Si en amplias capas de la sociedad se justifican los comportamientos recurriendo a justificaciones del tipo “así funcionan las cosas” y se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado
Al investigar los fundamentos de la ética en su Crítica de la razón práctica, Kant no pretendía ofrecer una serie de buenas prácticas y recomendaciones útiles: aspiraba a demostrar que la razón moral que habita el interior de toda persona seguía una ley central, del mismo modo que el movimiento de los astros cumplía la ley de la gravedad. Como es sabido, Kant expresó esa ley de la razón moral así: obra siempre de manera que puedas desear que tu comportamiento se convierta en legislación universal. En sus obras, Kant expuso distintos ejemplos de zonas grises morales, que proponía resolver determinando si sería posible una sociedad en la que todos se comportaran de esa manera. Aplicado ese método al pasado reciente de nuestro país, rendiría algo así como esto: cada vez que un líder político se rodeó de una guardia de fieles en vez de abrir su organización a los mejores; cada vez que un directivo tomó decisiones que ponían en juego irrazonablemente el futuro de su empresa, pensando en maximizar su bonus; cada vez que un analista no advirtió a sus jefes con suficiente insistencia del riesgo de una operación; todos ellos creían habitar en esa zona gris del realismo y de las justificaciones genéricas del tipo “así es como funcionan las cosas”. Por desgracia, la conclusión de la prueba de Kant está a la vista: si en amplias capas de la sociedad cunden esos comportamientos individuales, si se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado.
Esa confusión entre intereses propios, o de grupo, y el territorio moral de Kant, donde la razón de cualquier ser humano puede acceder al mismo conocimiento del bien, es intrínseca a la vida; pero ha resultado particularmente hipertrofiada por la desmesurada primacía ideológica que ha adquirido la economía y que se sintetiza en el principio de que debe hacerse “lo necesario y que funcione económicamente” —una solemne perogrullada con la que, por cierto, cualquiera hace de su capa un sayo—. A quienes siguen la actualidad se les endosan a diario multitud de cifras y estadísticas, y los líderes políticos apenas se dirigen a ellos más que usando lemas manidos (sobre competitividad, productividad, austeridad…); en cierto modo, la clase política está pagando ahora la penitencia por haberse presentado durante años como talismanes que dominaban los engranajes mágicos de la economía y a los que debíamos atribuir el crecimiento y las infraestructuras; súbitamente, “la economía” se ha transformado en una despiadada fuerza a la que se someten por responsabilidad. Bajo las formas de debates teóricos y medidas varias, lo que viene sucediendo desde 2010 en la UE es una gigantesca renegociación de deudas y garantías últimas de pago, destinada a evitar pánicos financieros en cadena como el que siguió a la caída de Lehman Brothers en Estados Unidos; con la diferencia de que, mientras de la crisis financiera norteamericana existe una investigación pública con múltiples testimonios ante el Congreso de EE UU, los europeos seguimos sin tener la menor idea de cómo fue posible que los Gobiernos griegos fueran sobrefinanciados temerariamente, o sobre por qué comenzó a llover dinero del cielo para empresas, bancos y familias de España en cierta época. A falta de que alguien sea responsable de algo, los españoles hemos ido aprendiendo a bofetadas que los mercados financieros funcionan con principios tan sencillos como aprovechar o inducir subidas de precios de activos (en especial allí donde detecten agentes incautos y asimetrías de información), con el objetivo de recoger beneficios y largarse justo antes de que los cambios del viento derriben el castillo de naipes.
Nadie sabe por qué fueron sobrefinanciados los gobiernos griegos tan temerariamente,...
Emilio Triguero. Seguir leyendo aquí en El País.
martes, 2 de abril de 2013
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