En la isla donde vivo hay un sendero de los sentidos: un recorrido natural en un parque rural, rodeado de laurisilva y construido en la mayor parte de su recorrido también para personas con movilidad reducida, además de otras diversidades.
Pero no solo eso: en el sendero de los sentidos la experiencia de aprender se vuelve plena. Se invita al visitante a escuchar el sonido de la naturaleza, palpar la corteza del tronco de los árboles y leer en distintos lenguajes los significados que resuenan en este incomparable paraje enclavado en el corazón insular.
Allí voy en ocasiones con mis hijos y, cada uno, con sus particularidades, reconoce el haz y el envés de cada segmento de pequeñas existencias vivas, tejidos de lo que llamamos biodiversidad. Y eso es lo importante: que cada uno lo experimenta de forma plena en su diferencia.
En una determinada forma de entender el mundo, muchas de estas diferencias se han quedado fuera de la comprensión y expresión de lo que nos rodea: en el acceso a bienes, servicios, recursos, cultura u órganos de poder. Y también de las posibilidades de aprendizaje.
Lejos de esa perspectiva inclusiva de la vida también se quedaba, hace más de sesenta años, la niña afroamericana Ruby Bridges. Imagino que muchos conocen su caso: con apenas seis años, desafió los privilegios de una parte del planeta al comenzar a ir a una escuela para blancos. En una entrevista concedida muchas décadas después al medio británico BBC, declaró lo siguiente al referirse a una de sus maestras en aquel nuevo colegio, la Sra. Henry: “Lo primero que pensé fue, ‘¡Es blanca!’, porque nunca había tenido una profesora blanca y no sabía qué esperar.”
El Diseño Universal para el Aprendizaje es una aportación crucial a la injusticia social que ha supuesto la segregación, la invisibilización o la exclusión a lo largo de la historia, en razón de origen, discapacidad, barrera idiomática o cualquier otra condición de partida. No es una metodología, una técnica, una herramienta o un instrumento: es una forma de entender nuestras relaciones humanas, sociales, educativas y culturales alineada con los derechos humanos. Por eso, su introducción en la Lomloe está más que justificada, más allá del supuesto “dirigismo” metodológico, en donde muchos han querido encasillar las nuevas propuestas pedagógicas vigentes en materia de inclusión.
El DUA, las siglas con las que ya se conoce popularmente, viene anticipado en cierto modo desde el artículo 2 de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad —aprobada hace casi 20 años e incorporada al ordenamiento jurídico español—. Ahí ya se habla de “diseño de productos, entornos, programas y servicios que puedan utilizar todas las personas, en la mayor medida posible, sin necesidad de adaptación ni diseño especializado”. Nihil novum sub sole, por lo tanto.
Dentro del contexto educativo, esta arquitectura escolar tampoco es novedosa. Si nos paramos a pensar, podemos encontrar signos de ella en muchos de los intentos que siempre realizamos para elaborar nuestros planteamientos didácticos o unidades de aprendizaje, de forma que lleguen a una mayor cantidad de alumnado y se incrementen sus posibilidades de éxito. Recuerdo, así, que durante lo peor de la pandemia ajustamos nuestros diseños a las dramáticas realidades emergentes. Intentamos, durante ese tiempo que nos sigue erizando la piel al removerlo, buscar muchas formas de presentar, representar o transmitir la información a nuestros chicos y chicas, así como de recibirla a través de múltiples formatos y soportes. Rompimos los límites ayudados por una desbordante digitalización en el tiempo en el que, de forma paradójica, más limitados nos hemos sentido en nuestra historia reciente.
En concreto, recuerdo que, en mis clases de Lengua, varié las formas de entrega de trabajos para, por ejemplo, evaluar la expresión oral. Una alumna con rasgos TEA, sin ir más lejos, se decantaba por no presentar sus exposiciones en vídeos, sino a través de podcast, con resultados muy buenos. Con un alumno migrante con escaso dominio del español, un curso después, trabajé la exposición oral en grupo a partir de obras literarias de su país, en su idioma, mientras utilizaba traductores digitales y los compañeros de su grupo le servían de soporte. Nadie en esos momentos me decía que ahí se anticipaban algunos principios del diseño universal pero, sin embargo, con estos sencillos gestos no se quedaron atrás. En cierta forma, estaba contribuyendo a universalizar el acceso a un derecho: el derecho a aprender.
El DUA no es un “negocio” para algunos, como se han llegado a referir algunos al hablar de él. Es una nueva forma de entender la educación que aglutina derechos, objetivos y principios vinculados al desarrollo y a los avances de nuestro tiempo, con el fin de rescatar a colectivos excluidos o segregados a lo largo de la historia. Da respuesta a la gran incógnita de esa educación inclusiva real que muchos ansiamos, al reformular el paradigma de calidad educativa según la noción de igualdad de oportunidades tal y como la entiende Naciones Unidas.
Tampoco es un “invento”, ni una pseudociencia: es un reto para transformar en la escuela lo que ya ha ido cambiando desde hace décadas en otras actividades humanas, sociales, laborales y culturales cercanas a nuestros entornos. Es una intervención sobre el medio y el engranaje, en este caso, curricular, lo que nos lleva a hablar de la necesidad de universalidad el diseño, como mantiene el National Center on Universal Design for Learning, “a través de propuestas flexibles que pueden personalizarse y ajustarse a las necesidades individuales”. Ese es su sentido.
El diseño de la enseñanza de manera universal ha sido aplicado con éxito desde hace años en contextos como, por ejemplo, New Brunswick, provincia canadiense que centra su modelo de inclusión total en el principio de la enseñanza diferenciada, un andamiaje multinivel que ofrece oportunidades de aprendizaje variadas en función de los perfiles de cada estudiante.
¿Qué queda mucho por recorrer para alcanzar etapas avanzadas en ese “sendero de los sentidos” que es el DUA? Claro que sí. Trabajar en el marco de la “ecología de la equidad” (así se refieren autores como Ainscow o Goldrick a la inclusión educativa) no es fácil, y más en un panorama complejo y de gran sobrecarga para los docentes. Pero, cuando sintamos que todo se hace cuesta arriba o cuando digamos que sí, que sabemos el qué, pero no el cómo, miremos a nuestro alrededor en nuestras aulas y pensemos cuántos pueden acceder al aprendizaje como experiencia plena y cuántos no por razones que les son ajenas, lo que los lleva a permanecer invisibles como la niña Ruby Bridges. Invisibles solo porque alguien, una vez, entendió la educación de otra manera.
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