Alan Riding desenmascara las sombras que pesan sobre algunos intelectuales y artistas, y reivindica a otros que no reclamaron recompensas ni honores.
El general De Gaulle hizo (algo) más que dirigir la Resistencia francesa: se inventó la Francia resistente. Con el transcurso del tiempo, poco importa si fue la mitomanía la que le llevó a forjar ese mito en el que él aparecía como líder providencial de los franceses, o, por el contrario, fue la necesidad de forjarlo lo que le indujo a contemplarse a sí mismo como ese líder, precipitándolo en la mitomanía. Además de perder la guerra contra Alemania, como bien sabía De Gaulle, Francia había colaborado con el ocupante y aprovechado la ocasión para emprender una revolución nacionalista que impugnara los principios ilustrados de la de 1789. Y eso también lo sabía.
Al proclamar que Francia había sido resistente, De Gaulle no ignoraba que existía otra Francia que no lo fue. Prefirió, sin embargo, erigir una unidad retrospectiva de los franceses frente al enemigo exterior antes que dividirlos internamente y crear las condiciones para que una Francia auténtica, la de la Resistencia, ajustara cuentas con una anti-Francia, la de Pétain y los attentistes. Si la depuración naufragó en medio de dudas éticas y contradicciones jurídicas, por más que inspirase la ejecución de destacados colaboracionistas como el primer ministro Laval o el escritor Robert Brasillach, fue porque, entre otras razones, resultaba contradictoria con el mito de la Francia resistente inventado por De Gaulle.
Las monografías de Robert Paxton sobre el régimen de Vichy, en cuya estela se sitúa el excelente ensayo "Y siguió la fiesta", de Alan Riding, fueron pioneras en la impugnación del mito de la Francia resistente. Ateniéndose a los hechos, Paxton demuestra que la colaboración gozó de mayor respaldo entre los núcleos dirigentes que la Resistencia, expresado de forma activa en unos casos o a través de un cauto acomodo con la nueva situación, en otros. Riding se centra en los artistas e intelectuales, y la conclusión es similar a la de Paxton. Salvo contadas e inequívocas excepciones, y más abundantes ambigüedades, el rechazo de la ocupación entre escritores, pintores, actores o músicos fue minoritario en un principio y más amplio a medida que las tornas de la guerra se volvían contra Alemania.
Al igual que las monografías de Paxton, el ensayo de Riding permite dos aproximaciones diferentes. Una es la que invita a descubrir desde la incomodidad de una actitud vagamente inquisitorial las sombras de algunas figuras que, sin embargo, se construyeron después una biografía ejemplar, como François Mitterrand o Jean-Paul Sartre. La segunda aproximación sugiere reflexiones que remiten a las funciones del mito y también a los peligros de la hagiografía. Son peligros contra los que no parece estar inmunizado el culto a la memoria y algunas de sus más relevantes manifestaciones, desde esa voluntad moralizante que se esconde en ciertas novelas de recreación histórica hasta los movimientos ciudadanos que hipotecan cualquier juicio sobre el presente a lo que sucedió en el pasado.
Desde el punto de vista de la historia, el mito de la Francia resistente no pasa de ser una clamorosa inexactitud, por no decir una mentira. Desde el punto de vista de la política, permitió que Francia se situara entre las potencias vencedoras cuando, en realidad, había sido derrotada, evitando de paso que la minoría de franceses que se comprometió con la Resistencia reclamase derechos de vencedor frente a la mayoría de franceses que colaboró o condescendió con la Ocupación. El precio del mito inventado por De Gaulle fue la absolución de quienes participaron en la ejecución de las políticas más execrables del régimen de Vichy, como el asesinato de militantes de la Resistencia o la deportación de judíos franceses.
El clima ideológico de la inmediata posguerra favorecía que De Gaulle y su Francia resistente estuvieran dispuestos a pagarlo. Como queda de manifiesto en el ensayo de Riding, y también en las monografías de Paxton, la rendición incondicional de Alemania permitió asignarle en exclusiva doctrinas de las que habían participado los vencedores, como el antisemitismo. A Léon Blum, judío, se le dedicaron insultos en Francia que no desmerecían de los que emplearía el nazismo para conducir a millones de seres humanos a las cámaras de gas. Los nazis no fueron los únicos que se dejaron arrastrar por la locura antisemita, sino los que la llevaron más lejos.
Riding, como Paxton, arroja dudas sobre el valor de la hagiografía, sobre la exaltada canonización de algunas figuras. Pero, en el caso de Y siguió la fiesta, la vía para hacerlo no es tanto desenmascarar las sombras que pesan sobre ellas como reivindicar otras que hicieron lo que era justo en el momento en el que había que hacerlo, y regresaron después a sus tareas sin reclamar recompensas ni honores. Jean Guéhenno, confinando su vocación literaria en un diario privado para no colaborar, y el americano Varian Fry, poniendo a salvo personas amenazadas, forman parte de esa escueta nómina. El mito de la Francia resistente inventado por De Gaulle no contó con ellos, pero, sin ellos, como sin otros militantes anónimos, la Francia resistente habría sido, más que un mito, una insostenible fantasía.
Leer aquí en El País.
Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding. Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores. Barcelona, 2011. 512 páginas. 25 euros.
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domingo, 4 de diciembre de 2011
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