Me he acordado de él al ver de nuevo una película que dura solamente 1.58 minutos. Sí, has leído bien: Un minuto y cincuenta y ocho segundos. Se titula “Sorry” (Lo siento). Ganó un Oscar al mejor cortometraje en el año 2020. Es probable que algún lector conozca este documento porque hoy se puede encontrar fácilmente en la red.
Aparte de sus excelentes cualidades técnicas (panificación, montaje, fotografía, iluminación, movimientos de cámara…) tiene un contenido que nos invita a reflexionar. Voy a describir lo que cuentan las imágenes.
Las primeras imágenes nos muestran a un joven que se desliza sobre unos patines y lleva unos vistosos auriculares. Inmediatamente vemos un ascensor lleno de gente. Las puertas están abiertas. Parece que ya no puede entrar ni una persona más. Seguidamente la cámara nos muestra al chico de los patines que, con una maniobra elegante, entra en el ascensor y se coloca en primera fila. El ascensor está lleno. Las puertas se cierran, pero el ascensor no se mueve.
El silencio es palpable. Nadie dice nada. Unos se miran a otros de forma interrogativa. ¿Qué pasa que no se mueve? Pronto lo sabrán todos. En primer lugar porque de forma periódica se escucha un sonido repetido que indica que algo pasa. En segundo lugar, en la parte superior del ascensor aparece iluminada de forma intermitente una palabra que lo explica todo: Overload (sobrecarga, exceso de personas) al lado de una flecha azul que indica la dirección descendente del ascensor. Es probable que por la mente de todos pase la idea de que el ascensor no se moverá si alguien no lo abandona, pero nadie se mueve. Los sonidos se repiten, las miradas se encuentran en el silencio, el aviso con la flecha azul indicando el descenso y la palabra overload repetida invitan a los ocupantes a solucionar el problema. El chico que ha llegado el último, que lleva puestos los auriculares, calla y no se mueve. Nadie le invita a salir. La cámara enfoca varias veces su cara.
De pronto, una chica de color que está en la parte de atrás va haciéndose hueco con dificultad para abandonar el ascensor. Entonces vemos que camina apoyándose en dos muletas. Cuando sale, sin que nadie diga una palabra, las puertas se cierran y el ascensor comienza a moverse.
El cortometraje está muy bien planificado. La secuencia de planos (mezcla hábilmente primeros planos, planos medios, planos generales, planos tres cuartos…) nos va diciendo muchas cosas: uno de los ocupantes mira el reloj, una chica se atusa la melena, otro se quita las gafas, todos se miran intrigados. Hablan las posturas, hablan las miradas, hablan las angulaciones de la cámara (planos en picado y en contrapicado…).
El cortometraje nos brinda una tremenda lección en menos de dos minutos. La actitud individualista hace que todos acaben perjudicados. Si cada uno se aferra al derecho que considera que le asiste de no moverse, ninguno podrá desplazarse en el ascensor. Es un caso que muestra claramente que una actitud egoísta acaba siendo un perjuicio para todos.
La lección es poderosa porque quien resuelve el problema del grupo es una persona que tiene mayores problemas para desplazarse que cualquiera de quienes se quedan inmóviles. El chico que acaba causando el problema se mueve sobre patines y la chica que lo soluciona se mueve apoyándose en dos muletas.
La película contrapone el individualismo a la solidaridad. La joven con discapacidad, después de salir, se vuelve para dirigir la mirada al ascensor y ve cómo se cierran las puertas e inicia el descenso. Una leve sonrisa, casi imperceptible, la hace sentir importante. Su actitud ha beneficiado a los que no se movieron. Gracias a ella se ha solucionado el problema.
Ese diálogo entre individualismo y solidaridad, entre egoísmo y altruismo es fundamental en nuestra sociedad. Yo diría que es más necesario que nunca. Porque la cultura neoliberal predica sin cesar un individualismo exacerbado. Los lemas básicos de esta filosofía son: “cada uno a lo suyo”, “sálvese el que pueda”, “ande yo caliente y ríase la gente”, “a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice”, “por la caridad entró la peste”, “tú a lo tuyo”…
La solidaridad es uno de los valores más importantes para la vida de las personas y para el convivencia en las sociedades. Así lo entiende Eduard Romero, que incluye la solidaridad en su libro “Valores para vivir”. Dice en él que “la solidaridad es una relación de fraternidad, de camaradería, de recíproco sostenimiento, que ata a los diversos miembros de una comunidad o colectivo, en el sentido de pertenencia a un mismo grupo y en la conciencia de un interés común”.
Puede practicar la solidaridad un individuo de forma aislada, como sucede en el cortometraje al que he hecho referencia, pero también puede haber solidaridad entre grupos y entre países. “La solidaridad es la ternura de los pueblos”, dice Tomás Borge, revolucionario, escritor, poeta y político nicaragüense.
Decía el escritor y médico irlandés Oliver Goldsmith: “El mayor espectáculo del mundo es una persona esforzada luchando contra la adversidad; pero hay todavía uno más sorprendente y es el ver a otra persona lanzarse en su ayuda”.
Estoy seguro de que el mundo está lleno de acciones solidarias. Padres y madres que se desviven por sus hijos y a la inversa, cuando aquellos son mayores. Abuelos y abuelas que se convierten en sacrificados y felices cuidadores de sus nietos. Profesores y profesoras que sobrepasan los límites de las obligaciones docentes. Médicos sin fronteras que dan su vida para salvar otras vidas. Amigos que se desvelan por amigos que tienen alguna necesidad (los amigos son como la sangre, que acude a la herida sin necesidad de llamarla), personas que militan en Organizaciones solidarias de forma entusiasta y gratuita., voluntarios que dedican su tiempo, su saber o su compañía a personas necesitadas. Basta ver cómo se vuelcan los vecinos cuando existe una desgracia en un barrio o un bloque de viviendas.
Hace unos días fui a un asador a comprar dos pollos asados. Cuando me dispuse a pagar me di cuenta de que no llevaba dinero. Hice ademán de irme a buscarlo y el vendedor, amablemente, me dijo:
-No se preocupe, lléveselos. Ya me los pagará.
No me conocía de nada. Confió en mí, tuvo un gesto de solidaridad para el que yo no había hecho mérito alguno.
Debería ser obligatorio que los medios abran sus informativos y sus telediarios con una acción pequeña o grande de solidaridad. No costaría nada encontrarlas porque están en todas las partes. Pero la noticia ahora se identifica con desgracias, asesinatos, violaciones, bulos, robos, insultos… Ese sería un buen método para limpiar el fango del que tanto estamos hablando.
Creo que las personas tienen más componentes positivos que negativos. Sí, creo que somos más buenos que malos. Decía el filósofo alemán Max Scheler: “En ninguna persona todo es ejemplar; y también me arriesgo a decir: en toda persona hay por lo menos un rasgo que es ejemplar”.
Mi amigo y escritor argentino Alejandro Spiegel escribió hace veinte años (cómo pasa el tiempo, Dios mío, parece que fue anteayer cuando lo estaba leyendo) un hermoso libro titulado “Héroes invisibles. Historias de la vida cotidiana para educar en valores”. Hace una propuesta didáctica en la que pide a los alumnos que lleven al aula una historia real de solidaridad. “Héroes al aula”, llama a esta iniciativa. Esa petición educa los ojos para descubrir el bien. Porque la bondad existe y se practica. Está en todas las partes. Luego propone un método para hacer el análisis didáctico de esas historias. El libro contiene ejemplos emocionantes de acciones solidarias.
Y es que aquí tenemos la clave. La escuela no tiene solamente la misión de enseñar a pensar, tiene el deber de enseñar a convivir, es decir, de enseñar a ser personas solidarias.