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lunes, 14 de noviembre de 2016

¿‘In vino veritas’?

SE DICE que los niños, los locos y los borrachos dicen la verdad, que el alcohol elimina las inhibiciones y permite que todas las opiniones fluyan sin censura. Sin embargo, no es el alcohol el que crea y alimenta nuestras opiniones. Tendríamos que definir si realmente cuando hablamos siendo niños, o cuando lo hacemos bajo los efectos de sustancias o estados psíquicos que favorecen la desinhibición –como la psicosis o, simplemente, la ansiedad o la ira–, hablamos “sin censura” o lo hacemos “con madurez”.

La  formación de un sistema de valores es un procedimiento dinámico, individual, rico en matices y que consta de una serie de elementos que vamos adquiriendo a lo largo de toda la vida.

En la infancia nuestras opiniones son muy limitadas. Adquirimos nuestros valores y no los ponemos en duda, no nos los planteamos, los damos por ciertos ya que todavía no tenemos capacidad de juicio; prácticamente solo contamos con los pareceres de nuestra familia más próxima, en general las de nuestros padres.

Más tarde, llegan las de la escuela, profesores y compañeros. Por cierto, es característico de estas etapas que vayamos dando por aceptables únicamente los valores de nuestro entorno pues todavía no tenemos un criterio propio y son los de estas personas cercanas los que nos aportan la necesaria sensación de pertenencia a un grupo: creencias políticas más o menos radicalizadas, gustos musicales o una manera de vestir que de una u otra forma nos posiciona.

Más adelante vamos enriqueciendo nuestro “estar en el mundo” con lecturas, conversaciones, canciones, viajes, películas…, multitud de estímulos imposibles de resumir que van dejando una impronta.

Para que con todos los estímu­los que vamos recibiendo a lo largo de la infancia, la adolescencia y la madurez se vaya generando un criterio propio es imprescindible la reflexión. Es un proceso continuo, circular. A medida que el hombre madura y se enriquece el criterio, nos hacemos más reflexivos y más sensatos.

Sin embargo, aquellos valores que adquirimos en la infancia y en la adolescencia y que posteriormente pusimos en duda después de llegar a nuestras propias conclusiones, tal vez opuestas a aquellas que nos enseñaron de niños, esos principios aprendidos, de algún modo, permanecen almacenados en el cerebro.

LOS VALORES QUE ADQUIRIMOS EN LA INFANCIA Y EN LA ADOLESCENCIA PERMANECEN ALMACENADOS EN EL CEREBRO

La reflexión y la madurez los descartan como propios. Consideran que nos fueron dados y llega un momento que nos parecen primitivos. Decidimos, por nuestra propia voluntad, que no son válidos para la persona que somos en la actualidad. Tal vez lo fueran para aquel niño, para aquel adolescente y en aquel contexto social, familiar y cultural, pero no lo son para este adulto reflexivo, sensato y educado.

A medida que maduramos vamos añadiendo límites, acotando situaciones, definiendo circunstancias y tomando decisiones sobre cómo actuar, qué decir, qué hacer en función de quiénes somos y qué queremos conseguir teniendo en cuenta cuáles son nuestros valores. De este modo, el cerebro funciona en constante conflicto.

La sospecha de que sustancias como el alcohol o estados psíquicos de desinhibición como la ansiedad o la ira liberan creencias más primitivas del ser humano es antigua. El Talmud babilónico contiene una frase lapidaria: “Entró el vino y salió un secreto”, y dice después: “En tres cosas se revela un hombre: en su copa de vino, en su bolsa y en su cólera”. Según el historiador romano Tácito, los pueblos germánicos aconsejaban beber alcohol a sus políticos para impedir que estos mintieran en los consejos. De hecho, la expresión In vino veritas, de Plinio el Viejo, no es más que la traducción de la expresión popular En oino álétheia, acuñada por el poeta griego Alceo de Mitilene.

No cabe duda de que en ocasiones la desin­hibición que producen el alcohol, la ira, la ansiedad o la inmadurez pueden hacernos revelar “verdades” que no somos capaces de expresar cuando dominamos nuestra consciencia. Lo que se debe distinguir es si en ese estado de llamémosle liberación, exteriorizamos cosas que hubiésemos preferido callar o lo que provoca es que olvidemos por un rato una opinión que ya hemos elaborado, madurado y reflexionado. Algo, esto último, que nos puede situar en una posición peligrosa o dañina.

No todos sabemos o podemos

- La etapa de reflexión en la que nos cuestionamos las enseñanzas y la educación recibida es, casi por definición, un periodo difícil y de soledad. Pero también se trata de un momento clave porque a partir de entonces el núcleo de nuestro pensamiento dejará de ser la opinión heredada y comenzará a ser la propia. A partir de entonces nuestro criterio debe permanecer permeable pero no dependiente de las opiniones de los demás. No necesitamos líderes de opinión, sino ideas que enriquezcan las nuestras, las maticen o incluso las contradigan.

- Si bien es cierto que esta fase es necesaria y enriquecedora, no es tarea fácil porque se puede sentir que se traiciona a la tradición recibida y porque siempre resulta más cómodo no tener que repensar nuestra identificación y pertenencia a un grupo. Una buena parte de la población permanece estática en esa herencia. El gran riesgo de quien no se toma la molestia de crear su propio mundo ideológico y sus principios es que se convierten en las víctimas más fáciles para la radicalización, el conservadurismo extremo o el populismo.
Lola Morón
Fuente: http://elpaissemanal.elpais.com/confidencias/in-vino-veritas/#leer