_- Por Carlos Soler | 14/08/2020 |
Conocimiento Libre
Fuentes: Nogracias.org
La existencia de conflictos de intereses no es coyuntural, sino constitutiva (o estructural) en un sistema social complejo. Los intereses no tienen por qué ser negativos a priori. Pueden ser más o menos legítimos o generar mayor o menor consenso ético, y su interacción puede tener resultados dispares. La cuestión principal es cómo se articulan, supervisan y regulan. El ámbito de la salud, tanto en su vertiente reactiva como de prevención y promoción así como en la investigación, constituye a día de hoy un gigantesco mercado, lo que confiere mucho peso a los intereses financieros (Stamakatis, 2013; Ioannidis, 2016). Aunque no es el objetivo primero de este artículo, conviene reseñar que ese peso financiero se ve propiciado en determinado contexto histórico y político (por ejemplo, a través de las leyes de patentes y la entrada de la industria farmacéutica y de la investigación en la economía financiera especulativa, impulsadas en los años 80 en los EE.UU.).
En este artículo se abordará cómo la Medicina Basada en la Evidencia (MBE), un movimiento que nace hace tres décadas buscando minimizar los sesgos en la medicina clínica, se ha visto gravemente distorsionado y alejado de esos valores para favorecer intereses particulares, principalmente económicos. El foco estará en la influencia de la industria farmacéutica (IF), sin dejar de mencionar otros intereses corporativos y la colaboración necesaria de distintos actores.
La MBE reposa sobre cuestiones abordadas desde hace tiempo por la medicina, la filosofía natural y la ciencia. Sus orígenes más concretos suelen situarse en una serie de charlas que dio en 1972 el epidemiólogo Archie Cochrane, tituladas «Efectividad y eficiencia: reflexiones aleatorias sobre los servicios de salud» (Cochrane, 1972). Cochrane argumentó que se estaban usando muchas intervenciones médicas de eficacia y seguridad dudosas o desconocidas. Esto habría de causar daño a nivel tanto individual como poblacional a través de la iatrogenia, el despilfarro de recursos y del fracaso a la hora de adoptar tratamientos más efectivos. Afirmó que los tratamientos deberían evaluarse sistemáticamente usando métodos no sesgados (como el ensayo clínico aleatorio —ec—) y que la profesión médica debía revisar de forma continua sus conocimientos. Lo respaldaba un fuerte imperativo ético: no hacer daño, hacer lo mejor por los pacientes y de modo justo, sin malgastar recursos.
El término MBE fue acuñado en los años ochenta del siglo XX por el EBM Working Group de la McMaster University para describir la evaluación y el uso de los resultados de la investigación en el cuidado de los pacientes individuales. Este grupo situó la MBE como un «cambio de paradigma» en un famoso artículo publicado en 1992 (Guyatt et al., 1992). Desde entonces, la MBE ha tenido un enorme impacto en las políticas y prácticas de los sistemas de salud como un método para guiar las decisiones tanto clínicas como sanitarias en general. Para centrar la cuestión, podría decirse que la MBE nació, en el plano teórico, al cariz de una pregunta fundamentalmente epistemológica: ¿Qué evidencia puede considerarse apropiada para tomar decisiones clínicas? Se cernían dudas cada vez más consistentes sobre el «viejo paradigma», en el que la práctica médica se sustentaba básicamente en la experiencia clínica y la evidencia mecanística (o fisiopatológica). La primera estaría sometida a multitud de sesgos (tendencia a recordar resultados positivos, pudiendo estos no estar relacionados causalmente con el tratamiento indicado, sobreestimación de eficacia por efecto placebo, etc.). La segunda había dado ya abundantes ejemplos de inconsistencia (problemas al trasladar resultados in vitro a in vivo, perjuicios no detectados al ensayar tratamientos a pequeña escala, etc.).
Ante esto, los promotores de la MBE defendieron una aproximación sistemática a la evidencia. Esta se jerarquizó, basándose en la confiabilidad del conocimiento obtenido por distintos métodos de investigación y de acuerdo con tres afirmaciones fundamentales: 1) Los EC y las revisiones sistemáticas (RS) y metaanálisis (MA) dan evidencia más robusta que los estudios observacionales; 2) los estudios comparativos (EC y observacionales) dan evidencia más robusta que el razonamiento mecanístico; y 3) los estudios comparativos dan evidencia más robusta que la opinión de expertos. Así, la evidencia probabilística prevalecería sobre la fisiopatológica, y ambas sobre la experiencia o intuición clínica. La MBE supuso un importante avance al contribuir a la sistematización del conocimiento en salud y fomentar la aplicación de intervenciones de eficacia probada, así como el descarte de otras no eficaces o potencialmente dañinas. Por este motivo, se consolidó a lo largo de las dos décadas posteriores de su nacimiento, y en la actualidad es el marco dominante en la toma de decisiones en medicina.
A medida que la MBE y sus principales herramientas (el EC, la RS y el MA) han ido ganado reconocimiento, se han visto distorsionadas por conflictos de intereses entre distintos actores (industrias relacionadas con intervenciones sanitarias, como la farmacéutica, instituciones académicas, autoridades y estamentos de gestión diversos, etc.), que pueden obtener beneficios al orientar a su favor los resultados («evidencia»). Estas distorsiones se ven motivadas en parte por los incentivos financieros hacia los que se orienta la sociedad de mercado y, en general, no han encontrado la suficiente oposición por parte de los distintos responsables de su regulación (sociedades profesionales y científicas, academia, agencias del medicamento, etc.). Los mismos proponentes de la MBE han alzado reiteradamente la voz para señalar las grandes dimensiones y la gravedad del impacto de esta corrupción (Greenhalgh, 2014), a lo que se han sumado las voces de multitud de profesionales vinculados a la salud que son defensores de los principios de la MBE.
Aunque las críticas están presentes desde los orígenes, en los últimos años se ha ido acumulando la evidencia que sugiere que la IF (en colaboración con otros actores necesarios) ha introducido sesgos en todos los procesos relacionados con la MBE, desde la producción de la evidencia hasta su síntesis, difusión y gestión. Los resultados de esta distorsión tienen un gran impacto socioeconómico y en la credibilidad de la propia MBE. A continuación, se detallarán los distintos ámbitos que se han visto afectados y algunos de los métodos empleados para ello. La división de los ámbitos es relativamente arbitraria y responde a cuestiones de claridad, si bien existe una interrelación entre todos ellos. Asimismo, se trata de una revisión breve, que no pretende ser exhaustiva, aunque se incluye abundante bibliografía para que se pueda profundizar si resulta de interés.
Producción de la evidencia
Los EC son caros, sobre todo los grandes ensayos necesarios para aprobar la entrada de un fármaco al mercado. El sector público ha cedido en gran parte la realización de EC a la industria, y los ensayos más citados son casi siempre producidos por esta (Lathyris, 2010). Asimismo, la propia industria a menudo externaliza la realización de dichos EC a empresas especializadas. Muchos críticos consideran que no debería dejarse en manos de las corporaciones la evaluación de sus propios productos, puesto que es natural que en ese caso la balanza se decante hacia el propio beneficio económico (Ioannidis, 2013).
De acuerdo con algunos estudios, los EC financiados por organizaciones con ánimo de lucro tienden a favorecer al fármaco esponsorizado hasta cuatro veces más que aquellos financiados por entidades sin ánimo de lucro (Als-Nielsen, 2003; Lexchin, 2003). No debe desprenderse de esto que todos los EC se encuentran fatalmente sesgados. Existen muchos EC con un diseño robusto y un adecuado reporte de los resultados. Esto es así especialmente en los grandes ensayos pivotales, en los que las compañías se juegan la aprobación de un fármaco. No obstante, en multitud de casos el marketing se entreteje en las características del EC, influyendo de forma sutil en cómo se enmarcan las preguntas de investigación y el diseño, conduciendo hacia la acumulación de sesgos y un reporte inapropiado de los resultados (Heres, 2006; Lexchin, 2012; Lundh, 2012; Goldacre, 2013; Le Noury, 2015; Prasad, 2015). El mayor peligro por tanto no son los estudios claramente mercadotécnicos (bautizados como experimercials), sino la coexistencia en un mismo EC de características rigurosas con un sutil «giro comercial».
La evidencia sugiere que es más probable que los EC financiados por la IF utilicen distintos métodos para distorsionar los resultados a su favor, como son: plantear preguntas de investigación orientadas al resultado deseado, usar un comparador inactivo o «de paja» (p.e. en dosis inadecuadas), seleccionar la población de estudio de modo que favorezca la intervención deseada, usar variables subrogadas como resultados principales, hacer ensayos de duración demasiado corta, mezclar los resultados de forma interesada, ignorar los datos de pacientes que abandonaron el ensayo, cambiar el resultado principal tras finalizar el ensayo, hacer análisis de subgrupos inapropiados, distorsionar los criterios de éxito (p.e., amplios márgenes de no-inferioridad) o manejar inferencias incorrectas hasta el punto de narrar como positivos resultados que en realidad no lo son (Lexchin, 2003; Turner, 2008; Ioannidis, 2010-1; Goldacre, 2013; Every-Palmer, 2014).
Existe cada vez más evidencia directa sobre la manipulación de los resultados reportados en los ensayos financiados por la industria, resaltando los resultados favorables y evitando los hallazgos inconvenientes. En este sentido, es paradigmático el caso de la gabapentina (Vedula, 2009). Se producen multitud de EC que no responden a preguntas pertinentes o que lo hacen de forma innecesariamente repetitiva. Un EC aparentemente inocuo que explora una nueva indicación de un fármaco puede constituir una estrategia de marketing offlabel (Vedula, 2012). Los EC pueden ser utilizados para el product seeding: se esparce la población del estudio en pequeños grupos reclutados en múltiples centros como herramienta comercial. Se consigue con ello familiarizar a los prescriptores con el producto y promover el contacto regular de los comerciales con el centro.
Por otra parte, los análisis de coste-efectividad son un criterio fundamental para adscribir recursos públicos y también se encuentran directamente influidos por estrategias comerciales. La mayoría de los análisis publicados presentan ratios de coste-eficacia favorables y es más probable que los estudios financiados por la industria muestren ratios por debajo de los umbrales requeridos por las autoridades (Miners, 2005; Bell, 2006). Existen multitud de métodos mediante los cuales la industria consigue maquillar los análisis de coste-efectividad (Polyzos, 2011).
No solo se ven distorsionados los ensayos sobre la eficacia de intervenciones. También se manipula el conocimiento clínico para obtener más diagnósticos y, con ello, intervenciones. Estas prácticas se agrupan bajo el término paraguas disease mongering, acuñado por Ray Monihan (2002). En general, se trata de estrategias para ampliar las fronteras de enfermedades ya definidas, definir estados de «riesgo» o «pre-enfermedad» (son paradigmáticas las estrategias agresivas para reducir el colesterol o la hipertensión arterial en prevención primaria), medicalizar problemas diversos (como la timidez, o el natural declive de testosterona y hormona de crecimiento con la edad) y lanzar agresivas campañas de «concienciación» con objetivos principalmente comerciales. Estas distorsiones contribuyen al exceso de intervencionismo en medicina, que conlleva importantes riesgos. La toma de conciencia al respecto ha llevado a lanzar distintas campañas internacionales (p.e., BMJ “Too Much Medicine”) y a acuñar conceptos como «prevención cuaternaria» (definida por M. Jamoulle, actualizada constantemente —Martins, 2018—) y «deprescripción» (Reeve, 2017).
Es importante tener en cuenta que no solo se distorsiona el cómo, sino el sobre qué se investiga. Los incentivos influyen en la agenda de investigación de distintas maneras. Se tiende a maximizar el beneficio económico, lo que lleva a centrarse en intervenciones patentables, como las farmacológicas. Algunas de las formas en que se valoran los estudios científicos tienen poco que ver con su calidad metodológica o su relevancia social, lo que conduce a seleccionar objetos y métodos de investigación con más probabilidad de reportar difusión y beneficio económico por encima de otros valores (Macleod, 2014).
Síntesis de la evidencia
Las revisiones sistemáticas (RS) y metaanálisis (MA) que sintetizan ensayos que responden a preguntas inapropiadas simplemente reforzarán los mensajes inadecuados (Ioannidis, 2010-2). Como dicen los anglosajones, “garbage in, garbage out”. Se ha limitado el acceso a los datos básicos de los EC y la integración en RS de los datos disponibles, potencialmente sometidos a importantes sesgos, puede potenciar y perpetuar estos sesgos de la literatura primaria (Doshi, 2012). Dado que las RS y los MA han alcanzado gran prestigio e influencia, la industria también ha infiltrado su producción. Existe evidencia de que los ma financiados por la industria tienden a ser de peor calidad metodológica, a no evitar sesgos y conflictos de interés relevantes y a emitir conclusiones favorables a la intervención de interés (Jorgensen, 2006; Yank, 2007; Roseman, 2011; Ebrahim, 2012).
Difusión de la evidencia
Sesgo de publicación
Se trata de uno de los sesgos más graves y reconocidos. Consiste en la tendencia a publicar con más frecuencia los estudios que arrojan resultados estadísticamente significativos (lo que implica a su vez que los resultados negativos, pese a tener la misma validez, se publiquen menos). La resultante es una tendencia a sobreestimar el resultado de las intervenciones. Esto se produce en un contexto de incentivos mal orientados (como la orientación de la investigación hacia determinados resultados productivos, el famoso publica o perece), permisividad por parte de las entidades reguladoras y de las revistas especializadas, entre otros. Más allá del sesgo de publicación, la no disponibilidad en general de datos potencialmente relevantes distorsiona los resultados de las revisiones de evidencia, y con ello sesga las decisiones de las autoridades y los profesionales pertinentes. Esto tiene un enorme impacto socioeconómico. Goldacre (2013) dedica buena parte de su libro Bad Pharma a este tema.
Attributional spin
Algunos críticos defienden que referirse a las compañías como meros patrocinadores, financiadores o proveedores de apoyo a la investigación contribuye a ocultar su verdadero rol. Muchos EC son proyectos corporativos, si bien no son presentados al público como tales: se resalta el rol de los académicos que participan en el estudio y se minimiza el de la industria (Ross, 2008; Goldacre, 2013; Matheson, 2016-1; Matheson, 2016-2). A esto se le llama attributional spin (giro atributivo), y hace que los resultados sean presentados mediante la autoría de académicos creíbles, lo que reduce la impresión de influencia comercial, a la par que puede favorecer la publicación en revistas de mayor impacto (Hirsch, 2009). Muchos de estos autores tienen importantes conflictos de interés con la industria (Rose, 2010; Ahn, 2017).
Líderes de opinión
En el marketing farmacéutico, los líderes de opinión o KOL (del inglés Key Opinion Leader) son médicos u otros profesionales sanitarios de renombre en quienes los compañeros confían a la hora de formarse una opinión. Las compañías farmacéuticas utilizan a los KOL como herramientas de marketing para promocionar sus productos o influir en las decisiones de las agencias reguladoras y otras instituciones (Meffert, 2009; Sismondo, 2015). El manejo de estos KOL a menudo se externaliza a agencias de marketing especializadas.
Revistas médicas
La industria tiene una influencia considerable en lo que se publica en las revistas médicas más influyentes a través de la autoría fantasma o ghostwriting (Ross, 2008; Sismondo, 2009; Goldacre, 2013). Las propias revistas tienen importantes conflictos de interés, pues los ensayos producidos por la industria generan importantes ingresos a partir de las separatas o «tiradas especiales». Asimismo, estos artículos pueden aumentar el factor de impacto de las revistas; de acuerdo con algunos estudios, hasta un 15% (Lundh, 2010). Las revisiones narrativas y las editoriales por parte de KOL también tienen un gran impacto en la práctica clínica (Monihan, 2008; Meffert, 2009), y están sujetas a criterios de revisión más laxos.
Guías clínicas
En EE.UU., la mayoría (56%) de los investigadores involucrados en las 17 guías de práctica clínica cardiovascular más importantes publicadas entre 2004 y 2008 presentaban conflictos de interés (becas de investigación, honorarios por conferencias de promoción, acciones en bolsa o pagos por consultorías). El porcentaje aumentaba hasta el 80% al analizar los directores de los comités científicos (Mendelson, 2011). Según otro estudio, en conjunto, entre el 56 y el 87% de los autores de guías de práctica clínica tendrían al menos un conflicto de interés financiero (Norris, 2011). Estas guías con frecuencia enfatizan intervenciones nuevas y costosas y siguen la evidencia de forma laxa. Por ejemplo, en el caso de la diabetes de tipo 2, la mayoría seguían recomendando un control farmacológico estricto de la glucemia, cuando la mejor evidencia disponible sugería que esto no comportaba un mayor beneficio para los pacientes (Montori, 2009), y que podría deteriorar su calidad de vida (Yudkin, 2010).
A menudo se promueve que la declaración de los conflictos de interés es aval de transparencia e integridad. Por una parte, estos conflictos están gravemente infrarreportados (Neuman 2011) y no suelen tenerse en cuenta a la hora de valorar la evidencia presentada. Por otra, la transparencia por sí misma no disminuye la distorsión en todo el proceso e incluso puede tender a normalizar la presencia de esos conflictos de interés (Goldacre, 2013).
Visita médica
Las presiones mercadotécnicas directas por parte de los comerciales son muy relevantes. Por ejemplo, en los EE.UU., en 2004, alrededor de un tercio de los 57 mil millones de dólares que gastaron las compañías farmacéuticas en actividades promocionales se destinó a visitas médicas (Gagnon, 2008). La interacción regular con comerciales incrementa sustancialmente las probabilidades que un fármaco se incluya en el stock del hospital y, si el médico recibe honorarios, el incremento es aún mayor (Chren, 1994). Los pacientes entrevistados consideran en general que los lazos financieros entre los médicos y las compañías farmacéuticas son inaceptables y comprometen la calidad de la asistencia (Licurse, 2010). No obstante, raramente se les informa de estos lazos. En los últimos tiempos se vienen tomando medidas restrictivas en distintos países (ver «Posibles medidas»).
Formación de los profesionales
Los médicos se ven expuestos al marketing farmacéutico desde su formación de grado (Sierles, 2005; Grande, 2009; Austad, 2011). La formación médica continuada (FMC) es parte esencial del desarrollo de los profesionales. En muchos países esa formación depende financieramente de la IF. En los EE.UU., en 2010, aunque algunas regulaciones habían modulado ya su influencia, aproximadamente el 50% de la financiación de la FMC procedía directamente de la IF (Steinman, 2012). Los espónsores tienen influencia directa en los programas educativos, involucrando con frecuencia a KOL y usando a menudo presentaciones preparadas por la propia compañía (Avorn, 2010). Algunos estudios sugieren que la FMC esponsorizada conlleva un incremento de las tasas de prescripción del producto en cuestión (Wazana, 2000). La mayoría de congresos y eventos formativos cuentan con patrocinio industrial (Brody, 2009).
Sociedades científicas y profesionales
Las sociedades médicas profesionales tienen un papel importante en la definición y promoción de los estándares de salud. Sus pronunciamientos públicos, guías clínicas, cursos de FMC, normativas éticas, etc. tienen un gran peso para los profesionales y la sociedad. Muchas de estas sociedades reciben abundante financiación por parte de la industria, y a menudo carecen de políticas de regulación o estas son insuficientes (Rothman, 2009; Brody, 2010; Fabbri, 2016).
Asociaciones de pacientes
Las asociaciones de pacientes influyen en las políticas sanitarias, así como en las actitudes de pacientes y allegados y en la opinión de la población general. Los vínculos financieros entre estas asociaciones y la industria también se han hecho más intensos en los últimos años. Muchas de estas reciben fondos de la industria, generándose a menudo una situación de dependencia económica. En este contexto se generan potenciales conflictos de interés, a pesar de lo cual la transparencia y las políticas de regulación en general son insuficientes (Colombo, 2012; Rose, 2013; McCoy, 2017; Rose, 2017).
Gestión de la evidencia
Riesgo y seguridad
La aprobación de nuevos productos o indicaciones requiere que se demuestre su efectividad y una seguridad razonable. A pesar de todo, a menudo se tarda mucho tiempo en retirar intervenciones con defectos de seguridad o eficacia, con grandes costes económicos y en morbimortalidad. Esto se debe en parte a las limitaciones intrínsecas de los métodos y recursos disponibles. Existen efectos secundarios relevantes pero sutiles, que no se logran detectar hasta que un fármaco se ha usado profusamente durante bastante tiempo. Por eso son tan importantes los estudios independientes de farmacovigilancia poscomercialización. No obstante, el estudio de los procesos de retirada de distintos fármacos y procedimientos en los últimos años sugiere que los lazos financieros con la industria pueden determinar la orientación de los autores de ensayos y MA en cuestiones de seguridad. La rosiglitazona, un medicamento para la diabetes de tipo 2, fue aprobada y prescrita en todo el mundo durante 10 años, con beneficios multimillonarios, a pesar de que existía evidencia limitada de sus beneficios y, especialmente, de su seguridad (Cohen, 2010). Actualmente se encuentra retirada en la UE, India, Suráfrica y Nueva Zelanda, y sus indicaciones se restringieron mucho en los EE.UU. Otro caso muy conocido es el del rofecoxib, un antiinflamatorio no esteroideo que incrementa el riesgo cardiovascular. Los datos revelados durante un litigio sugieren que el fabricante distorsionó intencionalmente la presentación de los datos de seguridad de los ensayos (Curfman, 2005), y entrenó a sus comerciales para evitar de forma tácita las preguntas de los médicos sobre ese tema (Berenson, 2005).
Captura del regulador
La industria influye de distintas maneras en la elaboración y aplicación de las normativas que regulan la aprobación y retirada de medicamentos, así como sus precios. Es un fenómeno bautizado como «captura del regulador». Se trata de una cuestión fundamental, teniendo en cuenta el peso que tiene la partida destinada a gasto farmacéutico en los presupuestos de sanidad y las repercusiones en morbimortalidad que se derivan de aprobaciones que no cumplen con las suficientes garantías. Los conflictos afectan desde las más altas esferas, como los ministerios de sanidad o las grandes agencias del medicamento (FDA, EMA), hasta los comités de ética locales o las oficinas de farmacia de los hospitales. Estas entidades no siempre actúan orientadas hacia proteger a la población, sino que lo hacen de acuerdo con los intereses corporativos.
Existen distintos mecanismos para vehiculizar estas influencias: las leyes que fijan el gasto farmacéutico y las posibilidades de negociación con los proveedores, la relajación de las normas de introducción de medicamentos al mercado (p.e., permitiendo el uso de variables subrogadas como medidas de resultados en lugar de supervivencia o calidad de vida), la validación de nuevas patentes de fármacos que no aportan beneficios significativos, pero son mucho más caros que sus predecesores (los denominados me too), etc. Estas prácticas se han denunciado reiteradamente (Goldacre, 2013). En el campo de la oncología, por ejemplo, existen múltiples estudios recientes que muestran cómo se han relajado los estándares y se aprueban de forma sistemática fármacos con beneficios marginales y precios astronómicos (Kim, 2015; Davis, 2017; Prasad, 2017).
Conclusiones y posibles medidas
Como hemos podido ver, los conflictos de intereses que distorsionan la MBE no forman parte de una «gran conspiración secreta», sino que se trata de problemas inherentes a nuestro contexto socioeconómico. Solo el estudio riguroso nos permite identificar bien de qué maneras se articulan estos conflictos y cómo podemos ponerles coto. Este estudio se encuentra muy dificultado por las condiciones de manipulación y falta de transparencia generalizadas. A pesar de ello, muchas personas están dedicando grandes esfuerzos a desenmascarar estos problemas y a proponer soluciones. No se trata de un tema menor: el buen funcionamiento de la MBE es clave para que las personas y poblaciones sean objeto de intervenciones de eficacia y seguridad probadas. Aunque no es el objetivo principal de este artículo, se nombrarán aquí algunas de las medidas que han sido propuestas para intervenir en esta situación.
En primer lugar, muchos autores apuestan por que debe recalibrarse el concepto de integridad en la investigación, de tal modo que los comentados sesgos y conflictos sean vistos con la misma gravedad que la falsificación y el fraude individuales. Para ello se requieren campañas de sensibilización dirigidas no solo a los profesionales, sino a la población general.
Deben hacerse mejores ensayos clínicos (adecuado tamaño y selección de pacientes, en respuesta a preguntas clínicamente relevantes, con comparaciones adecuadas contra la mejor alternativa disponible, etc.). En cuanto a la aprobación de nuevos fármacos, toda la información sobre eficacia y seguridad que manejen las compañías y entidades reguladoras debe ser de dominio público. Es fundamental que sea obligatorio el registro de todos los EC que se llevan a cabo, así como la publicación oportuna y de libre acceso de todos los datos relevantes. En los últimos años se han dado pasos importantes en este sentido, como la campaña All Trials (ver enlace en bibliografía), aunque queda mucho por hacer. Estas iniciativas deberían contar con un amplio apoyo, incluyendo todas las sociedades profesionales, académicas y científicas.
Se requiere un mayor desarrollo de recursos, como los estándares de reporte de ensayos (CONSORT) y la herramienta de riesgo de sesgo de la Cochrane, puesto que les falta alcance y detalle, especialmente para casos de sesgo más sutiles (Bero, 2013; Prasad, 2015). De lo contrario, el cumplimiento de estos estándares puede conferir una credibilidad inmerecida a ciertos estudios.
Es necesario un mayor control y rendición de cuentas de las publicaciones de las revistas académicas, dado que estas son en buena parte custodias del canon académico y deben exigir que los datos relevantes sean de acceso libre y elevar los estándares de atribución de autoría, rigor científico e información (Lundh, 2010; Handel, 2012; Smith, 2012). Las guías del Comité Internacional de Revistas Médicas siguen siendo permisivas con el marketing farmacéutico (Matheson, 2016).
Es importante promover que la formación de los profesionales sanitarios sea independiente de los intereses comerciales y que proporcione herramientas críticas. Algunos estudios indican que las medidas tomadas en esa dirección pueden ser eficaces, por ejemplo, durante la formación de grado (Sierles 2015). Asimismo, están comenzando a proliferar un mayor número de eventos formativos desligados de la financiación y promoción de la IF.
Deben tomarse medidas para controlar los conflictos de interés financieros a todos los niveles. Por ejemplo, la declaración obligatoria de pagos a médicos, que se ha implementado de forma más o menos parcial en distintos países. Esta exigencia de transparencia debe extenderse a sociedades profesionales, revistas científicas, entidades reguladoras (y sus miembros) y asociaciones de pacientes.
Es fundamental tener claro que todas estas medidas quedarán en papel mojado si no se ponen en marcha los recursos necesarios para su implementación y para asegurar la rendición de cuentas de los responsables. Autores como Goldacre (2013) insisten en que la mera promulgación de códigos de conducta, normativas o leyes no solo no sirve de nada, sino que puede ser contraproducente al dar la sensación que se está haciendo algo cuando no es así. Las consecuencias para los infractores deben ser suficientes como para favorecer la disuasión y garantizar la restauración del daño en la medida de lo posible.
Asimismo, como se ha afirmado en la introducción, los conflictos de intereses son estructurales y deben abordarse como tales si se quiere minimizar su impacto. Las medidas deben buscar ir a la raíz en los distintos niveles relevantes (investigación, docencia, regulación de medicamentos, etc.). Debe garantizarse el máximo consenso y alcance (p.e., de nada sirve endurecer la regulación en un territorio si se externaliza la producción de estudios a otro lugar donde la normativa es más laxa). En la medida de lo posible, debe adoptarse una perspectiva más preventiva que meramente reactiva. Solo así se conseguirá recuperar la confianza en la MBE, una herramienta indispensable para el buen funcionamiento de los sistemas de salud.
Carlos Soler es psiquiatra
Artículo publicado originalmente en https://www.escepticos.es/node/5934
Reproducido con permiso
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Fuente: http://www.nogracias.org/2020/08/12/la-distorsion-de-la-medicina-basada-en-la-evidencia-por-carlos-soler/
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domingo, 6 de septiembre de 2020
miércoles, 29 de julio de 2020
El cientificismo genera pseudociencia y negacionismo científico
Por N. Gabriel Martin | 08/07/2020 |
Conocimiento Libre
Fuentes: The Philosofical Salon
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El cientificismo, la creencia en que la ciencia es la única fuente válida de conocimiento y que puede responder todas las preguntas legítimas, es lo que genera pseudociencia y el negacionismo científico. Si se aborda la ciencia como si no solo nos informara, sino que también dictara cómo debemos vivir nuestra vida y cómo debemos gestionar la sociedad, entonces es más fácil difundir la negación infundada de afirmaciones científicas que desafiar la afirmación ilegítima de la autoridad sobre decisiones tomadas en nombre de la ciencia.
Cuando los gobiernos afirman, como durante la pandemia de la COVID-19, estar acordando una “política basada en la evidencia”, trazando una línea directa de la ciencia a los cambios políticos y sociales internos más perturbadores y molestos que se recuerden, no es de extrañar que el descontento público cargue contra la misma ciencia. De hecho, la misma cosmovisión que hace que afirmar “estar siguiendo la ciencia” sea una necesidad política, ha hecho también que atacar a la ciencia sea el único modo concebible de disidencia.
Al fomentar una cultura política en la que colocar la responsabilidad de una decisión política sobre “la ciencia” es una forma viable de defenderla, el cientificismo ha hecho que desafiar a la ciencia sea la única forma de desafiar las decisiones políticas. Pero, en ambos casos, se está desviando un debate que debería ser sobre política. Las decisiones políticas no pueden simplemente seguir a la ciencia, porque las decisiones políticas, como cualquier otra decisión si vamos al caso, están motivadas por interpretaciones y valores específicos. No están simplemente dictadas por los hechos. Como Jana Bacevic escribía recientemente en un artículo de opinión en The Guardian: “Lo que los políticos deciden priorizar en estos momentos es una cuestión de juicio político. ¿Es la vida de los ancianos y los enfermos? ¿Es la economía? ¿O son los índices de aprobación política? Si nuestra capacidad para debatir y discutir sobre valores no estuviera degradada, podríamos exigir a los responsables políticos que defendieran sus decisiones cuando priorizan ciertos valores sobre otros, en lugar de refugiarse en la afirmación de que los hechos científicos determinan las decisiones que adoptan, cuando apenas es así en absoluto.
Para quienes están descontentos con estas políticas, es más fácil negar la evidencia científica, aunque esta sea sólida y la negación sea espuria, que desafiar la legitimidad de permitir que dicha evidencia dicte nuestras decisiones. Poner en duda alguna afirmación científica en particular no requiere de un gran salto; después de todo, estamos acostumbrados a que las teorías científicas se reviertan, por lo que no es sorprendente que lo que parece demostrarse como verdadero resulte falso. En el extremo opuesto es mucho más difícil atacar toda una visión del mundo que niega la importancia de las preguntas que no pueden resolverse con datos empíricos.
Esto se debe a que estamos inmersos en un cientificismo que nos ha obligado a abandonar el debate público sobre las preguntas que carecen de respuestas fácticas. Tales preguntas, que incluyen cualquier consulta sobre cómo actuar, qué hace que una vida sea buena o cómo debe constituirse la sociedad, pueden, en el mejor de los casos, ser temas para la introspección privada. No tienen espacio en el discurso público porque no pueden resolverse. En consecuencia, cuando se trata de cualquiera de estas cuestiones de valor y significado, el único papel legítimo para la política es el enfoque liberal: dejar la decisión a cada individuo e interferir lo menos posible en ella. Incluso expresar una opinión sobre las decisiones de otra persona es excesivo, es el comportamiento de los entrometidos, no de las personas que se preocupan por sus propios asuntos. Es mejor permanecer agnóstico en asuntos que no pueden resolverse científicamente y dejar que otros hagan lo que quieran. El error aquí es pensar que solo porque las preguntas sobre qué hacer o cómo vivir no pueden resolverse carecemos de bases para evaluar o criticar las alternativas.
Científicos, intelectuales y periodistas se quejan del negacionismo, pero no tienen soluciones que ofrecer, aparte de instarnos a luchar más para no dejarnos atrapar por un océano de desinformación. Esto se debe a que se niegan a comprometerse con las raíces del problema, que no puede abordarse redoblando la negación de que no hay fuentes legítimas de comprensión aparte de la ciencia. Una vez que el cientificismo ha vaciado el discurso público de cualquier forma de presentar y estar en desacuerdo sobre valores y formas de vida, ¿qué otra cosa sino el descontento con las políticas que afirman que “seguir solo a la ciencia” se dirigirá contra la misma ciencia? En un reciente artículo de opinión publicado en Nature, Timothy Caulfield se quejaba de que: «Aquellos que impulsan ideas no probadas utilizan el lenguaje de la ciencia real -un fenómeno que yo llamo ‘explotación científica’- para legitimar sus productos. Es, por desgracia, demasiado eficaz. La homeopatía y las terapias energéticas, afirman sus defensores, dependen de la física cuántica”. Sin embargo, lo que él llama “explotación científica” es prácticamente inevitable una vez que el cientificismo ha eliminado cualquier otra base sobre la cual determinadas afirmaciones puedan tomarse en serio.
La homeopatía es un objetivo fácil, pero Caulfield fustiga también remedios naturopáticos que son menos inverosímiles. Las personas buscan soluciones que no están médicamente comprobadas no solo para contrariar a los expertos, sino porque la salud es importante y la ciencia médica con frecuencia no puede ayudar. La solución a la pseudociencia médica no es que los científicos insistan más en la verdad de la ciencia y la ilegitimidad de cualquier idea fuera de ella; la solución radica, más bien, en admitir las limitaciones del conocimiento científico y, por lo tanto, la legitimidad de adoptar decisiones en función de otros criterios, incluso de los que no son científicos. Si la ciencia médica no insistiera en la ilegitimidad de cualquier otra base sobre la que tomar decisiones en temas de salud, podría no ser necesario hacer espurias afirmaciones pseudocientíficas sobre remedios alternativos. Sería posible aceptarlos por lo que son: no comprobados, aunque apoyados en evidencias anecdóticas o en la sabiduría popular.
Nuestro discurso político también está limitado por el cientificismo de forma que perjudica la comprensión pública de la ciencia. Las decisiones políticas nunca se “basan meramente en evidencias”; más bien se utilizan las evidencias para decirnos cómo lograr fines políticos y minimizar las amenazas políticas. Son los valores que tenemos los que determinan qué fines debemos perseguir y, por lo tanto, qué decisiones debemos tomar sobre la base de las evidencias que tenemos. Los objetivos políticos siempre son discutibles, y las decisiones políticas difíciles que deben adoptarse son aquellas que sacrifican algunos valores por el bien de otros. La pandemia amenaza gran parte de lo que nos es querido -personas vulnerables, salud pública, economía, libertad- y las respuestas ante la misma han tenido que sacrificar algo por el bien de todos. Sería mejor si esas decisiones pudieran defenderse en términos de los valores por los que están motivadas en lugar de pretender estar simplemente “siguiendo la ciencia”, sobre todo porque entonces podrían desafiarse desde el punto de vista de los valores que descuidan, en lugar de negar la ciencia en la que afirman basarse. También disminuiría la tentación de los políticos de ofuscar la ciencia, por ejemplo, cuando se toman decisiones sobre cómo contar las muertes para minimizar las estadísticas.
En una crisis de salud, o en cualquier otra situación que ponga en peligro la vida de las personas, parece realmente no haber alternativa. Parece, además, que debemos seguir a la ciencia porque eso solo puede significar una cosa: hacer cuanto sea necesario para evitar la pérdida de vidas. Sugerir lo contrario resultaría insensible. Sin embargo, esta elección solo parece sencilla porque los únicos valores que podemos discutir seriamente son el valor de la vida humana o el valor de la economía. Este es el mínimo necesario para evitar un nihilismo total. Y, sin embargo, es incoherente pretender que una vida humana tiene sentido sin afirmar que las cualidades y propiedades que conforman la vida también son valiosas. Admitir que la vida humana tiene valor requiere que pensemos más profundamente sobre cuál es ese valor y qué más cosas tienen también valor.
La pandemia de la COVID-19 ha expuesto las grietas existentes en la relación entre la ciencia, la política y la opinión pública que atraviesan directamente la crisis del cambio climático, mucho más grave, si bien paulatinamente más inminente. El negacionismo climático parece haber disminuido en los últimos años, pero es probable que se deba a que ya no es necesario: la apatía climática y el fascismo climático -ideologías que surgen de la creencia de que el cambio climático es real y está aumentando, pero que es demasiado tarde para hacer algo al respecto- están comenzando a ocupar su lugar en la lucha contra la reducción de las emisiones de carbono.
Esto no debería sorprendernos, ya que el problema nunca fue la negación de la evidencia científica; fue el fracaso de nuestra sociedad para lidiar con la pobreza de sus valores, los mismos valores que sacrifican el florecimiento humano y ecológico en aras a la propia conveniencia y el beneficio material. El cientificismo comparte la responsabilidad de este fracaso en la medida en que nos ha enseñado que la salud, el equilibrio, la bondad, el trabajo significativo y la conexión social (todo lo que necesitamos para presentar alternativas al egoísmo y la codicia) no son objetivos que valga la pena tomar en serio simplemente porque no pueden medirse de forma rigurosa.
Si los científicos y los defensores de la ciencia están dispuestos a abordar la propagación de la pseudociencia y el negacionismo de la ciencia que dificultan la comprensión pública de la pandemia del coronavirus, el cambio climático y cuestiones similares, deben involucrarse con las raíces del problema: la negativa del científico a tomar en serio cualquier pregunta que no pueda resolverse mediante un estudio empírico. Mientras la ciencia vaya acompañada del cientificismo, y mientras la política venga“dictada por” la ciencia, el descontento con las políticas reales se desviará de su objetivo legítimo (las políticas mismas) hacia un objetivo ilegítimo (la ciencia). Las crisis requieren de serias discusiones políticas sobre lo que importa, pero la extendida cosmovisión científica generalizada ha hecho que esas discusiones sean imposibles porque lo que importa no puede demostrarse empíricamente. Así es como el cientificismo empobrece el debate público y erosiona la confianza en la ciencia y en sus expertos.
N. Gabriel Martin es profesor visitante en la Universidad de Brighton. Sus investigaciones se centran en la epistemología y la fenomenología del desacuerdo irreconciliable. Su blog es thevimblog.com y puede contactar con él en ngmartin.com
Fuente: https://thephilosophicalsalon.com/how-scientism-spawns-pseudoscience-and-science-denialism/
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.
Conocimiento Libre
Fuentes: The Philosofical Salon
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El cientificismo, la creencia en que la ciencia es la única fuente válida de conocimiento y que puede responder todas las preguntas legítimas, es lo que genera pseudociencia y el negacionismo científico. Si se aborda la ciencia como si no solo nos informara, sino que también dictara cómo debemos vivir nuestra vida y cómo debemos gestionar la sociedad, entonces es más fácil difundir la negación infundada de afirmaciones científicas que desafiar la afirmación ilegítima de la autoridad sobre decisiones tomadas en nombre de la ciencia.
Cuando los gobiernos afirman, como durante la pandemia de la COVID-19, estar acordando una “política basada en la evidencia”, trazando una línea directa de la ciencia a los cambios políticos y sociales internos más perturbadores y molestos que se recuerden, no es de extrañar que el descontento público cargue contra la misma ciencia. De hecho, la misma cosmovisión que hace que afirmar “estar siguiendo la ciencia” sea una necesidad política, ha hecho también que atacar a la ciencia sea el único modo concebible de disidencia.
Al fomentar una cultura política en la que colocar la responsabilidad de una decisión política sobre “la ciencia” es una forma viable de defenderla, el cientificismo ha hecho que desafiar a la ciencia sea la única forma de desafiar las decisiones políticas. Pero, en ambos casos, se está desviando un debate que debería ser sobre política. Las decisiones políticas no pueden simplemente seguir a la ciencia, porque las decisiones políticas, como cualquier otra decisión si vamos al caso, están motivadas por interpretaciones y valores específicos. No están simplemente dictadas por los hechos. Como Jana Bacevic escribía recientemente en un artículo de opinión en The Guardian: “Lo que los políticos deciden priorizar en estos momentos es una cuestión de juicio político. ¿Es la vida de los ancianos y los enfermos? ¿Es la economía? ¿O son los índices de aprobación política? Si nuestra capacidad para debatir y discutir sobre valores no estuviera degradada, podríamos exigir a los responsables políticos que defendieran sus decisiones cuando priorizan ciertos valores sobre otros, en lugar de refugiarse en la afirmación de que los hechos científicos determinan las decisiones que adoptan, cuando apenas es así en absoluto.
Para quienes están descontentos con estas políticas, es más fácil negar la evidencia científica, aunque esta sea sólida y la negación sea espuria, que desafiar la legitimidad de permitir que dicha evidencia dicte nuestras decisiones. Poner en duda alguna afirmación científica en particular no requiere de un gran salto; después de todo, estamos acostumbrados a que las teorías científicas se reviertan, por lo que no es sorprendente que lo que parece demostrarse como verdadero resulte falso. En el extremo opuesto es mucho más difícil atacar toda una visión del mundo que niega la importancia de las preguntas que no pueden resolverse con datos empíricos.
Esto se debe a que estamos inmersos en un cientificismo que nos ha obligado a abandonar el debate público sobre las preguntas que carecen de respuestas fácticas. Tales preguntas, que incluyen cualquier consulta sobre cómo actuar, qué hace que una vida sea buena o cómo debe constituirse la sociedad, pueden, en el mejor de los casos, ser temas para la introspección privada. No tienen espacio en el discurso público porque no pueden resolverse. En consecuencia, cuando se trata de cualquiera de estas cuestiones de valor y significado, el único papel legítimo para la política es el enfoque liberal: dejar la decisión a cada individuo e interferir lo menos posible en ella. Incluso expresar una opinión sobre las decisiones de otra persona es excesivo, es el comportamiento de los entrometidos, no de las personas que se preocupan por sus propios asuntos. Es mejor permanecer agnóstico en asuntos que no pueden resolverse científicamente y dejar que otros hagan lo que quieran. El error aquí es pensar que solo porque las preguntas sobre qué hacer o cómo vivir no pueden resolverse carecemos de bases para evaluar o criticar las alternativas.
Científicos, intelectuales y periodistas se quejan del negacionismo, pero no tienen soluciones que ofrecer, aparte de instarnos a luchar más para no dejarnos atrapar por un océano de desinformación. Esto se debe a que se niegan a comprometerse con las raíces del problema, que no puede abordarse redoblando la negación de que no hay fuentes legítimas de comprensión aparte de la ciencia. Una vez que el cientificismo ha vaciado el discurso público de cualquier forma de presentar y estar en desacuerdo sobre valores y formas de vida, ¿qué otra cosa sino el descontento con las políticas que afirman que “seguir solo a la ciencia” se dirigirá contra la misma ciencia? En un reciente artículo de opinión publicado en Nature, Timothy Caulfield se quejaba de que: «Aquellos que impulsan ideas no probadas utilizan el lenguaje de la ciencia real -un fenómeno que yo llamo ‘explotación científica’- para legitimar sus productos. Es, por desgracia, demasiado eficaz. La homeopatía y las terapias energéticas, afirman sus defensores, dependen de la física cuántica”. Sin embargo, lo que él llama “explotación científica” es prácticamente inevitable una vez que el cientificismo ha eliminado cualquier otra base sobre la cual determinadas afirmaciones puedan tomarse en serio.
La homeopatía es un objetivo fácil, pero Caulfield fustiga también remedios naturopáticos que son menos inverosímiles. Las personas buscan soluciones que no están médicamente comprobadas no solo para contrariar a los expertos, sino porque la salud es importante y la ciencia médica con frecuencia no puede ayudar. La solución a la pseudociencia médica no es que los científicos insistan más en la verdad de la ciencia y la ilegitimidad de cualquier idea fuera de ella; la solución radica, más bien, en admitir las limitaciones del conocimiento científico y, por lo tanto, la legitimidad de adoptar decisiones en función de otros criterios, incluso de los que no son científicos. Si la ciencia médica no insistiera en la ilegitimidad de cualquier otra base sobre la que tomar decisiones en temas de salud, podría no ser necesario hacer espurias afirmaciones pseudocientíficas sobre remedios alternativos. Sería posible aceptarlos por lo que son: no comprobados, aunque apoyados en evidencias anecdóticas o en la sabiduría popular.
Nuestro discurso político también está limitado por el cientificismo de forma que perjudica la comprensión pública de la ciencia. Las decisiones políticas nunca se “basan meramente en evidencias”; más bien se utilizan las evidencias para decirnos cómo lograr fines políticos y minimizar las amenazas políticas. Son los valores que tenemos los que determinan qué fines debemos perseguir y, por lo tanto, qué decisiones debemos tomar sobre la base de las evidencias que tenemos. Los objetivos políticos siempre son discutibles, y las decisiones políticas difíciles que deben adoptarse son aquellas que sacrifican algunos valores por el bien de otros. La pandemia amenaza gran parte de lo que nos es querido -personas vulnerables, salud pública, economía, libertad- y las respuestas ante la misma han tenido que sacrificar algo por el bien de todos. Sería mejor si esas decisiones pudieran defenderse en términos de los valores por los que están motivadas en lugar de pretender estar simplemente “siguiendo la ciencia”, sobre todo porque entonces podrían desafiarse desde el punto de vista de los valores que descuidan, en lugar de negar la ciencia en la que afirman basarse. También disminuiría la tentación de los políticos de ofuscar la ciencia, por ejemplo, cuando se toman decisiones sobre cómo contar las muertes para minimizar las estadísticas.
En una crisis de salud, o en cualquier otra situación que ponga en peligro la vida de las personas, parece realmente no haber alternativa. Parece, además, que debemos seguir a la ciencia porque eso solo puede significar una cosa: hacer cuanto sea necesario para evitar la pérdida de vidas. Sugerir lo contrario resultaría insensible. Sin embargo, esta elección solo parece sencilla porque los únicos valores que podemos discutir seriamente son el valor de la vida humana o el valor de la economía. Este es el mínimo necesario para evitar un nihilismo total. Y, sin embargo, es incoherente pretender que una vida humana tiene sentido sin afirmar que las cualidades y propiedades que conforman la vida también son valiosas. Admitir que la vida humana tiene valor requiere que pensemos más profundamente sobre cuál es ese valor y qué más cosas tienen también valor.
La pandemia de la COVID-19 ha expuesto las grietas existentes en la relación entre la ciencia, la política y la opinión pública que atraviesan directamente la crisis del cambio climático, mucho más grave, si bien paulatinamente más inminente. El negacionismo climático parece haber disminuido en los últimos años, pero es probable que se deba a que ya no es necesario: la apatía climática y el fascismo climático -ideologías que surgen de la creencia de que el cambio climático es real y está aumentando, pero que es demasiado tarde para hacer algo al respecto- están comenzando a ocupar su lugar en la lucha contra la reducción de las emisiones de carbono.
Esto no debería sorprendernos, ya que el problema nunca fue la negación de la evidencia científica; fue el fracaso de nuestra sociedad para lidiar con la pobreza de sus valores, los mismos valores que sacrifican el florecimiento humano y ecológico en aras a la propia conveniencia y el beneficio material. El cientificismo comparte la responsabilidad de este fracaso en la medida en que nos ha enseñado que la salud, el equilibrio, la bondad, el trabajo significativo y la conexión social (todo lo que necesitamos para presentar alternativas al egoísmo y la codicia) no son objetivos que valga la pena tomar en serio simplemente porque no pueden medirse de forma rigurosa.
Si los científicos y los defensores de la ciencia están dispuestos a abordar la propagación de la pseudociencia y el negacionismo de la ciencia que dificultan la comprensión pública de la pandemia del coronavirus, el cambio climático y cuestiones similares, deben involucrarse con las raíces del problema: la negativa del científico a tomar en serio cualquier pregunta que no pueda resolverse mediante un estudio empírico. Mientras la ciencia vaya acompañada del cientificismo, y mientras la política venga“dictada por” la ciencia, el descontento con las políticas reales se desviará de su objetivo legítimo (las políticas mismas) hacia un objetivo ilegítimo (la ciencia). Las crisis requieren de serias discusiones políticas sobre lo que importa, pero la extendida cosmovisión científica generalizada ha hecho que esas discusiones sean imposibles porque lo que importa no puede demostrarse empíricamente. Así es como el cientificismo empobrece el debate público y erosiona la confianza en la ciencia y en sus expertos.
N. Gabriel Martin es profesor visitante en la Universidad de Brighton. Sus investigaciones se centran en la epistemología y la fenomenología del desacuerdo irreconciliable. Su blog es thevimblog.com y puede contactar con él en ngmartin.com
Fuente: https://thephilosophicalsalon.com/how-scientism-spawns-pseudoscience-and-science-denialism/
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.
domingo, 24 de junio de 2018
Analizando (científicamente) a Freud
La teoría del psicoanálisis revolucionó las mentes del siglo XX. Pero la obra del neurólogo austríaco no está exenta de lagunas. Su trabajo no se guiaba por el método científico. La psicología no son solo emociones.
No hay duda de que la obra de Sigmund Freud (1856-1939) ha sido un referente en la historia cultural del siglo XX. Sus ideas sobre sexualidad, religión, la mente humana y el psicoanálisis han influido en movimientos artísticos desde el surrealismo hasta el cine, donde encontramos referencias a su obra en directores tan opuestos como Alfred Hitchcock y Woody Allen. Freud también ha sido un referente para movimientos sociales tan importantes como el feminismo y para muchas corrientes filosóficas. Sin embargo, su aportación real a la ciencia, a la psicología o a la neurobiología es más controvertida.
El primer problema que encontramos en la obra del fundador del psicoanálisis es que su trabajo no se guiaba por el método científico, según el cual las hipótesis se confirman o se descartan en base a la experimentación. La mayoría de sus teorías se sustentan en sus observaciones, elucubraciones o especulaciones que directamente se dan por buenas sin someterlas a ningún ensayo o control. Hay que decir en su descargo que plantear experimentos en psicología es muy difícil, y en su época no existían muchas de las herramientas con las que contamos ahora.
El problema es que cuando las técnicas han estado disponibles, la mayoría de sus afirmaciones no han superado el escrutinio. El psicólogo experimental H.J. Eysenck lo resumía diciendo que en la obra de Freud lo que es cierto no es nuevo, y lo que es nuevo no es cierto. Tampoco ayuda el hecho de que el neurólogo tendía a exagerar sus propios logros y que la realidad histórica no siempre coincide con lo que él dejó escrito. Un ejemplo es el ensayo sobre la histeria escrito por el doctor Josef Breuer, mentor de Freud, en colaboración con su afamado alumno. En dicho informe se analiza el caso de la paciente Anna O., diagnosticada con esta enfermedad. Ambos desarrollaron una nueva terapia para solucionar su enfermedad, asumiendo que el problema estaba en el subconsciente. Fue un aparente éxito. La realidad es que Bertha Pappenheim (el nombre real de Anna O.), pasó mucho tiempo en hospitales psiquiátricos tras su presunta recuperación, lo que no le impidió convertirse en una de las figuras más destacadas del feminismo.
Hoy día la mayoría de expertos coinciden en que posiblemente sufriera una epilepsia del lóbulo temporal. Tampoco ayuda que la mayoría de los seguidores de Freud no trataron de hacer un análisis crítico de su obra y separar el grano de la paja, sino que agrandaron la brecha entre el psicoanálisis y el método científico. Sólo hay que ver cómo acabaron algunos: el célebre psicólogo suizo Carl Gustav Jung acabó hablando de ovnis, la obra de Jacques Lacan fue tildada de charlatanería y Wilhelm Reich acabó construyendo máquinas para acumular una inexistente energía llamada orgon y manteniendo una surrealista correspondencia con Einstein.
Tampoco se puede decir que Freud tuviera excesivo acierto o intuición a la hora de abordar los problemas psicológicos. Muchas de las interpretaciones que dio han resultado ser erróneas. Para él todo dependía de deseos y emociones, muchas de ellas subconscientes o reprimidas. Pero esto no necesariamente es cierto. Percibir el latido del corazón no significa que estemos enamorados, sino que es un reflejo de la realidad física de que este músculo bombea sangre. El cerebro también es un órgano físico, y como tal, muchos de los fenómenos que Freud interpretaba como fruto del subconsciente tienen en realidad una interpretación en su propio funcionamiento. El desarrollo del psicoanálisis y la premisa de que la mayoría de problemas psicológicos podían solucionarse con una terapia psicoanalítica ha supuesto un retraso de décadas en la investigación del cerebro y en el desarrollo de fármacos o tratamientos que pueden ser más útiles que interminables sesiones de terapia. De la misma manera que nadie atribuiría un infarto o una dolencia cardiaca a un desengaño sentimental, detrás de una depresión, una adicción o un trastorno bipolar no tiene por qué haber ningún sentimiento o trauma infantil, sino un problema en la síntesis de neurotransmisores o de exceso de ellos, para el que puede ser más efectivo una pastilla de litio que cientos de horas de charla en el diván.
¿Los sueños son interpretables (o no)?
Freud dedicó un libro de 800 páginas a la interpretación de los sueños. Para el neurólogo, estas proyecciones tenían la función de mantener al sujeto dormido y se podían interpretar como la realización de deseos no cumplidos en la vigilia. Si en el sueño no queda claro cuál es el deseo, se debe a que este se reprime y se enmascara, pero Freud defiende que un psicoanalista puede descifrarlo. Hoy sabemos que solo soñamos durante la fase REM, que representa el 25% del tiempo total que pasamos en la cama. Si Freud estuviera en lo cierto, pasamos un 75% de sueño “desprotegido”. La función de la fase REM es esencial para el organismo y se relaciona con procesos de regulación de la temperatura y de hormonas como la citocinas y el GABA, que influyen en el sistema nervioso. Según la neurobiología, la extrañeza de los sueños se debe a la activación del cerebro sin ningún estímulo externo, por lo que no tiene ningún significado oculto ni interpretable. De todas formas, usted mismo puede hacer la prueba. Cuando tenga un sueño extraño vaya a tres psicoanalistas diferentes para que lo interpreten. Luego compare si las teorías coinciden. ¿Imagina que le pasara lo mismo con una radiografía y la consulta de tres traumatólogos distintos?
https://elpais.com/elpais/2018/04/20/eps/1524243016_705830.html
No hay duda de que la obra de Sigmund Freud (1856-1939) ha sido un referente en la historia cultural del siglo XX. Sus ideas sobre sexualidad, religión, la mente humana y el psicoanálisis han influido en movimientos artísticos desde el surrealismo hasta el cine, donde encontramos referencias a su obra en directores tan opuestos como Alfred Hitchcock y Woody Allen. Freud también ha sido un referente para movimientos sociales tan importantes como el feminismo y para muchas corrientes filosóficas. Sin embargo, su aportación real a la ciencia, a la psicología o a la neurobiología es más controvertida.
El primer problema que encontramos en la obra del fundador del psicoanálisis es que su trabajo no se guiaba por el método científico, según el cual las hipótesis se confirman o se descartan en base a la experimentación. La mayoría de sus teorías se sustentan en sus observaciones, elucubraciones o especulaciones que directamente se dan por buenas sin someterlas a ningún ensayo o control. Hay que decir en su descargo que plantear experimentos en psicología es muy difícil, y en su época no existían muchas de las herramientas con las que contamos ahora.
El problema es que cuando las técnicas han estado disponibles, la mayoría de sus afirmaciones no han superado el escrutinio. El psicólogo experimental H.J. Eysenck lo resumía diciendo que en la obra de Freud lo que es cierto no es nuevo, y lo que es nuevo no es cierto. Tampoco ayuda el hecho de que el neurólogo tendía a exagerar sus propios logros y que la realidad histórica no siempre coincide con lo que él dejó escrito. Un ejemplo es el ensayo sobre la histeria escrito por el doctor Josef Breuer, mentor de Freud, en colaboración con su afamado alumno. En dicho informe se analiza el caso de la paciente Anna O., diagnosticada con esta enfermedad. Ambos desarrollaron una nueva terapia para solucionar su enfermedad, asumiendo que el problema estaba en el subconsciente. Fue un aparente éxito. La realidad es que Bertha Pappenheim (el nombre real de Anna O.), pasó mucho tiempo en hospitales psiquiátricos tras su presunta recuperación, lo que no le impidió convertirse en una de las figuras más destacadas del feminismo.
Hoy día la mayoría de expertos coinciden en que posiblemente sufriera una epilepsia del lóbulo temporal. Tampoco ayuda que la mayoría de los seguidores de Freud no trataron de hacer un análisis crítico de su obra y separar el grano de la paja, sino que agrandaron la brecha entre el psicoanálisis y el método científico. Sólo hay que ver cómo acabaron algunos: el célebre psicólogo suizo Carl Gustav Jung acabó hablando de ovnis, la obra de Jacques Lacan fue tildada de charlatanería y Wilhelm Reich acabó construyendo máquinas para acumular una inexistente energía llamada orgon y manteniendo una surrealista correspondencia con Einstein.
Tampoco se puede decir que Freud tuviera excesivo acierto o intuición a la hora de abordar los problemas psicológicos. Muchas de las interpretaciones que dio han resultado ser erróneas. Para él todo dependía de deseos y emociones, muchas de ellas subconscientes o reprimidas. Pero esto no necesariamente es cierto. Percibir el latido del corazón no significa que estemos enamorados, sino que es un reflejo de la realidad física de que este músculo bombea sangre. El cerebro también es un órgano físico, y como tal, muchos de los fenómenos que Freud interpretaba como fruto del subconsciente tienen en realidad una interpretación en su propio funcionamiento. El desarrollo del psicoanálisis y la premisa de que la mayoría de problemas psicológicos podían solucionarse con una terapia psicoanalítica ha supuesto un retraso de décadas en la investigación del cerebro y en el desarrollo de fármacos o tratamientos que pueden ser más útiles que interminables sesiones de terapia. De la misma manera que nadie atribuiría un infarto o una dolencia cardiaca a un desengaño sentimental, detrás de una depresión, una adicción o un trastorno bipolar no tiene por qué haber ningún sentimiento o trauma infantil, sino un problema en la síntesis de neurotransmisores o de exceso de ellos, para el que puede ser más efectivo una pastilla de litio que cientos de horas de charla en el diván.
¿Los sueños son interpretables (o no)?
Freud dedicó un libro de 800 páginas a la interpretación de los sueños. Para el neurólogo, estas proyecciones tenían la función de mantener al sujeto dormido y se podían interpretar como la realización de deseos no cumplidos en la vigilia. Si en el sueño no queda claro cuál es el deseo, se debe a que este se reprime y se enmascara, pero Freud defiende que un psicoanalista puede descifrarlo. Hoy sabemos que solo soñamos durante la fase REM, que representa el 25% del tiempo total que pasamos en la cama. Si Freud estuviera en lo cierto, pasamos un 75% de sueño “desprotegido”. La función de la fase REM es esencial para el organismo y se relaciona con procesos de regulación de la temperatura y de hormonas como la citocinas y el GABA, que influyen en el sistema nervioso. Según la neurobiología, la extrañeza de los sueños se debe a la activación del cerebro sin ningún estímulo externo, por lo que no tiene ningún significado oculto ni interpretable. De todas formas, usted mismo puede hacer la prueba. Cuando tenga un sueño extraño vaya a tres psicoanalistas diferentes para que lo interpreten. Luego compare si las teorías coinciden. ¿Imagina que le pasara lo mismo con una radiografía y la consulta de tres traumatólogos distintos?
https://elpais.com/elpais/2018/04/20/eps/1524243016_705830.html
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sábado, 28 de abril de 2018
El mayor misterio de la humanidad, Rosa Montero
Un rosario de hallazgos en los últimos 20 años nos ha obligado a cambiar las egocéntricas teorías que sobre los neandertales manejamos durante siglos.
Tengo en mi despacho la foto de la cabeza de un hombre de unos 40 años. Su cráneo rasurado está teñido con un pigmento rojo y luce un bonito tocado de plumas de ave. Dos largas espinas decorativas le atraviesan elegantemente las orejas. Una raya de pintura negra desciende por la mitad de su frente y cubre el puente de su gran nariz. Sus ojos son suspicaces y orgullosos, y de su rostro perfectamente afeitado emana una impresión de fuerza y de poder. Podría ser cualquier gran jefe indio de las praderas americanas. Pero no. Es la reconstrucción de un cráneo de neandertal a la luz de las nuevas evidencias científicas.
Durante siglos, con el pomposo egocentrismo que nos caracteriza, hemos visualizado a esos otros Homos, los neandertales, como bestias hirsutas, feas como demonios y patizambas; muy parecidos, en suma, a como imaginamos ahora a los ogros, a los yetis y a todas esas criaturas legendarias que en realidad no son sino la huella mítica del recuerdo real de aquellos primos. Hasta hace muy poco creíamos que esos brutos no sabían hablar y no nos extrañaba que se hubieran extinguido de un plumazo cuando nosotros, lampiños, inteligentes y bien plantados, salimos con paso alegre de África camino de la gloria. Pero en los últimos 20 años una cascada de descubrimientos nos ha ido hundiendo el ego en la miseria.
Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales.
Hoy sabemos que hablaban y que tenían nuestra misma capacidad craneal, la misma inteligencia. Durante cierto tiempo intentamos atrincherarnos en la estética: sostuvimos que habíamos sido nosotros, los cromañones, quienes empezamos a fabricar adornos. Me encantó esa teoría; era emocionante que los sapiens nos hubiéramos salvado de la extinción gracias a necesitar esa cosa tan inútil que es la belleza. Pero la alegría duró poco; enseguida se encontraron collares de conchas en los asentamientos de nuestros primos. Estaban tan heridos por la belleza como nosotros.
Se sabe que hemos coincidido con los neandertales, que nos emparentamos y tuvimos sexo e hijos. Entre el 1% y el 4% de nuestros genes (salvo en los subsaharianos) proceden de ellos. Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales. Su herencia nos predispone, entre otras cosas, a la depresión y a las adicciones. Yo, que fumé durante 20 años tres paquetes de tabaco al día, debo de tener una abuela neandertal de armas tomar.
Ha habido otras especies humanas, como el Homo denisovano o el de Flores, pero los neandertales han sido los más importantes, porque duraron más de 200.000 años (una proeza: recordemos que la escritura y nuestra historia empezaron hace solo 6.000 años). Ahora acaba de hacerse un descubrimiento colosal: una nueva datación en las pinturas rupestres de tres cuevas españolas han demostrado que fueron hechas por neandertales hará 65.000 años. Son las obras de arte más antiguas del planeta, y no son nuestras. Sí, nos parecíamos mucho. Y se extinguieron. Ah, qué inquietud. Si nada nos diferencia, podríamos extinguirnos nosotros también. El enigma de la desaparición de los neandertales se está convirtiendo en el mayor misterio de la humanidad.
Apunta Yuval Noah Harari en su brillante ensayo Sapiens que fue la capacidad de crear ficción lo que nos hizo triunfar como especie. Una preciosa explicación aunque, la verdad, no me la creo: me imagino muy bien a mi abuela neandertal contándoles historias a sus nietos en la hoguera. A mí me convence más una profesora norteamericana, Pat Shipman, que hace un par de años expuso una teoría que me deslumbró. Verán, los neandertales eran más robustos que nosotros y necesitaban más cantidad de alimentos. Cuando se extinguieron estábamos en plena glaciación; no solo escaseaba la comida, sino que de repente habían aparecido unos extranjeros que hacían algo muy raro: se aliaban con los lobos para cazar. Humanos y perros formamos un equipo depredador de formidable eficacia, tanta que la fórmula sigue vigente. Probablemente fuimos una especie de arma letal por carambola: acaparamos la comida y los matamos de hambre. Así que ni más listos, ni más artistas, ni más sofisticados: nos salvaron los perros. Somos poca cosa. Y desagradecidos.
Tengo en mi despacho la foto de la cabeza de un hombre de unos 40 años. Su cráneo rasurado está teñido con un pigmento rojo y luce un bonito tocado de plumas de ave. Dos largas espinas decorativas le atraviesan elegantemente las orejas. Una raya de pintura negra desciende por la mitad de su frente y cubre el puente de su gran nariz. Sus ojos son suspicaces y orgullosos, y de su rostro perfectamente afeitado emana una impresión de fuerza y de poder. Podría ser cualquier gran jefe indio de las praderas americanas. Pero no. Es la reconstrucción de un cráneo de neandertal a la luz de las nuevas evidencias científicas.
Durante siglos, con el pomposo egocentrismo que nos caracteriza, hemos visualizado a esos otros Homos, los neandertales, como bestias hirsutas, feas como demonios y patizambas; muy parecidos, en suma, a como imaginamos ahora a los ogros, a los yetis y a todas esas criaturas legendarias que en realidad no son sino la huella mítica del recuerdo real de aquellos primos. Hasta hace muy poco creíamos que esos brutos no sabían hablar y no nos extrañaba que se hubieran extinguido de un plumazo cuando nosotros, lampiños, inteligentes y bien plantados, salimos con paso alegre de África camino de la gloria. Pero en los últimos 20 años una cascada de descubrimientos nos ha ido hundiendo el ego en la miseria.
Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales.
Hoy sabemos que hablaban y que tenían nuestra misma capacidad craneal, la misma inteligencia. Durante cierto tiempo intentamos atrincherarnos en la estética: sostuvimos que habíamos sido nosotros, los cromañones, quienes empezamos a fabricar adornos. Me encantó esa teoría; era emocionante que los sapiens nos hubiéramos salvado de la extinción gracias a necesitar esa cosa tan inútil que es la belleza. Pero la alegría duró poco; enseguida se encontraron collares de conchas en los asentamientos de nuestros primos. Estaban tan heridos por la belleza como nosotros.
Se sabe que hemos coincidido con los neandertales, que nos emparentamos y tuvimos sexo e hijos. Entre el 1% y el 4% de nuestros genes (salvo en los subsaharianos) proceden de ellos. Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales. Su herencia nos predispone, entre otras cosas, a la depresión y a las adicciones. Yo, que fumé durante 20 años tres paquetes de tabaco al día, debo de tener una abuela neandertal de armas tomar.
Ha habido otras especies humanas, como el Homo denisovano o el de Flores, pero los neandertales han sido los más importantes, porque duraron más de 200.000 años (una proeza: recordemos que la escritura y nuestra historia empezaron hace solo 6.000 años). Ahora acaba de hacerse un descubrimiento colosal: una nueva datación en las pinturas rupestres de tres cuevas españolas han demostrado que fueron hechas por neandertales hará 65.000 años. Son las obras de arte más antiguas del planeta, y no son nuestras. Sí, nos parecíamos mucho. Y se extinguieron. Ah, qué inquietud. Si nada nos diferencia, podríamos extinguirnos nosotros también. El enigma de la desaparición de los neandertales se está convirtiendo en el mayor misterio de la humanidad.
Apunta Yuval Noah Harari en su brillante ensayo Sapiens que fue la capacidad de crear ficción lo que nos hizo triunfar como especie. Una preciosa explicación aunque, la verdad, no me la creo: me imagino muy bien a mi abuela neandertal contándoles historias a sus nietos en la hoguera. A mí me convence más una profesora norteamericana, Pat Shipman, que hace un par de años expuso una teoría que me deslumbró. Verán, los neandertales eran más robustos que nosotros y necesitaban más cantidad de alimentos. Cuando se extinguieron estábamos en plena glaciación; no solo escaseaba la comida, sino que de repente habían aparecido unos extranjeros que hacían algo muy raro: se aliaban con los lobos para cazar. Humanos y perros formamos un equipo depredador de formidable eficacia, tanta que la fórmula sigue vigente. Probablemente fuimos una especie de arma letal por carambola: acaparamos la comida y los matamos de hambre. Así que ni más listos, ni más artistas, ni más sofisticados: nos salvaron los perros. Somos poca cosa. Y desagradecidos.
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