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Nadie parece inquietarse porque ignoremos demasiadas cosas. Quiénes son, por ejemplo, los propietarios de esas fantasmales agencias de calificación que funcionan como una mafia universal. Por qué no tienen un portavoz que dé la cara y responda a preguntas. A qué intereses obedecen, aparte de fortalecer el dólar en detrimento del euro, un objetivo que, a estas alturas, es ya meridiano hasta para quienes carecemos de mentalidad conspirativa. Y por qué, mientras las reivindicaciones de los trabajadores se presentan como el colmo del egoísmo insensato, no se plantean medidas de control frente al calculado, rentable pánico de los especuladores.
En los últimos días, he escuchado pronunciar el venerable nombre de Grecia con tal desprecio, que demasiadas veces, y en muchos idiomas distintos, ha evocado en mis oídos el acento de Adolf Hitler. Y no he podido evitar que un profundo prejuicio racista arraigue en mí. Sí, lo confieso. Si algún día caigo fulminada en plena calle con un bebé entre los brazos, siempre se lo confiaré antes a un sindicalista griego que a un financiero anglosajón. Vivirá peor, pero su espíritu permanecerá a salvo de la despiadada crueldad de los cínicos. (ALMUDENA GRANDES El País 10/05/2010).
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