Durante años se cultivó la leyenda de que los militares alemanes se habían mantenido al margen de los crímenes del nazismo.
La fotografía descubierta por la historiadora americana Wendy Lower muestra lo contrario.
En cada foto está contenido un mundo de información y otro de desconocimiento. Lo que se ve en la foto linda por sus cuatro lados con lo que no se ve y no se verá nunca. Lo visible engaña porque hace olvidar lo que no puede verse. Encuentras un puñado de fotos tiradas en la calle cerca de un contenedor o en el cajón de baratijas de un mercadillo y las personas que aparecen en ellas son más desconocidas porque sus caras surgen perfectamente nítidas, no tocadas por la melancolía definitiva del anonimato. En los mercadillos de Nueva York, hace 15 o 20 años, había muchas fotos de soldados muy jóvenes con uniformes de la II Guerra Mundial, y de muchachas de amplias sonrisas y melenas rizadas que algunas veces habían escrito declaraciones de amor en el reverso, con una cursiva elegante de pluma estilográfica. En esos mercadillos también había a veces paquetes enteros de fotos de frente y de perfil de hombres fichados por la policía, caras atónitas a veces con la nariz rota y un ojo hinchado, corbatas flojas sobre mugrientos cuellos de camisas, mejillas oscurecidas de barba tras la mala noche en una celda. Cada una de esas personas tuvo un nombre completo, una vida. Ahora eran apenas la imagen detenida en un parpadeo, el espectro de una existencia perdida, conjurada por el disparo de una cámara y la reacción química del revelado.
“Una foto es un secreto acerca de un secreto”, escribió Diane Arbus, “cuanto más te cuenta menos sabes”. En 2009, investigando en el Museo del Holocausto en Washington, la historiadora Wendy Lower encontró una foto que aludía a un gran secreto a voces sobre el que sin embargo existe muy poca documentación visual, las matanzas de judíos llevadas a cabo por el Ejército alemán en su avance a través de la Unión Soviética, en el verano y el otoño de 1941. Durante mucho tiempo se cultivó la leyenda de que los militares alemanes se habían mantenido al margen de los peores crímenes del nazismo, llevados a cabo al parecer por los fanáticos de las SS. Ahora sabemos que el Ejército regular participó con entusiasmo y eficacia en el exterminio de las poblaciones judías del Este de Europa y de la URSS, y que la crueldad de los militares profesionales hacia las “razas inferiores”, eslavos incluidos, fue idéntica a la de los matarifes de uniformes negros y calaveras en las gorras de plato.
Alemania era un país de gran afición por la fotografía. En la ofensiva hacia el Este oficiales y soldados llevaban al cuello cámaras fotográficas. Las marcas más populares se anunciaban a toda página en las revistas del Ejército, incitando a aquellos héroes a preservar el recuerdo gráfico de sus hazañas. Pero muy pronto, según arreciaban las atrocidades, el alto mando prohibió que se tomaran fotos, aunque algunas de las más terribles llegaron a sobrevivir porque sus protagonistas se las mandaban como recuerdo a sus familiares.
El fotógrafo Lubomir Skrovina, en el centro, en Miropol el 17 de septiembre de 1941.
La imagen que resume el ‘Holocausto de las balas’
La foto que encontró Wendy Lower había permanecido oculta hasta la caída del muro de Berlín en un archivo de la policía secreta de Checoslovaquia. Lo que la hace excepcional es que muestra una matanza en el momento en que está sucediendo. Unos hombres de uniforme acaban de disparar muy de cerca a una mujer que se desploma al filo de un barranco y arrastra con ella de la mano a un niño descalzo. El humo de la pólvora difumina parte de la escena. Fijándose bien se ve que hay dos tipos de uniformes: pesados capotes y gorras como del Ejército soviético, guerreras y gorras de plato alemanas. También hay un hombre de paisano que observa la escena, limitada hacia atrás por los árboles de un bosque.
Durante 10 años Wendy Lower investigó archivos, localizó testigos, participó en excavaciones arqueológicas queriendo averiguar todo lo que fuera posible sobre la fotografía, lo que se ve en ella y lo que no, lo que pasó antes, lo que vino después, la fecha exacta de la matanza, el lugar donde sucedió. Lo ha contado en un libro denso y apasionado de menos de 300 páginas, The Ravine. Guillermo Altares, que está siempre muy alerta a estos asuntos, dio la noticia de la publicación del libro en estas páginas. El título alude al barranco donde esa mujer y ese niño están cayendo, y en el que yacen amontonados ya muchos cadáveres, y también personas malheridas que se remueven entre ellos, y que de un momento a otro recibirán un tiro de gracia o perecerán asfixiadas bajo el peso de los otros cuerpos y de las paladas de tierra que los ejecutores harán arrojar sobre ellos.
Como un juez de instrucción íntegro y escrupuloso, la investigadora identifica a los dos uniformados alemanes, funcionarios de aduanas que nunca pagaron por sus crímenes
En la foto, nada más verla, todo resulta general y anónimo: verdugos y víctimas, una borrosa matanza en blanco y negro. Poco a poco, como un juez de instrucción íntegro y escrupuloso, la investigadora, que aclaró enseguida el día de la ejecución, el lunes 13 de octubre de 1941, y el lugar preciso, las afueras de la pequeña ciudad ucrania de Miropol, identifica a los dos uniformados alemanes, que no son militares, sino funcionarios de aduanas, y que nunca llegaron a pagar por sus crímenes; y después encuentra el rastro de una adolescente que también fue dada por muerta y arrojada a esa misma fosa, pero logró escapar y vivió hasta 2015. También averigua los nombres de los policías ucranios, lacayos sanguinarios de los ocupantes alemanes, y sigue el rastro de sus vidas futuras. Y hasta descubre la identidad del fotógrafo, un valeroso soldado eslovaco que poco después se unió a la Resistencia, y que se jugó la vida para guardar las pruebas del horror al que había asistido. Una anciana que vive en un suburbio a las afueras de Detroit le cuenta sus recuerdos ya muy débiles de niña y le entrega una foto en la que pudieran estar, solo unos meses antes, la mujer del vestido de lunares y el niño que cae de su mano al barranco.
La búsqueda conduce de un secreto a otro, hasta chocar con el límite de lo que no puede saberse, el vacío inmenso de los muertos y los desaparecidos sin rastro. Cada nuevo descubrimiento apunta hacia otro enigma. Cobijado entre las piernas de la mujer que cae, Wendy Lower está segura de ver la cabeza de otro niño. En una imagen más borrosa que el fotógrafo tomó de los cuerpos amontonados en el barranco se distingue ese vestido de lunares. En el borde, en primer plano, hay unas botas de hombre, y junto a ella una chaqueta doblada. No se sabrá nunca a quién pertenecieron.
‘The Ravine: A Family, a Photograph, a Holocaust Massacre Revealed’. Wendy Lower. Houghton Mifflin Harcourt, 2021. 272 páginas. 26 euros.
En cada foto está contenido un mundo de información y otro de desconocimiento. Lo que se ve en la foto linda por sus cuatro lados con lo que no se ve y no se verá nunca. Lo visible engaña porque hace olvidar lo que no puede verse. Encuentras un puñado de fotos tiradas en la calle cerca de un contenedor o en el cajón de baratijas de un mercadillo y las personas que aparecen en ellas son más desconocidas porque sus caras surgen perfectamente nítidas, no tocadas por la melancolía definitiva del anonimato. En los mercadillos de Nueva York, hace 15 o 20 años, había muchas fotos de soldados muy jóvenes con uniformes de la II Guerra Mundial, y de muchachas de amplias sonrisas y melenas rizadas que algunas veces habían escrito declaraciones de amor en el reverso, con una cursiva elegante de pluma estilográfica. En esos mercadillos también había a veces paquetes enteros de fotos de frente y de perfil de hombres fichados por la policía, caras atónitas a veces con la nariz rota y un ojo hinchado, corbatas flojas sobre mugrientos cuellos de camisas, mejillas oscurecidas de barba tras la mala noche en una celda. Cada una de esas personas tuvo un nombre completo, una vida. Ahora eran apenas la imagen detenida en un parpadeo, el espectro de una existencia perdida, conjurada por el disparo de una cámara y la reacción química del revelado.
“Una foto es un secreto acerca de un secreto”, escribió Diane Arbus, “cuanto más te cuenta menos sabes”. En 2009, investigando en el Museo del Holocausto en Washington, la historiadora Wendy Lower encontró una foto que aludía a un gran secreto a voces sobre el que sin embargo existe muy poca documentación visual, las matanzas de judíos llevadas a cabo por el Ejército alemán en su avance a través de la Unión Soviética, en el verano y el otoño de 1941. Durante mucho tiempo se cultivó la leyenda de que los militares alemanes se habían mantenido al margen de los peores crímenes del nazismo, llevados a cabo al parecer por los fanáticos de las SS. Ahora sabemos que el Ejército regular participó con entusiasmo y eficacia en el exterminio de las poblaciones judías del Este de Europa y de la URSS, y que la crueldad de los militares profesionales hacia las “razas inferiores”, eslavos incluidos, fue idéntica a la de los matarifes de uniformes negros y calaveras en las gorras de plato.
Alemania era un país de gran afición por la fotografía. En la ofensiva hacia el Este oficiales y soldados llevaban al cuello cámaras fotográficas. Las marcas más populares se anunciaban a toda página en las revistas del Ejército, incitando a aquellos héroes a preservar el recuerdo gráfico de sus hazañas. Pero muy pronto, según arreciaban las atrocidades, el alto mando prohibió que se tomaran fotos, aunque algunas de las más terribles llegaron a sobrevivir porque sus protagonistas se las mandaban como recuerdo a sus familiares.
El fotógrafo Lubomir Skrovina, en el centro, en Miropol el 17 de septiembre de 1941.
La imagen que resume el ‘Holocausto de las balas’
La foto que encontró Wendy Lower había permanecido oculta hasta la caída del muro de Berlín en un archivo de la policía secreta de Checoslovaquia. Lo que la hace excepcional es que muestra una matanza en el momento en que está sucediendo. Unos hombres de uniforme acaban de disparar muy de cerca a una mujer que se desploma al filo de un barranco y arrastra con ella de la mano a un niño descalzo. El humo de la pólvora difumina parte de la escena. Fijándose bien se ve que hay dos tipos de uniformes: pesados capotes y gorras como del Ejército soviético, guerreras y gorras de plato alemanas. También hay un hombre de paisano que observa la escena, limitada hacia atrás por los árboles de un bosque.
Durante 10 años Wendy Lower investigó archivos, localizó testigos, participó en excavaciones arqueológicas queriendo averiguar todo lo que fuera posible sobre la fotografía, lo que se ve en ella y lo que no, lo que pasó antes, lo que vino después, la fecha exacta de la matanza, el lugar donde sucedió. Lo ha contado en un libro denso y apasionado de menos de 300 páginas, The Ravine. Guillermo Altares, que está siempre muy alerta a estos asuntos, dio la noticia de la publicación del libro en estas páginas. El título alude al barranco donde esa mujer y ese niño están cayendo, y en el que yacen amontonados ya muchos cadáveres, y también personas malheridas que se remueven entre ellos, y que de un momento a otro recibirán un tiro de gracia o perecerán asfixiadas bajo el peso de los otros cuerpos y de las paladas de tierra que los ejecutores harán arrojar sobre ellos.
Como un juez de instrucción íntegro y escrupuloso, la investigadora identifica a los dos uniformados alemanes, funcionarios de aduanas que nunca pagaron por sus crímenes
En la foto, nada más verla, todo resulta general y anónimo: verdugos y víctimas, una borrosa matanza en blanco y negro. Poco a poco, como un juez de instrucción íntegro y escrupuloso, la investigadora, que aclaró enseguida el día de la ejecución, el lunes 13 de octubre de 1941, y el lugar preciso, las afueras de la pequeña ciudad ucrania de Miropol, identifica a los dos uniformados alemanes, que no son militares, sino funcionarios de aduanas, y que nunca llegaron a pagar por sus crímenes; y después encuentra el rastro de una adolescente que también fue dada por muerta y arrojada a esa misma fosa, pero logró escapar y vivió hasta 2015. También averigua los nombres de los policías ucranios, lacayos sanguinarios de los ocupantes alemanes, y sigue el rastro de sus vidas futuras. Y hasta descubre la identidad del fotógrafo, un valeroso soldado eslovaco que poco después se unió a la Resistencia, y que se jugó la vida para guardar las pruebas del horror al que había asistido. Una anciana que vive en un suburbio a las afueras de Detroit le cuenta sus recuerdos ya muy débiles de niña y le entrega una foto en la que pudieran estar, solo unos meses antes, la mujer del vestido de lunares y el niño que cae de su mano al barranco.
La búsqueda conduce de un secreto a otro, hasta chocar con el límite de lo que no puede saberse, el vacío inmenso de los muertos y los desaparecidos sin rastro. Cada nuevo descubrimiento apunta hacia otro enigma. Cobijado entre las piernas de la mujer que cae, Wendy Lower está segura de ver la cabeza de otro niño. En una imagen más borrosa que el fotógrafo tomó de los cuerpos amontonados en el barranco se distingue ese vestido de lunares. En el borde, en primer plano, hay unas botas de hombre, y junto a ella una chaqueta doblada. No se sabrá nunca a quién pertenecieron.
‘The Ravine: A Family, a Photograph, a Holocaust Massacre Revealed’. Wendy Lower. Houghton Mifflin Harcourt, 2021. 272 páginas. 26 euros.