Es evidente que la maldad existe. Y también existe la estupidez, que para el historiador italiano Carlo Maria Cipolla es más dañina que la maldad. En su celebérrimo libro Allegro ma non troppo, Cipolla desarrollaba su teoría de la estupidez dividiendo a la humanidad en cuatro grupos: los inteligentes, cuyos actos son beneficiosos para ellos mismos y para la colectividad; los incautos, que actúan dañándose a sí mismos y beneficiando a los demás; los malvados, que hacen daño a los demás en beneficio propio, y los estúpidos, que se perjudican a sí mismos y perjudican también a todo el mundo. Yo añadiría dos subcategorías, la del malvado inteligente y la del estúpido malvado, que me parecen aún más peligrosas.
Pienso en todo esto tras leer en EL PAÍS el reportaje de Amanda Mars y Pablo Guimón sobre los asaltantes al Congreso de Estados Unidos. Una colección de humanos tan deprimente, demencial, mostrenca y penosa que, si llego a ver a unos tipos así en una película, inmediatamente hubiera condenado el filme por su exageración, por su esquematismo, por cargar las tintas de manera sectaria pintando unos personajes tan imposibles. E imposibles son, eso desde luego; imposibles de tratar y de entender. Pero reales.
Está arrasando el mundo una tormenta fatal de necedad con una capacidad destructiva mayor que mil Filomenas. Y esto me recuerda nuevamente a Cipolla, cuya primera ley fundamental de la estupidez (“siempre e inevitablemente cualquiera de nosotros subestima el número de individuos estúpidos en circulación”) me parece una de las perlas del conocimiento humano. Los mentecatos, en fin, se multiplican últimamente como conejos. Todos ellos son desesperantes y dañinos, pero aun así supongo que hay diferencia entre aquellos que simplemente creen que la nieve es una falsificación perpetrada por el Estado y que puedes quemarla con un mechero, como piensan (bueno, pensar no parece el verbo más adecuado, se diría que las almejas piensan más que ellos) los descerebrados de QAnon, y aquellos que además salen a asaltar el Congreso armados con pistolas eléctricas, llevando bridas policiales para atar, pateando cristales, defecando en pasillos y rompiendo la cabeza de guardias con extintores. Los segundos, aparte de ser unos majaderos colosales, son lo que se dice mala gente. Narcisos, egocéntricos, megalomaniacos, violentos, asociales. Personas que odian al prójimo.
La maldad de los imbéciles, en fin, resulta especialmente deprimente porque parece imposible defenderse de ella, dado que cualquier razonamiento rebotará en la vacía caverna de sus cráneos. Pero quiero creer que su florecimiento es coyuntural. Andan muy crecidos en el mundo porque consiguieron colocar al malvado estúpido de Trump en la presidencia del imperio. Los conspiroparanoicos hablan del Deep State (el Estado profundo) como el ente maligno que cubre sus aceras con nieve de plástico, pero creo que nosotros podríamos hablar con mucha más propiedad de la conjura de los necios que hemos padecido estos últimos años. Ahora han perdido una batalla importante y hay herramientas políticas para desactivarlos.
Y mientras tanto, para contrarrestar la desolación que produce la abundancia de tanto imbécil feroz, podemos pensar en toda esa gente buena que rara vez sale en los periódicos. Los sanitarios con las caras destrozadas por los equipos de protección en las largas horas de lucha contra el virus. Las enfermeras de asistencia domiciliaria que se lanzaron a la calle en mitad de la nevada para no desatender a sus pacientes. Las cuidadoras de ancianos, la mayoría inmigrantes con sueldos míseros, que hicieron lo mismo, heroicamente, para no abandonar a sus viejos. Esto ahora, en los momentos críticos. Pero siempre, además, esa dependienta que llega a su casa en el extrarradio a las diez de la noche, tras dos horas de trayecto y un día de trabajo aniquilante, y que antes de entrar en su piso pasa por el del vecino enfermo para prepararle la cena; o ese jubilado que cuida a los hijos de su vecina para que pueda ir a trabajar. Una multitud de personas generosas combatiendo con su luz las tinieblas del mundo. Estoy convencida de que la buena gente abunda mucho más, pero actúan en silencio y no llevan cuernos. Malvados estúpidos, rendíos.
Rosa Montero, El País
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