La causa que el historiador defendió hasta su muerte se revela ahora como la única posible: la solidaridad colectiva
Tony Judt estaba muriéndose poco a poco y su afán de escribir, en vez de atenuarse, o de desaparecer, se volvía acuciante. A Tony Judt la enfermedad lo había ido confinando en una parálisis progresiva, en una pérdida gradual del movimiento, pero sus facultades mentales no sufrían ningún deterioro, así que el consuelo de la lucidez, de la memoria, de la plena conciencia, al mismo tiempo acentuaba el horror de lo que estaba sucediéndole, el cumplimiento de una sentencia para la que no habría aplazamiento. Ya del todo impedido, en una silla de ruedas, con un micrófono pegado a la boca que recogía su voz inaudible, Tony Judt apareció en Nueva York en algún acto público, tan brillante y batallador como siempre, con golpes de un humorismo seco inglés y judío: “Me he convertido en un busto parlante”.
Yo había leído casi todos sus libros y había asistido a algunas de sus conferencias. Solo unos años antes Judt había publicado la que probablemente fue su obra maestra, el logro más alto de su carrera como historiador, Postwar. Era un libro de historia y también un ejercicio arrollador de facultades narrativas, de esa forma específica de talento literario que al menos desde Edward Gibbon es una tradición gloriosa de los historiadores británicos, y también de unos cuantos americanos. Un día, leyendo The New York Review of Books, encontré un ensayo de Judt que para mi sorpresa no era histórico, ni polémico, sino puramente autobiográfico. Se titulaba Night, y su escritura era tan lacónica como su mismo título. Era el relato de sus noches de inmovilidad y tormento, tendido bocarriba en una cama, prisionero de su propio cuerpo inerte pero no insensible, aquejado de picores y punzadas de dolor de los que no podía defenderse, abandonado en la oscuridad y el insomnio desde el momento en que su cuidador lo dejaba solo.
Uno por uno fueron apareciendo en The New York Review ensayos cada vez más confesionales, más estremecedores por su contención, por la urgencia creciente con la que estaban escritos. El historiador se convertía ahora en memorialista, porque su conciencia despojada de casi cualquier conexión física con el presente se proyectaba con una claridad minuciosa hacia el pasado. El cronista de la historia europea del siglo XX ahora dictaba, palabra por palabra, cada vez con mayor dificultad, la crónica de su propia vida, y al leerla uno descubría el vínculo entre las dos. Es posible que un historiador, como un novelista, necesite una médula de implicación personal en los materiales con los que trabaja. Como judío, con raíces maternas en Rusia y en el este de Europa, Judt tenía una visión nada teórica ni abstracta de los efectos del totalitarismo; como hombre de izquierdas, criado en un barrio trabajador de Londres, beneficiario de becas sin las cuales no habría podido llegar a la Universidad, su relato de los cambios sucedidos en Europa después de 1945 estaba marcado por el agradecimiento: por la plena conciencia personal de cómo políticas de justicia social, de sanidad pública y educación pública hacían posible que muchas personas sin recursos privados desarrollaran sus capacidades mejores.
Es una historia europea. Es la de Tony Judt y la de muchos que como él fueron, fuimos, los primeros en nuestras familias en estudiar bachillerato y hacer una carrera universitaria. En los primeros años de este siglo, cuando Judt escribía Postwar, la unidad europea parecía una pura inercia burocrática, y el Estado de bienestar no suscitaba mucho aprecio entre la mayor parte de los que se beneficiaban de él. El libro de Judt nos recordaba con crudeza cuánto horror y cuánta destrucción y cuánto odio reinaban en Europa al final de la guerra, y qué inmenso, sostenido, heroico fue el esfuerzo para reconstruirla, levantando al mismo tiempo un sistema de libertades y garantías sociales que por primera vez en la historia humana —se dice pronto— hicieron accesible la educación, la sanidad y un cierto grado de seguridad vital a una gran mayoría de las personas. El historiador Judt contaba con más pasión lo que él mismo había vivido como ciudadano.
Un recuerdo de Tony Judt
Y era esa misma doble pasión la que desataba su ira en los últimos años, y no le dejaba aletargarse ni resignarse en la enfermedad, la misma ira lúcida de activismo que a los 15 años lo había llevado a enrolarse en un kibutz en Israel, y que años después lo llevó a denunciar las injusticias cometidas por el Estado de Israel contra los palestinos. La ira de Tony Judt iba dirigida contra la confabulación de poderes económicos, profesores doctrinarios del neoliberalismo, políticos halcones y políticos aprovechados que desde el triunfo simultáneo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher se organizó con el propósito de desbaratar una por una todas las conquistas sociales que se habían ido logrando desde el new deal en Estados Unidos y la posguerra en Europa occidental.
En su país había asistido, desde los años ochenta, a la privatización y el inmediato deterioro de servicios básicos como los ferrocarriles o las redes de suministro de agua, y al desguace de la sanidad y la educación públicas. Viviendo en Nueva York podía ver de muy cerca las consecuencias devastadoras de la falta de toda protección social, educativa o sanitaria para los más pobres. Mucho antes que Piketty, Tony Judt denunció el crecimiento abismal de la desigualdad y de la acumulación de riqueza. El último libro que publicó en vida, en 2010, Algo va mal (Ill Fares the Land), fue un manifiesto que a muchos nos despertó de golpe a la realidad de la destrucción de tantas cosas esenciales que no habíamos sabido defender, un redoble de conciencia contra el aturdimiento de una izquierda tan obsesionada por la celebración de los grupos identitarios que había perdido cualquier proyecto de fraternidad cívica, de emancipación universal, de mejora de las condiciones de vida de los trabajadores.
Me acuerdo de Tony Judt estos días porque la causa que él defendió hasta su último aliento es la que ahora se nos revela no como una opción entre otras, sino como la única posible para sobrevivir al desastre: el antiguo, el desacreditado proyecto socialdemócrata de la soberanía personal y la solidaridad colectiva, del libre albedrío y los servicios públicos, de la racionalidad ilustrada y científica contra la ignorancia y las fantasías demagógicas. Tony Judt murió en 2010, pero había dejado escrito tanto que sus libros siguieron publicándose después de su muerte. Ahora más que nunca hay que seguir leyéndolo.
https://elpais.com/cultura/2020/04/07/babelia/1586279071_774545.html
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domingo, 12 de abril de 2020
domingo, 3 de diciembre de 2017
_- Poner en palabras el genocidio. Calle Este Oeste, relato del origen de la figura de derecho genocidio. “¿Es posible que el antónimo de ‘olvidar’ no sea ‘recordar’, sino justicia?”
_- Lisa Appignanesi
El 20 de noviembre de 1945, exactamente diez infernales años después de que las Leyes de Nuremberg de los nazis hubieran instituido la legalidad del antisemitismo – despojando a los judíos de su ciudadanía, derechos, propiedad y, finalmente, de su vida – la antigua ciudad bávara albergó los juicios por crímenes de guerra que dieron nacimiento al moderno sistema de justicia internacional.
Por primera vez en la historia, se procesó a líderes nacionales por sus hechos homicidas ante un tribunal internacional. Hermann Göring y otros destacados nazis como el “carnicero de Polonia”, Hans Frank, preeminente asesor legal de Hitler y cabeza del “Gobierno general” de la Polonia ocupada, afrontaron su último juicio. Allí fue también donde los conceptos de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”, tan centrales para la vida contemporánea, tuvieron su primera aparición en una sala de vistas.
Philippe Sands comienza en Nuremberg este libro importante y atractivo. El juicio de Frank le dota de su momento culminante. No resultará una sorpresa que Sands sea un destacado abogado de derechos humanos que participó en el juicio para la extradición de Pinochet, así como en muchos casos claves que llegaron hasta el Tribunal Penal Internacional. La sorpresa es que incluso rastreando las complejidades de la ley, la escritura de Sands mantiene la intriga, el ímpetu y la densidad material de una novela de suspense de primera.
Pero, al cabo, no se trata únicamente de la historia de los juicios de Nuremberg y de las leyes sobre derechos humanos inscritas en el mapa global. Un hilo del libro, y acaso el que lo provoca, es una memoria familiar que desentierra la vida del abuelo materno de Sands, bastante taciturno, Leon Buchholz, y de su esposa Rita. De niño, y luego ya de joven, Philippe visitaba a sus abuelos en París, donde vivían. Nunca supo mucho de su historia, salvo que se trataba de judíos que procedían, en el caso de Leon, de Lemberg, y en el de Rita, de Viena. Los lúgubres años de la guerra, la pérdida de progenitores y parientes en los campos de la muerte, o el penoso periodo anterior a la guerra, rara vez se mencionaban.
La madre de Sands nació también en Viena. Luego, misteriosamente, la trajeron a París, siendo una niña, en el verano de 1939 para reunirse con su padre, mientras su madre se quedaba en una ciudad que suponía ya un riesgo para los judíos. Las razones de esta separación no le quedaban claras a nadie cuando Philippe empezó a hacer preguntas. .
Su relato insinúa que su primera curiosidad acerca de estos asuntos del pasado cristalizó solo cuando le llegó una invitación pidiéndole que diera una conferencia sobre derechos humanos en la ciudad de Lviv. Dependiendo del punto de la historia y los desplazamientos de las regiones de precarias fronteras de Europa oriental, Lviv es una de esas ciudades cuyo nombre se metamorfosea fácilmente en Lwów o Lemberg. Avanzadilla oriental del imperio de los Habsburgo en la región de Galicia, esquina occidental de Rusia, orgullosa ciudad de la Ucrania de breve independencia, luego de Polonia, luego de Rusia, luego de Alemania y vuelta otra vez, la única constante de Lwów hasta los terrores de la II Guerra Mundial era su considerable población judía, de unas cien mil personas.
Entre ellos se contaban dos brillantes pensadores jurídicos cuyas vidas ofrecen otras hebras del relato entretejido por Sands. Hersch Lauterpacht, profesor de Derecho Internacional, y abogado ya de derechos humanos en la década de 1920 y 1930, creció en Lwów, no lejos de la misma familia Buchholz de Sands. Es esta la “Calle Este Oeste” de su título.
Ahuyentado por uno de los estallidos regulares de antisemitismo (el barrio hebreo fue incendiado en 1918) y la imposibilidad como judío de presentarse a los exámenes de Derecho, Lauterpacht se marchó a Viena en 1919. Esa ciudad era sólo ligeramente menos alérgica a los judíos en los años inmediatamente posteriores a la I Guerra Mundial, y pronto él y su nueva esposa viajaron a Inglaterra y a la London School of Economics. La tesis doctoral de Lauterpacht ya había puesto los cimientos de las obligaciones internacionales que refrenarían el poder que el Estado tenía sobre los individuos. Acabaría aceptando un puesto en Cambridge, donde su hijo, Sir Elihu Lauterpacht, sería un día profesor de Philippe Sands. Lauterpacht incluyó la acusación de “crímenes contra la humanidad” – es decir, actos homicidas contra individuos por parte del Estado, con bastante frecuencia contra sus propios ciudadanos – en los juicios de Nuremberg y preparó una parte substancial de las alocuciones de Sir Hartley Shawcross, el fiscal jefe británico.
Al igual que Lauterpacht, Raphael Lemkin estudió también en la Facultad de Derecho de Lwów. Se convirtió en un significado fiscal polaco antes de que los acontecimientos le obligaran a marcharse a los EE.UU. Fueron su pensamiento y sus presiones sobre el equipo legal norteamericano las que pusieron en movimiento el delito de genocidio – crímenes contra una raza o un grupo sobre la base de su identidad – en Nuremberg, y en 1948 vio cómo lo adoptaba la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Aunque el genocidio se ha convertido en nuestra época de derechos humanos en el crimen de los crímenes en los tribunales internacionales, Sands se mantiene un poco receloso frente Lemkin. Evoca una vida personal que es, si acaso, un poco turbia, sexualmente hablando. Entretanto, la conducta social de Lemkin resalta como un tanto decidida en exceso, hasta febril, en el previo de los juicios de Nuremberg, cuando apremia acerca de la necesidad de que se reconozca el genocidio como crimen dominante de los nazis, algo que precede a la guerra misma. En un pasaje fascinante, Sands confiesa que la sospecha de Lauterpacht respecto a ello ha aparecido como algo justificado en juicios más recientes por genocidio, cuando la necesidad de demostrar solidaridad con las víctimas y activar una identidad de grupo ha reforzado a veces los errores y ha convertido la reconciliación política en algo casi imposible.
Junto a su abuelo “de sangre”, Leon, los otros dos judíos de Lwów, Lauterpacht y Lemkin, se convierten para Sands en una suerte de manto profesional de abuelos. Escruta detenidamente lo que llama la “mugre de las evidencias” con tanta diligencia como en el caso de su familia. Sands demuestra celo de abogado en las pruebas, adentrándose en un trabajo de detective de largo alcance y cribando lo que encuentra con magistral inquisición forense. Puede conjurar mágicamente historias completas de heroísmo en tiempos de guerra sacadas de direcciones de ocho décadas atrás. O bien, persiguiendo la pista de una foto desvaída, puede desenterrar posibles abuelos alternativos y relaciones ilícitas solo verificables con una prueba de ADN.
A veces, la pura energía de su ojo inquisitivo sugiere que está dispuesto a juzgar de nuevo una vez más a los perpetradores del Holocausto, no tanto por rabia o rectitud sino porque la evidencia de sus crímenes resulta tan abrumadora. En Treblinka, el campo de la muerte que los nazis trataron de sepultar, ve la impronta del Gobierno general de Frank, que tenía jurisdicción sobre Lemberg, así como sobre Treblinka, junto al comandante del campo, Franz Stangl. Es “una señal negra, indeleble y definitiva respecto al asunto de la responsabilidad”.
El retrato que hace Sands de Frank, el abogado que siguió el mal camino, y su juicio en Nuremberg, ofrecen el potente hilo final de este relato. El hijo de Frank, Niklas, trabó amistad con Sands durante la investigación, y junto a Horst, hijo de Otto Von Wächter – gobernador de Galicia y por tanto el hombre inmediatamente a cargo de la solución final en Lemberg – fue tema de la película de Sands, My Nazi Legacy.
East West Street constituye un volumen memorial de excepción. De paso, subraya que fueron abogados judíos, hombres con experiencia directa de la persecución, los que pusieron los cimientos del Derecho humanitario. Acaso Sands se haya inspirado en ese gran erudito e historiador, Yosef Yerushalmi, que preguntaba conmovedoramente: “¿Es posible que el antónimo de ‘olvidar’ no sea ‘recordar’, sino justicia?”
The Guardian, 22 de mayo de 2016
http://www.sinpermiso.info/textos/lemberg-fuente-del-derecho-internacional-la-ciudad-que-invento-la-verdad-dossier
Lisa Appignanesi (1946), escritora, novelista, profesora de Literatura, crítico y activista por la libertad de expresión, preside la Royal Society of Literature.
El 20 de noviembre de 1945, exactamente diez infernales años después de que las Leyes de Nuremberg de los nazis hubieran instituido la legalidad del antisemitismo – despojando a los judíos de su ciudadanía, derechos, propiedad y, finalmente, de su vida – la antigua ciudad bávara albergó los juicios por crímenes de guerra que dieron nacimiento al moderno sistema de justicia internacional.
Por primera vez en la historia, se procesó a líderes nacionales por sus hechos homicidas ante un tribunal internacional. Hermann Göring y otros destacados nazis como el “carnicero de Polonia”, Hans Frank, preeminente asesor legal de Hitler y cabeza del “Gobierno general” de la Polonia ocupada, afrontaron su último juicio. Allí fue también donde los conceptos de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”, tan centrales para la vida contemporánea, tuvieron su primera aparición en una sala de vistas.
Philippe Sands comienza en Nuremberg este libro importante y atractivo. El juicio de Frank le dota de su momento culminante. No resultará una sorpresa que Sands sea un destacado abogado de derechos humanos que participó en el juicio para la extradición de Pinochet, así como en muchos casos claves que llegaron hasta el Tribunal Penal Internacional. La sorpresa es que incluso rastreando las complejidades de la ley, la escritura de Sands mantiene la intriga, el ímpetu y la densidad material de una novela de suspense de primera.
Pero, al cabo, no se trata únicamente de la historia de los juicios de Nuremberg y de las leyes sobre derechos humanos inscritas en el mapa global. Un hilo del libro, y acaso el que lo provoca, es una memoria familiar que desentierra la vida del abuelo materno de Sands, bastante taciturno, Leon Buchholz, y de su esposa Rita. De niño, y luego ya de joven, Philippe visitaba a sus abuelos en París, donde vivían. Nunca supo mucho de su historia, salvo que se trataba de judíos que procedían, en el caso de Leon, de Lemberg, y en el de Rita, de Viena. Los lúgubres años de la guerra, la pérdida de progenitores y parientes en los campos de la muerte, o el penoso periodo anterior a la guerra, rara vez se mencionaban.
La madre de Sands nació también en Viena. Luego, misteriosamente, la trajeron a París, siendo una niña, en el verano de 1939 para reunirse con su padre, mientras su madre se quedaba en una ciudad que suponía ya un riesgo para los judíos. Las razones de esta separación no le quedaban claras a nadie cuando Philippe empezó a hacer preguntas. .
Su relato insinúa que su primera curiosidad acerca de estos asuntos del pasado cristalizó solo cuando le llegó una invitación pidiéndole que diera una conferencia sobre derechos humanos en la ciudad de Lviv. Dependiendo del punto de la historia y los desplazamientos de las regiones de precarias fronteras de Europa oriental, Lviv es una de esas ciudades cuyo nombre se metamorfosea fácilmente en Lwów o Lemberg. Avanzadilla oriental del imperio de los Habsburgo en la región de Galicia, esquina occidental de Rusia, orgullosa ciudad de la Ucrania de breve independencia, luego de Polonia, luego de Rusia, luego de Alemania y vuelta otra vez, la única constante de Lwów hasta los terrores de la II Guerra Mundial era su considerable población judía, de unas cien mil personas.
Entre ellos se contaban dos brillantes pensadores jurídicos cuyas vidas ofrecen otras hebras del relato entretejido por Sands. Hersch Lauterpacht, profesor de Derecho Internacional, y abogado ya de derechos humanos en la década de 1920 y 1930, creció en Lwów, no lejos de la misma familia Buchholz de Sands. Es esta la “Calle Este Oeste” de su título.
Ahuyentado por uno de los estallidos regulares de antisemitismo (el barrio hebreo fue incendiado en 1918) y la imposibilidad como judío de presentarse a los exámenes de Derecho, Lauterpacht se marchó a Viena en 1919. Esa ciudad era sólo ligeramente menos alérgica a los judíos en los años inmediatamente posteriores a la I Guerra Mundial, y pronto él y su nueva esposa viajaron a Inglaterra y a la London School of Economics. La tesis doctoral de Lauterpacht ya había puesto los cimientos de las obligaciones internacionales que refrenarían el poder que el Estado tenía sobre los individuos. Acabaría aceptando un puesto en Cambridge, donde su hijo, Sir Elihu Lauterpacht, sería un día profesor de Philippe Sands. Lauterpacht incluyó la acusación de “crímenes contra la humanidad” – es decir, actos homicidas contra individuos por parte del Estado, con bastante frecuencia contra sus propios ciudadanos – en los juicios de Nuremberg y preparó una parte substancial de las alocuciones de Sir Hartley Shawcross, el fiscal jefe británico.
Al igual que Lauterpacht, Raphael Lemkin estudió también en la Facultad de Derecho de Lwów. Se convirtió en un significado fiscal polaco antes de que los acontecimientos le obligaran a marcharse a los EE.UU. Fueron su pensamiento y sus presiones sobre el equipo legal norteamericano las que pusieron en movimiento el delito de genocidio – crímenes contra una raza o un grupo sobre la base de su identidad – en Nuremberg, y en 1948 vio cómo lo adoptaba la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Aunque el genocidio se ha convertido en nuestra época de derechos humanos en el crimen de los crímenes en los tribunales internacionales, Sands se mantiene un poco receloso frente Lemkin. Evoca una vida personal que es, si acaso, un poco turbia, sexualmente hablando. Entretanto, la conducta social de Lemkin resalta como un tanto decidida en exceso, hasta febril, en el previo de los juicios de Nuremberg, cuando apremia acerca de la necesidad de que se reconozca el genocidio como crimen dominante de los nazis, algo que precede a la guerra misma. En un pasaje fascinante, Sands confiesa que la sospecha de Lauterpacht respecto a ello ha aparecido como algo justificado en juicios más recientes por genocidio, cuando la necesidad de demostrar solidaridad con las víctimas y activar una identidad de grupo ha reforzado a veces los errores y ha convertido la reconciliación política en algo casi imposible.
Junto a su abuelo “de sangre”, Leon, los otros dos judíos de Lwów, Lauterpacht y Lemkin, se convierten para Sands en una suerte de manto profesional de abuelos. Escruta detenidamente lo que llama la “mugre de las evidencias” con tanta diligencia como en el caso de su familia. Sands demuestra celo de abogado en las pruebas, adentrándose en un trabajo de detective de largo alcance y cribando lo que encuentra con magistral inquisición forense. Puede conjurar mágicamente historias completas de heroísmo en tiempos de guerra sacadas de direcciones de ocho décadas atrás. O bien, persiguiendo la pista de una foto desvaída, puede desenterrar posibles abuelos alternativos y relaciones ilícitas solo verificables con una prueba de ADN.
A veces, la pura energía de su ojo inquisitivo sugiere que está dispuesto a juzgar de nuevo una vez más a los perpetradores del Holocausto, no tanto por rabia o rectitud sino porque la evidencia de sus crímenes resulta tan abrumadora. En Treblinka, el campo de la muerte que los nazis trataron de sepultar, ve la impronta del Gobierno general de Frank, que tenía jurisdicción sobre Lemberg, así como sobre Treblinka, junto al comandante del campo, Franz Stangl. Es “una señal negra, indeleble y definitiva respecto al asunto de la responsabilidad”.
El retrato que hace Sands de Frank, el abogado que siguió el mal camino, y su juicio en Nuremberg, ofrecen el potente hilo final de este relato. El hijo de Frank, Niklas, trabó amistad con Sands durante la investigación, y junto a Horst, hijo de Otto Von Wächter – gobernador de Galicia y por tanto el hombre inmediatamente a cargo de la solución final en Lemberg – fue tema de la película de Sands, My Nazi Legacy.
East West Street constituye un volumen memorial de excepción. De paso, subraya que fueron abogados judíos, hombres con experiencia directa de la persecución, los que pusieron los cimientos del Derecho humanitario. Acaso Sands se haya inspirado en ese gran erudito e historiador, Yosef Yerushalmi, que preguntaba conmovedoramente: “¿Es posible que el antónimo de ‘olvidar’ no sea ‘recordar’, sino justicia?”
The Guardian, 22 de mayo de 2016
http://www.sinpermiso.info/textos/lemberg-fuente-del-derecho-internacional-la-ciudad-que-invento-la-verdad-dossier
Lisa Appignanesi (1946), escritora, novelista, profesora de Literatura, crítico y activista por la libertad de expresión, preside la Royal Society of Literature.
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