Lo chocante, sin embargo, es que altos funcionarios y autoridades entren en el debate limitándose a descalificar la propuesta sin aportar ningún tipo de razón, tal y como ha ocurrido con la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, y el vicepresidente, Luis de Guindos.
Lagarde ha sido muy directa y contundente, hasta el punto de que el diario El Mundo afirmaba que había «abroncado» a quienes realizamos la propuesta. Concretamente, la presidenta del Banco Central Europeo afirmó: «si la energía que se gasta en pedir la cancelación de la deuda por parte del BCE se dedicara a un debate sobre el uso de esta deuda, ¡sería mucho más útil!».
Es una declaración triplemente desafortunada. Una auténtica desfachatez.
En primer lugar, porque Christine Lagarde fue la responsable de la economía y las finanzas francesas en el periodo (2007-2011) en que más creció la deuda pública de ese país desde el final de la segunda guerra mundial: en sus cuatro años de gobierno subió lo mismo (23,3 puntos porcentuales del PIB) que en los quince anteriores. ¿Cómo se atreve Christine Lagarde a dar lecciones sobre control del gasto público a los demás?
En segundo lugar, es también vergonzoso que sea la presidenta del Banco Central Europeo quien responsabilice a los demás del incremento del gasto público sabiendo que este justamente se disparó porque esa institución fue incapaz de desempeñar correctamente la función que tiene encomendada: la supervisión del sistema financiero.
La falta de pericia de sus autoridades y responsables, o quién sabe si su complicidad con las entidades privadas, le impidieron detectar los fraudes, las malas prácticas y los engaños que cometieron docenas de bancos en los años anteriores a la crisis de 2007-2008 y que han costado billones de euros a los gobiernos europeos. ¿Cómo se atreve la presidenta de una institución tan torpe y corresponsable del mayor incremento de la deuda pública europea a dar lecciones a los demás sobre el origen de esta última?
En tercer lugar, las declaraciones de la responsable de la máxima autoridad financiera europea son también una desfachatez porque ocultan (puesto que es imposible que Lagarde no lo sepa) cuál es la auténtica razón que ha provocado el gran incremento de la deuda pública europea en los últimos años.
Los datos de la oficina europea de estadística, Eurostat, no dejan lugar a dudas: los 19 países de la eurozona acumulaban en 1995 4,1 billones de euros de deuda pública y 10 billones a finales de 2019. Y ese incremento de 5,9 billones de euros ha ido de la mano del pago de 6,4 billones de euros en intereses, el 108%.
La señora Lagarde, como los demás responsables del Banco Central Europeo, lo saben perfectamente: la razón del gran e indeseable incremento de la deuda pública europea desde los años ochenta del siglo pasado se debe a la factura añadida que se ha de pagar al haberse prohibido que el banco central financie al gobierno para que lo haga la banca privada, quien así pasó a ganar esa fabulosa cantidad de dinero en forma de intereses.
Esa es la razón, por cierto, de que una ministra de economía y finanzas como Lagarde, bajo cuyo mandato se produce el mayor endeudamiento de la historia reciente en su país, sea considerada como una gran dirigente económica y pase a ocupar sucesivos puestos de aún mayor responsabilidad. Y es que, efectivamente, lo hizo magníficamente bien: el aumento de la deuda que provocó es el gran negocio que la banca privada desea que le pongan en bandeja las autoridades políticas a su servicio, como lo es la actual presidenta del Banco Central Europeo.
Pero si las declaraciones de Lagarde son una desfachatez, no se quedan atrás las del vicepresidente del Banco Central Europeo, Luis de Guindos.
Por un lado, ha afirmado que la propuesta de reestructuración que proponemos es ilegal. Algo que resulta cuanto menos sorprendente cuando estamos hablando de una institución a quien el artículo 123 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea prohíbe expresamente financiar a los gobiernos y que, sin embargo, posee en sus balances casi la tercera parte de la deuda pública europea, después de haberla comprado a su libre albedrío en los mercados.
De Guindos conoce perfectamente las condiciones (ya de por sí retorcidas) que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea estableció para que el programa de compra de activos del Banco Central Europeo se pudiera considerar compatible con esa prohibición. Y sabe igualmente que esas condiciones no se han dado ni se dan cuando el BCE ha estado interviniendo en los últimos meses para evitar el colapso financiero en la eurozona.
¿Cómo tiene, entonces, Luis de Guindos la osadía de descalificar una propuesta diciendo que es ilegal, no solo cuando el BCE sí está actuando ilegalmente, sino cuando la propuesta de reestructuración que hemos hecho ni tan siquiera tiene por qué implicar financiación adicional, sino simplemente la conversión de deuda a más corto plazo en otra perpetua?
El segundo argumento del vicepresidente del Banco Central Europeo («la cancelación de deuda no tiene ningún sentido económico o financiero en absoluto») tiene todavía menos enjundia.
Es imposible que de Guindos desconozca un hecho indiscutible: todas las crisis de deuda que ha habido a lo largo la historia sin excepción (y la pandemia de la covid-19 va a provocar una y bien grande, sin lugar a dudas) se han resuelto con algún tipo de reestructuración o quita. Por tanto, el sentido económico y financiero que Luis de Guindos no ve en la medida que hemos propuesto es bastante obvio: proporcionar la única solución posible para detener un incremento de la deuda que, por definición, no puede ser indefinido.
Lo que se está proponiendo es una alternativa realista a la crisis de deuda que se avecina como consecuencia del incremento inevitable del gasto público ocasionado por la covid-19. Es menos contrario a la legalidad que lo que está haciendo desde años el Banco Central Europeo. No implica un privilegio para los gobiernos, sino que los obligaría a realizar, a cambio, inversiones productivas en el contexto de políticas generales que podría supervisar el propio BCE. Es la única forma de permitir que, una vez superada la pandemia, la economía no se paralice por falta de demanda, al tener que dedicar los recursos disponibles al pago de la deuda; y, en fin, es una propuesta que evita que la pandemia de ahora la paguen las generaciones futuras.
Hay que ser conscientes, eso sí, de que la propuesta tiene dos serios inconvenientes: sustituye a la deuda (el negocio de los bancos) por la inversión productiva (el negocio de todos) como motor de la economía; y atenta contra los mitos económicos que quienes se benefician de ellos han conseguido convertir en dogmas. Es lógico, pues, que el poder financiero y sus acólitos carguen contra la propuesta, por muy rigurosa, justa y sensata que sea.
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