_- Glenn Greenwald
The Intercept
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Donald Trump publicó el martes pasado un comunicado en el que proclamaba que, a pesar de la indignación que sentía hacia el príncipe heredero saudí por el repugnante asesinato del periodista Jamal Khashoggi, “Estados Unidos tiene la intención de seguir siendo un socio incondicional de Arabia Saudí para garantizar los intereses de nuestro país, Israel y todos los demás socios en la región”. Para justificar su decisión, Trump alegaba el hecho de que “Arabia Saudí es la nación productora de petróleo más grande del mundo”, afirmando que “de los 450 mil millones de dólares [el plan saudí para invertir en compañías estadounidenses], 110 mil millones de dólares se gastarán en la compra de equipo militar de Boeing, Lockheed Martin, Raytheon y muchos otros grandes contratistas estadounidenses del sector de la defensa”.
Esta declaración generó de forma instantánea y predecible pomposas denuncias que pretenden que la postura de Trump supone una desviación y una grave violación de los valores estadounidenses y la política exterior de toda la vida, en lugar de lo que realmente es: un ejemplo perfecto - quizá con mayor franqueza que de costumbre- de cómo Estados Unidos se viene comportando en el mundo al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
La reacción fue tan intensa porque el cuento de hadas de que Estados Unidos defiende la libertad y los derechos humanos en el mundo es uno de los más omnipresentes y potentes de la propaganda occidental, del que echan mano las élites políticas y los medios de comunicación de EE. UU. para convencer no solo a la población estadounidense sino también a ellos mismos de su propia rectitud , al tiempo que se pasan décadas agasajando a los peores tiranos y déspotas del mundo con armas, dinero, inteligencia y protección diplomática para que lleven a cabo atrocidades de proporciones históricas.
Después de todo, si has trabajado en puestos de política exterior de alto nivel en Washington, o en las instituciones académicas que apoyan esas políticas , o en los medios de comunicación corporativos que veneran a aquellos que llegan a la cima de esas circunscripciones ( contratando cada vez más a esos funcionarios estatales de seguridad como analistas de noticias ), ¿cómo justificas ante ti mismo que sigues siendo una buena persona aunque armes, apoyes, empoderes y habilites a los peores monstruos, genocidios y tiranías del mundo?
Es sencillo: simulando que no haces nada de eso, que tales actos son contrarios a tu sistema de valores, que realmente trabajas para oponerte en lugar de proteger tales atrocidades, que eres un guerrero y un cruzado por la democracia, la libertad y los derechos humanos en todo el mundo.
Esa es la mentira que tienes que decirte a ti mismo: para que puedas mirarte en el espejo sin sentir repulsión de inmediato, para que puedas mostrar tu rostro en una sociedad decente sin sufrir el desprecio y el ostracismo que merecen tus acciones, para que puedas convencer a la población que gobiernas de que las bombas que lanzas y las armas con las que inundas el mundo están diseñadas para ayudar y proteger a las personas en lugar de para matarlas y oprimirlas.
Por eso resultaba tan necesario -hasta el punto de ser más un reflejo físico que una elección consciente- reaccionar ante la declaración de Trump sobre Arabia Saudí con furia y conmoción planificadas en lugar de admitir la verdad de que él simplemente reconocía con franqueza los principios fundamentales de la política exterior estadounidense de décadas. Quienes mintieron al público y a sí mismos al fingir que Trump ha hecho algo aberrante en lugar de algo completamente normal se implicaban tanto en un acto de supervivencia como en un engaño propagandístico, aunque ambos motivos estaban en gran medida en juego.
La página editorial del New York Times se puso a la cabeza de los indignados, como hace tan a menudo, con una pretenciosa y planificada indignación moral. “El presidente Trump confirmó el martes las caricaturas más duras dibujadas por las críticas más cínicas de Estados Unidos cuando describió sus objetivos centrales en el mundo jadeando en pos d el dinero y de sus estrechos intereses personales” , bramó el periódico, como si esta visión de los motivos de Estados Unidos fuera una especie de ficción hastiada inventada por los que odian a Estados Unidos en lugar de la única descripción honesta y racional de la despótica postura del país en el mundo durante la vida de cualquier ser humano vivo hoy.
Los escritores del editorial del periódico se sorprendían particularmente de que “la declaración reflejara el punto de vista del Sr. Trump de que todas las relaciones son transaccionales y que las consideraciones morales o de derechos humanos deben sacrificarse ante la burda comprensión de los intereses nacionales de Estados Unidos”. Creer, o pretender creer, que el Sr. Trump es pionero en la opinión de que EE. UU. está dispuesto y ansioso por sancionar el asesinato y el salvajismo de los regímenes con los que está más estrechamente alineado, siempre y cuando dicha barbarie sirva a los intereses de los EE. UU., implica una ignorancia histórica y/o una voluntad tan profunda de mentir a los propios lectores que no hay lenguaje humano capaz de expresar las profundidades de esos delirios. ¿La página editorial del New York Times ha oído hablar alguna vez de Henry Kissinger?
Tan extenso es el apoyo activo, constante y entusiasta por parte de EE. UU. hacia los peores monstruos y atrocidades del mundo, que citarlos de forma exhaustiva para demostrar el engaño ahistórico de la reacción de ayer ante la declaración de Trump requeriría un libro de varios volúmenes, no un mero artículo. Pero los ejemplos son tan vívidos y claros que citar solo unos pocos será suficiente para que el tema sea indiscutible.
En abril de este año murió el general Efraín Ríos Montt, el dictador de Guatemala durante la década de 1980. El obituario del New York Times mencionaba que había sido condenado por genocidio al “tratar de exterminar al grupo étnico Ixil, una comunidad indígena maya cuyas aldeas habían sido eliminadas por sus fuerzas”, explicando que “entre el grupo de comandantes que convirtieron Centroamérica en un campo de exterminio en la década de 1980, el general Ríos Montt fue uno de los más asesinos”. El obituario agregaba : “En sus primeros cinco meses en el poder, según Amnistía Internacional, los soldados mataron a más de 10.000 campesinos”.
El general genocida Ríos Montt fue el favorito del presidente Ronald Reagan, una de las figuras más parecidas a un santo laico que tiene Estados Unidos, cuyo nombre se da todavía a muchos monumentos e instituciones nacionales. Reagan no solo armó y financió a Ríos Montt, sino que lo elogió en mucha mayor medida que todo lo que Trump o Jared Kushner hayan dicho sobre el príncipe heredero de la corona saudí . Lou Cannon, del Washington Post , informó en 1982 que “en la Air Force One que regresaba a la base de la Fuerza Aérea Andrews [desde Sudamérica], [Reagan] dijo que a Ríos Montt ‘se le había estado calumniando’ y que en realidad ‘estaba totalmente dedicado a la democracia en Guatemala’”.
En una conferencia de prensa junto a ese asesino de masas, Reagan lo definió como “ un hombre de gran integridad personal y compromiso” que “quiere realmente mejorar la calidad de vida de todos los guatemaltecos y promover la justicia social”. ¿ Y qué pasaba con los desafortunados actos de masacre masiva contra campesinos guatemaltecos? Eso, dijo el presidente Reagan, estaba justificado, o al menos era comprensible, porque el general “se enfrentaba al desafío de guerrilleros armados que estaban apoyados por tipos de fuera de Guatemala”.
El énfasis puesto ayer por Trump en el valor de los saudíes al oponerse a Irán provocó una ira particular. Esa ira es extremadamente extraña, teniendo en cuenta que la fotografía icónica e infame de Donald Rumsfeld dándose la mano con Sadam Husein se tomó en 1983, cuando Rumsfeld fue enviado a Bagdad para proporcionar armas y otros dispositivos al régimen iraquí a fin de ayudarles a luchar contra Irán.
Ese viaje, señaló Al Jazeera cuando Estados Unidos invadió Iraq en 2003, se produjo mientras “Iraq estaba en guerra con Irán, utilizaba armas químicas y grandes sectores de la población iraquí sufrían abusos contra los derechos humanos”. Sin embargo, Estados Unidos “renovó la amistad (con Sadam) a través del enviado especial Rumsfeld” porque “Washington quería que la amistad con Iraq contuviera a Irán”, exactamente el razonamiento citado ayer por Trump para continuar las relaciones amistosas con Riad (los saudíes “han sido un gran aliado en nuestra muy importante lucha contra Irán”, dijo Trump).
En cuanto a los propios saudíes, llevan mucho tiempo cometiendo atrocidades parecidas o mucho peores que el asesinato de Khashoggi tanto dentro como fuera de sus fronteras, y su asociación con los presidentes de Estados Unidos no ha hecho sino florecer . Mientras los saudíes decapitaban disidentes y creaban la peor crisis humanitaria del planeta al masacrar a los civiles yemeníes sin piedad ni moderación, el presidente Obama no solo autorizó la venta de una cantidad récord de armas a los tiranos saudíes, sino que también interrumpió su visita a la India, la mayor democracia del mundo, donde estuvo dando conferencias sobre la importancia primordial de los derechos humanos y las libertades cívicas, para viajar después a Riad a reunirse con los principales líderes estadounidenses de ambos partidos políticos para rendir homenaje al asesino rey saudí que acababa de morir (solo en en el último mes de su presidencia , con miras a su legado, Obama restringió algunas ventas de armas a los saudíes después de permitir que esas armas fluyeran libremente durante dieciocho meses para destruir el Yemen).
El primer ministro del Reino Unido, David Cameron, quizás el único competidor a la altura de Obama a la hora de pavonearse con discursos sobre los derechos humanos al mismo tiempo que armaba a los peores violadores de los derechos humanos del mundo, ordenó de hecho que se colocaran las banderas del Reino Unido a media asta en honor del noble déspota saudí. Todo esto ocurría aproximadamente al mismo tiempo que Obama enviaba a sus principales funcionarios , incluido su Secretario de Defensa Robert Gates, a rendir homenaje a los gobernantes de Bahrein después de que ellos y los saudíes aplastaran un levantamiento ciudadano en busca de mayores libertades.
En 2012, el príncipe heredero de Bahrein, Salman bin Hamad Al Khalifa, fue a Washington -poco después de masacrar a sus propios ciudadanos que buscaban mayores libertades- y, en palabras de Foreign Policy, “se fue con las manos llenas de regalos del Departamento de Estado de EE. UU., que anunció nuevas ventas de armas a Bahrein”. ¿Cómo justificó todo esto el gobierno de Obama? Invocando exactamente el mismo razonamiento que Trump citó ayer por su continuo apoyo a los saudíes: aunque los Estados Unidos no aprobaran tal violencia perturbadora, sus “intereses de seguridad nacional” obligaban a darle un apoyo continuado. De Foreign Policy (cursiva agregada):
“El hijo del príncipe heredero acaba de graduarse de la American University, donde la familia gobernante de Bahrein donó recientemente varios millones para construir un nuevo edificio en la Escuela de Servicio Internacional de esa universidad. Pero mientras estaba en la ciudad, el príncipe heredero se reunió con una serie de altos funcionarios y líderes del Congreso de los Estados Unidos, incluido el vicepresidente Joe Biden, la secretaria de Estado Hillary Clinton, el secretario de Defensa Leon Panetta, el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado John Kerry y el responsable del Comité de Servicios de la Armada del Senado, John McCain, así como con varios otros VIP de Washington.
El viernes por la tarde, el Departamento de Estado anunció que se estaba avanzando en una serie de ventas para las Fuerzas de Defensa, la Guardia Nacional y la Guardia Costera de Bahrein. El Departamento de Estado dijo que la decisión de seguir adelante con las ventas se adoptó únicamente en interés de la seguridad nacional de EE. UU., pero expertos externos consideran que la medida pretende fortalecer al príncipe heredero en su lucha dentro de la familia gobernante.
“Quiero subrayar que hemos tomado esta decisión por motivos de seguridad nacional”, dijo un alto funcionario de la administración a los periodistas en una conferencia telefónica el viernes. “Tomamos esta decisión teniendo en cuenta el hecho de que sigue habiendo una serie de problemas de derechos humanos graves y no resueltos en Bahrein, que esperamos que el gobierno de Bahrein aborde”.
En 2011, los estadounidenses se reunieron alrededor de sus televisores para animar a los inspiradores manifestantes egipcios que se reunían en la Plaza Tahir para exigir la expulsión del brutal tirano egipcio Hosni Mubarak. La mayoría de los anunciantes de televisión se olvidaron de recordar a los televidentes estadounidenses que Mubarak había logrado permanecer en el poder durante tanto tiempo porque su propio gobierno lo había apoyado con armas, dinero e inteligencia. Como expuso Mona Eltahawy en el New York Times el pasado año: “Cinco administraciones estadounidenses, demócrata y republicana, apoyaron al régimen de Mubarak”.
Pero en caso de que alguien estuviera confundido acerca de la postura de Estados Unidos hacia ese dictador egipcio incomparablemente atroz, Hillary Clinton dio un paso adelante para recordar les a todos cómo los funcionarios de Estados Unidos han valorado a estos tiranos durante mucho tiempo. Cuando se le preguntó en una entrevista sobre cómo su propio Departamento de Estado había documentado el historial de Egipto de abusos graves e implacables de los derechos humanos y si esto podría afectar su amistad con sus gobernantes, la Secretaria Clinton lanzó la siguiente afirmación: “Considero verdaderamente que el presidente y la Sra. Mubarak son amigos de mi familia. Así que espero verlo a menudo aquí, en Egipto, y en Estados Unidos”.
¿Cómo puede alguien pretender que el elogio de Trump a los saudíes es una especie de aberración cuando Hillary Clinton anunciaba literalmente que uno de los déspotas más asesinos y violentos del planeta era amigo personal de su familia? Un editorial de The Washington Post en su momento proclamaba que “Clinton continúa devaluando y socavando la tradición diplomática de los Estados Unidos en materia de defensa de los derechos humanos” y que “parece ignorar cuán ofensivas son esas declaraciones para los millones de egipcios que detestan el gobierno opresor del Sr. Mubarak y culpan a Estados Unidos por apoyarlo”.
Pero esto solo muestra el juego repetitivo y sombrío que las élites de Estados Unidos han estado jugando durante décadas. Editorialistas de periódicos y expertos en think tanks fingen que EE. UU. se opone a la tiranía y el despotismo y exhiben sorpresa cada vez que los funcionarios estadounidenses prestan su apoyo, armamento y alabanza a los mismos tiranos y déspotas.
Y menos aún que nadie intente distinguir la declaración de Trump de ayer aduciendo que era falsa -que encubría los actos deleznables de aliados despóticos al negarse a admitir la culpa del príncipe heredero por el asesinato de Khashoggi-, recordemos cuando el sucesor de Clinton como Secretario de Estado, John Kerry, defendió al sucesor de Mubarak , el general Abdel Fattah el-Sisi, negando que este hubiera perpetrado un “golpe de Estado” cuando derrocó al presidente electo de Egipto en 2013. En cambio, proclamó Kerry, los generales egipcios dirigidos por Sisi, al eliminar al líder electo, estaban simplemente tratando de “restaurar la democracia”, exactamente la misma mentira que exponía la página editorial del New York Times cuando en 2002 los generales derechistas venezolanos encarcelaron al presidente electo de ese país, Hugo Chávez, solo para que ese periódico llamara restauración de la democracia al golpe de Estado.
En 2015, cuando los abusos a los derechos humanos del régimen de Sisi empeoraron aun más, el New York Times informó : “Con Estados Unidos preocupado por los militantes en Sinaí y Libia que han prometido lealtad al Estado Islámico, las autoridades estadounidenses señalaron asimismo que no iban a permitir que sus preocupaciones por los derechos humanos se interpusieran en el camino de una mayor cooperación de seguridad con Egipto”.
¿Les resulta familiar? Debería: es exactamente la lógica que Trump invocó ayer para justificar el apoyo continuado a los saudíes. En 2015, la dictadura egipcia, que ya estaba asesinando a los disidentes en masa, celebró abiertamente el flujo de armas de los Estados Unidos al régimen.
Nada en esta fea historia reciente reciente -y esto es solo un pequeño extracto de ella (excluyendo, solo por citar algunos ejemplos, el apoyo estadounidense a los mayores monstruos del siglo XX, desde el Suharto de Indonesia hasta los escuadrones de la muerte en El Salvador y el asesinato de los propios ciudadanos estadounidenses al apoyo a la ocupación israelí y al apartheid)- justifica lo que hizo Trump el martes. Pero lo que sí hace es desmentir las afirmaciones extravagantes de que Trump ha destrozado y degradado de alguna manera los valores de la política exterior de EE. UU. en lugar de lo que realmente hizo: mantuvo sus principios fundamentales y se los explicó al público con gran franqueza y claridad.
Este episodio expone también una de las grandes estafas de la era Trump. Las mismas personas que han dedicado sus carreras a apoyar el despotismo, potenciar la tiranía, alentar las atrocidades y justificar el imperialismo de Estados Unidos se hacen pasar por exactamente todo lo contrario de lo que son a fin de allanar su camino de regreso al poder, donde pueden continuar favoreciendo todas las políticas destructivas y amorales que ahora tan grotescamente pretenden rechazar.
Quien se oponga a exponer este engaño -cualquiera que invoque clichés vacíos como que “el falso dilema” o que “la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud” para permitir que esta estafa pase desapercibida- no es quien para hacer afirmaciones morales respecto a algún alguno de los valores de verdad o libertad. Las personas que exigen que este engaño pase desapercibido se están revelando como lo que son: oponentes puramente circunstanciales a la tiranía y el asesinato que pretenden tener esos valores solo cuando lo que hacen sirve para socavar a sus oponentes políticos internos y permitir que sus aliados políticos vuelvan al poder, donde puedan proseguir las mismas políticas de asesinato y apoyo a la tiranía, permitiendo las atrocidades que han pasado décadas defendiendo.
Si quieren denunciar la indiferencia de Trump ante las atrocidades de Arabia Saudí por razones morales, éticas o geopolíticas -y todas ellas me parecen objetables- por todos los medios, háganlo. Pero pretender que ha hecho algo que está en desacuerdo con los valores de Estados Unidos o las acciones de líderes anteriores u ortodoxias dominantes de la política exterior no solo es engañoso sino destructivo. Y asegura que esas mismas políticas perduren: simulando de manera deshonesta que son exclusivas de Trump, en lugar del signo distintivo de las mismas personas a las que ahora se aplaude porque están denunciando las acciones de Trump con una voz descaradamente falsa, y todo para enmascarar el hecho de que hicieron lo mismo, y aún peor, cuando estuvieron al frente de las palancas del poder estadounidense.
Glenn Greenwald, abogado constitucionalista y excolumnista de The Guardian hasta octubre de 2013, ha obtenido numerosos premios por sus comentarios y periodismo de investigación, incluyendo el Premio George Polk 2013 por información relativa a la seguridad nacional. A principios de 2014, cofundó, junto a Betsy Reed y Jeremy Scahill, un nuevo medio informativo global: The Intercept.
Fuente:
https://theintercept.com/2018/11/21/trumps-amoral-saudi-statement-is-a-pure-and-honest-expression-of-decades-old-u-s-values-and-foreign-policy-orthodoxies/
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jueves, 20 de diciembre de 2018
domingo, 21 de agosto de 2016
_- "La desfachatez intelectual", Ignacio Sánchez-Cuenca publica un riguroso análisis sobre la baja calidad del debate público en España. El gran zasca a 'figurones' como Vargas Llosa, Javier Cercas o Luis Garicano entre otros.
_- Tres frases sirven para hacernos una idea.
Primera: “Esperanza Aguirre es la Juana de Arco del liberalismo” (a pesar de la trama Gürtel, Fundescam y el tamayazo). Lo dice Vargas Llosa y punto.
Segunda: “José Luis Rodríguez Zapatero es el peor gobernante de España desde Fernando VII” (por lo visto, mucho más dañino que Francisco Franco y Miguel Primo de Rivera). Lo dice Félix de Azúa y punto.
Tercera. “Sin Juan Carlos I no habría democracia en España” (qué importa la aportación de los sindicatos, el movimiento estudiantil o el Partido Comunista, además de que en nuestro entorno europeo todo sean democracias). Lo dice Javier Cercas y punto.
El debate público en España funciona a base de sentencias lapidarias, sin verificar, que distintos ‘figurones’ sueltan desde sus poltronas mediáticas. Del público se espera que comulgue con ruedas de molino, basadas en el prestigio de quien enuncia la frase, más que en argumentos bien construidos, que se apoyen con datos verificables.
Esto es lo que denuncia, de manera sólida y minuciosa, el nuevo libro del profesor de Ciencias Políticas Ignacio Sánchez-Cuenca (Valencia, 1966). Su último libro, "La desfachatez intelectual" (Libros de La Catarata), es un sonoro ‘zasca’ a los columnistas de mayor prestigio de nuestra esfera pública. Les acusa de “machismo discursivo”, “cultura de amiguetes” y “provincianismo intelectual”. Estamos ante uno de los títulos más polémicos y necesarios del año. En el capítulo final, Sánchez-Cuenca explica que el panorama comienza a mejorar con un ecosistema mediático más abierto y riguroso. Nos acercamos a su despacho para charlar con el autor.
Pregunta.
¿Cuál fue su motivación para escribir ‘La desfachatez intelectual’?
Respuesta. Sé que el texto puede despertar cierta irritación entre los aludidos. Quería señalar la impunidad que domina el debate público en España. Con esto me refiero a que si uno dice un disparate, una tontería o una ridiculez, no espera ser replicado, sobre todo si es uno de los grandes intelectuales del país. Son lo que yo llamo, de forma un poco cruel, los figurones del mundo intelectual.
P. La forma habitual de contestar a libros como el suyo es el silencio.
R. No tengo ninguna expectativa de respuesta por su parte. Pero sí espero que el libro contribuya a fomentar cierto debate sobre cómo mejorar nuestra esfera pública.
P. Señala el precio de cuestionar a los figurones: si alguien critica con dureza a Fernando Savater, se reducen drásticamente las posibilidades de colarse en El País, de publicar en la revista "Claves de la razón práctica" (que él dirige) o de ganar el Premio Anagrama de ensayo (donde es jurado habitual).
R. Mi ventaja es que no estoy en ese mundillo, ni quiero estar. Me dedico a dar mis clases y publicar en revistas académicas. No aspiro a premios ni a tener una relación privilegiada con ellos. Yo puedo permitirme el lujo, pero quien dependa de su creación ensayística y literaria tiene que pensárselo dos veces a la hora de criticarlos, ya que sus tentáculos son muy largos. No digo que ellos ejerzan un poder coactivo, pero si uno critica con dureza a uno de ellos sus posibilidades de medrar van a ser menores.
P. Aparte de los figurones destacados, ¿diría que existe una tradición de intelectuales invisibilizados? Pienso en Manuel Sacristán, Jesús Ibañez y Francisco Fernández Buey, entre otros.
R. Es una pregunta difícil. Hay intelectuales que no gozan del reconocimiento que merecen y otros disfrutan más del que les corresponde. Lo que no tengo claro es que sea un fenómeno estructural. Los tres autores que mencionas tenían tesis políticas marxistas o muy radicales. Eso ya complica mucho que lleguen al gran público. Es cierto que alguien con planteamientos marxistas no tendría tanto problemas en Francia o Reino Unido. Lo que sucede aquí es que muchos de los intelectuales famosos fueron muy radicales en su juventud, pero terminaron abandonando la izquierda. Sienten un rechazo grande hacia quienes no han seguido su trayectoria. Eso podría explicar la marginación por parte de los Juaristi, los Savater, los Vargas Llosa, etcétera.
P. ¿Por qué estuvieron tan ciegos los intelectuales de éxito durante la crisis económica?
R. Mi tesis es que se obsesionaron con el nacionalismo. No atendían a muchas más cosas. Eso fomentó el aislamiento en el que vivían. Se separaron demasiado de la sociedad. Fueron poco sensibles y muy condescendientes con todo lo que podemos llamar nueva política, me refiero al entorno del 15M. En el fondo, les recuerda un poco a sus años mozos, donde algunos fueron anarquistas, otros marxistas-leninistas y alguno hasta militó en las filas de ETA.
P: Vargas Llosa es la firma donde se aprecia mayor distancia entre su enorme talento literario y el estilo ramplón de sus columnas.
R. Como hombre de letras, es el que más lejos ha llegado. Merece todos los premios Nobel que le quieran dar. Es una figura central en la literatura del siglo XX. El problema es que sus razonamientos políticos son totalmente esquemáticos, previsibles y simplistas. Nos choca mucho porque no quedan tantos intelectuales que razonen con el nivel de desfachatez que él maneja, pero en el pasado hubo muchos como él en la izquierda, que manejaban planteamientos de manual soviético de materialismo histórico. Ahora no nos acordamos de ellos. Pero Vargas Llosa seguramente razona en sus columnas con el mismo simplismo que manejaba cuando era de izquierda en los años sesenta. Hay un abismo entre su obra literaria y su aportación periodística. No tengo una explicación de cómo se puede ser tan brillante en 'Conversación en la catedral', una obra maestra, y tan mostrenco en el debate público. Divide el mundo en liberales y antiliberales, nacionalistas y antinacionalistas, como si no existieran matices. Su apología de Esperanza Aguirre llega al extremo de defender la tesis de que si ella hubiera gobernado España, la crisis hubiera sido mucho menos profunda.
P: ¿Son más responsables los figurones o los directivos que les dieron espacio en los medios?
R: Hay una responsabilidad compartida, pero la principal es la de quien pone su firma en la opinión. Somos muy críticos con el sectarismo de los partidos políticos, con la manera tan brutal en que defienden a los suyos y descalifican a los contrarios, pero en el mundo del debate público pasa algo similar. Se establecen lazos muy fuertes entre periódicos y escuderías literarias del mismo grupo mediático. Les dejan decir lo que sea. Deberían prescindir de los artículos de sus autores si la calidad es mucho menor que las de sus novelas. Una vez entras en el grupo, de ahí no te saca nadie. Se establecen lazos que no son sanos.
P. Cita a César Molinas y cómo da las gracias en un libro a Javier Moreno (ex director de El País) por dejarle decir lo que le da la gana.
R. Molinas es un economista excelente, matemático de formación, con una inteligencia formidable, pero cuando opina de política dice cosas que no tienen base ninguna. ¿Por qué El País le da tanta cancha? Habrá que preguntarles a ellos, porque han publicado análisis de Molinas en portada que no sobreviven el más mínimo escrutinio crítico. En mi libro, se desmontan con datos.
P. Me ha llamado la atención el caso de Javier Cercas. En un dossier de homenaje al rey, suelta una frase rotunda, que dice que “Sin Juan Carlos I no habría democracia en España”. Eso no encaja muy bien con su libro "Anatomía de un instante", donde acusa al rey de cierta complicidad, desidia o ambigüedad con el ambiente golpista previo al 23-F.
R. Disfruto mucho de las novelas de Cercas, pero como columnista se ha vuelto muy sentencioso. Formula grandes frases, que luego no fundamenta. Creo que lo que expone 'Anatomía de un instante' es que el rey no supo cortar el ambiente malsano de las tramas golpistas de la época contra Suárez. Cercas no se ha atrevido a dar el paso de decir que hubo complicidad entre el rey, Armada y los golpistas. Quien sostiene esa tesis es Pilar Urbano. Lo que no entiendo es que se permita el exceso de decir que sin el rey no habría democracia en España. A mí esa frase me parece un absurdo, se mire como se mire. El rey tuvo un papel importante en la forma en que llegó la democracia, pero hoy España sería un país democrático hubiéramos tenido rey o no. Sencillamente, se daban los condiciones sociales y económicas para que la hubiera, como sabe cualquiera que haya estudiado un poco de política comparada. Pero sí, en 'Anatomía de un instante' era más crítico con la figura del rey que en el homenaje colectivo que hizo El País al monarca el día de su abdicación.
P. Su libro transmite la sensación de que El País es un diario que se ha ido degradando con los años.
R: Soy lector suyo de toda la vida. Empecé con poco más de diez años. Hoy lo sigo porque es el diario de referencia en España. A mí siempre me han tratado con extrema generosidad: dejé de colaborar con ellos por voluntad propia y solo tengo agradecimiento con ellos. Lo que sucede es que, desde que estalló la crisis, se produjo un divorcio entre el periódico y sus lectores, que ha sido muy dañino para la marca. Se alejaron demasiado de la España real. Como lector y excolaborador, no me gusta la marcha que ha cogido. Ha traicionado muchos de sus valores fundacionales. Tengo una visión crítica, no han sabido reconocer los problemas nuevos que estaban surgiendo. No han dado la importancia necesaria a los desahucios, ni a la creciente desigualdad, ni a la crisis social en general. Me sorprendió en 2010 la reacción de entusiasmo de El País cuando las instituciones europeas obligan a España a imponer el ajuste fiscal. Su discurso fue “por fin se ha acabado el populismo del PSOE”. Estaban hablando de populismo ya en 2010, años antes de que surgiera Podemos. El País se puso a celebrarlo, en plan “por fin va a haber políticas de Estado”; pues mira dónde nos han llevado esa políticas. Se ha vuelto un diario autocomplaciente.
P. ¿Usted es capaz de distinguir El País de El Mundo y ABC?
R: Se ha producido un fenómeno curioso: la división ahora está entre periódicos de papel (que se parecen cada vez más entre sí) y diarios digitales (que están más atentos a las preocupaciones que dominan la sociedad civil). Esto al margen de que la línea editorial tire a izquierda o a derecha. Los de papel parecen caminar a rastras. Las nuevas tendencias se generan en mayor medida en los medios digitales. Ahora tenemos un ecosistema mediático mucho más plural, cito medios como CTXT, Infolibre, el blog Piedras de papel o plataformas como Agenda Pública o Politikon. Le pongo un ejemplo: todos los figurones tienen opiniones muy rotundas sobre la educación. La mayoría cree que se ha dejado de leer, que nadie escribe como antes, que todo es un desastre. Los expertos matizan mucho esas percepciones. En cualquier caso, yo no quiero que desaparezcan las visiones generalistas, dando paso a especialistas con anteojeras, sino que se establezca un diálogo entre firma de visión amplia y quienes llevan muchos años estudiando un asunto concreto y se quedan pasmados por la alegría con que otros sueltan diagnósticos. Ese cruce me parece enriquecedor. Al abrir el terreno de juego, se ha cuestionado mucho más el papel de los figurones. Se ha demostrado que sus opiniones no tienen tanto valor como se creía.
P. Recuerda una expresión de Jordi Gracia, que habla del “síndrome del Narciso herido”. Como si los figurones pensasen que lo peor de la situación del país fuera que los demás no estamos a la altura de su sensibilidad política y estética.
R. Recomiendo a los lectores ‘El intelectual melancólico’, el panfleto de Jordi Gracia, porque es muy certero y divertido. Hace pensar mucho. Esta es una actitud que caracterizo como una aproximación moral a la política: los intelectuales a los que me refiero piensan que la política realmente existente nunca está a su altura. La actualidad les produce irritación o melancolía, pero no les estimula a buscar soluciones. Esta aproximación estética se remonta a la Generación del 98. Lo que produce son unos vaivenes muy fuertes: de repente, estos intelectuales se entusiasman con una novedad, por ejemplo la aparición de U P y D, que llegan a ver como la solución a todos los males del país. Luego, de repente, les entra la decepción y van a otra ideología. La mayoría han pasado por el marxismo, por la socialdemocracia, por el liberalismo, por el conservadurismo y han completado el espectro hasta el narcisismo. Me parece una aproximación estéril al debate público.
P. Hay un sector que no trata en el libro y que me gustaría que comentara. Me refiero al ala dura de los columnistas, por ejemplo Alfonso Ussía, Jiménez Losantos y Salvador Sostres, que tienen un registro mucho más bestia o kamikaze. ¿Cree que su función es llevar el discurso tan a la derecha que cualquiera a su lado parezca sutil y razonable?
R. En el texto no he querido descender a los infiernos de estas firmas más gamberras o maleducadas, no sé bien cómo calificarlas. Algo que me llamó la atención es que intelectuales con una capacidad estética y moral muy desarrollada sean capaces de juntase con tipos como Hermann Tertsch y Jiménez Losantos en el manifiesto de los Libres e iguales. Esto me dejó muy confundido. En cierta medida, al firmar con ellos, Savater, Trapiello, Juaristi y los otros están legitimando el discurso de Tertsch y Losantos. Hablamos de gente que ha mantenido durante años la teoría de la conspiración del 11-M, defendiendo que fue ETA. Me parece incomprensible que se mezclen.
P. Termino con asunto candente: desmontas bastantes argumentos de Luis Garicano, que ha pasado de ser una firma influyente a ejercer de gurú en las políticas del pacto entre el PSOE y Ciudadanos. Ahora sus opiniones están en el centro del debate político y sus errores los podemos pagar todos. ¿Tendríamos que estar preocupados?
R. Garicano es un gran economista, con un trayectoria brillante, pero cuando opina de política le pasa lo mismo que a muchos de sus colegas. Sencillamente: no han leído lo suficiente para construir los argumentos que maneja. Con Garicano estoy de acuerdo en muchos cosas, por ejemplo su visión de la educación en España, pero cuando se mete de lleno en política no se impone los mismos niveles de exigencia que al hablar de economía. En su libro ‘El dilema de España’ es tremendamente simplista, llega a decir que tenemos que escoger entre Venezuela y Dinamarca. No creo que este sea un dilema real: ni vamos a llegar a los niveles abismales de Venezuela, que es casi un Estado fallido, ni vamos a alcanzar la altura de Dinamarca. Durante las próximas décadas, seremos un país europeo normal de la periferia. Si gana Podemos, esto tampoco va a parecerse a Venezuela, ni se va a descomponer el sistema social y económico. Es de un simplismo tremendo.
P. ¿Más ejemplos?
R. También considero muy pobres los ejemplos que pone para ilustrar sus reformas, cosas como el carné por puntos o la Ley Antitabaco. Esos son ámbitos donde resulta sencillo cambiar las cosas porque no hay ganadores y perdedores. Cuando hay más en juego, como el mercado de trabajo, en el mercado educativo o la caja de las pensiones, los conflictos se complican mucho. Muchos problemas no se pueden cambiar a golpe de BOE, sino que necesitas negociar con los agentes sociales. En esas situaciones, es crucial conseguir un consenso para que la sociedad no disuelva tus decisiones. Los liberales del estilo de Garicano jamás piensan en las consecuencias sociales de sus reformas. Si las cosas les salen mal, se llevan las manos a la cabeza y dicen “Cómo puede ser la sociedad tan irresponsable”. Y no es cuestión de eso, sino de que sus cálculos estuvieron mal hechos desde el principio. Una reforma solo es sostenible si cuenta con el apoyo de la sociedad. Veo una especie de ingenuidad reformista, pensar que se puede cambiar un país de la noche a la mañana. Allá los partidos que quieran hacerle caso.
http://www.elconfidencial.com/cultura/2016-03-14/el-gran-zasca-a-figurones-como-vargas-llosa-javier-cercas-y-luis-garicano_1167404/
Primera: “Esperanza Aguirre es la Juana de Arco del liberalismo” (a pesar de la trama Gürtel, Fundescam y el tamayazo). Lo dice Vargas Llosa y punto.
Segunda: “José Luis Rodríguez Zapatero es el peor gobernante de España desde Fernando VII” (por lo visto, mucho más dañino que Francisco Franco y Miguel Primo de Rivera). Lo dice Félix de Azúa y punto.
Tercera. “Sin Juan Carlos I no habría democracia en España” (qué importa la aportación de los sindicatos, el movimiento estudiantil o el Partido Comunista, además de que en nuestro entorno europeo todo sean democracias). Lo dice Javier Cercas y punto.
El debate público en España funciona a base de sentencias lapidarias, sin verificar, que distintos ‘figurones’ sueltan desde sus poltronas mediáticas. Del público se espera que comulgue con ruedas de molino, basadas en el prestigio de quien enuncia la frase, más que en argumentos bien construidos, que se apoyen con datos verificables.
Esto es lo que denuncia, de manera sólida y minuciosa, el nuevo libro del profesor de Ciencias Políticas Ignacio Sánchez-Cuenca (Valencia, 1966). Su último libro, "La desfachatez intelectual" (Libros de La Catarata), es un sonoro ‘zasca’ a los columnistas de mayor prestigio de nuestra esfera pública. Les acusa de “machismo discursivo”, “cultura de amiguetes” y “provincianismo intelectual”. Estamos ante uno de los títulos más polémicos y necesarios del año. En el capítulo final, Sánchez-Cuenca explica que el panorama comienza a mejorar con un ecosistema mediático más abierto y riguroso. Nos acercamos a su despacho para charlar con el autor.
Pregunta.
¿Cuál fue su motivación para escribir ‘La desfachatez intelectual’?
Respuesta. Sé que el texto puede despertar cierta irritación entre los aludidos. Quería señalar la impunidad que domina el debate público en España. Con esto me refiero a que si uno dice un disparate, una tontería o una ridiculez, no espera ser replicado, sobre todo si es uno de los grandes intelectuales del país. Son lo que yo llamo, de forma un poco cruel, los figurones del mundo intelectual.
P. La forma habitual de contestar a libros como el suyo es el silencio.
R. No tengo ninguna expectativa de respuesta por su parte. Pero sí espero que el libro contribuya a fomentar cierto debate sobre cómo mejorar nuestra esfera pública.
P. Señala el precio de cuestionar a los figurones: si alguien critica con dureza a Fernando Savater, se reducen drásticamente las posibilidades de colarse en El País, de publicar en la revista "Claves de la razón práctica" (que él dirige) o de ganar el Premio Anagrama de ensayo (donde es jurado habitual).
R. Mi ventaja es que no estoy en ese mundillo, ni quiero estar. Me dedico a dar mis clases y publicar en revistas académicas. No aspiro a premios ni a tener una relación privilegiada con ellos. Yo puedo permitirme el lujo, pero quien dependa de su creación ensayística y literaria tiene que pensárselo dos veces a la hora de criticarlos, ya que sus tentáculos son muy largos. No digo que ellos ejerzan un poder coactivo, pero si uno critica con dureza a uno de ellos sus posibilidades de medrar van a ser menores.
P. Aparte de los figurones destacados, ¿diría que existe una tradición de intelectuales invisibilizados? Pienso en Manuel Sacristán, Jesús Ibañez y Francisco Fernández Buey, entre otros.
R. Es una pregunta difícil. Hay intelectuales que no gozan del reconocimiento que merecen y otros disfrutan más del que les corresponde. Lo que no tengo claro es que sea un fenómeno estructural. Los tres autores que mencionas tenían tesis políticas marxistas o muy radicales. Eso ya complica mucho que lleguen al gran público. Es cierto que alguien con planteamientos marxistas no tendría tanto problemas en Francia o Reino Unido. Lo que sucede aquí es que muchos de los intelectuales famosos fueron muy radicales en su juventud, pero terminaron abandonando la izquierda. Sienten un rechazo grande hacia quienes no han seguido su trayectoria. Eso podría explicar la marginación por parte de los Juaristi, los Savater, los Vargas Llosa, etcétera.
P. ¿Por qué estuvieron tan ciegos los intelectuales de éxito durante la crisis económica?
R. Mi tesis es que se obsesionaron con el nacionalismo. No atendían a muchas más cosas. Eso fomentó el aislamiento en el que vivían. Se separaron demasiado de la sociedad. Fueron poco sensibles y muy condescendientes con todo lo que podemos llamar nueva política, me refiero al entorno del 15M. En el fondo, les recuerda un poco a sus años mozos, donde algunos fueron anarquistas, otros marxistas-leninistas y alguno hasta militó en las filas de ETA.
P: Vargas Llosa es la firma donde se aprecia mayor distancia entre su enorme talento literario y el estilo ramplón de sus columnas.
R. Como hombre de letras, es el que más lejos ha llegado. Merece todos los premios Nobel que le quieran dar. Es una figura central en la literatura del siglo XX. El problema es que sus razonamientos políticos son totalmente esquemáticos, previsibles y simplistas. Nos choca mucho porque no quedan tantos intelectuales que razonen con el nivel de desfachatez que él maneja, pero en el pasado hubo muchos como él en la izquierda, que manejaban planteamientos de manual soviético de materialismo histórico. Ahora no nos acordamos de ellos. Pero Vargas Llosa seguramente razona en sus columnas con el mismo simplismo que manejaba cuando era de izquierda en los años sesenta. Hay un abismo entre su obra literaria y su aportación periodística. No tengo una explicación de cómo se puede ser tan brillante en 'Conversación en la catedral', una obra maestra, y tan mostrenco en el debate público. Divide el mundo en liberales y antiliberales, nacionalistas y antinacionalistas, como si no existieran matices. Su apología de Esperanza Aguirre llega al extremo de defender la tesis de que si ella hubiera gobernado España, la crisis hubiera sido mucho menos profunda.
P: ¿Son más responsables los figurones o los directivos que les dieron espacio en los medios?
R: Hay una responsabilidad compartida, pero la principal es la de quien pone su firma en la opinión. Somos muy críticos con el sectarismo de los partidos políticos, con la manera tan brutal en que defienden a los suyos y descalifican a los contrarios, pero en el mundo del debate público pasa algo similar. Se establecen lazos muy fuertes entre periódicos y escuderías literarias del mismo grupo mediático. Les dejan decir lo que sea. Deberían prescindir de los artículos de sus autores si la calidad es mucho menor que las de sus novelas. Una vez entras en el grupo, de ahí no te saca nadie. Se establecen lazos que no son sanos.
P. Cita a César Molinas y cómo da las gracias en un libro a Javier Moreno (ex director de El País) por dejarle decir lo que le da la gana.
R. Molinas es un economista excelente, matemático de formación, con una inteligencia formidable, pero cuando opina de política dice cosas que no tienen base ninguna. ¿Por qué El País le da tanta cancha? Habrá que preguntarles a ellos, porque han publicado análisis de Molinas en portada que no sobreviven el más mínimo escrutinio crítico. En mi libro, se desmontan con datos.
P. Me ha llamado la atención el caso de Javier Cercas. En un dossier de homenaje al rey, suelta una frase rotunda, que dice que “Sin Juan Carlos I no habría democracia en España”. Eso no encaja muy bien con su libro "Anatomía de un instante", donde acusa al rey de cierta complicidad, desidia o ambigüedad con el ambiente golpista previo al 23-F.
R. Disfruto mucho de las novelas de Cercas, pero como columnista se ha vuelto muy sentencioso. Formula grandes frases, que luego no fundamenta. Creo que lo que expone 'Anatomía de un instante' es que el rey no supo cortar el ambiente malsano de las tramas golpistas de la época contra Suárez. Cercas no se ha atrevido a dar el paso de decir que hubo complicidad entre el rey, Armada y los golpistas. Quien sostiene esa tesis es Pilar Urbano. Lo que no entiendo es que se permita el exceso de decir que sin el rey no habría democracia en España. A mí esa frase me parece un absurdo, se mire como se mire. El rey tuvo un papel importante en la forma en que llegó la democracia, pero hoy España sería un país democrático hubiéramos tenido rey o no. Sencillamente, se daban los condiciones sociales y económicas para que la hubiera, como sabe cualquiera que haya estudiado un poco de política comparada. Pero sí, en 'Anatomía de un instante' era más crítico con la figura del rey que en el homenaje colectivo que hizo El País al monarca el día de su abdicación.
P. Su libro transmite la sensación de que El País es un diario que se ha ido degradando con los años.
R: Soy lector suyo de toda la vida. Empecé con poco más de diez años. Hoy lo sigo porque es el diario de referencia en España. A mí siempre me han tratado con extrema generosidad: dejé de colaborar con ellos por voluntad propia y solo tengo agradecimiento con ellos. Lo que sucede es que, desde que estalló la crisis, se produjo un divorcio entre el periódico y sus lectores, que ha sido muy dañino para la marca. Se alejaron demasiado de la España real. Como lector y excolaborador, no me gusta la marcha que ha cogido. Ha traicionado muchos de sus valores fundacionales. Tengo una visión crítica, no han sabido reconocer los problemas nuevos que estaban surgiendo. No han dado la importancia necesaria a los desahucios, ni a la creciente desigualdad, ni a la crisis social en general. Me sorprendió en 2010 la reacción de entusiasmo de El País cuando las instituciones europeas obligan a España a imponer el ajuste fiscal. Su discurso fue “por fin se ha acabado el populismo del PSOE”. Estaban hablando de populismo ya en 2010, años antes de que surgiera Podemos. El País se puso a celebrarlo, en plan “por fin va a haber políticas de Estado”; pues mira dónde nos han llevado esa políticas. Se ha vuelto un diario autocomplaciente.
P. ¿Usted es capaz de distinguir El País de El Mundo y ABC?
R: Se ha producido un fenómeno curioso: la división ahora está entre periódicos de papel (que se parecen cada vez más entre sí) y diarios digitales (que están más atentos a las preocupaciones que dominan la sociedad civil). Esto al margen de que la línea editorial tire a izquierda o a derecha. Los de papel parecen caminar a rastras. Las nuevas tendencias se generan en mayor medida en los medios digitales. Ahora tenemos un ecosistema mediático mucho más plural, cito medios como CTXT, Infolibre, el blog Piedras de papel o plataformas como Agenda Pública o Politikon. Le pongo un ejemplo: todos los figurones tienen opiniones muy rotundas sobre la educación. La mayoría cree que se ha dejado de leer, que nadie escribe como antes, que todo es un desastre. Los expertos matizan mucho esas percepciones. En cualquier caso, yo no quiero que desaparezcan las visiones generalistas, dando paso a especialistas con anteojeras, sino que se establezca un diálogo entre firma de visión amplia y quienes llevan muchos años estudiando un asunto concreto y se quedan pasmados por la alegría con que otros sueltan diagnósticos. Ese cruce me parece enriquecedor. Al abrir el terreno de juego, se ha cuestionado mucho más el papel de los figurones. Se ha demostrado que sus opiniones no tienen tanto valor como se creía.
P. Recuerda una expresión de Jordi Gracia, que habla del “síndrome del Narciso herido”. Como si los figurones pensasen que lo peor de la situación del país fuera que los demás no estamos a la altura de su sensibilidad política y estética.
R. Recomiendo a los lectores ‘El intelectual melancólico’, el panfleto de Jordi Gracia, porque es muy certero y divertido. Hace pensar mucho. Esta es una actitud que caracterizo como una aproximación moral a la política: los intelectuales a los que me refiero piensan que la política realmente existente nunca está a su altura. La actualidad les produce irritación o melancolía, pero no les estimula a buscar soluciones. Esta aproximación estética se remonta a la Generación del 98. Lo que produce son unos vaivenes muy fuertes: de repente, estos intelectuales se entusiasman con una novedad, por ejemplo la aparición de U P y D, que llegan a ver como la solución a todos los males del país. Luego, de repente, les entra la decepción y van a otra ideología. La mayoría han pasado por el marxismo, por la socialdemocracia, por el liberalismo, por el conservadurismo y han completado el espectro hasta el narcisismo. Me parece una aproximación estéril al debate público.
P. Hay un sector que no trata en el libro y que me gustaría que comentara. Me refiero al ala dura de los columnistas, por ejemplo Alfonso Ussía, Jiménez Losantos y Salvador Sostres, que tienen un registro mucho más bestia o kamikaze. ¿Cree que su función es llevar el discurso tan a la derecha que cualquiera a su lado parezca sutil y razonable?
R. En el texto no he querido descender a los infiernos de estas firmas más gamberras o maleducadas, no sé bien cómo calificarlas. Algo que me llamó la atención es que intelectuales con una capacidad estética y moral muy desarrollada sean capaces de juntase con tipos como Hermann Tertsch y Jiménez Losantos en el manifiesto de los Libres e iguales. Esto me dejó muy confundido. En cierta medida, al firmar con ellos, Savater, Trapiello, Juaristi y los otros están legitimando el discurso de Tertsch y Losantos. Hablamos de gente que ha mantenido durante años la teoría de la conspiración del 11-M, defendiendo que fue ETA. Me parece incomprensible que se mezclen.
P. Termino con asunto candente: desmontas bastantes argumentos de Luis Garicano, que ha pasado de ser una firma influyente a ejercer de gurú en las políticas del pacto entre el PSOE y Ciudadanos. Ahora sus opiniones están en el centro del debate político y sus errores los podemos pagar todos. ¿Tendríamos que estar preocupados?
R. Garicano es un gran economista, con un trayectoria brillante, pero cuando opina de política le pasa lo mismo que a muchos de sus colegas. Sencillamente: no han leído lo suficiente para construir los argumentos que maneja. Con Garicano estoy de acuerdo en muchos cosas, por ejemplo su visión de la educación en España, pero cuando se mete de lleno en política no se impone los mismos niveles de exigencia que al hablar de economía. En su libro ‘El dilema de España’ es tremendamente simplista, llega a decir que tenemos que escoger entre Venezuela y Dinamarca. No creo que este sea un dilema real: ni vamos a llegar a los niveles abismales de Venezuela, que es casi un Estado fallido, ni vamos a alcanzar la altura de Dinamarca. Durante las próximas décadas, seremos un país europeo normal de la periferia. Si gana Podemos, esto tampoco va a parecerse a Venezuela, ni se va a descomponer el sistema social y económico. Es de un simplismo tremendo.
P. ¿Más ejemplos?
R. También considero muy pobres los ejemplos que pone para ilustrar sus reformas, cosas como el carné por puntos o la Ley Antitabaco. Esos son ámbitos donde resulta sencillo cambiar las cosas porque no hay ganadores y perdedores. Cuando hay más en juego, como el mercado de trabajo, en el mercado educativo o la caja de las pensiones, los conflictos se complican mucho. Muchos problemas no se pueden cambiar a golpe de BOE, sino que necesitas negociar con los agentes sociales. En esas situaciones, es crucial conseguir un consenso para que la sociedad no disuelva tus decisiones. Los liberales del estilo de Garicano jamás piensan en las consecuencias sociales de sus reformas. Si las cosas les salen mal, se llevan las manos a la cabeza y dicen “Cómo puede ser la sociedad tan irresponsable”. Y no es cuestión de eso, sino de que sus cálculos estuvieron mal hechos desde el principio. Una reforma solo es sostenible si cuenta con el apoyo de la sociedad. Veo una especie de ingenuidad reformista, pensar que se puede cambiar un país de la noche a la mañana. Allá los partidos que quieran hacerle caso.
http://www.elconfidencial.com/cultura/2016-03-14/el-gran-zasca-a-figurones-como-vargas-llosa-javier-cercas-y-luis-garicano_1167404/
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martes, 2 de abril de 2013
Kant en el callejón del gato
Si en amplias capas de la sociedad se justifican los comportamientos recurriendo a justificaciones del tipo “así funcionan las cosas” y se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado
Al investigar los fundamentos de la ética en su Crítica de la razón práctica, Kant no pretendía ofrecer una serie de buenas prácticas y recomendaciones útiles: aspiraba a demostrar que la razón moral que habita el interior de toda persona seguía una ley central, del mismo modo que el movimiento de los astros cumplía la ley de la gravedad. Como es sabido, Kant expresó esa ley de la razón moral así: obra siempre de manera que puedas desear que tu comportamiento se convierta en legislación universal. En sus obras, Kant expuso distintos ejemplos de zonas grises morales, que proponía resolver determinando si sería posible una sociedad en la que todos se comportaran de esa manera. Aplicado ese método al pasado reciente de nuestro país, rendiría algo así como esto: cada vez que un líder político se rodeó de una guardia de fieles en vez de abrir su organización a los mejores; cada vez que un directivo tomó decisiones que ponían en juego irrazonablemente el futuro de su empresa, pensando en maximizar su bonus; cada vez que un analista no advirtió a sus jefes con suficiente insistencia del riesgo de una operación; todos ellos creían habitar en esa zona gris del realismo y de las justificaciones genéricas del tipo “así es como funcionan las cosas”. Por desgracia, la conclusión de la prueba de Kant está a la vista: si en amplias capas de la sociedad cunden esos comportamientos individuales, si se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado.
Esa confusión entre intereses propios, o de grupo, y el territorio moral de Kant, donde la razón de cualquier ser humano puede acceder al mismo conocimiento del bien, es intrínseca a la vida; pero ha resultado particularmente hipertrofiada por la desmesurada primacía ideológica que ha adquirido la economía y que se sintetiza en el principio de que debe hacerse “lo necesario y que funcione económicamente” —una solemne perogrullada con la que, por cierto, cualquiera hace de su capa un sayo—. A quienes siguen la actualidad se les endosan a diario multitud de cifras y estadísticas, y los líderes políticos apenas se dirigen a ellos más que usando lemas manidos (sobre competitividad, productividad, austeridad…); en cierto modo, la clase política está pagando ahora la penitencia por haberse presentado durante años como talismanes que dominaban los engranajes mágicos de la economía y a los que debíamos atribuir el crecimiento y las infraestructuras; súbitamente, “la economía” se ha transformado en una despiadada fuerza a la que se someten por responsabilidad. Bajo las formas de debates teóricos y medidas varias, lo que viene sucediendo desde 2010 en la UE es una gigantesca renegociación de deudas y garantías últimas de pago, destinada a evitar pánicos financieros en cadena como el que siguió a la caída de Lehman Brothers en Estados Unidos; con la diferencia de que, mientras de la crisis financiera norteamericana existe una investigación pública con múltiples testimonios ante el Congreso de EE UU, los europeos seguimos sin tener la menor idea de cómo fue posible que los Gobiernos griegos fueran sobrefinanciados temerariamente, o sobre por qué comenzó a llover dinero del cielo para empresas, bancos y familias de España en cierta época. A falta de que alguien sea responsable de algo, los españoles hemos ido aprendiendo a bofetadas que los mercados financieros funcionan con principios tan sencillos como aprovechar o inducir subidas de precios de activos (en especial allí donde detecten agentes incautos y asimetrías de información), con el objetivo de recoger beneficios y largarse justo antes de que los cambios del viento derriben el castillo de naipes.
Nadie sabe por qué fueron sobrefinanciados los gobiernos griegos tan temerariamente,...
Emilio Triguero. Seguir leyendo aquí en El País.
Al investigar los fundamentos de la ética en su Crítica de la razón práctica, Kant no pretendía ofrecer una serie de buenas prácticas y recomendaciones útiles: aspiraba a demostrar que la razón moral que habita el interior de toda persona seguía una ley central, del mismo modo que el movimiento de los astros cumplía la ley de la gravedad. Como es sabido, Kant expresó esa ley de la razón moral así: obra siempre de manera que puedas desear que tu comportamiento se convierta en legislación universal. En sus obras, Kant expuso distintos ejemplos de zonas grises morales, que proponía resolver determinando si sería posible una sociedad en la que todos se comportaran de esa manera. Aplicado ese método al pasado reciente de nuestro país, rendiría algo así como esto: cada vez que un líder político se rodeó de una guardia de fieles en vez de abrir su organización a los mejores; cada vez que un directivo tomó decisiones que ponían en juego irrazonablemente el futuro de su empresa, pensando en maximizar su bonus; cada vez que un analista no advirtió a sus jefes con suficiente insistencia del riesgo de una operación; todos ellos creían habitar en esa zona gris del realismo y de las justificaciones genéricas del tipo “así es como funcionan las cosas”. Por desgracia, la conclusión de la prueba de Kant está a la vista: si en amplias capas de la sociedad cunden esos comportamientos individuales, si se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado.
Esa confusión entre intereses propios, o de grupo, y el territorio moral de Kant, donde la razón de cualquier ser humano puede acceder al mismo conocimiento del bien, es intrínseca a la vida; pero ha resultado particularmente hipertrofiada por la desmesurada primacía ideológica que ha adquirido la economía y que se sintetiza en el principio de que debe hacerse “lo necesario y que funcione económicamente” —una solemne perogrullada con la que, por cierto, cualquiera hace de su capa un sayo—. A quienes siguen la actualidad se les endosan a diario multitud de cifras y estadísticas, y los líderes políticos apenas se dirigen a ellos más que usando lemas manidos (sobre competitividad, productividad, austeridad…); en cierto modo, la clase política está pagando ahora la penitencia por haberse presentado durante años como talismanes que dominaban los engranajes mágicos de la economía y a los que debíamos atribuir el crecimiento y las infraestructuras; súbitamente, “la economía” se ha transformado en una despiadada fuerza a la que se someten por responsabilidad. Bajo las formas de debates teóricos y medidas varias, lo que viene sucediendo desde 2010 en la UE es una gigantesca renegociación de deudas y garantías últimas de pago, destinada a evitar pánicos financieros en cadena como el que siguió a la caída de Lehman Brothers en Estados Unidos; con la diferencia de que, mientras de la crisis financiera norteamericana existe una investigación pública con múltiples testimonios ante el Congreso de EE UU, los europeos seguimos sin tener la menor idea de cómo fue posible que los Gobiernos griegos fueran sobrefinanciados temerariamente, o sobre por qué comenzó a llover dinero del cielo para empresas, bancos y familias de España en cierta época. A falta de que alguien sea responsable de algo, los españoles hemos ido aprendiendo a bofetadas que los mercados financieros funcionan con principios tan sencillos como aprovechar o inducir subidas de precios de activos (en especial allí donde detecten agentes incautos y asimetrías de información), con el objetivo de recoger beneficios y largarse justo antes de que los cambios del viento derriben el castillo de naipes.
Nadie sabe por qué fueron sobrefinanciados los gobiernos griegos tan temerariamente,...
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