En realidad, todo el sistema de dominación nazi estaba pensado según esos principios. La ocupación de territorios del Este, en Polonia y Rusia, se organizó para lograr la máxima producción de alimentos que proveerían a los ejércitos alemanes. Del mismo modo, los más de siete millones de prisioneros y trabajadores forzados extranjeros que había en el Reich estaban dedicados a producir. Cuando los polacos que trabajaban en los campos alemanes regresaron a su país, al fin de la guerra, no quedaba nadie para cultivar la tierra, de modo que los aliados se vieron forzados también a hacer trabajar a los prisioneros de guerra para paliar el hambre.
Todo, hasta la propia aniquilación de los judíos, se pensó con criterios de rentabilidad. El protocolo de la conferencia de Wannsee de 20 de enero de 1942, que planeaba la eliminación final de los judíos de Europa, preveía que once millones de judíos fueran evacuados hacia un destino indefinido, en Rusia o más allá. Conducidos en grandes columnas, separados por sexos, se les haría construir carreteras. “No hay duda -añadía el protocolo- que se perderá una gran proporción de ellos a consecuencia de la selección natural. Los que queden necesitarán un tratamiento adecuado, porque sin duda representan la parte más resistente y se podrían transformar en el germen de una resurrección judía (pruebas de ello hay en la historia)”.
Pero la mejor muestra de racionalidad económica la tenemos en los grandes campos de concentración, donde, según cálculos de Wachsmann, murieron 1.700.000 personas (menos de la tercera parte de los seis millones de víctimas del holocausto). El secreto de su rentabilidad era utilizar hasta el agotamiento unos trabajadores que costaban muy poco de mantener y que eran exterminados cuando dejaban de ser útiles, como lo eran también la mayor parte de los hijos de las trabajadoras en las guarderías de las fábricas. Eliminar los costes improductivos garantizaba una alta competitividad.
Auschwitz-Birkenau fue el ejemplo más representativo del holocausto industrial. Constaba de tres unidades: Auschwitz I era un centro de producción industrial con talleres de las SS e industrias de armamento. Pero también era un centro de experimentos médicos, donde profesores universitarios practicaban la vivisección. Auschwitz II Birkenau era el gran campo de exterminio y Auschwitz III Monowitz, proporcionaba trabajo a la gran fábrica de caucho sintético de las IG Farben. Había además un sistema de una cincuentena de campos auxiliares extendidos por Silesia, con granjas, minas de carbón, canteras, piscifactorías… La vida activa de los trabajadores-esclavos de este sistema industrial era corta, pues acababa cuando ya no rendían adecuadamente y eran enviados a Birkenau para ser liquidados. De los 1.700.000 muertos del conjunto del sistema de campos de concentración, Auschwitz aportó 1.100.000.
Quizás alguien extrañe que haga estas consideraciones en un espacio destinado a reflexionar sobre cuestiones del mundo en que vivimos. Pero estas lecturas me han hecho pensar en las semejanzas que hay entre la lógica de los campos de concentración y las políticas de austeridad que se nos imponen. Los fundamentos son los mismos: minimizar los costes del trabajo y eliminar el derroche de recursos que significa mantener a quienes no están en condiciones de producir. La reducción de costes salariales se ha conseguido con una medida genial, la “flexibilización del empleo”, que al dejar los trabajadores indefensos ante el paro, ahorra a los empresarios las molestias que antes causaban las disputas por el salario justo (¿qué sentido tiene hablar de “salario mínimo” cuando hay contratos de 0 horas?).
Eliminar a los que ya no son productivos se realiza discretamente con la rebaja de las pensiones. Es un procedimiento más lento, que seguramente será más eficaz en el futuro (con el copago de los medicamentos, por ejemplo), pero mucho más limpio que quemar en un horno. Para acabar de parecerse al modelo original, comprobamos que a los acreedores alemanes actuales no carecen, respecto a los europeos del sur, de la misma convicción de superioridad racial que hacía decir a Goebbels que los polacos “son más bien animales que humanos”.
Me preocupa lo que pasa en el campo de concentración en que se ha convertido Grecia, porque teniendo en cuenta la situación de nuestro país, donde el volumen de deuda pública está en torno al 99% del PIB (300.000 millones más de deuda que cuando Rajoy llegó al poder), lo que puede suceder si suben los bajos tipos de interés actuales, que permiten atenderlos sin demasiados problemas, sería sencillamente un desastre.
Quizás es por eso que, en la misma semana, el FMI y el señor Luis de Linde, gobernador del Banco de España, nos han dado la misma clase de consejos. Donde el FMI pedía reducir salarios (con despido más barato aún) y limitar nuestros costes de mantenimiento (subiendo el IVA y reduciendo la aportación del estado en educación y sanidad), el señor Luis de Linde, lleno de entusiasmo, ha ido aún más allá, pide una nueva reforma laboral (¿que más derechos pueden quitar aún a los trabajadores?) y avisa de que no nos hagamos ilusiones de mantenernos con las pensiones cuando seamos viejos.
No es todavía exactamente cómo el campo de concentración, pero a medida que aprenden se parece cada vez más.
Josep Fontana, miembro del Consejo Editorial de SinPermiso, es catedrático emérito de Historia y dirige el Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Maestro indiscutible de varias generaciones de historiadores y científicos sociales, investigador de prestigio internacional e introductor en el mundo editorial hispánico, entre muchas otras cosas, de la gran tradición historiográfica marxista británica contemporánea, Fontana fue una de las más emblemáticas figuras de la resistencia democrática al franquismo y es un historiador militante e incansablemente comprometido con la causa de la democracia y del socialismo.
Publicado en La Lamentable el 08/07/2015. Traducción de Xavier Caño
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