Inocente Montano participó en el "diseño y ejecución" de la matanza de seis jesuitas en 1989.*
Madrid 10 MAY 2019
La Fiscalía de la Audiencia Nacional ha pedido para el coronel Inocente Orlando Montano 150 años de cárcel por su participación en el asesinato en noviembre de 1989 en El Salvador del rector de la Universidad Centroamericana (UCA), el jesuita vasco Ignacio Ellacuría, y de otros cinco sacerdotes pertenecientes a esta orden religiosa, cuatro de ellos españoles.
El ministerio público solicita para Montano 30 años de prisión por cada uno de los “cinco asesinatos terroristas” de los religiosos españoles y la privación de todos los honores militares, según un escrito al que ha tenido acceso EL PAÍS.
Montano era en 1989 viceministro de Seguridad Pública de El Salvador. Insigne miembro de La Tandona, promoción de una veintena de oficiales ultraderechistas que ocupó puestos clave en el Ejército, el mando se hizo célebre por su fiereza contra los jesuitas, a los que atribuía conexiones terroristas. "Los jesuitas están plenamente identificados con los movimientos subversivos", llegó a clamar Montano días antes del 16 de noviembre de 1989.
Un grupo de militares salvadoreño asesinó esa madrugada a Ellacuría. Filósofo y teólogo de la liberación, el religioso se había convertido en un personaje perturbador para la dictadura. Sus posiciones proclives al diálogo y su voluntad para alcanzar la paz entre la guerrilla revolucionaria del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el Ejecutivo situaron al cura en la mirilla de los cenáculos más reaccionarios del Gobierno controlado por la formación Alianza Republicana Nacionalista.
Montano fue uno de los cinco coroneles considerados clave en el caso. El mando actuó bajo las órdenes del entonces jefe del Estado Mayor René Emilio Ponce, fallecido en 2014.
El ministerio público solicita también cinco años de prisión menor para el teniente René Yusshy Mendoza, miembro del batallón Atlacatl, grupo encargado de ejecutar la matanza.
La Fiscalía considera que Mendoza “ha colaborado activamente con la investigación” y “tenía notablemente disminuida su capacidad” porque la desobediencia a las órdenes del Estado Mayor podía suponer riesgo para la vida.
Montano, hoy con 76 años, “participó en la decisión, diseño y ejecución de los asesinatos”, según el escrito presentado por la Fiscalía al Juzgado Central de Instrucción número 6 de la Audiencia Nacional. El documento estima que el procesado constituyó “una estructura al margen de la legalidad, que alteró gravemente la paz pública […] con ejecuciones civiles y desapariciones forzosas”.
La Audiencia Nacional abrió la causa por la matanza de los jesuitas en 2011 en virtud del principio de justicia universal. EE. UU., donde Montano aterrizó en 2001 con documentación falsa, entregó al coronel a España en 2017. El juez envió en noviembre de ese año a Montano a prisión por su participación en el plan que culminó con el asesinato de Ellacuría y de los jesuitas españoles Ignacio Martín Baró, Segundo Montes Mozo, Armando López Quintana y Juan Ramón Moreno Pardo.
Con documentos desclasificados de EE. UU., la investigación judicial estima que Montano fue testigo del momento en el que el coronel y ministro de Defensa René Emilio Ponce ordenó a su subordinado Guillermo Alfredo Benavides asesinar a Ellacuría y no dejar testigos.
Días antes de la matanza, el Ejército había orquestado una campaña de desprestigio contra los jesuitas vinculados a la Universidad Centroamericana (UCA), según la Fiscalía. “A Ellacuría se le acusó en repetidas ocasiones de ser uno de los principales consejeros y estrategas del FLMN […]. Los jesuitas eran extranjeros enviados por España para recolonizar el país, eran líderes de hordas terroristas”, sostiene el ministerio público en un escrito firmado por Teresa Sandoval.
El viceministro de Defensa Juan Orlando Zepeda alegó incluso que los sacerdotes fueron cómplices del asesinato del fiscal general de El Salvador. “El enemigo está entre nosotros. Debe ser identificado y denunciado. Por tanto, por tanto, vamos a tomar la decisión final para resolver esta situación”.
https://elpais.com/internacional/2019/05/09/actualidad/1557420850_050890.html
* Hace ya 30 años del asesinato, la justicia tan lenta no es justicia, es lo mínimo que se puede decir.
Estos jesuitas lo que hicieron es ponerse del lado de la justicia, del pueblo, de la verdad, la luz, la bondad, la humanidad, el bien, la educación, el conocimiento, el saber, la ciencia, la liberación, la libertad, la alegría.
Los militares se situaron del lado de la injusticia, los poderosos, represión, el crimen, la mentira, la explotación, la violencia, la tortura, la maldad, la dominación, el sufrimiento, el mal, el oscurantismo, la ignorancia, la manipulación, la alienación, la esclavitud, la servidumbre...
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viernes, 10 de mayo de 2019
domingo, 2 de agosto de 2015
“Mi hijo el cabo Soria no es un héroe” Israel protege a sus militares. España solo les rinde homenajes.
“¿Por qué no abre Israel diligencias judiciales por la muerte del cabo Soria? Así evitaría que lo haga España”, le pregunté a un diplomático israelí. “Porque tenemos que defender a nuestros soldados”, me respondió. Es decir: el Gobierno israelí no quiere dar a sus militares el mensaje de que se exponen a terminar ante un juez, ni siquiera si han cometido una imprudencia grave, como sería el caso. ¿Y qué mensaje quiere dar el Gobierno español a sus militares?, me pregunté.
La justicia castrense se ha inhibido de investigar la muerte del casco azul español, el pasado 28 de enero en el puesto 4-28 de la ONU en la frontera entre Israel y Líbano. El juzgado togado estima que la Audiencia Nacional “aparece, en principio, como competente” para tramitar las diligencias, pero será el juez al que le toque quien decida si las admite a trámite...
La investigación del caso Soria ni siquiera ha empezado. El ministro de Defensa, Pedro Morenés, expuso el 14 de abril en el Congreso las conclusiones de los informes de la ONU, el Ejército español y el israelí. Todos, según el ministro, coinciden en que el proyectil que mató al cabo Soria fue disparado por una batería de artillería israelí que cometió una “cadena de errores e imprudencias”.
Pero estos informes, clasificados como secretos, no han sido entregados a la Justicia, y el pago de una indemnización, pactada entre los dos ministerios de Defensa, no puede suplantar la investigación judicial. Tampoco la liturgia con la que el Ejército honra a sus muertos en acto de servicio (homenaje a los caídos, condecoraciones, funerales solemnes) puede privar a las familias del derecho a saber cómo, por qué y quién es responsable de la pérdida de sus seres queridos.
Margarita Toledo, madre del cabo Soria, lo expresa con palabras que desnudan toda retórica: “Mi hijo no es un héroe. Me tocó a mí llorar como le hubiera tocado a cualquier otra madre. Si hubiese ido a la guerra, habría podido luchar, pero España lo mandó en misión de paz ¿para qué los manda si no los va a defender?”. Como defiende Israel a sus soldados, nada más.
http://politica.elpais.com/politica/2015/06/25/actualidad/1435249744_244305.html
La justicia castrense se ha inhibido de investigar la muerte del casco azul español, el pasado 28 de enero en el puesto 4-28 de la ONU en la frontera entre Israel y Líbano. El juzgado togado estima que la Audiencia Nacional “aparece, en principio, como competente” para tramitar las diligencias, pero será el juez al que le toque quien decida si las admite a trámite...
La investigación del caso Soria ni siquiera ha empezado. El ministro de Defensa, Pedro Morenés, expuso el 14 de abril en el Congreso las conclusiones de los informes de la ONU, el Ejército español y el israelí. Todos, según el ministro, coinciden en que el proyectil que mató al cabo Soria fue disparado por una batería de artillería israelí que cometió una “cadena de errores e imprudencias”.
Pero estos informes, clasificados como secretos, no han sido entregados a la Justicia, y el pago de una indemnización, pactada entre los dos ministerios de Defensa, no puede suplantar la investigación judicial. Tampoco la liturgia con la que el Ejército honra a sus muertos en acto de servicio (homenaje a los caídos, condecoraciones, funerales solemnes) puede privar a las familias del derecho a saber cómo, por qué y quién es responsable de la pérdida de sus seres queridos.
Margarita Toledo, madre del cabo Soria, lo expresa con palabras que desnudan toda retórica: “Mi hijo no es un héroe. Me tocó a mí llorar como le hubiera tocado a cualquier otra madre. Si hubiese ido a la guerra, habría podido luchar, pero España lo mandó en misión de paz ¿para qué los manda si no los va a defender?”. Como defiende Israel a sus soldados, nada más.
http://politica.elpais.com/politica/2015/06/25/actualidad/1435249744_244305.html
MÁS INFORMACIÓN
- El Gobierno niega al Congreso los informes de la muerte del cabo Soria
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sábado, 7 de septiembre de 2013
La Larga y oscura noche indonesia. ‘The act of killing’ apenas puede describirse y, en algunos momentos, casi no puede mirarse
En un depravado universo paralelo veteranos de las SS o de los escuadrones de la muerte argentinos llegan a la vejez rodeados de la admiración respetuosa de sus vecinos y participan en alegres programas en vivo de la televisión en los que el público les aplaude desde el graderío del estudio. Están tan orgullosos de sus hazañas pasadas que no sólo las cuentan a cara descubierta en un documental, mostrando a la cámara con detalle cómo llevaban a cabo sus torturas y ejecuciones. También aceptan con agrado la invitación a convertirse en intérpretes de dramatizaciones para el cine, en las que unas veces repetirán sus papeles de verdugos y otras, como por juego, se pondrán en el lugar de las víctimas, dejándose desfigurar con crudos maquillajes de efectos especiales, truculencias de películas ínfimas de terror.
El ambiente de las entrevistas y de los ensayos en el plató irá de lo nostálgico a lo festivo. Algún joven torturador y asesino de entonces, ahora viejecillo enjuto de una elegancia anticuada, pasará fluidamente de simular un estrangulamiento a dar unos pasos de baile. Sus zapatos muy lustrados improvisarán sin música quiebros de chachachá sobre un suelo de cemento que hace casi cincuenta años fue un lodazal de sangre. Los veteranos de aquellas organizaciones paramilitares que entonces se ocuparon con tanto éxito de las operaciones de limpieza contra el enemigo interno se unen a los jóvenes reclutas uniformados en actos multitudinarios en los que participan desde la tribuna ministros del Gobierno actual. Botas negras, boinas ladeadas, uniformes de combate con manchas de camuflaje como a llamaradas naranjas y negras. Hace mucho calor siempre y todo el mundo suda y fuma Marlboro. Los veteranos declaran sin disimulo alguno su doble condición de patriotas y de gánsteres. El gobernador de la provincia en la que viven los agasaja en su residencia oficial y declara que los gánsteres son elementos muy valiosos en la sociedad.
Una de las hipótesis más intrigantes y menos plausibles de la Física es la existencia de un número ilimitado de universos simultáneos. El que acabo de esbozar, no sin repulsión, está situado en Indonesia y lo ha explorado cámara en mano, durante nueve años, el cineasta Joshua Oppenheimer. El resultado es una película, The act of killing, que apenas puede describirse, y que en algunos momentos casi no puede mirarse, y no porque se complazca en la habitual pornografía de la crueldad, la sangre y las vísceras. Tampoco permite la coartada virtuosa de ponerse sin esfuerzo del lado de las víctimas y en contra de los verdugos, previamente alejándolos a todos en el blanco y negro de los documentales sobre atrocidades de hace mucho tiempo, en una narración consoladora y hasta ejemplar en el que después del crimen viene alguna forma de castigo, de redención o expiación. Después de Auschwitz vienen los juicios de Núremberg, el proceso de Eichmann; después de la guerra sucia en Argentina, la frágil figura heroica del fiscal Julio César Strassera; incluso en el genocidio de Ruanda o en el Camboya ha habido formas incompletas o rudimentarias de restitución, al menos una conciencia universal aproximada de lo que sucedió.
En Indonesia, en algo menos de un año, entre 1965 y 1966, alrededor de un millón de personas fueron asesinadas a consecuencias de un golpe de Estado militar. Como los militares declaraban levantarse para salvar al país del comunismo contaron con el apoyo inmediato y generoso de los principales Gobiernos occidentales. La Embajada de los Estados Unidos en Yakarta suministró a los sublevados listas de millares de sospechosos de pertenecer al Partido Comunista. Pero no eran sólo militares los que mataban, y las víctimas no sólo eran comunistas. Incitados por sus mulás, musulmanes devotos mataban para erradicar la amenaza siempre funesta del ateísmo. En la isla de Bali, de mayoría hindú, los altos sacerdotes hinduistas reclamaban sacrificios humanos para satisfacer a los espíritus ofendidos por años de sacrilegio y desorden social. En algunas zonas del país los cristianos se unían a los musulmanes y a los hindúes en la persecución de posibles comunistas. En otras los cristianos eran asesinados como infieles por musulmanes y por hindúes. Activistas sindicales, profesores, librepensadores, artistas, gente rara, campesinos descontentos, cualquiera podía ser condenado sin remisión y ejecutado sobre la marcha, sus casas incendiadas, sus familias perseguidas hasta el exterminio. En Bali murieron asesinadas unas ochenta mil personas, el cinco por ciento de la población. Las ejecuciones en masa se celebraban a veces acompañadas por orquestas de la bellísima música gamelán —sus percusiones etéreas se harían más rotundas para animar a los asesinos y ahogar los gritos—.
Los miembros de la minoría china —forasteros, comerciantes, identificables— eran el chivo expiatorio perfecto. Uno de los verdugos lo recuerda en la película de Oppenheimer con cierta nostalgia: iba por la calle y mataba a todos los chinos a los que veía; su novia de entonces era china: aprovechó la ocasión para matar a su suegro. Pero ni él ni sus amigos eran militares, ni particularmente devotos del islam. Eran chorizos de medio pelo, aficionados a las películas americanas, las de gánsteres y las de vaqueros, los musicales de Elvis Presley. En lugares remotos del mundo el cine violento americano induce sueños de heroísmo y vocaciones sanguinarias. En Yugoslavia, en Chechenia, en los años noventa, matones ...
La pesadilla es tan poderosa que dura más que la película. Salgo del cine, en Madrid, a un callejón trasero, y me parece que he desembocado en esa noche indonesia, en un universo paralelo, de pronto no inverosímil, en el que habrá genocidas que se conviertan en estrellas de reality show.
The act of killing. Directores: Joshua Oppenheimer y Christine Cynn. Producción: Dinamarca, Noruega y Reino Unido, 2012. Estrenada en España el viernes 30 de agosto.
El ambiente de las entrevistas y de los ensayos en el plató irá de lo nostálgico a lo festivo. Algún joven torturador y asesino de entonces, ahora viejecillo enjuto de una elegancia anticuada, pasará fluidamente de simular un estrangulamiento a dar unos pasos de baile. Sus zapatos muy lustrados improvisarán sin música quiebros de chachachá sobre un suelo de cemento que hace casi cincuenta años fue un lodazal de sangre. Los veteranos de aquellas organizaciones paramilitares que entonces se ocuparon con tanto éxito de las operaciones de limpieza contra el enemigo interno se unen a los jóvenes reclutas uniformados en actos multitudinarios en los que participan desde la tribuna ministros del Gobierno actual. Botas negras, boinas ladeadas, uniformes de combate con manchas de camuflaje como a llamaradas naranjas y negras. Hace mucho calor siempre y todo el mundo suda y fuma Marlboro. Los veteranos declaran sin disimulo alguno su doble condición de patriotas y de gánsteres. El gobernador de la provincia en la que viven los agasaja en su residencia oficial y declara que los gánsteres son elementos muy valiosos en la sociedad.
Una de las hipótesis más intrigantes y menos plausibles de la Física es la existencia de un número ilimitado de universos simultáneos. El que acabo de esbozar, no sin repulsión, está situado en Indonesia y lo ha explorado cámara en mano, durante nueve años, el cineasta Joshua Oppenheimer. El resultado es una película, The act of killing, que apenas puede describirse, y que en algunos momentos casi no puede mirarse, y no porque se complazca en la habitual pornografía de la crueldad, la sangre y las vísceras. Tampoco permite la coartada virtuosa de ponerse sin esfuerzo del lado de las víctimas y en contra de los verdugos, previamente alejándolos a todos en el blanco y negro de los documentales sobre atrocidades de hace mucho tiempo, en una narración consoladora y hasta ejemplar en el que después del crimen viene alguna forma de castigo, de redención o expiación. Después de Auschwitz vienen los juicios de Núremberg, el proceso de Eichmann; después de la guerra sucia en Argentina, la frágil figura heroica del fiscal Julio César Strassera; incluso en el genocidio de Ruanda o en el Camboya ha habido formas incompletas o rudimentarias de restitución, al menos una conciencia universal aproximada de lo que sucedió.
En Indonesia, en algo menos de un año, entre 1965 y 1966, alrededor de un millón de personas fueron asesinadas a consecuencias de un golpe de Estado militar. Como los militares declaraban levantarse para salvar al país del comunismo contaron con el apoyo inmediato y generoso de los principales Gobiernos occidentales. La Embajada de los Estados Unidos en Yakarta suministró a los sublevados listas de millares de sospechosos de pertenecer al Partido Comunista. Pero no eran sólo militares los que mataban, y las víctimas no sólo eran comunistas. Incitados por sus mulás, musulmanes devotos mataban para erradicar la amenaza siempre funesta del ateísmo. En la isla de Bali, de mayoría hindú, los altos sacerdotes hinduistas reclamaban sacrificios humanos para satisfacer a los espíritus ofendidos por años de sacrilegio y desorden social. En algunas zonas del país los cristianos se unían a los musulmanes y a los hindúes en la persecución de posibles comunistas. En otras los cristianos eran asesinados como infieles por musulmanes y por hindúes. Activistas sindicales, profesores, librepensadores, artistas, gente rara, campesinos descontentos, cualquiera podía ser condenado sin remisión y ejecutado sobre la marcha, sus casas incendiadas, sus familias perseguidas hasta el exterminio. En Bali murieron asesinadas unas ochenta mil personas, el cinco por ciento de la población. Las ejecuciones en masa se celebraban a veces acompañadas por orquestas de la bellísima música gamelán —sus percusiones etéreas se harían más rotundas para animar a los asesinos y ahogar los gritos—.
Los miembros de la minoría china —forasteros, comerciantes, identificables— eran el chivo expiatorio perfecto. Uno de los verdugos lo recuerda en la película de Oppenheimer con cierta nostalgia: iba por la calle y mataba a todos los chinos a los que veía; su novia de entonces era china: aprovechó la ocasión para matar a su suegro. Pero ni él ni sus amigos eran militares, ni particularmente devotos del islam. Eran chorizos de medio pelo, aficionados a las películas americanas, las de gánsteres y las de vaqueros, los musicales de Elvis Presley. En lugares remotos del mundo el cine violento americano induce sueños de heroísmo y vocaciones sanguinarias. En Yugoslavia, en Chechenia, en los años noventa, matones ...
La pesadilla es tan poderosa que dura más que la película. Salgo del cine, en Madrid, a un callejón trasero, y me parece que he desembocado en esa noche indonesia, en un universo paralelo, de pronto no inverosímil, en el que habrá genocidas que se conviertan en estrellas de reality show.
The act of killing. Directores: Joshua Oppenheimer y Christine Cynn. Producción: Dinamarca, Noruega y Reino Unido, 2012. Estrenada en España el viernes 30 de agosto.
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