S. es un profesor madrileño que lleva varios cursos dando clase en una universidad de Estados Unidos, y que ha estado a punto de perder su trabajo y la residencia en el país porque no podía mostrar su título de doctor. S. acabó el doctorado hace dos años y medio en la Universidad Pontificia de Comillas, pero, al igual que todos los flamantes doctores españoles, sólo obtuvo un recibo diciendo que había pagado las tasas y que ya le darían el título algún día. Recibo que adjuntó en Utah a los demás documentos y que, naturalmente, causó la estupefacción e hilaridad de los funcionarios americanos. ¿Cómo? ¿Que hacía más de dos años que había terminado y sólo podía mostrar ese papelajo? S. tenía que estar mintiendo, dedujeron los burócratas, incapaces de concebir un sistema educativo que tarde años en entregar un documento oficial. Rozando ya la deportación, el desesperado S. recibió por fin el título, aunque previamente su padre tuvo que ir al Ministerio de Educación español (¡que es quien lo concede!) para legalizar allí la firma del rector. Este retraso intolerable e inconcebible sucede con todas las universidades: el padre de S., que acaba de doctorarse tardíamente en la Complutense, ha sido advertido de que tardará cuatro años en obtener el diploma por ser de un plan antiguo. Miles de jóvenes que están saliendo por la crisis de España se encuentran atrapados en esta trampa angustiosa, incapaces de convalidar sus estudios o de emplearse por la falta de ese maldito papel. Que expedir un título lleve tantos años es un misterio más impenetrable que la física cuántica y una clara medida de la modernidad del país: estamos más o menos a la altura de los monjes copistas de la Alta Edad Media. Cuando por fin recibió su título, S. lloró. Yo también estoy a punto de hacerlo.
ROSA MONTERO 24 MAR 2015
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