Eric Hobsbawm
Traducido por José Ragás.
Nota del traductor:
Aun cuando sabíamos que el historiador británico se encontraba mal de salud y que sus 91 años escondían un dinamismo que nos hacía pensar que podía vivir por más tiempo, la muerte de Eric Hobsbawm en octubre de 2012 nos sorprendió como algo inesperado. Y la ausencia de Hobsbawm se comenzó a hacer más notoria ya que se trataba de un académico que no solo había expandido sino dinamitado las convenciones asociadas comúnmente a los profesionales del pasado que trabajan desde un ámbito académico.
En primer lugar, fue el historiador que más vigencia y alcance tuvo. Ningún otro historiador ha tenido una presencia tan amplia geográfica o temporal, y que haya sido leído indistintamente por el hombre de la calle o por un presidente como Lula, de Brasil, que recomendaba sus obras de manera entusiasta. Asimismo, Hobsbawm se mantuvo siempre en pleno ejercicio académico, no solo escribiendo sino dando entrevistas sobre temas de actualidad, aun cuando su movilidad física era limitada debido a su avanzada edad. En segundo lugar, la mirada amplia de Hobsbawm consideraba el pasado como una unidad integral de la experiencia humana, de la cual no podían excluirse ni la cultura ni otros fenómenos. Aun siendo marxista, Hobsbawm era lo bastante hábil para no reducir la historia a solo lo político y económico. Este interés por la cultura provenía de muy atrás, cuando fue crítico de jazz para la revista New Statesman, un gusto que se puede apreciar en obras como Age of Extremes, Uncommon People y The Jazz Scene.
Ambas características, entre muchas otras que hicieron de él una de las figuras más importantes del siglo que terminó, vuelven a acompañarnos en Fractured Times. Culture and Society in the 20th Century (2013). Se trata de una colección de ensayos que Hobsbawm había dejados listos poco antes de morir y que ahora aparecen bajo la forma de libro. A juzgar por los adelantos que han aparecido en la web y las reseñas en la prensa, se trata de una de las mejores obras del historiador británico. Hemos traducido el “Prefacio” completo, que explica el propósito del libro y los ensayos que lo integran.
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Para continuar leyendo fragmentos de Fractured Times, se puede acceder a la página de Amazon.com, de donde hemos tomado la versión original del “Preface”. Otros historiadores han escrito reseñas sobre el libro, como Richard Evans y Mark Mazower.
Agradezco a Carlos Aguirre, con quien compartimos la misma pasión por los historiadores marxistas británicos, por haberme avisado de la aparición del libro de EH.
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“Prefacio”. De: Eric Hobsbawm, Fractured Times. Culture and Society in the 20th Century (2013)
Este es un libro que aborda lo que le ocurrió al arte y la cultura de la sociedad burguesa luego de que aquella sociedad se desvaneciera, para no regresar, luego de 1914. Aborda un solo aspecto de dicho cambio en el que la humanidad ha estado viviendo desde la Edad Media y que terminó abruptamente en la década de 1950 para el 80% del planeta, y sobre los años 1960s, cuando las reglas y convenciones que habían gobernado las relaciones humanas se fueron destejiendo. Por ello es un libro sobre una época en la historia que ha perdido su orientación, y en la que durante los primeros años del nuevo milenio mira hacia delante de un modo más problemático de lo que yo recuerde durante mi propia vida, sin ningún tipo de guía ni mapa, hacia un futuro irreconocible. Habiendo escrito de cuando en cuando como un historiador sobre la curiosa intersección entre la realidad social y el arte, me encontré hacia el fin del siglo pasado siendo interrogado para hablar acerca del tema por el organizador del Festival Salzburg que se realiza cada año, un notable sobreviviendo de “The World of Yesterday”, de Stefan Zweig, con quien compartía más vínculos. Las conferencias en Salzburg conforman el punto de partida del presente libro, escrito entre 1964 y 2012. Más de la mitad de su contenido es inédito, al menos en inglés.
Comienza con una increíble algarabía (fanfare) por los manifiestos del siglo XX. Los capítulos 2 al 5 son reflexiones realistas sobre la situación del arte al iniciar el nuevo milenio. Estos no pueden ser comprendidos a menos que nos sumerjamos de vuelta en el mundo del ayer. Los capítulos 6 al 12 tratan precisamente sobre este mundo, moldeado principalmente en el siglo XIX europeo, que creó los cánones de los “clásicos”, en música, ópera, ballet y drama, pero que se extendió a otros países con el lenguaje básico de una literatura moderna. Mis casos han sido tomados de aquellas regiones que conforman mi propio background cultural –geográficamente, Europa central; lingüísticamente, Alemania– pero también prestan atención al importante “verano indio” (Indian summer) o la belle époque de la cultura previa a 1914. La sección concluye con una consideración sobre su legado.
Pocas páginas son más cercanas hoy que la descripción profética de Karl Marx acerca de las consecuencias sociales y económicas de la industrialización capitalista en Occidente. Pero a medida que el capitalismo europeo establecía su dominio en el siglo XIX sobre el planeta, destinado a transformarlo por medio de la conquista, la superioridad técnica y la globalización de su economía, también llevaba consigo un valioso cargamento de creencias y valores, que lo hacía asumirse como superior a otros. Llamemos a esta la “civilización burguesa europea” que nunca se recuperó de la Primera Guerra Mundial. Las artes y ciencias constituyeron el centro de estas creencias en tanto progreso y educación esta confiada forma de ver el mundo, así como el núcleo espiritual que reemplazaría a la religión tradicional. Nací y me crié en esta “civilización burguesa”, dramáticamente simbolizada por el gran anillo de edificios públicos de mediados de siglo que rodeaban el imperial y medieval centro de Viena: la Bolsa de Valores, la universidad, el Burtheater, el monumental City Hall, el Parlamento, los titánicos museos de historia del arte e historia natural mirándose uno al otro y, por supuesto, el centro de toda ciudad burguesa que se respete a sí misma: la ópera. Estos eran los lugares donde la “gente cultivada” rendía culto ante los altares de la cultura y el arte. Una iglesia decimonónica se añadía al paisaje solo como una concesión tardía al vínculo entre la Iglesia y el emperador.
Novedosa como era en sí, esta escena cultural estaba fuertemente enraizada en la antigua cultura real, principesca y eclesiástica previa a la Revolución Francesa, es decir, en un mundo de poder y extrema riqueza, los mecenas por excelencia de las bellas artes y las exposiciones. Esta aun sobrevive en gran medida a través de la asociación entre prestigio tradicional y poder financiero, exhibida de manera pública, pero no respaldada por su socialmente aceptada aura de nacimiento o autoridad espiritual. Ello podría explicar por qué ha sobrevivido al relativo declive de Europa para permanecer como la expresión más visible en el mundo de una cultura que combina poder y libre gasto con prestigio social. En este sentido, las bellas artes, como la champagne, mantienen su eurocentrismo incluso en un mundo globalizado.
Esta sección del libro concluye con algunas reflexiones sobre la herencia de este periodo y los problemas que enfrenta.
Cómo pudo el siglo XX enfrentar la ruptura de la sociedad burguesa tradicional y los valores que la mantenían unida? Este es el tema de los ocho capítulos de la tercera sección del libro, un conjunto de reacciones intelectuales y contra-intelectuales al final de una era. Entre otros temas, se incluye el impacto de las ciencias en el siglo XX en una civilización que, aun devota del progreso, no las entendía y estaba debilitada por aquellas; la curiosa dialéctica de la religión pública en una era de acelerada secularización, y de artes que habían perdido sus viejas direcciones y que había fallado en encontrar nuevas, ya sea mediante su propia búsqueda “modernista” o “avant-garde” o mediante la alianza con el poder o, finalmente, por medio de una sumisión con resentimiento y desilusionada al mercado.
¿Qué le salió mal a la civilización burguesa? Esta se basaba en un modo de producción que buscaba transformarlo todo, incluso si ello implicaba destruir, mientras que sus operaciones, instituciones, y valores políticos estaban diseñados para una minoría, que podía y quería expandirse, sin embargo. Era (y lo sigue siendo) meritocrática, lo que significa que no era ni igualitaria ni democrática. Hasta fines del siglo XIX la “burguesía” o la clase alta todavía hacía referencia a grupos reducidos de personas. En 1875 solo 100,000 niños iban a la escuela secundaria en Alemania y muy pocos llegaban al examen final, el Abitur. Un número no mayor de 16,000 estudiaba en las universidades. Incluso en la víspera de la Segunda Guerra Mundial, Alemania, Francia y Gran Bretaña, tres de los países más extensos, desarrollados y con un mayor índice de educación, con un total de 150 millones de personas, tenían apenas 150,000 estudiantes universitarios, el equivalente al 1% de la suma de sus poblaciones. La formidable expansión de la educación secundaria y, sobre todo, de la educación universitaria después de 1945 multiplicó el número de las personas educadas.
Es obvio que el sistema ha sido amenazado por la gran mayoría que se encontraba al exterior de estas elites. Estas podrían mirar adelante a una sociedad progresista pero igualitaria y democrática sin o posterior al capitalismo como los socialistas, pero adoptaron muchos de los valores de la modernidad “burguesa” y no brindaron ninguna alternativa específica. En realidad, el objeto de los militantes social-demócratas “políticamente concientes” fue de brindar al trabajador acceso libre a estos valores mientras las autoridades socialistas se los brindaban. Paradójicamente el desarrollo genuino de una cultura subalterna, como el mundo del fútbol profesional y su audiencia, eran aptos para ser vistos como políticamente irrelevantes y una diversión inmadura. Hasta donde sé, la inusual pasión por el fútbol del proletariado vienés en la Viena de mi niñez era asumida como algo natural, pero no tenía ninguna relación alguna con el vínculo pasional de los que votaban por el Partido Social Demócrata.
El argumento básico de los ensayos reunidos en este libro es que la lógica de que el desarrollo capitalista y la civilización burguesa estaban condenadas a destruir sus propios cimientos, una sociedad e instituciones manejadas por una élite minoritaria progresista, tolerada o quizás aprobada por una mayoría, que duró tanto como pudo garantizar la estabilidad, paz y orden público del sistema, así como satisfacer las modestas expectativas de los pobres. Pero estas élites no pudieron resistir la triple embestida de la revolución del siglo XX en ciencia y tecnología, que transformó viejos hábitos de consumo antes de destruirlas, de la sociedad de consumo generada por la explosión en el potencia de las economías occidentales, y la decisiva entrada de las masas en la escena política como clientes pero también como votantes. El siglo XX, o más precisamente su segunda mitad, fue la del hombre común occidental y, en menor medida, de la mujer. El siglo XXI ha globalizado dicho fenómeno. Y ha demostrado los defectos del sistema político identificando democracia con sufragio universal y gobierno representativo, especialmente porque la política y la estructura de gobierno ha permanecido inmune a la globalización y ha sido reforzada por la casi transformación universal del planeta en una colección de “estados-nación” soberanos. Asimismo, las clases dirigentes (o al menos hegemónicas), viejas y nuevas, no tienen idea de qué hacer o, de saberlo, carecen del poder necesario para actuar.
En el plano cultural, el siglo del hombre y mujer común ha sido más que positivo, aun cuando el público para la cultura refinada de la burguesía clásica se haya reducido a un nicho para los más ancianos, los snobs o los cazafortunas. Hacia 1960 la música clásica apenas proveía el 2% de las grabaciones, principalmente de obras grabados antes del siglo XX, y que nunca alcanzó un público significativo. De hecho, la combinación de nueva tecnología y consumo de masas no solo creó el paisaje cultural en el que vivimos sino que permitió su más grande logro artístico: las películas. De ahí la hegemonía de un democratizado Estados Unidos en la aldea global del siglo XX, su originalidad en nuevas formas de creación artística –en el estilo de escritura, música, teatro, combinando las tradiciones educadas y subalternas– pero también la escala de su poder para corromper. El desarrollo de sociedades en las cuales una economía tecno-industrial ha impregnado nuestras vidas de una producción cultural y experiencias de información que son universales, constantes y omnipresentes, de sonido, imagen, memoria, palabra, memoria y símbolos, en algo sin precedentes en nuestra historia. Ha transformado por completo nuestras formas de capturar la realidad y la producción artística, al derribar el status privilegiado del “arte” en la vieja sociedad burguesa, lo que significaba servir como medida del bien y el mal, y mensajeros de valores: lo verdadero, la belleza y la catarsis.
Ello puede seguir siendo válido para el público de Wigmore Hall, pero es incompatible con una sociedad de mercado dislocada, donde “mi satisfacción” es el único objeto de experiencia, incluso alcanzado. En la frase de Jeremy Bentham (o quizás John Stuart Mill), “una tachuela es tan buena como la poesía”. Evidentemente no lo es, tan solo porque no considera el alcance en el cual el solipsismo de una sociedad de consumo ha sido fundida con los rituales de una participación colectiva, tanto de manera oficial como no, y que han pasado a caracterizar nuestros estados-espectáculos y sociedad civil. Excepto que mientras la burguesía creía saber qué era la cultura (como lo señaló T.S. Eliot, “En la habitación la mujer entra y sale/hablando sobre Miguel Ángel”), nosotros carecemos de las palabras o conceptos para la naturaleza de la dimensión de nuestra experiencia. Incluso la pregunta: “¿Es esto arte?” es planteada por quienes se niegan a aceptar que los conceptos clásicos de la burguesía, cuidadosamente preservados en mausoleos, han dejado de existir. Esta alcanzó el final de su camino casi de la mano con la Primera Guerra Mundial, con Dada, el urinario de Marcel Duchamp y el cuadrado negro de Malevich. Por supuesto que el arte no terminó ahí, como se esperaba. Como tampoco llegó a su fin la sociedad en que “las artes” eran su parte integral. No obstante, no entenderemos o sabremos cómo lidiar con la presente marea creativa inundando el planeta con imágenes, sonidos y palabras, lo cual se ha vuelto incontrolable en el espacio y el ciberespacio.
Espero que el presente libro contribuya a dar claridad a esta discusión.
Fuente de la traducción:
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