En épocas de crisis formidables, una cosa importante es no permitir que se desvíe la atención de los ciudadanos de los problemas realmente decisivos y de los cambios que van decidiendo los responsables políticos y económicos, muy dispuestos siempre a mantenernos ocupados con problemas generales, mientras pasan por delante, sin que los veamos, los agobios concretos que habría que atacar inmediatamente.
Por ejemplo, los ciudadanos hablamos frecuentemente del fraude fiscal, refiriéndonos al dentista o al fontanero que cobra sin facturar el IVA, al artista o deportista que se ha domiciliado en un paraíso fiscal. Todos ellos merecen el reproche social, la persecución de Hacienda y las multas que correspondan. Pero donde está el verdadero fraude no es en ese grupo de defraudadores, sino en las redes de sociedades que montan a su vez decenas de firmas instrumentales, “pantallas” gracias a las cuales se evitan pagar miles de millones de euros en IVA. Es el llamado “fraude carrusel”, que no se detecta sino con difíciles investigaciones, y cuyas dimensiones actuales deberían provocar mucha más alarma social que el artista de turno. El 76% del fraude, aseguraba hace poco un representante del Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda, está en empresas que facturan más de seis millones de euros.
El problema es que en España no existe ningún estudio oficial sobre el volumen actual del fraude. Con el pretexto de que son cálculos difíciles de realizar y, un argumento todavía más infame, que los resultados solo sirven para desmoralizar al contribuyente cumplidor, hace ya muchos años que se decidió que el Instituto de Estudios Fiscales (IEF) abandonara ese campo. El diputado de Izquierda Unida Alberto Garzón ha presentado una proposición no de ley para que se vuelva a encargar al IEF una estimación, revisable cada dos años, y muchas voces en la Comisión Europea quieren que el Gobierno español esté obligado a proporcionar algunos datos.
De momento, solo es posible moverse con cifras imprecisas. El último estudio no oficial de unos investigadores del IEF hablaba de un 21% de economía sumergida, y la Fundación de las Cajas de Ahorro llegó a estimar un 24%. Un dato interesante, según el Barómetro del Instituto de Estudios Fiscales, es que el 82,5% de los españoles cree que existe “mucho fraude” y que el 67% piensa que ha aumentado en los últimos años.
La economía sumergida puede pues oscilar en España entre el 20% y el 25%, mientras que la media europea ronda el 13%. Si esas cifras fueran ciertas, significaría, según explica el inspector de Hacienda José María Peláez en el Libro Marrón del Círculo de Empresarios, que en España se dejan de ingresar cada año unos 70.000 millones de euros. Cifras de ese volumen no las provoca el fontanero.
El Plan Anual de Control Tributario y Aduanero 2012, hecho público esta semana, subraya, con razón, que en este contexto de crecimiento negativo del PIB y de déficit en las cuentas públicas, la lucha contra el fraude cobra nueva importancia. Para hacerse una idea, basta un dato aportado por un estudio de la Universidad Pública de Navarra: un punto de reducción en el fraude fiscal podría traducirse en dos puntos de aumento en el empleo.
Sucede que una cosa es enumerar las auténticas áreas de riesgo y otra disponer de los medios y de la voluntad para vigilarlas. En España hay pocos inspectores dedicados a la investigación de grandes redes de fraude. Poca rapidez en la re..
leer todo el artículo de Soledad Gallego-Diaz en El País aquí.
lunes, 5 de marzo de 2012
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