Desde hace ya al menos tres decenios se viene detectando, en todos los países democráticos, una tendencia de ambigua evaluación: aumenta la proporción de ciudadanos que expresan su desconfianza respecto de las instituciones sociales, y muy especialmente respecto de las más directamente relacionadas con la gestión de los asuntos colectivos. En la medida en que las instituciones representan los pilares básicos que articulan la vida social, esta pauta (con el correlativo ensalzamiento de lo no institucional o antiinstitucional) puede resultar inquietante. Pero si se tiene en cuenta que el fenómeno se registra fundamentalmente en democracias maduras y muy consolidadas, con ciudadanos cada vez más informados, críticos y exigentes, esta pauta no solo parece esperable, sino incluso positiva.
Pese a la actual crisis, ya en su quinto año triunfal, nuestro estado de ánimo colectivo dista mucho de parecer tocado por el “efecto cambalache”: que al igual que en las vitrinas —siempre irrespetuosas— de ese tipo de tienda, la vida se aparezca mezclada sin rango ni jerarquía alguno, propiciando la sensación de que ya todo es igual y nada es mejor. La realidad es muy otra: nuestra ciudadanía sigue mostrándose capaz de discernir con claridad y sereno juicio qué es lo que en nuestra sociedad funciona bien y qué es lo que funciona mal. Ni todo le parece lo mismo, ni todo le merece el mismo juicio.
El cuadro que acompaña a estas líneas recoge los resultados de la tercera oleada del Barómetro de Confianza Institucional que periódicamente, y desde hace ahora un año, lleva a cabo Metroscopia. Se trata de un intento de captar de forma recurrente el juicio que al español medio merece una selección de grupos sociales, figuras públicas e instituciones de todo tipo. Lo primero que llama la atención es que los ámbitos institucionales que, por su desempeño profesional, obtienen los mayores niveles de aprobación resultan ser precisamente los que se están viendo más castigados por los recortes en el dinero público: es el caso de los científicos, de la enseñanza pública, de la Universidad o de la sanidad pública. En cambio, las instituciones financieras en general, que aparecen en el penúltimo lugar de la tabla, con un espectacular saldo de -78 puntos, son las que —siempre en bloque— han recibido mayores aportaciones públicas. Por comprensible que pueda ser esto desde un punto de vista general, no por ello escuece menos a la ciudadanía, lo que explica que un 64% esté a favor de dejar quebrar a aquellos bancos que por su mala gestión se encuentren en graves dificultades para sobrevivir.
Merece en esta ocasión destacarse la presencia de las pymes en este máximo nivel del aprecio ciudadano. En oleadas anteriores aparecían ya bien evaluadas en lugares intermedios de la tabla: la profundización de la crisis y su especial impacto en este concreto sector empresarial (el que más empleo da) explica sin duda su creciente —y ahora ya máxima— buena imagen.
La Corona (personificada por el Rey y por el Príncipe de Asturias) registra, por primera vez, una inversión en la evaluación ciudadana: el príncipe Felipe (con un saldo de +29) queda por encima del actual jefe de Estado (+15). La amplia aprobación ciudadana a la forma en que desarrolla sus funciones el llamado a ser su sucesor, que no solo se consolida sino que incluso, lentamente, se amplía, es una buena noticia sin duda para todos cuantos pudieran sentir inquietud por el grado de apoyo popular a nuestra actual forma de Estado.
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