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lunes, 11 de enero de 2021

_- La cordura en medio del caos

_- Con el final de la Segunda Guerra Mundial no acabó la violencia en Europa. Las mujeres fueron las principales víctimas en un continente que ha tardado mucho tiempo en ajustar cuentas con su pasado. Este es un fragmento del nuevo libro Una lección olvidada, Viajes por la historia de Europa

Un testimonio refleja mejor que ninguno lo ocurrido aquellas semanas de 1945 cuando las tropas soviéticas entraron en Berlín al final de la Segunda Guerra Mundial; es un relato de supervivencia e ignominia, pero también de vida. Cuando alguien puso en duda su autenticidad, Antony Beevor escribió una carta a The New York Times en la que defendía que no era una falsificación y aseguraba que era "el testimonio personal más impresionante que ha surgido de la Segunda Guerra Mundial". Se trata de Una mujer en Berlín (Anagrama) y su autora es anónima (aunque su nombre ha circulado ampliamente después de su fallecimiento, e incluso cuenta con una entrada en Wikipedia, prefiero respetar su voluntad: nunca quiso firmar ese libro). Ian Buruma también lo considera "el mejor y más desgarrador testimonio" del sufrimiento de las mujeres alemanas en los meses finales del conflicto y de un aspecto que quedó oculto durante décadas: las violaciones masivas perpetradas por el Ejército Rojo, a las que Stalin dio el visto bueno cuando afirmó que, tras una campaña tan dura, "los soldados tenían derecho a entretenerse con mujeres". La propia historia de la publicación del libro, además, expone de forma ejemplar la dificultad de lidiar con la memoria después del nazismo.

El libro parte de las anotaciones de un diario realizadas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945, durante la batalla de Berlín y las primeras semanas de la posguerra (la guerra en Europa acabó el 8 de mayo). La autora, según cuenta Hans Magnus Enzensberger en el prólogo, era una periodista con experiencia que abandonó su oficio cuando los tentáculos de Goebbels no dejaron ya un solo resquicio. Conocía a Kurt W. Marek, otro periodista que acabó como prisionero de los Aliados y que después de la guerra se fue a vivir a Estados Unidos con el dinero que le proporcionó el libro Dioses, tumbas y sabios, que publicó con el seudónimo de C. W. Ceram. Este recibió el manuscrito y logró que se editase en Estados Unidos en 1954, con un prólogo suyo. "Así fue como Una mujer en Berlín apareció primero en versión inglesa, a la cual siguieron traducciones al noruego, italiano, danés, japonés, español, francés y finlandés", escribe Enzensberger. Y prosigue:

"Tuvieron que pasar cinco años más para que el original en alemán viera la luz, e incluso entonces no fue a cargo de una editorial alemana, sino de Kossodo, una pequeña editorial suiza con sede en Ginebra. Obviamente, el público alemán no estaba preparado para enfrentarse a ciertos hechos desagradables. Uno de los pocos críticos que lo reseñó se lamentó de lo que dio en denominar "la desvergonzada inmoralidad de la autora". Nadie esperaba que las mujeres alemanas hicieran mención a la realidad de las violaciones, ni que presentaran a los varones alemanes como testigos impotentes cuando los rusos victoriosos reclamaban a sus mujeres como botín de guerra".

Stalin afirmó que, tras una dura campaña, “los soldados tenían derecho a entretenerse con mujeres”
La autora se negó a que su libro fuese reeditado mientras viviese, pese a que las cosas empezaron a cambiar durante los años sesenta, pero en 2001 Enzensberger recibió una llamada de la viuda de Marek, asegurando que ella había muerto y que, por tanto, el libro podría ser reeditado. Inmediatamente se convirtió en un gran éxito. Poco después se publicó el libro de Beevor sobre la batalla de Berlín, que fue un best seller internacional, en el que también se describían las violaciones masivas perpetradas por los soviéticos en su avance hacia Berlín y durante la ocupación de la ciudad. En Budapest y Viena había ocurrido lo mismo; pero era un asunto que tampoco había sido estudiado a fondo. Los datos que proporcionaba el historiador británico —100.000 mujeres violadas solo en la capital, de las que un 10% murieron como consecuencia de las agresiones— ocuparon los titulares de la prensa internacional. Tony Judt escribe en Postguerra (Taurus), su obra maestra sobre la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial: "Los alemanes habían infligido un daño terrible a Rusia; ahora les tocaba a ellos sufrir. Sus posesiones y sus mujeres estaban ahí a su disposición. Con el consentimiento tácito de sus comandantes, el Ejército Rojo quedó libre de campar por sus respetos entre la población civil de las tierras alemanas".

No era, ni mucho menos, la primera vez que la violación se utilizaba como arma de guerra, es más bien una constante en todos los conflictos de la historia. Goya dedica varios de sus Desastres de la guerra (1810-1814) a la violencia contra las mujeres: 'Amarga presencia', 'No quieren' o 'Ya no hay tiempo', aunque el más conocido es 'Ni por esas', en el que se ve a dos soldados a punto de violar a unas mujeres junto a las que hay un bebé llorando. Fue algo que practicó el Ejército de Franco en la Guerra Civil, incitado por llamamientos como el de Queipo de Llano, quien arengó a sus tropas desde Radio Sevilla: "Es totalmente justificado, porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen", aunque en España es una de las atrocidades de la Guerra Civil que no han sido suficientemente debatidas y estudiadas. El trato que el Ejército japonés dio a las esclavas sexuales coreanas es un asunto que todavía provoca tensiones entre los dos países. En Ruanda, en Bosnia, en el Congo se convirtió en una rutina y es considerado un crimen contra la humanidad por la renqueante justicia internacional. Sin embargo, en el caso ruso, los que habían cometido esa atrocidad eran los buenos, los que habían librado al mundo del nazismo. Otros ejércitos aliados, como el francés o el estadounidense, también cometieron violaciones, aunque los datos disponibles no hablan de un carácter tan masivo ni sistemático.

El libro anónimo 'Una mujer en Berlín' es de una crudeza y sinceridad implacables 

Una mujer en Berlín es un libro de una sinceridad implacable. Pocas veces he leído unas memorias narradas con tanta crudeza, en las que la protagonista no oculta ningún dato, ni trata de endulzar la verdad. Su historia es el relato de alguien que intenta sobrevivir entre las ruinas y las bombas, que escribe en los refugios, esperando que todo acabe pronto sin imaginar que luego vendrá algo peor. Este pasaje representa una muestra de su estilo, de su soberbia capacidad narrativa, de su voluntad de no ocultar nada:

"Sí, la guerra viene arrollando sobre Berlín. Lo que ayer era tan sólo un retumbar lejano es hoy un redoble constante. Se respira fragor de mortero. El oído, ensordecido, ya sólo percibe los disparos del calibre más grueso. Hace ya mucho que dejó de distinguirse su procedencia. Vivimos en un cerco de cañones que se va estrechando con cada hora que pasa. De vez en cuando hay horas de un silencio inquietante. De pronto se le pasa a una por la mente que es primavera. A través de las ruinas calcinadas del barrio sopla vaporosamente el aroma de las lilas desde jardines sin dueño. (...) Por el portal de casa vi pasar tropeles de soldados. Iban arrastrando cansinamente los pies. Algunos cojeaban.
—¿Qué sucede? —les grito—, ¿hacia dónde van?
Nadie responde. Uno gruñe unas palabras ininteligibles. Otro dice con claridad hablando para sí: "El Führer ordena, nosotros le seguimos hasta la muerte". Todas esas figuras dan mucha pena. Ya no son hombres. Una sólo puede compadecerse. Ya no se espera nada de ellos, ni pueden crear ninguna expectativa. Producen un efecto de cautivos, de derrotados. A nosotras, que estamos en el bordillo de la acera, nos miran con apatía, sin vernos. Por lo visto, nosotros, pueblo o civiles o berlineses, o lo que seamos, les somos indiferentes, incluso molestos".

Cuando creen que lo peor ha pasado, llegan entonces los soldados rusos y comienzan las violaciones indiscriminadas. Aunque señala algún acto de heroísmo, muestra muchas veces la ruindad que surge en los momentos más insospechados, un rasgo de descarnada humanidad propio de cualquier situación de lucha por la supervivencia. Cuando alguna trata de resistirse, a menudo se encuentra con una respuesta masculina demasiado pragmática: no nos metas en problemas, déjate hacer. Salir a la calle es un peligro, pero no puede quedarse en su vivienda, que comparte con una viuda, porque necesita víveres y agua. Al final toma una decisión práctica: buscar una relación estable con un oficial, que mantenga al resto de los soldados a distancia. Ese es uno de los motivos por los que fue más criticada la autora. Sin embargo, es una decisión imposible de juzgar en tiempos de paz. Mientras todavía se escuchan disparos en la calle y se producen combates por todos lados, pasan las noches aterrorizadas, escrutando cualquier ruido en la escalera por si son rusos que puedan tirar la puerta abajo. Sin embargo, lo inevitable ocurre, incluso dentro del domicilio. Así describe, por ejemplo, un asalto:

Los rusos que cometían atrocidades eran aquellos que habían derrotado a los nazis.
"El sábado al mediodía, a eso de las tres, había dos soldados golpeando la puerta principal con los puños y las armas. Uno de ellos me agarra, me lleva a la habitación que da a la calle después de quitar de en medio de un empujón a la viuda. El otro se planta junto a la puerta principal, tiene a la viuda en jaque, sin decir palabra, amenazándola con el fusil sin tocarla. El que me empuja huele a aguardiente y a caballo. Cierra la puerta tras de sí accionando cuidadosamente el picaporte. Al no encontrar ninguna llave en la cerradura, arrastra el sillón contra el entrepaño de la puerta. Parece no ver para nada a la presa. Tanto más terrible así el empujón con que la arroja al lecho. Cerrar los ojos, apretar fuertemente los dientes. Ni un sonido. Sólo cuando se desgarra la ropa interior con un crujido, mis dientes rechinan involuntariamente. Eran las últimas bragas intactas. De pronto siento unos dedos en mi boca, olor pestilente a jaco y a tabaco. Abro los ojos de golpe. Hábilmente, esas manos extrañas me tienen inmovilizada la mandíbula abierta. Cara a cara. Entonces, el que está encima de mí deja caer lentamente en mi boca la saliva acumulada en su boca. Me quedé petrificada. No era asco, sólo frío".

Aquella mujer anónima no quiere ocultar ningún detalle, quiere contar lo que ocurrió, seguramente no con voluntad de permanencia, sino porque solo enfrentándose a los hechos será capaz de asimilarlos. Una de las grandes lecciones de la Segunda Guerra Mundial es la capacidad de resistencia de los seres humanos, y también la fuerza y la cordura que mostraron algunas personas en medio del caos y de la violencia más absoluta. La narradora de Una mujer en Berlín es sensata en casi todas sus decisiones, pragmática, solidaria (salvo cuando su propia vida está en peligro), pero sobre todo es una superviviente. Y eso es algo que Enzensberger, en su prólogo, aplica también a otras mujeres en la sangrienta decadencia del Tercer Reich: "Fueron ellas quienes mantuvieron una apariencia de cordura en un entorno de caos creciente. Mientras los hombres combatían en una guerra devastadora lejos de casa, las mujeres resultaron ser las heroínas de la supervivencia entre las ruinas de la civilización. En la medida en que existió un movimiento de resistencia, fueron ellas quienes atendieron a su logística, y cuando sus maridos y novios volvieron desmoralizados, envueltos en harapos y anonadados por la derrota, fueron ellas las primeras en despejar el terreno".

En La guerra alemana (Galaxia Gutenberg), Nicholas Stargardt relata muchas historias del sufrimiento cotidiano de las mujeres, como la novelista Hertha von Gebhardt, que se encontró en la calle los cadáveres de cinco mujeres destrozados por un impacto de artillería, todavía con las bolsas medio vacías a su lado. Su obsesión era que nadie tratase de defender la casa en la que vivía: convenció a los vecinos para que se mudasen al sótano, tras buscar lo que quedaba de comida y, sobre todo, registrar las viviendas en busca de cualquier elemento militar que pudiese llevar a los soldados a destrozar la vivienda y matar a sus habitantes. Poco después comenzó una lluvia de cohetes Katiusha, los llamados órganos de Stalin. El 27 de abril, Berlín se encontraba totalmente rodeada y entonces comenzaron los saqueos. Cuando escucharon disparos en la calle, supieron que ya habían llegado los Ivanes, apodo que recibían los soldados rusos. "Cada vez que un soldado ruso entraba en su sótano, Hertha von Gebhardt esperaba que se llevase a otra mujer e intenta ocultar a su hija Renate con su propio cuerpo", cuenta Stargardt. Las violaciones se producían sin distinción de edad y muchas veces en presencia de hijos, maridos y vecinos. La anónima narradora cuenta maliciosamente que los soviéticos preferían las mujeres gruesas, lo que era para ella una pequeña venganza: las que habían logrado no perder peso solían ser privilegiadas. Las violaciones eran además, en numerosas ocasiones, colectivas: otra testigo, Ursula von Kardorff, cuenta cómo una amiga, que se había escondido en una pila de carbón, fue denunciada por una vecina que quería salvar a su hija. Fue forzada por 23 soldados y acabó en el hospital. Sobrevivió, pero dijo que nunca más quería tener a un hombre cerca en su vida.

En Alemania, año cero, la película de Roberto Rossellini, no se habla de las violaciones, aunque son  las mujeres las que logran que las familias sobrevivan, mientras los hombres añoran el Tercer Reich, se muestran egoístas e insolidarios o siguen ahogados en su derrota. Ellas, en cambio, sufren otro tipo de violencia sexual: se ven obligadas a prostituirse. Sin embargo, todos esos relatos tardaron mucho tiempo en ser asimilados, al igual que se tardó mucho tiempo en comenzar a perseguir a los culpables: muchos antiguos SS, guardias de campos de concentración o de exterminio y dirigentes nazis volvieron a sus antiguos trabajos como si nada hubiese pasado. No solo era incómoda la memoria de la derrota, sino también la de los crímenes.

En mayo de 1945 llegó el final de la guerra, pero no de la violencia para muchos europeos, y no solo para las mujeres de Berlín. Europa quedó partida en dos, una parte recuperaría la libertad, pero otra quedó atrapada durante cuatro décadas al otro lado del telón de acero. Unos 13 millones de alemanes étnicos fueron expulsados de las tierras en las que vivían desde hacía generaciones. Los Sudetes, en Checoslovaquia, es el caso más famoso, aunque también fueron expulsados de Hungría, Yugoslavia, Polonia y la Unión Soviética. La mayoría se asentaron en Alemania Occidental. La Europa en la que diferentes pueblos compartían el mismo país dentro de unas fronteras políticas y no étnicas, ese mundo de ayer que refleja la obra de Stefan Zweig, desapareció al final de la guerra. "La historia de la posguerra de Europa es una historia ensombrecida por los silencios; por la ausencia. El continente europeo fue antaño un intrincado tapiz de lenguas, religiones, comunidades y naciones entremezcladas", escribe Tony Judt. El reputado historiador no pretende idealizar esa Europa, en la que estallaban pogromos y enfrentamientos muy a menudo, pero es un hecho que existió y que fue borrada del mapa. Siguieron existiendo países formados por tapices entrelazados de nacionalidades, como la Unión Soviética, Yugoslavia (que estalló en los noventa), Bulgaria (con la mayor minoría turca de la Unión Europea) o Rumania (donde las tensiones llegaron hasta la década de 2000), y ciudades que personifican ese mundo diverso, como Trieste, pero en 1945 una Europa desapareció. Las ruinas de Berlín que retrató Rossellini representan el estado moral y físico del continente. De todas las ausencias, una era especialmente profunda e irreversible: la de los judíos.

Comunidades milenarias habían sido borradas del mapa por los nazis, que contaron con la ayuda de la población de los países a los que pertenecían los perseguidos. Los supervivientes se encontraron con que el antisemitismo no se había extinguido. Incluso en Polonia, el país que más judíos había perdido y donde estuvieron situados los campos de exterminio nazis durante la ocupación alemana, las persecuciones continuaron. "Si el antisemitismo en Hungría era pavoroso después de la guerra, fue aún peor en Polonia. Era con mucho el país más peligroso para los judíos", escribe Keith Lowe en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg), una historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Los judíos comenzaron a huir muy rápidamente hacia países que consideraban más seguros, como Francia, Reino Unido y Estados Unidos. La creación de Israel les proporcionó un lugar adonde ir, pero la huida había empezado antes. Toda esa violencia, todo ese horror que continuó tras el final del conflicto ha sido prácticamente borrado de la memoria colectiva, y solo ha comenzado a ser estudiado seriamente después de la caída del telón de acero. Más que ninguna otra ciudad, Berlín representa el continente que ha logrado lidiar con esos fantasmas (o que continúa lidiando con ellos, con tensiones soterradas pero no extinguidas en los Balcanes y con países que han lanzado ofensivas contra el Estado de derecho, como Hungría o Polonia).

Construir una memoria colectiva nunca es fácil, y en eso Alemania ha sido ejemplar. No fue algo inmediato, sino un proceso de décadas, pero llegó un momento en el que los alemanes pudieron enfrentarse a lo que habían hecho sin que eso fuese contradictorio con lo que habían sufrido. Pero siempre han reconocido su culpa, algo que en otros países sometidos a una violencia atroz por un régimen fascista, como España, deberíamos aprender. Exceptuando a unos pocos, y muy minoritarios, grupos de ultras, han sabido construir una memoria común, un trabajo en el que tuvieron un papel destacado escritores como Martin Walser, Heinrich Böll, Günter Grass o aquella escritora sincera y subyugante que nunca quiso que su nombre fuese conocido.

"Una lección olvidada. Viajes por la historia de Europa" (Tusquets), de Guillermo Altares, acaba de llegar a las librerías.

https://elpais.com/elpais/2018/10/08/eps/1539023082_112706.html?rel=mas

martes, 29 de noviembre de 2016

Angelina Gatell: "Los últimos testigos de la guerra no podemos callar sobre aquello"

"Mientras los huesos de los muertos estén en las cunetas no se ha terminado la guerra civil", advierte la poeta barcelonesa, protagonista en la sombra de los últimos 80 años de nuestra historia.

"Molestaba", pero no se calló nunca. Angelina Gatell (Barcelona, 1926), poetisa en carne viva, no se calló jamás: a costa de acabar siendo, como ella misma bromea, "la mujer más echada de España" durante el franquismo. Lo vio todo siendo aún niña, en la Cataluña de la guerra y las caravanas al exilio. En Valencia, de adolescente, colaboró en la clandestinidad con el Socorro Rojo Internacional; y fundó con su marido, Eduardo Sánchez, uno de los primeros teatros de cámara de España: El Paraíso. Creció como escritora, traductora, actriz y profesional del doblaje por sus propios medios: para toparse una y otra vez contra el medio único de entonces, que la vetó al no poder comprarla (y todavía, a veces, se lo recuerda). Se "cargaron" su vida, asegura. Pero la lucidez y el arrojo que sigue abanderando a sus 88 años lo desmienten en absoluto.

Superviviente es, quizás, el apelativo que más justicia puede hacer a esta mujer que se consideró siempre, y a pesar de tanto, "absolutamente libre" porque "la libertad está contigo y no te la tiene que conceder nadie, la llevas tú". Molestaba, hace ya más de medio siglo, y sigue molestando hoy a algunos resistiéndose a olvidar en sus más recientes libros: en sus Memorias y desmemorias (Aisge, T&B Editores), por ejemplo. O en Cenizas en los labios (Bartleby), lacerante retablo poético en que levanta acta de los amores de su vida "en la ciudad que se llamó posguerra".

¿Cómo recuerda todo aquello, hoy día?
Yo aún no había cumplido cinco años cuando se proclamó la República; y sin embargo recuerdo perfectamente ir a hombros de mi padre por las Ramblas de Barcelona aquel día, y con mi hermano mayor. Recuerdo incluso el aroma que venía del mar, el aire; con una enorme claridad. Me impresionó aquella multitud de gente, las banderas… Me tuvo que impresionar forzosamente. Siempre he tenido la convicción de que en aquel momento yo me sentí unida a algo, a alguien, y no te creas que es literatura. Yo supe que pertenecía a aquella gente.

Aquella infancia, ¿cómo fue?
Muy dura. Mi padre era charolista, curtidor (todos los hombres de mi familia fueron charolistas; las mujeres, tejedoras), e inmediatamente después de proclamarse la República se declaró el cierre empresarial en Barcelona y fue despedido. Yo comí siempre en comedores públicos, antes y durante la República. La guerra fue muy dura, pero la posguerra fue más dura todavía. Porque una guerra siempre lleva consigo algo grandioso al menos, algo de esperanza. Pero la posguerra no tenía nada de grandioso. Era la consciencia de que éramos vencidos, de que nunca levantaríamos cabeza. Por eso, cuando ahora se protesta sobre lo que se cedió [en la Transición], yo estoy de acuerdo. Porque yo fui de cárcel en cárcel y de cementerio en cementerio. Mi hijo Eduardo estuvo preso y una de las cosas que tengo muy clavadas es que no conseguimos que se hiciera un juicio para que se aclarase aquello de una maldita vez. Pero no quisieron, ni los unos ni los otros… Había mucho miedo, todavía en democracia. Un día le dije a alguien -que ha muerto hace poco-: "Es que mi hijo va a tener que arrastrar esto toda su vida". Y ella me respondió: "Da gracias a que tienes hijo, porque otras lo tenemos muerto".
Hoy se juzga quizás muy a la ligera todo lo de entonces;

¿Cómo podía ser la vida de alguien señalado durante la dictadura?
Muy difícil. Porque ellos no olvidaron nunca a quién tenían enfrente… Yo fui Premio Valencia de poesía en 1954, por un libro llamado Poema del soldado. Sucedió que en tres años consecutivos premiaron libros de mujeres, de los primeros en España (en el 53 fue María Beneyto). Y cuando abrieron la plica… "¡Otra mujer! ¡Tres seguidas!"… Quisieron quitármelo. Pero alguien que había en el jurado, pariente de la familia Gaos, se puso brava: "Se publica"… Luego me hicieron una entrevista en Radio Mediterráneo, y dije que mi libro, de religioso –como ellos lo entendían– nada, porque yo no era creyente: era un libro imprecatorio, de exigencia de cuentas a Dios… También me ofrecieron hacer una serie de reportajes para el periódico Las Provincias, sobre el tema de la mujer en África… Sólo llegué a publicar cuatro, porque hablé de los movimientos en Ceuta y Melilla. Ya caí muy mal en Valencia. Y me negaron el pan y la sal.

Y se trasladaron a Madrid.
Lo pasé mal al principio, pero tenía muchos amigos. Y cuando empecé a tener un nombrecito como actriz y como guionista [en RNE y TVE]… firmé cierto documento [ la carta de los intelectuales al ministro Fraga, en 1963, a raíz de los crímenes sufridos por mineros asturianos y sus familias]. Un alto cargo ministerial me llamó a su despacho, donde tuvimos una conversación muy interesante en la que me sugirió que, si yo publicaba una carta diciendo haber sido engañada para firmar ese manifiesto, mi relación con TVE podría ser mucho más próspera a partir de entonces. Decliné la oferta -por decirlo suave-.Un año después, ya en el 64, TVE me aceptó el guión de una biografía novelada de Marie Curie en cinco capítulos; pero en el último momento suspendieron la emisión… La emitieron un año después de esto, pero firmada por otra persona. Lo cual me llevó entonces, cuando exigí una reparación -que conseguí-, al jefe de Programación de TVE: un hombre de espléndidos ojos verdes llamado Adolfo Suárez, que también me aconsejó que "me dejara de firmitas". Le dije: "Perdone pero tengo treinta y ocho años, y actuaré según mi conciencia". No volví a trabajar para TVE.

Sí que molestaba, sí…
Y aún hoy… Porque no se dan cuenta algunos de que ciertas historias no se han terminado. De que, mientras los huesos de los muertos estén en las cunetas, no se ha terminado la guerra. Hoy oí en la televisión que creían haber encontrado los restos de una muchacha desaparecida, pero no; y decía el periodista: "Una pesadilla que dura cinco años". La nuestra dura setenta y cinco. Y es la misma pesadilla. Yo vi el éxodo de los republicanos [en la comarca del Vallés, en Barcelona]. Yo vi caer a la gente muerta por los caminos… Un día, un hombre, con los pies envueltos en trapos ensangrentados, se detuvo en la puerta de la casa en que nos refugiamos. Me dijo: "Niña, dame algo de comer, que no puedo más". Le dimos algunas cosas, de lo poco que teníamos. Lo estoy viendo perfectamente, cómo dejó el fusil apoyado en un árbol. De repente se oyeron unos disparos. Le dijo a mi padre: "¿Oyes? Son ellos. Nos vienen siguiendo los talones, ya están aquí". Le preguntó mi padre: ¿Qué vas a hacer? Y el hombre respondió (esto lo tengo yo clavado en el corazón desde entonces): "Me queda una bala, y será para mí". Al irse me acarició el pelo. No sé qué fue de él.

No sé si te imaginas lo que es eso para una niña de doce años y medio que yo tenía...
Pues no lo sé, no…
No, no puedes. Porque no se lo imagina nadie. Aquello está todo lleno de huesos de gente que caía muerta. Los ponían al lado de la carretera, con una manta encima. Y los que venían detrás, dejaban que se alejaran un poco los familiares y cogían la manta, porque tenían que abrigarse… Por eso te digo que nosotros somos los últimos testigos de aquello, y no podemos dejar de hablar.

http://www.eldiario.es/andalucia/Angelina-Gatell-ultimos-testigos-podemos_0_275772479.html

jueves, 10 de octubre de 2013

España, el país de los 200.000 desaparecidos.

Representantes de la ONU califican de crímenes contra la humanidad tanto los enterramientos en fosas comunes de la guerra civil y el franquismo como el robo de niños prolongado hasta la democracia. Censuran al Gobierno español por poner obstáculos a las investigaciones y le conminan a buscar a los desaparecidos.

Rocío Borrego sólo quiere recuperar los restos de su madre, puesto que sabe bien que fue asesinada en 1936. Eduardo Raya sólo desea saber el paradero de su hija, puesto que está completamente seguro que sigue viva, desde que fue presuntamente robada en 1990. Entre ambos sucesos ha pasado medio siglo, pero los cubre el mismo manto de silencio e “impunidad”, según los representantes del grupo de trabajo sobre desapariciones forzadas de Naciones Unidas que este mes de septiembre ha visitado diversas ciudades de España. Los afectados repiten insistentemente, con casi 200.000 víctimas, entre enterramientos ilegales en fosas comunes y niños robados, hoy son adultos con identidad falsa, España es, tras Camboya, el país del mundo donde permanecen más personas desaparecidas.

En 1940 la Causa General iniciada por el Ministerio de Justicia sobre el denominado terror rojo facilitó la recuperación de los cadáveres de casi la totalidad de las 38.000 víctimas de la represión en la retaguardia republicana durante la Guerra Civil. Sus familiares, salvo excepciones de falta de interés o deficiente localización, pudieron darles una sepultura digna, fueron honrados, su memoria recuperada y sus verdugos perseguidos o procesados. El Estado se implicó fuertemente en la labor de búsqueda e identificación, sirviéndose en muchos casos de las fotografías tomadas a tal efecto por el propio Gobierno republicano, que nunca llegó a legitimar la barbarie desatada durante parte de esos tres años por facciones de sindicatos y partidos de izquierda.

Setenta años después, todavía no ha ocurrido lo mismo con el franquismo, cuya represión fue cinco veces mayor en número debido a ser planificada por sus mandos y ejecutada sistemáticamente a partir de las órdenes de fusilamiento de cualquier desafecto al Movimiento decretadas por la Junta de Gobierno y la Junta Suprema Militar de Defensa de España en 1936. Desde entonces hasta ahora, de los 143.000 desaparecidos estimados por el ex juez Baltasar Garzón en 2008 sólo se han recuperado los cuerpos de unos 8.000. Pero cada vez que se abre una fosa se encuentran más cadáveres de los previstos, motivo por el que las estimaciones se acercan ya a los 180.000 desaparecidos, cifra que coincide con la aportada hace años por el historiador Paul Preston.

A ello hay que sumar unos 30.000 niños apartados forzosamente de presas y familias republicanas entre 1944 y 1954, como medida de “higiene” ideológica, y al menos otros 6.000 casos documentados por las asociaciones de bebés robados por motivos económicos durante el tardofranquismo y la primera mitad de la actual democracia. Casi todos siguen sin localizar, salvo varias decenas de reencuentros, facilitados por análisis de ADN practicados por los propios familiares, nunca por el Estado.

Rocío Borrego no pudo acudir a Sevilla el pasado mes para explicarle su caso a los representantes de la ONU, debido a su delicada salud. Lo hizo en su lugar su hija Florentina, quien relató que Ana Ricarda, de ideología socialista, regentaba una tienda de comestibles y ejercía como maestra particular y escribiente en la aldea cordobesa de Jauja. En noviembre de 1936 fue detenida por cuatro falangistas y un guardia civil al que ella misma había denunciado por amenazas unos años antes, y ya no se ha vuelto a saber de ella. A través de diversos testimonios han llegado a saber que permaneció varios días en un chalet, donde fue violada y torturada hasta que, ya moribunda y desfigurada, le dieron el tiro de gracia. Parece que un vecino encontró el cadáver junto al arroyo de La Coja y, al verle los pechos arrancados y el cuerpo destrozado, decidió enterrarla.

Su tienda y sus tierras fueron confiscadas, su madre rapada y purgada, su marido enloqueció y murió a los pocos años y sus cuatro hijos fueron presa del hambre y la miseria. Rocío ha acudido infructuosamente a los tribunales para buscar alguna reparación y la recuperación de los restos de su madre. En su auto, el ex juez Garzón lo señala como uno de los casos más “clamorosos” de “inseguridad jurídica para las víctimas”. Sin embargo, hasta el propio Tribunal Constitucional español ha desestimados sus recursos. “Yo no quiero juzgar a nadie, pero que nos dejen recuperar los restos”, clamaba Florentina en Sevilla, a la vez que se preguntaba: “¿Hasta cuándo? ¿Hasta que los tengan que sacar como a los íberos o los tartessos? ¿En qué país democrático se encarga la labor de hacer cumplir los derechos humanos a las víctimas, teniendo que trabajar en contra de la Administración? Es un desgaste emocional tremendo”, se lamenta.

Efectivamente, el grupo de trabajo de la ONU ha constatado que la Ley de Memoria Histórica de 2007 ha tenido un efecto muy escaso. Salvo algunas excepciones, como el Ayuntamiento de Málaga, que ha financiado la exhumación de la fosa común de su cementerio, recuperando los restos de 2.800 personas, en el resto del país prácticamente ningún municipio ha dado permiso siquiera a las familias para hacerlo y ningún juzgado ha ordenado la apertura de fosas. Ariel Duritzky, unos de los representantes de Naciones Unidas que ha visitado España, considera que el Gobierno español debe derogar la Ley de Aministía de 1997, por ser preconstitucional y constituir una “barrera a la investigación de graves violaciones de los derechos humanos”.

Así, en lugar de poner los “obstáculos” actuales, el Estado español debe ofrecer en su opinión mayor apoyo a las víctimas, crear una entidad para estudiar los casos, investigar las desapariciones forzadas a través de la judicatura, juzgarlas, retirar los símbolos del franquismo de los lugares públicos y “asumir un rol de liderazgo en la búsqueda de la verdad”. A juicio del experto de la ONU, “en el contexto de ataques generalizados a la población civil, como los que ocurrieron durante la guerra y la dictadura, las desapariciones forzadas adquieren carácter de crimen internacional, y por lo tanto deben considerarse imprescriptibles”.

Dulitzky y su compañera Jasminka Dzumhur no se sorprendieron cuando en su visita a Sevilla se les planteó que este crimen contra la humanidad también se habría prolongado hasta bien entrada la democracia. Hasta los años noventa en concreto, debido a que el robo de bebés por motivos económicos, tras haberlo practicado en un principio como represión política, también se habría realizado de forma “sistemática, generalizada y con aquiescencia de los poderes públicos” como un “ataque” por parte de un grupo de funcionarios del Estado contra parte de la población civil. Así lo expusieron el abogado granadino y también afectado Eduardo Raya junto a su esposa Gloria Rodríguez. Ellos siguen buscando a su hija, dada por muerta al nacer en el Hospital Clínico de Granada en 1990. Hasta siete análisis de laboratorios públicos y privados han dictaminado que el cadáver enterrado entonces no puede pertenecer a una hija suya, así como tampoco los restos de hígado aportados como prueba por los médicos para cerrar el caso. La Justicia hasta ahora no les ha ofrecido respuesta, pendiente de reabrir la investigación “a regañadientes”.

Raya tiene no obstante esperanza en el dictamen del grupo de trabajo de la ONU, que deberá ser elevado al Consejo de Derechos Humanos para su aprobación, así como que la Justicia argentina incluya también entre sus investigaciones el robo de niños por motivos políticos o económicos, tanto en la dictadura como en la democracia, al tratarse de una misma trama criminal. “Esto no es cosa de una monja aislada, como nos quieren hacer creer. Sor María sólo fue un instrumento de los que se llevaron el dinero”, asegura Raya.

Los métodos aplicados ilegalmente para el rapto y venta de bebés hasta los años noventa fueron en realidad ensayados de forma legal en los años cuarenta y cincuenta. El engaño, diciendo a las familias que el niño había muerto, la inscripción en el Registro Civil con distinto nombre y apellido y darla en adopción en una provincia distinta a la que nació, para dejar el menor rastro posible. Las hermanas María y Florencia Calvo, por ejemplo, fueron enviadas por sus padres a Francia para salvaguardarlas de la contienda en España, pero tras terminar la guerra las secuestró allí el servicio exterior de Falange Española y las devolvió a nuestro país. Al llegar en tren a Toledo, Florencia preguntó por su hermana, pero una monja le informó que María había muerto de unas fiebres, como tantos otros niños en el camino, y que su cuerpo lo habrían tirado por la ventanilla. En realidad no fue así, sino que fue dada en adopción. Sesenta años después, las dos hermanas se reencontraron gracias a un programa de televisión.

La Orden del Ministerio de Justicia de 30 de marzo de 1940 establecía que los hijos de presos políticos podían quedarse con sus madres sólo hasta los tres años, cumplidos los cuales debían ser excarcelados y adoptados por familias adeptas al Régimen, siguiendo las doctrinas del psiquiatra Antonio Vallejo-Nágera. La Ley de 4 de diciembre de 1941 facilitaba a su vez su inscripción en el Registro Civil con nuevos apellidos. Vicenta Flores Ruiz, hija de un militar republicano de Valencia, fue adoptada y devuelta al colegio de monjas donde permanecía interna hasta cuatro veces en un mismo año, cambiando en todas las ocasiones de apellidos. Y siempre lejos de Valencia, por familias de Zaragoza, Alemania, Madrid y Ciudad Real

El paso del robo de niños legal al ilegal se habría dado ya en la siguiente década, aprovechando esta estructura. Además de las entidades religiosas que tutelaban a los menores y los registros civiles de toda España, fue necesaria también la implicación de profesionales sanitarios, médicos y matronas que asistían los partos en las cárceles y, cada vez en mayor medida, en clínicas y hospitales. En 1950 Emilia Girón fue a dar a luz al hospital de Salamanca. Nada más nacer, le arrebataron al niño a la fuerza y nunca más supo de él. Emilia era hermana del maqui Manuel Girón, jefe de los guerrilleros del Bierzo. Era analfabeta y tenía mucho miedo. Quizás pensaron que nunca lo buscaría, pero sí lo hizo, aunque infructuosamente. “Con esa angustia estaré toda la vida, porque sé que lo parí y lo llevé dentro nueve meses, y no lo conocí siquiera”, declaraba Emilia cuarenta años después.

De esa misma época es una carta del capellán de la casa cuna de Sevilla en la que daba instrucciones para cambiar las partidas de bautismo de forma discreta en caso de adopciones irregulares, más allá de las forzosas a presos republicanos que sí permitía la ley. En muchas ocasiones, religiosos, médicos y registradores recibían regalos o donativos por parte de los padres adoptivos. Así, en los años cincuenta se habría producido la transición del robo por motivos políticos al móvil económico, práctica que se habría prolongado de forma sistemática hasta la década de los noventa y que hoy día, según la ONU, permanece impune. (foto de fusilados con las manos atadas con alambre en fosa de Málaga. El País)

Fuente: http://periodismohumano.com/sociedad/memoria/espana-el-pais-de-los-200-000-desaparecidos.html

Jueces para la Democracia critica la "inadmisible" actitud del Gobierno con las víctimas.