Nadie duda de que algo no anda bien en el capitalismo actual, pero las soluciones varían, desde las clásicas de la izquierda revolucionaria hasta las adscriptas al llamado "fundamentalismo del mercado" (que estiman que el problema es que no se ha llegado a la tierra prometida del libre mercado).
En el Reino Unido una novedosa respuesta para los crecientes problemas del capitalismo real es la de dar "todo el poder a los accionistas".
Comparado con la "imaginación al poder" de París de mayo del '68 o la rebelión de los países árabes, la consigna suena entre esotérica y anodina, pero los periódicos británicos no dudan en calificarla de una revolución que está devolviendo el poder de las compañías a sus dueños reales.
Desde principios de año, los accionistas han forzado la salida o el anulamiento de pagos extraordinarios a los directores de las compañías, cuyos salarios estratosféricos y bonificaciones extraordinarias hace rato escandalizan a una sociedad asfixiada por un duro programa de austeridad fiscal.
Desde la aseguradora Aviva al gigante de la publicidad WPP, de la gasífera Centrica a la corporación mediática Trinity Mirror o el banco Citigroup, los directores ejecutivos han visto rechazados sus paquetes remunerativos o han perdido su puesto.
"No es una cosa pasajera. Hay una revolución cultural en juego", se entusiasma el editor del periódico financiero City A.M.
El mismo ministro de Industria, el liberal Vince Cable, lo alentó desde el gobierno como un signo saludable. "Se trata de una reacción a las cosas extremas que hemos vivido. Hemos visto ridículos incrementos salariales que no tienen ninguna relación con el desempeño de la compañía", dijo Cable.
Marx visita Londres
El primer resultado de esta revolución es que se ha recortado el poder de las grandes figuras del mundo corporativo, los famosos CEO (chief executive officers, o directores ejecutivos).
Este poder se basa en un pilar del capitalismo moderno.
Hasta el siglo XIX, el dueño de la compañía era el director de la misma. El fundador de una firma invertía hasta la camiseta y podía perder la libertad en el camino.
En efecto, si la compañía caía en bancarrota y no podían honrar sus deudas, los dueños podían terminar en la prisión de deudores. Dado el peligro, había que ser audaz o tener una insaciable sed de oro para invertir en un negocio.
Todo esto cambió con la creación en el siglo XIX de la Sociedad de Responsabilidad Limitada. Con este tipo de sociedad los inversores solo se hacían responsables de lo que invertían.
Adam Smith, padre de la economía moderna y del credo del mercado libre, se había opuesto fervientemente a este tipo de sociedad.
"Si los directores no son los dueños de la compañía no van a velar con el mismo celo por un dinero que no es suyo", escribió Adam Smith en su texto clave, "La riqueza de las naciones".
La historia no le hizo caso.
Entre 1844 y 1870 Europa y Estados Unidos adoptaron este nuevo tipo de sociedad que revolucionó la maquinaria capitalista.
Librada de las cadenas del miedo, la inversión fue uno de los motores del gran salto que dio el capitalismo a partir de mediados de siglo XIX y de su gigantesca expansión en términos de inversión extranjera (ferrocarriles, etc.)
Curiosamente Karl Marx, ese archienemigo del capitalismo, vio con claridad que este tipo de sociedad liberaría las fuerzas productivas, definiéndola como "el más alto nivel de desarrollo de la producción capitalista".
La cuestión de la "performance"
Una extraordinaria anormalidad de las compañías en la última década era que los ejecutivos siempre ganaban más.
El desempeño de la compañía – sus ganancias, su cotización bursátil – tenía un impacto muy relativo en sus salarios: la única diferencia era que a veces los paquetes remunerativos subían más y otras un poco menos.
El mantra justificatorio era que se necesitaba atraer talento a la dirección de la compañía "pagando su valor en el mercado".
Esta anomalía llegó a su punto máximo cuando después del estallido financiero de 2008 los ejecutivos y corredores de bolsa de las entidades financieras cobraron enormes bonificaciones a pesar de que eran los responsables de la crisis no solo de sus compañías sino de la economía global.
La revolución de los accionistas ha comenzado a rectificar esto. El 17 de abril los accionistas rechazaron los US$15 millones que el Citigroup planeaba pagar a su CEO Vikram Pandit: el valor bursátil de la compañía había caído en un 44%.
A Johan du Toit, CEO de la minera General Rand Gold, lo forzaron a renunciar tres días más tarde. Lo mismo sucedió con la CEO del Trinity Mirror, Sly Bailey, a principios de mayo.
Los casos se han sucedido a velocidad vertiginosa: el último es la virtual reestructuración de la aseguradora Aviva este julio.
La premisa subyacente de los titulares periodísticos es que la "revolución de los accionistas" va a allanar el camino a una mayor racionalidad corporativa a la hora de reflejar el desempeño de una compañía y los intereses de la sociedad en su conjunto.
Lo que no le dijeron sobre el capitalismo
La idea de que el interés de los accionistas es equivalente al de la compañía tuvo su origen en los '80 con el concepto de "maximización del valor de los accionistas".
Este concepto, acuñado por el director de la General Electric Jack Welsh, definía la labor de los ejecutivos como la "maximización de la ganancia de los accionistas".
Ha-Joon Chang califica a esta hegemonía de los accionistas de cortoplacista.
Esta maximización se conseguía mediante una contínua reducción de costos y una redistribución de ganancias como dividendos. La ganancia de los accionistas venía a ser el certificado de salud de una compañía.
Un economista estadounidense, William Lazonick, analizó esta lógica en el caso de General Motors (GM), ese símbolo del capitalismo que debió ser rescatado por el estado en 2009.
Según Lazonick si GM no hubiera gastado más de US$20.000 millones en conseguir esta maximización, la compañía no habría necesitado un rescate por US$35.000 millones.
El autor de "23 cosas que no le dijeron del capitalismo", el economista surcoreano y profesor de Cambridge, Ha-Joon Chang, califica a esta hegemonía de los accionistas de cortoplacista.
Según Ha-Joon Chang tiene un impacto negativo en la fuerza laboral –recorte de salarios y derechos laborales-, en las ganancias de los proveedores y en la sociedad en su conjunto.
"En realidad no solo es ineficiente para la economía sino para la misma compañía. El único interés que cuenta es la maximización de ganancias a corto plazo de unos accionistas que pueden desvincularse de la compañía vendiendo sus acciones en cualquier momento.
Como el mismo Jack Welch confesó recientemente, es la idea más tonta del planeta", señala en el libro el economista surcoreano. Ver en BBC.
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