Daniel Ramón es un señor alto y flaco, de 55 años, que tiene en la frente, sobre la ceja izquierda, una cicatriz casi imperceptible que parece un ojo cerrado. Si pasas muchas horas con él, ese ojo te acaba obsesionando. Crees que se abre cuando le das la espalda, que se abre y te estudia y te evalúa como si fueras una bacteria, un virus, una levadura. Este señor te cuenta lo suyo sonriendo, con un entusiasmo aminorado por el pudor, mientras sus brazos van de delante hacia detrás, o de abajo arriba, un poco con los movimientos mecánicos de una biela, como los manejaría un adolescente en un examen oral, pongamos que de química. Él se examina a sí mismo todo el día con un ojo interior que no se cierra nunca. Quizá la vigilancia permanente de ese ojo es la responsable de un currículo de vértigo que empieza con una licenciatura en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia, donde se doctoró y ejerció de catedrático de Tecnología de los Alimentos; continúa en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y sigue fluyendo hasta la actualidad, donde se desempeña como consejero delgado de una empresa cuyo nombre –Biópolis– parece sacado de Blade Runner.
Lo cierto es que Biópolis lleva a cabo actividades que la mayoría de la gente juzgaría como de ciencia-ficción cuando son ya de puro costumbrismo científico. Lo hacen todo ahí mismo, a la vuelta de la esquina, como el que dice. No en EE UU, no en Suiza, Dinamarca o Japón, nada de eso, a dos patadas de cualquier sitio de nuestra geografía, en Valencia, en el Parque Científico de su Universidad, para ser más precisos, donde Biópolis ha arrendado un edificio de dos plantas más sótano, en el que Daniel Ramón y su equipo conviven a diario con miles de millones de bacterias, de levaduras, y con un gusano maravilloso, el Elegans, que es simple y complejo a la vez y por las mismas razones, como un buen poema. El Elegans fue descubierto para la ciencia por Sydney Brenner, premio Nobel de Medicina en 2002. En su cuerpo se puede estudiar, como en la imagen del espejo, nuestro alzhéimer, nuestra obesidad, nuestro envejecimiento, nuestra diabetes… Mide un milímetro, es transparente y hermafrodita y no sufre con el estrés al que lo someten en el laboratorio porque carece de cerebro o lo tiene desperdigado a lo largo del cuerpo (unas neuronas por aAdemás de compartir el 40% de nuestros genes con el Elegans, nuestras rutas metabólicas son las mismas. Una ruta metabólica es el itinerario químico por el que un producto equis inicial se convierte en un producto equis final (la que transforma el azúcar en alcohol, por ejemplo). Llamamos “ruta metabólica conservada” a la que procede de épocas remotas. El Elegans y nosotros compartimos, desde la noche de los tiempos, las que intervienen en la asimilación de nutrientes esenciales como la glucosa.
Todo esto era para decir que Daniel Ramón se dedica a la biotecnología.
–¿Y qué es la biotecnología? –digo yo.
–El uso de organismos vivos con fines industriales –dice él.
Como las palabras vida e industria, colocadas así, tan cerca la una de la otra, producen cierta desazón en el oyente, añade:
Este pequeño gusano fue descubierto por Sydney Brenner, nobel de medicina
–Fleming, eso es un perfecto ejemplo de biotecnología. Coges un bicho, un hongo en ese caso, que es un organismo vivo, lo haces crecer en un fermentador y produce una sustancia que purificas, que vendes en la farmacia y que se llama penicilina. Eso es un ejemplo de biotecnología. La insulina, que ahora se produce en una bacteria transgénica, otro. Es biotecnología también la enzima con la que se lavan los pantalones que conocemos como “lavados a la piedra”, y que no se lavan con una piedra, sino que se tratan con una enzima que se llama lacasa y que los decolora.
Daniel Ramón tiene un temperamento práctico. Necesita dar una utilidad a los descubrimientos científicos. En el primer informe que hizo para el CSIC, cuando en 1997 le tocó coordinar el área de ciencia y tecnología de los alimentos, dijo que había algo que no le cuadraba, ya que no había relación alguna entre la excelencia científica que habían alcanzado y la capacidad para transferirla al sector industrial. No eran capaces de comercializar sus hallazgos. Y eso, como había comprobado en su estancia de posdoctorado en Holanda, no sucedía en el entorno europeo.
–No llegábamos a la industria –dice– porque no teníamos una entrada directa al cliente y porque cuando podíamos llegar no éramos capaces de producir lo que les vendíamos. Yo trabajé mucho tiempo en levaduras para vino durante mi época del CSIC. Cuando íbamos a las bodegas, les contaba que teníamos una levadura que daba aroma afrutado, y me decían: “Dame un kilo para hacer una fermentación de prueba”. Y no lo tenía, no lo tenía, no lo teníamos porque carecíamos de una instalación de fermentación. Ahí empezó lo que desembocaría en la creación de Biópolis, cuya originalidad consiste en que el centro de investigación y el de producción se hallan en el mismo lugar.
Tras diversas vicisitudes, cuya pormenorización daría material para crear un género novelístico nuevo (el científico-empresarial), Daniel Ramón se vio al frente de una compañía cuyo accionariado estaba compuesto por el CSIC, Natraceutical, Central Lechera y un fondo de inversión llamado TALDE. –Nos disponíamos a vender bacterias y levaduras, pero no teníamos nada. Ahora, viéndolo desde lejos, nos damos cuenta de nuestra ingenuidad. Después de dos meses de patear empresas, el gerente me dijo: “Mira, este no puede ser nuestro negocio. Y si tiene que ser este, bajamos la persiana y ya está. ¿Tú qué sabes hacer?”. Cuando le confesé que lo único que sabía era investigar, me dijo: “¿Y por qué no vendemos eso?, ¿por qué no vendemos que sabemos investigar? ¿Qué asuntos te parecen interesantes?”.
–A mí me parecían interesantes la alimentación y la salud, además de la utilización de microorganismos para revalorizar residuos, aunque eran cosas en las que no tenía mucha experiencia. El gerente me dijo: “Vamos a vender eso”. Me pareció una locura, pero la verdad es que a los tres meses teníamos tres clientes.
–¿Quién fue el primero?
–Ordesa, una compañía catalana muy fuerte en alimentación infantil. La directora científica de Ordesa, Montse Rivero, es una mujer increíble, a la que conocía de antes porque nos habíamos visto en algún congreso. Cuando llegamos, el primer día, ella había convocado a su departamento de I+D, unas seis o siete personas. Se produjo una especie de diálogo para besugos. Nosotros les dijimos que sabíamos investigar y les debimos inspirar tal ternura que Montse nos dijo: “Mira, tenemos tres asuntos que nos pueden interesar. Volved a Valencia, pensadlos y dentro de 15 días decidme si se os ocurre algo sobre alguno de ellos”. Respecto a uno de ellos se nos ocurrió algo que podría ser muy interesante: un probiótico frente a rotavirus.
–¿Qué es un probiótico, qué es un rotavirus?
–Un probiótico es una bacteria extraída del tracto digestivo que tiene un efecto positivo sobre nuestra salud. Si tú pesas 70 kilos, un kilo de tus 70 son las bacterias que viven en el tracto digestivo. Las hay muy malas, patógenas, pero las hay muy buenas. Estas, las buenas, lo que hacen es regular el equilibrio intestinal. Lo que teníamos que hacer era aislar una bacteria que tuviera un efecto inhibitorio del crecimiento del rotavirus, que es el virus que produce diarreas infantiles en niños de corta edad.
–¿Y era complicado aislar esa bacteria?
–Esas bacterias se extraen de las heces de niños de hasta tres meses que están bajo lactancia materna y son sanos. En esas heces hay millones de bacterias. Lo complicado es aislar la que es capaz de inhibir el virus. Tienes que buscar aquella específica que lo hace y empezar el estudio. Había que ver por qué actuaba in vitro y luego experimentar con un animal al que se le hubiera infectado de rotavirus. Si funcionaba, se llevaría a ensayos clínicos con niños.
El ‘Elegans’ tiene 18.700 genes, frente a los 23.000 de los humanos”
–¿Y funcionó?
–Funcionó. Aislamos la bacteria, la cultivamos, la liofilizamos…
–¿Qué es liofilizar?
–Es un modo especial de deshidratación.
–¿Y luego?
–La redujimos a unos polvitos que son los que se añaden a las leches maternizadas o a los cereales.
–¿Pero la bacteria no muere al secarla?
–No, entra en una especie de hibernación y se activa al entrar en contacto de nuevo con un medio húmedo.
–Y eso es un probiótico.
–Sí.
–¿Tiene fecha de caducidad?
–Dos años.
–Por cierto, ¿qué es una bacteria?
–Un organismo vivo de una sola célula que mide muy poco, micras, y que tiene la capacidad de reproducirse y crecer.
–¿No es un animal?
–No.
–¿No es un vegetal?
–Tampoco. Hay un reino distinto, el de los procariotas.
–En definitiva, que triunfasteis con ese primer proyecto.
–Sí, volvimos, les dijimos lo que teníamos y ahora ya está comercializado. A los 15 días surgió el segundo proyecto con una empresa del mundo farmacéutico. No te lo puedo contar porque es confidencial y es un trabajo de I+D interno de ellos.
–Crecíais rápido.
–A los dos años estábamos ya en beneficios. Los socios empezaron a ver que aquello tenía sentido. Todo lo habíamos hecho en un laboratorio de 40 metros cuadrados, cerca de aquí, donde el CSIC nos había cedido un terreno. Así fue el arranque. A partir de ahí se abre otra fase que duró dos años más en la que nos metieron algo más de dinero y nos compraron un fermentador de 20 litros.
–¿Qué es un fermentador?
–Es el recipiente en el que se crean las condiciones necesarias para que las bacterias se reproduzcan. Introducimos en él un caldo de cultivo del que se alimentan. Ese caldo se va espesando a medida que crece la biomasa. Al final forma una especie de puré. Los hay desde los 20 litros hasta los de 1.500 o 3.000, que son los que tenemos abajo, en la planta de producción. Pero todos son necesarios para el proceso de escalado.
–¿Y qué es el escalado?
–El proceso por el que vamos optimizando el crecimiento de un microorganismo, desde el laboratorio hasta la planta de producción. Cuando encontramos en el laboratorio un microorganismo que hace algo interesante, solo sabemos hacerlo crecer en una escala muy pequeña, en matrices de 100 o 200 mililitros. Para producirlo industrialmente, vamos optimizando poco a poco su crecimiento. Primero aprendemos a reproducirlo en fermentadores pequeños, de un litro. Cuando crece ahí de forma óptima, pasamos a uno de 20 litros, donde de nuevo hay que retocar algunos de los parámetros de crecimiento.
–¿Por ejemplo?
–Variar un poco los tiempos o la acidez del medio.
–En resumen, que vais dando saltos, y mejorando en calidad y cantidad la biomasa, hasta que llegáis a la producción industrial.
–Eso es.
–Decías que os compraron un fermentador de 20 litros.
–Y nos lanzaron el reto para ver hasta dónde éramos capaces de llegar. Empezamos a generar más clientes, unos doce más o menos, la mitad de la industria agroalimentaria y la mitad del sector químico-farmacéutico. También empezamos a tener clientes fuera de España y a establecer relaciones con el centro de I+D de Danone, que es el centro mundial de I+D.
A medida que Daniel Ramón entra en detalles, la novela científico-empresarial se llena de tramas secundarias. De repente hacen falta más fermentadoras, y más grandes. Se hace imprescindible también un secuenciador de ADN, lo que implica cambiar de instalaciones, contratar personal… Y todo ello sin parar de trabajar, de investigar, de producir. Ahí aparece en la conversación una bacteria que fabrica, a partir de ciertos residuos, un plástico orgánico con las mismas características que los sintéticos, pero capaz de biodegradarse.
–Sobre esta bacteria –dice– ya había desarrollos descritos, de hecho lo que hicimos fue licenciar una patente del Centro de Investigaciones Biológicas del CSIC y ponernos a trabajar sobre ella para dar el salto a la industria. Luego nos metimos en un proyecto de alimentación para la tercera edad. Buscamos el probiótico frente a la celiaquía porque, al contrario de lo que mucha gente piensa, la mayoría de los diagnosticados son gente mayor que era celiaca y no lo sabía. A partir de los sesenta, se va perdiendo parte de esa microbiota de la que hablábamos antes, ese kilo de bacterias que viven en el tracto intestinal. Se pierden selectivamente y suelen ser bacterias con mucha capacidad antiinflamatoria. Y también queríamos trabajar con el Elegans, ese gusano que ahora es uno de los activos más importantes de Biópolis porque fuimos los primeros en ofertarlo como modelo de evaluación. Y fue rompedor. De hecho, acaba de aparecer una segunda compañía en Cambridge, pero no somos más que dos ofertándolo, lo que ha provocado que muchas compañías grandes se hayan interesado por el tema y hayan venido.
Placa multipocillo para ensayos enzimáticos. / VANESSA MONTERO
–¿Qué es lo que hace tan particular a este gusano?
–Tiene 18.700 genes frente a los 23.000 nuestros, así que no estamos tan alejados. Y compartimos el 40% de esos genes. Lo utilizamos para estudiar la obesidad, el envejecimiento, el alzhéimer… Te voy a poner un ejemplo: el cacao guarda una relación con la salud que viene de la época de Moctezuma, lo llamaban el oro de los dioses porque los aztecas pensaban que tenía propiedades saludables. De hecho, tiene muchas y sabemos que están ligadas a un tipo de moléculas que llamamos polifenoles. De cada kilo de polvo de cacao, un 3% son estos polifenoles. Nos preguntamos cuánto costaría hacer con este producto un ensayo de efecto antioxidante en un ratón o una rata. Costaba seis meses y unos 40.000 euros. Era caro. Ahí nació la discusión sobre la búsqueda de modelos más sencillos. Y el gusano era perfecto. Se le puede hacer reproducirse en plaquitas de cultivo, es sencillísimo de manipular, no es patógeno, no requiere ninguna autorización especial… Vive 21 días y pone huevos. Durante los cinco primeros, el huevo eclosiona y el gusanito empieza a crecer hasta alcanzar un milímetro. Ahí es donde le damos a comer o no los polifenoles del cacao. Y lo que vemos es que los que comen este ingrediente están más activos durante su vejez que los que no. Como te decía, seis meses y 40.000 euros con un ratón; con un Elegans tienes los resultados en cinco días y sin apenas coste. En cuanto a los polifenoles del cacao, está claro que son un ingrediente excepcional para las personas de la tercera edad.
–¿Cuánta gente trabaja ahora en Biópolis?
–Cuarenta y nueve, y empezamos tres. Nuestro problema es que tenemos que trabajar con las empresas y las empresas quieren las cosas en tiempo y en dinero. No quieren una publicación, sino que se resuelva el problema. Si el hallazgo es patentable, se patenta y luego a lo mejor lo publican. Es el cambio a una mentalidad totalmente distinta a la de la investigación por la investigación. Por eso decidimos apostar por gente joven y acabar de formarla en la compañía a todos los niveles. Apostamos por recién licenciados o con la tesis acabada o que tuvieran uno o dos posdoctorales, pero que estuviera dispuesta al cambio. La edad media es de treinta y pocos, el 70% mujeres y el 30% hombres, lo que ha dado lugar al nacimiento de 21 niños desde la creación de Biópolis. Y tenemos otros tres en camino.
Marta Tortajada tiene 34 años y es ingeniera química, responsable del departamento de biotecnología microbiana, que consiste en la aplicación de microorganismos a la industria química y farmacéutica.
–Trabajamos –dice– para empresas que quieren un producto. Utilizamos los microorganismos como si fueran pequeñas fábricas. La idea es conseguir una bacteria o una levadura capaz de fabricar el compuesto que busca nuestro cliente.
Nos encontramos en uno de los laboratorios de Biópolis, adonde Tortajada me ha conducido para que vea el plástico biodegradable producido por la bacteria de la que hemos hablado con Daniel. Tomo un trozo de ese plástico en la mano y resulta que tiene un tacto seductor, te lo imaginas perfectamente para la confección de un impermeable tras el que los contornos del cuerpo se perciban como a través de la mampara de una ducha. Luego me enseña la fotografía de una de las bacterias responsables. Y no es que haya fabricado el plástico, es que se ha convertido, casi literalmente, en plástico. El 90% de ella es plástico ya que, sometida a una situación de estrés, lo ha acumulado en su organismo para hacer frente a tiempos de escasez; el 10% restante es ella, su cuerpo, que ha devenido así en un mero excipiente. No habría más que sacudirla un poco para liberar ese bioplástico que se degrada fácilmente en el aire o en el mar, por lo que la gestión de su residuo no supone ningún problema.
Precipitación de ADN en un tubo de ensayo. / VANESSA MONTERO–
¿Es competitivo este plástico?
–Todavía no, aunque estamos cerca. Los derivados del petróleo cuestan uno o dos euros por kilo; estos están rondando los tres o cuatro. Pero en escalado están casi a la par. De momento se está utilizando para productos de un solo uso como el envasado de cubertería.
–¿Y cuál es la materia prima? ¿A partir de qué fabrica la bacteria este plástico?
–La idea es que lo haga a partir de residuos industriales.
–¿Sería un modo de reciclar la basura?
–Claro.
–¿Y de dónde habéis sacado la bacteria?
–Muchas son aisladas de suelos ricos en el sustrato que nos interesa porque ya se han adaptado a él. Imagina, por ejemplo, que queremos utilizar un lactosuero, que es un subproducto de la producción de quesos. Iríamos a la fábrica y la aislaríamos de donde está ese lactosuero.
–En resumen, aisláis una bacteria, creáis una colonia y hacéis que esa colonia se reproduzca a millones en el caldo de cultivo que introducís en los fermentadores…
–Sí, el aspecto es como de un cocido, están en un líquido muy denso, como un puré.
–¿Qué basuras son susceptibles de convertirse en plástico?
–Muchas. Las bacterias, como seres vivos que son, necesitan hidratos de carbono y proteínas, que son los componentes de la fuente de la vida. En la industria de la leche y el queso hay mucha lactosa residual que se puede utilizar. La industria cervecera produce también mucho bagazo rico en azúcar. En las industrias agrarias hay restos de paja, tronco o ramas que contienen celulosa. Todo se puede degradar y con ello obtenemos comida para que crezcan las bacterias.
–Supongamos que una fábrica de quesos ha producido una cantidad equis de residuos que tienen en la basura…
–Y normalmente están pagando para que se los lleven porque no se pueden tirar a la red. Idealmente, igual que las fábricas tienen depuradoras, podrían tener una instalación anexa con un tanque como los que tenemos aquí y la bacteria se alimentaría de ese residuo, que sería el caldo de cultivo.Sntander
–¿Contiene el plástico en el interior de su cuerpo porque al metabolizar el residuo lo ha convertido en plástico? –Eso es.
Marta abre una de las neveras del laboratorio y saca un bote de residuos. El aspecto es el de una basura cualquiera del cubo de restos orgánicos de una casa cualquiera. Pero no huele mal porque está fría.
–Esta es la materia prima tal cual –dice–, este es alimento de las bacterias. La acondicionaríamos un poco y quedaría con un aspecto similar, pero algo más denso.
–Y sobre él soltaríais una colonia de bacterias. ¿Cómo les provocáis el estrés para que produzcan más?
–Haciendo que les falte algo en el medio de cultivo. Por ejemplo, pueden tener mucha comida, pero que les falte un poco de oxígeno o nitrógeno. Ante esa escasez se disparan mecanismos para acumular comida. Esa comida es el plástico que ellas mismas han producido.
–Todavía no, aunque estamos cerca. Los derivados del petróleo cuestan uno o dos euros por kilo; estos están rondando los tres o cuatro. Pero en escalado están casi a la par. De momento se está utilizando para productos de un solo uso como el envasado de cubertería.
–¿Y cuál es la materia prima? ¿A partir de qué fabrica la bacteria este plástico?
–La idea es que lo haga a partir de residuos industriales.
–¿Sería un modo de reciclar la basura?
–Claro.
–¿Y de dónde habéis sacado la bacteria?
–Muchas son aisladas de suelos ricos en el sustrato que nos interesa porque ya se han adaptado a él. Imagina, por ejemplo, que queremos utilizar un lactosuero, que es un subproducto de la producción de quesos. Iríamos a la fábrica y la aislaríamos de donde está ese lactosuero.
–En resumen, aisláis una bacteria, creáis una colonia y hacéis que esa colonia se reproduzca a millones en el caldo de cultivo que introducís en los fermentadores…
–Sí, el aspecto es como de un cocido, están en un líquido muy denso, como un puré.
–¿Qué basuras son susceptibles de convertirse en plástico?
–Muchas. Las bacterias, como seres vivos que son, necesitan hidratos de carbono y proteínas, que son los componentes de la fuente de la vida. En la industria de la leche y el queso hay mucha lactosa residual que se puede utilizar. La industria cervecera produce también mucho bagazo rico en azúcar. En las industrias agrarias hay restos de paja, tronco o ramas que contienen celulosa. Todo se puede degradar y con ello obtenemos comida para que crezcan las bacterias.
–Supongamos que una fábrica de quesos ha producido una cantidad equis de residuos que tienen en la basura…
–Y normalmente están pagando para que se los lleven porque no se pueden tirar a la red. Idealmente, igual que las fábricas tienen depuradoras, podrían tener una instalación anexa con un tanque como los que tenemos aquí y la bacteria se alimentaría de ese residuo, que sería el caldo de cultivo.Sntander
–¿Contiene el plástico en el interior de su cuerpo porque al metabolizar el residuo lo ha convertido en plástico? –Eso es.
Marta abre una de las neveras del laboratorio y saca un bote de residuos. El aspecto es el de una basura cualquiera del cubo de restos orgánicos de una casa cualquiera. Pero no huele mal porque está fría.
–Esta es la materia prima tal cual –dice–, este es alimento de las bacterias. La acondicionaríamos un poco y quedaría con un aspecto similar, pero algo más denso.
–Y sobre él soltaríais una colonia de bacterias. ¿Cómo les provocáis el estrés para que produzcan más?
–Haciendo que les falte algo en el medio de cultivo. Por ejemplo, pueden tener mucha comida, pero que les falte un poco de oxígeno o nitrógeno. Ante esa escasez se disparan mecanismos para acumular comida. Esa comida es el plástico que ellas mismas han producido.
Lo que acabamos de ver es un ejemplo del trabajo del departamento de Marta para la industria química. También trabajan para la farmacéutica, en la búsqueda de principios activos que curen una u otra enfermedad.
–Pero no te puedo dar ejemplos concretos –dice–, porque tenemos premisas muy estrictas de confidencialidad. Muy rara vez nos dejan hablar del producto final, casi nunca del proceso y muchas veces ni siquiera dar el nombre de la empresa.
Me asomé al microscopio y lo vi: allí estaba el gusano del que tanto y tan bien había oído hablar. Ahí estábamos los dos, él con sus 18.700 genes, y yo con mis 23.000, no tan alejados el uno del otro, en efecto, sobre todo si teníamos en cuenta que compartíamos casi la mitad. Pensé que Dios jugaba a los dados con los genes: los metía en un cubilete, los agitaba y salía un Elegans. Volvía a meterlos y a agitarlos y salía un tipo como yo. El Elegans, mi semejante, mi hermano, se deslizaba sobre la superficie plana de una porción de gelatina, de nombre agar, en la que estaban contenidos todos los nutrientes que necesitaba para completar su ciclo, y quizá el mío. La gelatina se encontraba a su vez en una de las llamadas plaquitas de cultivo, que son unos recipientes redondos, de plástico, con las paredes muy bajas. A la luz del microscopio, el agar había adquirido un color dorado, de modo que daba la impresión de que el nematodo, que así es como se dice formalmente gusano, se deslizaba sobre un medallón de oro blando sobre el que iba dejando la huella de su cuerpo. Y no es gratuito que lo llamen Elegans, pues sus movimientos son de una distinción notable. No sé cuántos había en la plaquita de cultivo a la que yo me había asomado, no muchos, quizá veinte o treinta, cada uno alejado de los otros, porque no son gregarios, y cada uno dedicado a la escritura de un texto, pues sus ondulaciones dibujaban sobre la gelatina de oro las palabras de un alfabeto muy parecido al nuestro, aunque con un número exagerado de vocales. Tales surcos resultan muy útiles para estudiar su grado de movilidad, que disminuye a medida que envejece. Una curiosidad triste, por cierto, o alegre, no lo sé: al envejecer, se agrupan...
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