Un rosario de hallazgos en los últimos 20 años nos ha obligado a cambiar las egocéntricas teorías que sobre los neandertales manejamos durante siglos.
Tengo en mi despacho la foto de la cabeza de un hombre de unos 40 años. Su cráneo rasurado está teñido con un pigmento rojo y luce un bonito tocado de plumas de ave. Dos largas espinas decorativas le atraviesan elegantemente las orejas. Una raya de pintura negra desciende por la mitad de su frente y cubre el puente de su gran nariz. Sus ojos son suspicaces y orgullosos, y de su rostro perfectamente afeitado emana una impresión de fuerza y de poder. Podría ser cualquier gran jefe indio de las praderas americanas. Pero no. Es la reconstrucción de un cráneo de neandertal a la luz de las nuevas evidencias científicas.
Durante siglos, con el pomposo egocentrismo que nos caracteriza, hemos visualizado a esos otros Homos, los neandertales, como bestias hirsutas, feas como demonios y patizambas; muy parecidos, en suma, a como imaginamos ahora a los ogros, a los yetis y a todas esas criaturas legendarias que en realidad no son sino la huella mítica del recuerdo real de aquellos primos. Hasta hace muy poco creíamos que esos brutos no sabían hablar y no nos extrañaba que se hubieran extinguido de un plumazo cuando nosotros, lampiños, inteligentes y bien plantados, salimos con paso alegre de África camino de la gloria. Pero en los últimos 20 años una cascada de descubrimientos nos ha ido hundiendo el ego en la miseria.
Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales.
Hoy sabemos que hablaban y que tenían nuestra misma capacidad craneal, la misma inteligencia. Durante cierto tiempo intentamos atrincherarnos en la estética: sostuvimos que habíamos sido nosotros, los cromañones, quienes empezamos a fabricar adornos. Me encantó esa teoría; era emocionante que los sapiens nos hubiéramos salvado de la extinción gracias a necesitar esa cosa tan inútil que es la belleza. Pero la alegría duró poco; enseguida se encontraron collares de conchas en los asentamientos de nuestros primos. Estaban tan heridos por la belleza como nosotros.
Se sabe que hemos coincidido con los neandertales, que nos emparentamos y tuvimos sexo e hijos. Entre el 1% y el 4% de nuestros genes (salvo en los subsaharianos) proceden de ellos. Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales. Su herencia nos predispone, entre otras cosas, a la depresión y a las adicciones. Yo, que fumé durante 20 años tres paquetes de tabaco al día, debo de tener una abuela neandertal de armas tomar.
Ha habido otras especies humanas, como el Homo denisovano o el de Flores, pero los neandertales han sido los más importantes, porque duraron más de 200.000 años (una proeza: recordemos que la escritura y nuestra historia empezaron hace solo 6.000 años). Ahora acaba de hacerse un descubrimiento colosal: una nueva datación en las pinturas rupestres de tres cuevas españolas han demostrado que fueron hechas por neandertales hará 65.000 años. Son las obras de arte más antiguas del planeta, y no son nuestras. Sí, nos parecíamos mucho. Y se extinguieron. Ah, qué inquietud. Si nada nos diferencia, podríamos extinguirnos nosotros también. El enigma de la desaparición de los neandertales se está convirtiendo en el mayor misterio de la humanidad.
Apunta Yuval Noah Harari en su brillante ensayo Sapiens que fue la capacidad de crear ficción lo que nos hizo triunfar como especie. Una preciosa explicación aunque, la verdad, no me la creo: me imagino muy bien a mi abuela neandertal contándoles historias a sus nietos en la hoguera. A mí me convence más una profesora norteamericana, Pat Shipman, que hace un par de años expuso una teoría que me deslumbró. Verán, los neandertales eran más robustos que nosotros y necesitaban más cantidad de alimentos. Cuando se extinguieron estábamos en plena glaciación; no solo escaseaba la comida, sino que de repente habían aparecido unos extranjeros que hacían algo muy raro: se aliaban con los lobos para cazar. Humanos y perros formamos un equipo depredador de formidable eficacia, tanta que la fórmula sigue vigente. Probablemente fuimos una especie de arma letal por carambola: acaparamos la comida y los matamos de hambre. Así que ni más listos, ni más artistas, ni más sofisticados: nos salvaron los perros. Somos poca cosa. Y desagradecidos.
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sábado, 28 de abril de 2018
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