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domingo, 20 de mayo de 2018

Ambigüedades y certezas del 68 francés.

Ctxt

Una tarde de invierno de 1972, el sociólogo Jean-Pierre Garnier recibió una llamada del Elíseo. El presidente Georges Pompidou le invitaba a comer para charlar, algo bien extraño teniendo en cuenta que Garnier era un marxista y Pompidou, como Macron, un liberal exejecutivo de la Banca Rothschild. La cita fue en un restaurante de la rive gauche. En un reservado del segundo piso, con la escolta presidencial tomando el piso de abajo. Pompidou quería escuchar la tesis de Garnier sobre el mayo del 68.

Garnier era discípulo del filósofo marxista Michel Clouscard (1918-2009), un crítico acérrimo de Louis Althusser muy hostil al estructuralismo. Para Clouscard, el 68 había sido una contrarrevolución liberal-libertaria encaminada a ocultar la lucha de clases detrás de las cuestiones de género e identidad. Un movimiento que expresaba el ascenso de un nuevo estrato “ilustrado” que, en coalición con la moderna burguesía tecnocrática representada por Pompidou acabaría desplazando del poder a la coalición difusa de resistentes burgueses-conservadores y comunistas que gobernó bajo De Gaulle los “treinta gloriosos” y que había dado lugar al programa del Consejo Nacional de la Resistencia de marzo de 1944, un programa que hoy sería tachado de “izquierda radical”.

Según Clouscard había sido la alianza de aquellas dos Francias la que había dado lugar a la excepción francesa. El 68 la destronaría en beneficio de un nuevo orden de capas medias con desarrollo del sector servicios, de la capa ilustrada y eclosión de la sociedad de consumo. Todo había empezado con el Plan Marshall, decía Clouscard, con la entrada de la ideología made in USA por la vía del consumo, el entretenimiento, la música y el cine, destinado a diluir en la posguerra el poder de los partidos comunistas en países como Francia e Italia, con apoyos del 20% y el 30%, respectivamente. Países con comunistas armados tras su papel en la resistencia y conviviendo con burguesías debilitadas y desprestigiadas por su colaboracionismo.

Música binaria de repetición (rock) matando al jazz, la música popular más sabia; la música pop, que es lo mismo en todos lados, como lo contrario de la música popular; la cultura de masas como lo opuesto a la cultura popular, fabricada desde arriba para el consumo de las clases populares con miras a apuntalar el conformismo, una sociedad permisiva hacia el consumidor y represiva hacia el productor en la que todo está permitido pero nada es posible.

En el 68, Pompidou era primer ministro de De Gaulle. Le explicó a Garnier que el general quería apelar al ejército para desalojar la Sorbonne. Con ese objeto, el 30 de mayo De Gaulle había tanteado al General Jacques Massu, comandante en jefe de las tropas franceses en Alemania en una visita relámpago que le hizo a su cuartel general en Baden-Baden. Pompidou se oponía a toda intervención del ejército. En la comida con Garnier de 1972 el entonces ya presidente escuchó con atención la tesis de Garnier de que reemplazar la lucha de clases por “el combate de los hombres contra las mujeres, los negros contra los blancos, los jóvenes contra los viejos, los hutus contra los tutsi y los corsos contra los franceses” era algo mucho más conveniente para el capital.

“La nueva capa ilustrada quedaba fuera del poder y en mayo de 1968 reclamaba su lugar. Los más excitados crean partidos de extrema izquierda, grupúsculos trotskistas, maoístas, anarquistas y se meten con el gobierno y la V República, los más radicales hasta con el propio capitalismo”, explicaba Garnier. “Cuando les hablé de la irresistible ascensión de la pequeña burguesía intelectual, me dijeron 'es el mismo análisis que hicimos nosotros cuando había que decidir si teníamos que desalojar la Sorbonne por el ejército'”. Pompidou y sus fontaneros tecnócratas explicaron a De Gaulle que aquello no sería una solución realista, que todos aquellos excitados que enarbolaban banderas rojas, hoces y martillos y retratos del Che eran "la futura élite de nuestro país y que no debía dispararse sobre nuestra futura élite….”

Contemplando nuestro actual panorama definitivamente americanizado, en el que todo parece reducirse a género e identidad, con lo social y lo económico tan eclipsado pese a los retrocesos en curso y el avance en explotación, ese balance da que pensar.

Tiene razón Josep Fontana cuando observa que “todos los movimientos iniciados en aquel año acabaron en el fracaso: el intento de establecer un socialismo de rostro humano en Praga, los movimientos estudiantiles en Alemania, Italia, Francia y Polonia, las protestas contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos…”. De todos ellos, el más trágico fracaso –porque era el más consistente– me parece el de Praga. Si el bloque del Este (socialismo + dictadura) hubiera disminuido su segundo componente logrando hacerse más atractivo, habría creado serios problemas a su síntesis adversaria en Europa (capitalismo + democracia). Al lado de las simplezas sobre la playa bajo los adoquines, aquello habría sido algo más que poesía.

Respecto al peligro de que las ideas liberadoras de los estudiantes prendieran en movimientos sociales de masas, rápidamente se encontraron maneras de conjurarlas. Una de ellas fue la violencia. El asesinato de sus líderes, Martin Luther King y Robert Kennedy en Estados Unidos, el atentado que eliminó a Rudi Dutschke en Alemania, así como la aparición de toda una serie de sospechosos “grupos armados” fuertemente infiltrados, si no propiciados desde el principio por la policía (la tesis sugerida por Boby Baumann, fundador del menos demencial de ellos, el Movimiento 2 de junio), particularmente en Alemania (Fracción del Ejército Rojo) e Italia (Brigadas Rojas).

En todos esos países el sistema se comió el 68 juvenil (nunca en el mundo la mayoría de la población había sido tan joven) mientras la sociedad de consumo se frotaba las manos ante la aparición de la juventud como grupo social independiente, lo que hizo el agosto en ramas enteras de la industria; discografía, higiene, moda, cosmética… Como explica Hobsbawm, el resultado general de toda aquella “revolución cultural” fue el triunfo de lo individual sobre lo social.

Al mismo tiempo, por más que en la conmemoración del 68 el establishment mediático francés haya puesto por delante toda la ambigüedad de aquella “revolución de las costumbres”, no hay que olvidar lo que se ha querido ocultar con ello: la mayor huelga general de la historia de Francia, que paralizó el país y obligó al gobierno y al empresariado a negociar con el resultado de un incremento del 30% del salario mínimo, un aumento salarial general del 10%, acuerdo interprofesional sobre la seguridad en el empleo, sobre formación profesional, cuatro semanas de vacaciones pagadas, subvenciones de maternidad, límites a la duración máxima del trabajo, prejubilaciones con el 70% del salario, derecho de los emigrantes a participar en las elecciones profesionales, prohibición del trabajo clandestino, refuerzo del subsidio de paro, derecho a la actividad sindical en la empresa…. Mucho de todo eso está siendo destruido ahora por Macron.

Como ha explicado Thomas Guénolé, insistiendo en la “revolución de las costumbres” se oculta la lección básica de todo aquello: si mañana nuestras élites dejan de trabajar, no pasa nada, se puede cambiar de élite. En cambio, si la mayoría social, si el pueblo, deja de trabajar y se pone en huelga, una huelga masiva y general, las élites no pueden cambiar de pueblo, así que tienen que negociar y aceptar lo que se les exige.

Fuente original:

http://ctxt.es/es/20180516/Politica/19634/Mayo-68-Francia-revolucion-costumbres-mejoras-sociales.htm

miércoles, 19 de octubre de 2016

La noche que murió la Revolución Francesa

Guadi Calvo
Se cebaban con los más débiles, los que ya estaban ensangrentados, hasta matarles, yo lo vi. 
Saad Ouazen
Hace cincuenta y cinco años,
 el 17 de octubre de 1961, entre 300 y 400 argelinos, de unos treinta mil, que se manifestaban pacíficamente, contra las leyes racistas que el gobierno del presidente, Charles De Gaulle, había impuesto, específicamente contra los ciudadanos de ese origen, y por extensión, contra todo ciudadano proveniente del Magreb, fueron cazados y asesinados en pleno París por la policía del régimen. Si bien los herederos de la Revolución Francesa la habían herido de muerte en los arrozales de Indochina, en las cuevas de norte de Argelia y en los bosques y desiertos africanos, aquella noche, en pleno Paris, le pegaron el tiro de gracia.

El hecho más oscuro que se registra en la ciudad luz, hasta hoy, no ha sido debidamente aclarado, y ni siquiera hay una nómina comprobable y segura de muertos y mucho menos de la totalidad de sus responsables.

El Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino, dirigido por Mohamed Budiaf y Ahmed Ben Bella, desde 1954, que libraba una guerra contra la dominación francesa, que había invadió su territorio en 1830, llamó a los miles de argelinos que entonces vivían en París, a manifestarse pacíficamente contra el toque de queda impuesto a la población magrebí por el prefecto Maurice Papon, quién durante la Ocupación nazi había sido el responsable del traslado de ciudadanos judíos de Burdeos a París, con posterior destino a los campos de exterminio.

El toque de queda prohibía a los trabajadores argelinos permanecer en la calle entre 20:30 y 05:30 y las cafeterías de musulmanes deberían cerrar a las 19 horas. Cientos de miles de ciudadanos se vieron entonces obligados a permanecer encerrados en sus precarias viviendas de los bidonville de Nanterre, Bezons, Courbevoie, Puteaux y Colombes, aunque ya estaban acostumbrados al acoso permanente de las rattonades (razias policiales).

La orden del FLN fue clara y rotunda, los manifestantes no debían portar ningún tipo de armas, y se invitaba a que participaran mujeres y niños, como garantes de que no habría de parte de los organizadores intensiones de violentar las normas. Además las columnas deberían transitar por las veredas, para no perturbar en tránsito de avenidas y bulevares.

Apenas iniciada la protestas, la policía de Papon comenzó la cacería por portación de piel, todo “pardo” o moro, que se lo encuentre en la calle sería detenido.

Los siete mil efectivos de Papon, junto a la Policía Auxiliar (APF) mejor conocidos como los Harkis de París, argelinos reconvertidos en anti revolucionarios que operaban contra sus connacionales, se habían preparados desde días antes, con el beneplácito de sus superiores lo que incluía la explicita aprobación de De Gaulle.

Apenas aparecieron los primeros manifestantes comenzó la represión, que dejaría según cifras oficiales 11730 detenidos y 3 muertos.

Los cancerberos de Papon se dispersarían acechantes por calles del Barrio Latino, los Grandes Bulevares, y los alrededores de Champs Elisées. Esperaban a los argelinos en las bocas del metro, en las terminales de buses. Sus mítines fueron atacados con extremas violencia, sin perdonar ancianos, embarazadas, ni niños.

En pocas horas los detenidos alcanzaría a casi a los 12 mil, todo estaba milimétricamente calculado, buses de la policía y autobús de la compañía RATP, habían sido requisados. En ellos trasportaron los detenidos al Hospital Beaujon en Vincennes, a la sede de la policía, al estadio Pierre de Coubertin y al centro de exposiciones. Los detenidos debieron sufrir hacinados durante días las golpizas y todo tipo de abuso policial, en deprimentes condiciones higiénicas, sin agua ni alimento. Los detenidos ni siquiera se atrevían a ir a los baños, ya que la mayoría que había osado intentarlo, jamás volvieron. Allí mismo fueron torturados, violados y muchos asesinados.

Como para cubrir las evidencias, unos días después el ministro del Interior, Roger Frey, antes del reinicio de la Asamblea Nacional, anunció el retorno forzado a Argelia de muchos de los “indeseable”, sin listas, sin poderse despedir de sus familiares ni tan siquiera recoger algunas de sus pertenencias; fueron deportados, aunque muchos de ellos, nunca llegaron a Argelia.

Sin recato frente las cámaras, ni a los periodistas y transeúntes, las policía masacró la protesta, los manifestantes fueron golpeados salvajemente, mientras otros fueron asesinados con armas de fuego a bocajarro.

Las calles de París se llenaron de muertos, charcos de sangre y heridos: hombres mujeres y niños fueron asesinados a golpes por la policía, otros lanzados mal heridos al Sena, tampoco fueron pocos los cuerpos que aparecieron ahorcados en Champs Elisées.

Aquí se ahogan argelinos.
Algunos días después de la represión, en los muros que bordean el Sena comienzan a aparecer unas extrañas pintadas que dice “ici on noie les Algériens” y a los días comenzaron a flotar en el Sena decenas de cuerpos, algunos con disparos y otros con evidentes signos de tortura, era claro que la matanza pergeñada por el perfecto Papon y bendecida por De Gaulle, se había ejecutado con “estilo”, se estima que por los menos fueron 150 cadáveres de argelinos recogidos en las aguas entre París y Rouen.

El presidente declaró que la masacre era “un asunto secundario” y dio por terminado el asunto conforme con los tres muertos iniciales. Envalentonados por la complacencia oficial el 8 de febrero del 1962, otra manifestación en contra de la guerra de Argelia y de la organización paramilitar OAS, (Organisation de l'Armée Secrète) terminó con una nueva masacre, conocida como “masacre de Charonne" (nombre de la estación de metros parisina) donde otra vez los hombres de Maurice Papon asesinaron esta vez a nueve militantes del sindicato CGT, la mayoría pertenecientes al partido comunista.

Como para terminar su obra macabra el 17 de junio de 1966, De Gaulle aprueba una la ley de amnistía que incluía: “Los actos cometidos en el marco de operaciones policiales administrativas o judiciales”, por lo que se impide cualquier tipo de investigación sobre las matanzas del 17 de octubre y de la estación Charonne, entre otras muchas violaciones a los Derechos Humanos.

Los sucesos del 17 de octubre 1961 impactaron de tal manera en la política francesa, que aceleraron las negociaciones que terminaron con los acuerdos Evian el 18 de marzo 1962, con que se da por finalizada la guerra de Argelia.

La matanza de octubre fue silenciada durante las dos siguientes décadas, hasta como los ahogados del Sena, comenzaron a emerger las evidencias incontrastables contra el prefecto Maurice Papon.

En 1981, el periódico Le canard enchaîné consiguió una serie de documentos donde se revelaba la participación de Papon en el exterminio judío. En 1998 después de diecisiete años de investigaciones y juicios fue condenado a diez años de prisión, aunque nunca recibió condena por los crímenes de octubre de 1961. Fue liberado en 2002 a los 92 años, por su estado de salud, aunque moriría recién en 2007.

De Gaulle iba a morir en 1969, y recibirían un pomposo homenaje durante sus funerales a pesar de haber asesinado a la Revolución Francesa.

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Mito y fantasía de la Francia resistente

Alan Riding desenmascara las sombras que pesan sobre algunos intelectuales y artistas, y reivindica a otros que no reclamaron recompensas ni honores.

El general De Gaulle hizo (algo) más que dirigir la Resistencia francesa: se inventó la Francia resistente. Con el transcurso del tiempo, poco importa si fue la mitomanía la que le llevó a forjar ese mito en el que él aparecía como líder providencial de los franceses, o, por el contrario, fue la necesidad de forjarlo lo que le indujo a contemplarse a sí mismo como ese líder, precipitándolo en la mitomanía. Además de perder la guerra contra Alemania, como bien sabía De Gaulle, Francia había colaborado con el ocupante y aprovechado la ocasión para emprender una revolución nacionalista que impugnara los principios ilustrados de la de 1789. Y eso también lo sabía.

Al proclamar que Francia había sido resistente, De Gaulle no ignoraba que existía otra Francia que no lo fue. Prefirió, sin embargo, erigir una unidad retrospectiva de los franceses frente al enemigo exterior antes que dividirlos internamente y crear las condiciones para que una Francia auténtica, la de la Resistencia, ajustara cuentas con una anti-Francia, la de Pétain y los attentistes. Si la depuración naufragó en medio de dudas éticas y contradicciones jurídicas, por más que inspirase la ejecución de destacados colaboracionistas como el primer ministro Laval o el escritor Robert Brasillach, fue porque, entre otras razones, resultaba contradictoria con el mito de la Francia resistente inventado por De Gaulle.

Las monografías de Robert Paxton sobre el régimen de Vichy, en cuya estela se sitúa el excelente ensayo "Y siguió la fiesta", de Alan Riding, fueron pioneras en la impugnación del mito de la Francia resistente. Ateniéndose a los hechos, Paxton demuestra que la colaboración gozó de mayor respaldo entre los núcleos dirigentes que la Resistencia, expresado de forma activa en unos casos o a través de un cauto acomodo con la nueva situación, en otros. Riding se centra en los artistas e intelectuales, y la conclusión es similar a la de Paxton. Salvo contadas e inequívocas excepciones, y más abundantes ambigüedades, el rechazo de la ocupación entre escritores, pintores, actores o músicos fue minoritario en un principio y más amplio a medida que las tornas de la guerra se volvían contra Alemania.
Al igual que las monografías de Paxton, el ensayo de Riding permite dos aproximaciones diferentes. Una es la que invita a descubrir desde la incomodidad de una actitud vagamente inquisitorial las sombras de algunas figuras que, sin embargo, se construyeron después una biografía ejemplar, como François Mitterrand o Jean-Paul Sartre. La segunda aproximación sugiere reflexiones que remiten a las funciones del mito y también a los peligros de la hagiografía. Son peligros contra los que no parece estar inmunizado el culto a la memoria y algunas de sus más relevantes manifestaciones, desde esa voluntad moralizante que se esconde en ciertas novelas de recreación histórica hasta los movimientos ciudadanos que hipotecan cualquier juicio sobre el presente a lo que sucedió en el pasado.

Desde el punto de vista de la historia, el mito de la Francia resistente no pasa de ser una clamorosa inexactitud, por no decir una mentira. Desde el punto de vista de la política, permitió que Francia se situara entre las potencias vencedoras cuando, en realidad, había sido derrotada, evitando de paso que la minoría de franceses que se comprometió con la Resistencia reclamase derechos de vencedor frente a la mayoría de franceses que colaboró o condescendió con la Ocupación. El precio del mito inventado por De Gaulle fue la absolución de quienes participaron en la ejecución de las políticas más execrables del régimen de Vichy, como el asesinato de militantes de la Resistencia o la deportación de judíos franceses.

El clima ideológico de la inmediata posguerra favorecía que De Gaulle y su Francia resistente estuvieran dispuestos a pagarlo. Como queda de manifiesto en el ensayo de Riding, y también en las monografías de Paxton, la rendición incondicional de Alemania permitió asignarle en exclusiva doctrinas de las que habían participado los vencedores, como el antisemitismo. A Léon Blum, judío, se le dedicaron insultos en Francia que no desmerecían de los que emplearía el nazismo para conducir a millones de seres humanos a las cámaras de gas. Los nazis no fueron los únicos que se dejaron arrastrar por la locura antisemita, sino los que la llevaron más lejos.

Riding, como Paxton, arroja dudas sobre el valor de la hagiografía, sobre la exaltada canonización de algunas figuras. Pero, en el caso de Y siguió la fiesta, la vía para hacerlo no es tanto desenmascarar las sombras que pesan sobre ellas como reivindicar otras que hicieron lo que era justo en el momento en el que había que hacerlo, y regresaron después a sus tareas sin reclamar recompensas ni honores. Jean Guéhenno, confinando su vocación literaria en un diario privado para no colaborar, y el americano Varian Fry, poniendo a salvo personas amenazadas, forman parte de esa escueta nómina. El mito de la Francia resistente inventado por De Gaulle no contó con ellos, pero, sin ellos, como sin otros militantes anónimos, la Francia resistente habría sido, más que un mito, una insostenible fantasía.

Leer aquí en El País.
Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding. Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores. Barcelona, 2011. 512 páginas. 25 euros.