Tengo 26 años, soy de Ciudad Real, estoy graduado en Telecomunicaciones y en Animación Deportiva y acabo de regresar de la vendimia en Francia.
Sobre el papel, lo de pasar quince días seguidos recogiendo uvas puede sonar duro. Pero en España ya había trabajado en la campaña de recogida de melones y sandías, por lo que, en comparación, el tamaño de las uvas no era gran cosa. Y, además, había otra motivación indiscutible: en Francia se gana casi el doble por cada hora trabajada.
Un amigo que estudió de Erasmus en Francia llevaba tres años acudiendo a la vendimia, por lo que este año me invitó a apuntarme. Como nunca he tenido un contrato fijo, sino que llevo varios años enlazando contratos temporales, ningún compromiso me impidió hacer la maleta y probar suerte.
Al final nos apuntamos seis ciudadrealeños, por lo que el viaje, más allá de lo laboral, ha sido una experiencia compartida, la de seis jóvenes obligados a alejarse de sus casas para salir adelante. Buena parte del trayecto la hicimos juntos en una furgoneta, por lo que pudimos apoyarnos mutuamente y, en algunos momentos, convertir las jornadas en algo divertido.
Nuestra primera parada fue una bodega de la región de Champagne, la zona en la que se elabora el champán. Sí, existe la probabilidad de que las uvas del champán con el que brindes las próximas Navidades las hayamos recogido nosotros.
No es la primera vez que trabajo en las cenas navideñas de los demás. Hace unos años tuve que marcharme a Inglaterra para otro trabajo temporal. En aquella ocasión, mi misión consistía en visitar criaderos de pavos, meter los animales en cajas y llevarlos al camión que los conduciría al matadero. Como podéis imaginar, esas Navidades no quise cenar pavo. Ni esa, ni las siguientes, porque aquella experiencia fue traumática y desde entonces reduje mi consumo de carne.
Volviendo a la vendimia, unas furgonetas pasaban a las ocho de la mañana para recoger a las quince personas que componíamos la cuadrilla en Champagne. Trabajábamos ocho horas recogiendo uvas, y aquello no tenía mucha historia. Era una versión de Tiempos modernos, la película de Charles Chaplin, pero entre vides.
En una vendimia, no hay manera de escapar al dolor en los riñones. Pero, al menos, en Francia las condiciones son mejores que en España. Además del salario superior (casi 10 euros por hora en Francia), nuestro patrón daba dinero a los empleados por sus desplazamientos. En España, en pocas empresas se preocupan por cómo llegas al trabajo. Luego, las horas extras estaban perfectamente estipuladas en el contrato y nos las pagaron religiosamente. En España, las empresas tampoco acostumbran a preocuparse por las horas extras. Y, para colmo, nuestro jefe nos pagó una cantidad adicional solo porque estaba contento con nuestro rendimiento.
Tras la intensa jornada en el viñedo, nos devolvían al lugar donde dormíamos: una parcela de nuestro jefe en la que plantamos nuestras tiendas de campaña. Para que os hagáis una idea, nuestra vida se parecía, en esas horas libres, a la de un camping: nos duchábamos, preparábamos la cena (pasta, lentejas y cosas así) y nos relajábamos.
Siempre tratábamos de llenar la tarde con actividades, porque así evitabas sentirte como una máquina. Por ejemplo, jugábamos al ajedrez o nos acercábamos a un lago para bañarnos. Otra de mis actividades favoritas consistía en buscar tiendas de segunda mano para comprar prendas llamativas a un euro y hacer la vendimia con ellas. Lucir estampados floreados entre las viñas generaba un efecto de lo más cómico. En un entorno tan áspero, aprendes a valorar las cosas pequeñas: uno de los mejores momentos del día era cuando abríamos unas latas de cerveza, unas bolsas de patatas y nos sentábamos a charlar.
El ambiente fue aun más singular durante nuestra segunda semana de vendimia, en Sagy. En este caso, la bodega elaboraba vino ecológico, aunque eso no supuso ningún cambio en la recogida de uvas. Lo que sí cambió fue la atmósfera del campamento, mucho más bohemia. Había hipsters barbudos, un escultor, dos griegos que habían hecho parte del trayecto desde su país en bicicleta, gente que tocaba la armónica, la guitarra, el acordeón...
Además, en este campamento los dueños de la bodega ofrecían todos los días un menú de comida ecológica. Eso sí, había que pagar siete euros, por lo que tampoco compensaba demasiado y mantuvimos nuestro régimen de latas y pastas.
La última noche, incluso, se celebró una gran fiesta, en la que elegimos a la reina y al rey de la vendimia. Nos paseamos por el pueblo contentos por haber acabado, y los vecinos nos jalearon y nos felicitaron por tanto esfuerzo. Aquello parecía la entrada de una tropa victoriosa tras una batalla.
Esa última noche, nosotros preparamos unas tapas para que nuestros compañeros probaran la comida española. También nos planteamos la posibilidad de enseñarles a preparar calimocho, pero nos contuvimos porque nuestros jefes, unos bodegueros tan concienciados con lo ecológico, probablemente lo habrían tomado por un sacrilegio.
Si tengo ocasión, el año que viene repetiré la experiencia. Porque viajar al extranjero siempre es enriquecedor. Y, además, se gana algo más de dinero. Aunque, quién sabe, quizás en los próximos meses consiga en España un trabajo estable.
Estuve a punto de conseguirlo al terminar mi Grado Superior en Telecomunicaciones. Trabajé como becario -por 500 euros al mes- durante unos meses en la televisión autonómica manchega. Pero mi continuidad era imposible porque ya estaban despidiendo trabajadores. Algo parecido le ha ocurrido a toda mi promoción: ninguno de mis compañeros, que yo sepa, está ocupado en algo relacionado con nuestros estudios.
De los vendimiadores que viajaron conmigo desde Ciudad Real, algunos se quedaron en Francia haciendo malabares en los semáforos -en un buen día, podían llegar a ganar 90 euros por hora-. Yo he vuelto a España para empezar un nuevo trabajo temporal. Por suerte, tiene que ver con mi segundo grado, ya que es de animador deportivo en un club de campo. La parte negativa es que solo trabajo los fines de semana.
Este texto, que había comenzado siendo una descripción sobre la vendimia, se ha convertido en un retrato del desmoralizador panorama laboral que encontramos los jóvenes. Normalmente se culpa a los políticos por ello. Y sí, yo les mandaría lejos de sus casas a recoger uvas, sandías, melones y pavos, para que así aprendan a comprendernos.
Pero no debemos volcar todas nuestras esperanzas en los políticos: ellos no tienen una varita mágica que vaya a solucionar las cosas de un día para otro. Pienso que, como sociedad, todos tenemos algún tipo de responsabilidad: los jefes deberían cuidar a sus trabajadores y los trabajadores deberíamos cuidarnos entre nosotros. Si queremos exigir a los políticos que nos ayuden, tenemos que ayudarnos entre nosotros. Si ellos no nos dan ejemplo, deberíamos dárselo nosotros.
Los jóvenes atravesamos una época complicada, sí. Pero no debemos desaprovechar ninguna ocasión para aprender, para convertirnos en mejores personas. El hecho de trabajar fuera, por ejemplo, a mí me ha ayudado a comprender a los trabajadores extranjeros que vienen a nuestro país. Debemos transformar nuestras dificultades en una energía positiva. Aunque eso jamás nos hará olvidar el dolor en los riñones tras una jornada en la vendimia.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Julián Tosina.
http://verne.elpais.com/verne/2016/10/10/articulo/1476094066_562751.html
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