistributivas, porque creen que expulsan la inversión y destruyen empleo, pues disminuyen los beneficios empresariales.

Estas últimas críticas liberales no tienen demasiado fundamento, ni desde el punto de vista teórico ni tomando en consideración la evidencia empírica.

En el caso de los topes a los precios o de la fijación de salarios mínimos el argumento liberal se basa en afirmar que, si los gobiernos establecen precios por encima (salario mínimo) o por debajo (precios máximos) del precio de equilibrio, lo que ocurrirá será que haya exceso de oferta (paro) o de demanda (escasez de bienes).

Se trata de una argumentación que no puede tomarse del todo en serio por una razón muy sencilla, aunque sorprendentemente muy desconocida, incluso entre los propios economistas, acostumbrados a que los manuales de economía y muchas investigaciones la oculten utilizando razonamientos, intelectualmente hablando, del todo fraudulentos.

En realidad, es material y matemáticamente imposible determinar una sola función de oferta y otra de demanda en un mercado y, por tanto, no es posible establecer que haya «un» precio de equilibrio que pueda ser «violentado» por esos topes máximos o salarios mínimos.

Se trata de algo que Sonnenschein, Mantel y Debreu demostraron en 1972 y 1973, pero que se oculta en la inmensa mayoría de los manuales de economía en donde supuestamente aprendemos los economistas: no se puede obtener una función de demanda de todo el mercado agregando las individuales.

Incluso se podría ir más allá. Es también prácticamente imposible determinar una función de demanda individual real. Como es sabido, esta es la que indica la cantidad de un bien o servicio que un consumidor está dispuesto a adquirir a los diferentes precios del mercado, suponiendo que no varían otros factores que, sin embargo, sabemos con toda seguridad que sí influyen en su decisión, como su renta, sus preferencias o gustos y el precio de otros bienes vinculados con el consumo del que desea adquirir.

La mejor prueba de lo que acabo de señalar es que resulta imposible encontrar un solo libro de economía en cualquier biblioteca del mundo que muestre una función de demanda real, no ya de mercado sino incluso de un solo individuo, que tenga la forma que dicen los manuales que ha de tener.

La conclusión de todo esto, por tanto, es que el efecto de ese tipo de medidas mencionadas es, en la realidad, indeterminado. Y, de hecho, eso es lo que se descubre cuando se realizan análisis empíricos a posteriori para saber qué ha ocurrido tras haberse establecido topes máximos a los precios en algunos mercados o cuando se han fijado salarios mínimos.

Las investigaciones dedicadas a analizar este último caso, empezando por las pioneras de David Card y Alan Krueger en Estados Unidos, han mostrado que no es cierto que la fijación de un salario mínimo traiga necesariamente consigo aumento del desempleo, tal y como pontifican los economistas liberales. Cuando se han analizado los efectos de controles sobre los precios en diferentes tipos de mercados se ha concluido lo mismo: en unos casos, se han contenido sin mayores problemas; en otros, sólo a corto plazo o no han tenido efecto; en algunos, se ha reducido la oferta, provocando escasez, aunque eso no ha ocurrido en todas las experiencias. Y algo parecido sucede en el caso de las subidas de impuestos. También es sencillamente incierto que cualquier subida (y menos cuando se ha tratado de aumentos en circunstancias extraordinarias) haya provocado siempre los indeseables efectos sobre la inversión y el empleo que aseguran los liberales que en cualquier ocasión se producen. Es más, ni siquiera tienen por qué provocar disminución de beneficios, puesto que las empresas pueden reaccionar aumentando la productividad o ampliando su mercado y sus ventas, como de hecho ha ocurrido en diferentes etapas históricas y, generalmente, en las economías más avanzadas; las que lo son, precisamente, porque han sido capaces de reducir la desigualdad en mayor medida con políticas fiscales progresivas.

¿Quiere decir todo lo anterior que las medidas de control y de redistribución que propone la izquierda son las más adecuadas?

La respuesta es clara, por las mismas razones que acabo de señalar para rechazar la crítica liberal. Pueden tener efectos positivos, pero igualmente pueden ser negativos, en función de las circunstancias, los tipos de mercado, el plazo considerado o la forma de implementarlas.

Quizá podría decirse, en general, que estas medidas pueden estar tanto más justificadas cuanto más excepcional sea la situación, si bien tampoco se puede descartar que esta excepcionalidad provoque un efecto perverso más potente. La realidad es que no se sabe de antemano qué efecto van a tener. No se puede, pues, generalizar, sino que parece obligado analizar cada caso con ponderación, detenimiento y rigor. El infierno, como es sabido, está lleno de buenas intenciones.

Lo que sí me parece que constituye un error importante de las políticas económicas que tradicionalmente han defendido las izquierdas es confiar en tan gran medida y tan permanentemente en la redistribución y en el control de los mercados.

Estos últimos son instituciones anteriores al capitalismo y que seguirán existiendo si este es alguna vez sustituido por otro sistema económico, y lo que a mi juicio deberían hacer las políticas progresistas no es intentar forzarlos sino, por un lado, procurar que funcionen siempre con la máxima competencia y tratar de establecer derechos o poderes de apropiación que eviten el gran número de imperfecciones que provoca el ilimitado afán de lucro que los guía en el capitalismo; por otro, que no dependa de los mercados el uso de recursos que no han sido creados para convertirse en mercancías. Y, con respecto a la distribución del ingreso y la riqueza, me parece que lo que debería hacerse es procurar que los procesos de producción no se lleven a cabo generando la gran desigualdad que hoy día generan. Es decir, no confiar tan ciegamente en que cualquier distribución primaria puede resolverse a través de medidas redistributivas.

Naturalmente, esto último es mucho más difícil que establecer por decreto un control de precios, conceder un subsidio o aumentar los impuestos. Pero, por muy complicado que sea, me parece que es el reto al que deben enfrentarse las políticas progresistas de nuestro tiempo si quieren salir adelante ante la exagerada desigualdad y la extraordinaria concentración del poder y la riqueza hoy día existentes. Y, sobre todo, si lo que se busca es transformar el sistema económico y no limitarse a parchearlo cuando hace aguas por todas partes.

Es imprescindible avanzar en la desmercantilización de actividades que, en el seno del mercado, generan ineficiencias, costes exagerados, externalidades insoportables e injusticias por doquier. Se debe promover la creación de empresas basadas en la cooperación para poder fomentar y expandir nuevas formas de producción, distribución comercial y consumo al margen de los mercados que dominan los grandes capitales o, lo que es peor, grupos financieros con objetivos no productivos, sino meramente especulativos.

En especial, habría que diseñar y apoyar estrategias para sacar de estos circuitos a los medios de pago, el crédito y los recursos naturales, garantizando que su uso social responda a su naturaleza de bienes comunes y de interés público (lo que, por cierto, no tiene nada que ver con ser gratuitos). Para poder impulsar una deseable economía del cuidado y la austeridad en su sentido auténtico, circular, sostenible y eficiente es imprescindible crear formas y medios de pago descentralizados, sistema de crédito sin interés, mecanismos efectivos para internalizar todo tipo de externalidades, incluidas las que suponen inequidad y sufrimiento humano y, por supuesto, la medioambientales, además de mecanismos que garanticen rentas mínimas y protección a toda la población, sin depender del mercado que sólo busca el beneficio privado.

Las izquierdas han actuado y actúan casi siempre considerando que la intervención del Estado es por sí sola suficiente, y que los enemigos del progreso y el bienestar son el capital y las empresas, ignorando que ambos son imprescindibles en cualquier tipo de sistema económico mínimamente avanzado. Lo que produce miseria, despilfarro, insatisfacción o destrucción del medio ambiente… no es ni el capital ni las empresas, sino el permitir su apropiación y uso sin más objetivo que el lucro privado, sin considerar su efecto sobre terceros y dejar que actúen al margen de cualquier responsabilidad o criterio ético. Y también, no se olvide, una mala intervención pública.

La respuesta a los problemas que produce el mal funcionamiento de los mercados en la economía capitalista no puede ser la ingenua de querer forzarlos, sino ir más allá y poner en marcha nuevas formas de producción de la riqueza y relaciones sociales basadas en la cooperación y la solidaridad que den prioridad al uso de los recursos que satisfaga las necesidades humanas y garantice la vida presente y futura en el planeta.

Juan Tottes López,

lunes, 26 de octubre de 2015

MICHAEL TOMASELLO | INVESTIGADOR DE LA NATURALEZA HUMANA “Para mejorar la sociedad no podemos obviar lo negativo de nuestra biología”

Desde que existimos, los humanos nos hemos sentido especiales. Durante milenios mantuvimos la ilusión de que éramos el centro de la creación, de que la Tierra se encontraba en el centro del universo, de que nuestra naturaleza no tenía nada que ver con el resto de los animales. Casi siempre, nos separamos incluso del resto de los de nuestra especie, llegando a inventar dioses omnipotentes que habían elegido nuestro pueblo entre todos los de la Tierra. Los científicos, sin embargo, aguaron la fiesta. Los astrónomos nos colocaron en los suburbios de una galaxia entre millones y los biólogos nos enseñaron lo mucho que nos parecemos a los otros animales.

El hecho es que, pese a la cura de humildad de los últimos tiempos, los humanos somos unos animales diferentes, capaces de colonizar en pocos milenios todos los rincones del planeta y con un talento inédito en bichos de nuestro tamaño para crecer y multiplicarnos. Esta semana, en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, se reunieron los principales investigadores del mundo sobre cognición y cultura en el contexto evolutivo. Puesto de una manera más simple, científicos que indagan sobre qué nos hace humanos.

Michael Tomasello (1950, Bartow, Florida, EE UU) es uno de estos investigadores. Codirector del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania, ha trabajando con chimpancés, nuestros parientes animales vivos más cercanos, y bebés, en busca de algunos rasgos que hacen especiales a los sapiens y ha llegado a la conclusión de que es nuestra capacidad para cooperar y conectar nuestras mentes lo que nos separa de otros animales. Algo que, en último término, nos permite confiar en el valor de un dinero impreso en papel a miles de kilómetros de nuestra casa o compartir valores.

Pregunta. Dice que una de las particularidades que nos hace humanos es nuestra capacidad para cooperar poniendo juntas nuestras cabezas. ¿Cuándo sucedió y por qué?
Respuesta. Nuestra hipótesis es que, hace alrededor de medio millón de años, hubo una gran explosión de poblaciones de monos que les estaban robando la comida a los humanos. En esa situación, tuvieron que encontrar otras formas de conseguir comida y acabaron colaborando para conseguir alimentos, como los antílopes, fuera del alcance de los monos. En esa situación, si no podías colaborar, no podías sobrevivir, así que había presión para colaborar.

Ese es el paso uno. Después se acaban formando grupos en los que todos los individuos dependen del resto. Así aparece la división del trabajo: tú haces una actividad y yo hago otra, y ahora dependemos mutuamente, especialmente cuando hay competición con otros grupos o guerras. A partir de ahí necesario que unamos nuestras cabezas para sobrevivir. Este proceso comienza hace medio millón de años y avanza hasta la aparición de la cultura hace 150.000 años.

P. ¿Somo altruistas o egoístas por naturaleza?
R. A veces somos generosos y a veces egoístas, dependiendo de la situación. Pero hemos visto que cuando se colabora, la gente tiende a repartir con justicia lo que se obtiene. Cuanto más podamos construir situaciones en las que la gente colabore, y hagan cosas juntos de forma interdependiente, se facilitará un tratamiento más justo para todo el mundo. Incluso si es gente a la que no conoces, si trabajas con ellos sientes que lo adecuado es compartir con igualdad. Esto se puede ver en las relaciones europeas después de la Segunda Guerra Mundial. Algunas herramientas como el euro han hecho interdependientes a diferentes naciones y eso lleva a que se traten entre ellas con mayor justicia.

P. Muchas de las personas con más éxito de la sociedad son muy buenas organizando a los demás para que cooperen en su propio beneficio, pero no se preocupan demasiado por tratarlos con justicia
R. Eso puede suceder, sí, pero creo que otra forma de pensar sobre ello es fijarte en como tratan a sus amigos y su familia. Incluso gente que es muy competitiva en otros contextos, como en los negocios o donde sea, son muy generosos en su entorno de amigos y familia. Lo que pasa es que estas personas juzgan de manera distinta qué condiciones aplican a las personas que pertenecen a su grupo y a las que no.

P. ¿Por qué hay gente encantadora con su familia o incluso con la gente de su país, pero despiadada con los que están fuera de ese círculo?
R. Puedes considerarlo un hecho desafortunado, pero nuestra capacidad de cooperar, evolucionó dentro del grupo. Hace 100.000 años éramos interdependientes con nuestro grupo cultural, pero luchábamos con otros grupos, y no confiábamos en otros grupos, no podíamos entender su idioma... Es uno de los hallazgos más sólidos de la psicología, las diferencias de trato a los miembros del grupo y a los que no lo son. Favorecemos a los de nuestro grupo y desconfiamos de los de fuera. Esto es parte de nuestra herencia evolutiva, puede que no nos guste, pero lo es, y no tienes que ir muy lejos para encontrar pruebas de que es así. Si es algo que quieres cambiar, es posible que no puedas cambiar la biología, pero podemos crear instituciones sociales que reúnan a gente de distintas culturas en entornos colaborativos.

Las normas sociales pueden cambiar muy rápido. Yo crecí en el sur de EE UU, en lo que básicamente era una situación de apartheid, donde los afroamericanos tenían peores casas o peores escuelas. Todo el mundo vivía con ello, pero de repente, los negros empezaron a protestar y a decir que no iban a aceptar más esa situación. Los blancos que no habían sido racistas, pero sí complacientes, aceptando la situación como si fuese normal, vieron que no estaba bien. Y las normas sociales cambiaron muy rápido. Por supuesto aún hay vestigios de racismo, pero no puedes utilizar determinadas palabras en público, no puedes discriminar a la hora de ofrecer oportunidades de alojamiento o trabajos... Creo que incluso en casos en los que tenemos un sesgo evolutivo, trabajando en otra dirección se pueden cambiar las normas sociales relativamente rápido.

P. ¿Ha cambiado la forma de relacionarse con los otros desde la aparición de la agricultura y de la civilización?
R. Sí. Lo que sucede es que antes de la agricultura solo existían grupos de cazadores recolectores. Eran bastante igualitarios, no había muchas posesiones privadas, se compartía todo. Con la agricultura, y Marx fue el gran analista de esta situación, se produce una acumulación de recursos que no existía antes. En un grupo de cazadores recolectores, una de las razones por las que todo el mundo comparte es porque no puedes guardar, no hay frigoríficos. Cuando hay un animal muerto te lo tienes que comer en 48 horas o se echará a perder. Cuando llega la agricultura, puedes acumular grano y lo tienes que proteger con armas. En el análisis de Marx se dice que si tengo mucho grano, ese grano va a estar ahí durante un largo periodo de tiempo, y tú que no tienes grano, lo único que tienes es tu trabajo, así que digo, bueno, abrillanta mis zapatos y te daré algo de grano. Se construyen estas relaciones de poder sobre el hecho de que algunas personas controlan los recursos que aparecen con la agricultura y se complica la situación.

P. ¿Cómo podemos mejorar la cooperación después de esos cambios?
R. Nuestras capacidades de cooperación evolucionaron para una vida en pequeños grupos. Con la agricultura, mucha gente llegó a por comida a las ciudades y se crearon entornos multiculturales. Adaptarse a la nueva situación es duro. Podría decir que todos los conflictos serios en el mundo se dan entre gente que dice: nosotros frente a ellos. Muchos de los grandes problemas en el mundo hoy son fruto del colonialismo, en el que los europeos dibujaron círculos en los que introdujeron a gente dentro de un mismo país que tenían un gran historial de odio mutuo.

P. ¿Les preguntan los políticos sobre cómo resolver este tipo de conflictos?
R. No hacemos eso en mi instituto, pero si hemos averiguado cosas que pueden ayudar. Sabemos que si trabajamos juntos para producir los recursos, tenemos la tendencia a repartirlos con justicia. Esto es algo que incluso los niños de tres años lo tienen muy integrado.

Que biológicamente seamos de una forma no significa que no podamos cambiar, solo que tenemos que trabajar duro para cambiarlo y que es necesario cambiar normas sociales y percepciones. Si vas a construir una sociedad mejor, tienes que tener en cuenta que hay mucha gente que no confía en los extranjeros o los de fuera del grupo, y no puedes descartar sin más ese hecho. Es un fenómeno real y lo tienes que tener en cuenta, poniendo un esfuerzo extra para que la gente se conozca mejor, que trabajen juntos...

Yo crecí en los sesenta en EE UU, y había muchas comunas de jipis y era una gran idea. Yo no participé en ellas durante mucho tiempo, pero las conocí de cerca. La mayor parte de ellas fracasaron, y esto se puede aplicar al comunismo en general, porque tenían una visión demasiado optimista de la naturaleza humana, sobre la posibilidad de que todos trabajemos duro y compartamos nuestros recursos. Cuando el tipo de al lado no hace nada y tiene lo mismo que nosotros, nos molesta. Es un hecho sobre la naturaleza humana que muchas comunas no tuvieron en cuenta: que hay que hacer algo sobre los aprovechados. Ellos tienen que sufrir alguna desventaja o la gente no seguirá trabajando. Hay diferencias individuales, también tenemos santos y los santos no piensan así, pero la gente normal sí, y lo vemos desde un momento muy temprano de la infancia, así que cualquier planificación social que hagamos tiene que tomar eso en cuenta. Mejorar la sociedad implica no obviar los aspectos negativos de nuestra biología.
http://elpais.com/elpais/2015/10/20/ciencia/1445363532_639418.html