La primera modalidad de la explotación sexual infantil y femenina se organizó en nombre de las deidades. Los guardianes de fe sumerios se aprovechaban de sus ingenuas fieles y les exigían placeres corporales a beneficio del templo, reservándose el derecho de pernada. Hoy en Ghana los sacerdotes confiscan a las niñas de las familias pecadoras y endeudadas y tras nombrarlas trokosis “esposas de dios”, les someten a todo tipo de abusos durante años.
En su categoría profana y una vez aparecida la propiedad privada, los hombres acordaron comprar mujeres para tener el derecho exclusivo y vitalicio sobre su cuerpo y alma, y mantener a otras (tras deshonrarlas y acusarlas del exceso libidinoso) para su uso colectivo en régimen de alquiler.
Las religiones semíticas sentenciaron que “la mujer es el reposo del hombre” y legitimaron incluso el acceso gratuito a ellas cuando son “botín de la guerra”. Precisamente, las guerras han sido la principal cantera del negocio del sexo. Con derrotadas, violadas y secuestradas han abarrotado durante siglos harenes y burdeles. Los niños y jóvenes varones tampoco se salvaban: también eran destinados al gozo masculino.
Hoy hay que distinguir entre la prostitución tradicional a pequeña escala, fruto de las desigualdades económicas y la violencia del sistema patriarcal, del tráfico transnacional de seres humanos para la industria de sexo. Este crimen organizado que engulle o escupe a millones de mujeres y niños del mundo para convertirlos en mercancía que, como otra materia prima, circula en un solo sentido, de sur a norte o de este a oeste, resulta más rentable y menos arriesgado que el tráfico de droga, ya que para funcionar sólo necesita de un cuerpo, que además rinde decenas de veces al día.
A sus pies existe toda una tupida red internacional de extorsionadores, transportistas, autoridades corruptas, hostales, clubes y clientes que ahogan las miserias de su vida conyugal en las lágrimas de las esclavas sexuales, quienes han sufrido indecibles torturas. Sin esa demanda, se acabaría el negocio.
Hay que proteger a la prostituida y no a la prostitución. La penalización del reclamo de servicios sexuales y la prohibición de los burdeles y negocios vinculados es un imperativo. ¿Quién cree posible dignificar la esclavitud o llamarla “trabajo”? (Nazanín Amirian, en Público) Más aquí.
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martes, 17 de agosto de 2010
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